Rainer Maria Rilke. Torso arcaico de Apolo

El soneto, una forma típicamente que apunta a la completud, aquí puede ser apreciado en su trabajo en torno a una forma rota: un torso sin cabeza ni extremidades. Desde la visión de Mark Doty, Rilke buscaba la manera, hacia 1906, dos años antes de que se publicase este poema en los Neue Gedichte, de darle más “cuerpo” a sus poemas, pues pensaba que lo que había escrito hasta el momento se sustentaba demasiado “en el aire”. Rilke consigue así una comisión de la editorial Julius Bard para trabajar en una biografía en torno al, por aquel entonces, ya célebre escultor, Auguste Rodin. Rodin a su vez envía a Rilke al Louvre, le advierte que debe encontrar algo que ver, un objeto en torno al cual gravite irremediablemente su atención, y que escriba al respecto. Rilke halla el torso decapitado de Apolo, una mirada sin cabeza. Dice Adam Zagajewski que versos como tales bastarían para la posteridad, que sólo con eso bastaría para alcanzar la trascendencia, que no se necesita nada más –a los poco más de 30 años que tenía Rilke para ese entonces– que un final tan sorpresivo –ese “final del poema” tan caro para Giorgio Agamben– como el de este poema que consigue descolocar el punto focal, implicando tanto al yo lírico como al lector del poema en un solo golpe. Que no se necesita nada más para ganar la eternidad lírica que esculpir con palabras ese yo que observaba y que repentinamente se torna objeto observado, en tanto rompe las fronteras del papel. Aquí, en versión de Gustavo Osorio de Ita, recuperamos otra vez el torso arcaico de Apolo que mira Rilke, que miramos, el objeto que define al observador, a nosotros, a todos los que tenemos o que tendríamos que cambiar nuestra vida.

 

 

 

 

Torso arcaico de Apolo

No podemos conocer su legendaria cabeza
con ojos cual fruta madura. Incluso así su torso
yace aún infundido con relumbre desde dentro,
una lámpara, donde su mirada, ahora vuelta tenue,

irradia en todo su poder. De lo contrario
el pecho henchido no podría deslumbrarte, ni tampoco
la sonrisa que corre por las plácidas caderas y muslos
hacia ese oscuro centro donde la procreación solía destellar.

De lo contrario esta piedra parecería carecer de rostro
por debajo de la translúcida cascada de los hombros
y no tendría ese brillo de pelaje de bestia indómita:

y no podría, desde todas las fronteras de sí mismo,
estallar como una estrella: pues ahí no hay lugar
que no te mire. Debes cambiar tu vida.

 

 

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