Testamentum, de Efraín Bartolomé: una celebración de lo vivido.

Recientemente se ha publicado Testamentum de Efraín Bartolomé. En este libro el poeta escribe, a modo de vaticinio, una profunda reflexión sobre la vida y la muerte. Presentamos a continuación un texto preparado por Baudelio Camarillo. La poesía completa de Efraín Bartolomé se puede encontrar en la librería de Circulo de Poesía.      

 

 

 

 

 

Testamentum, de Efraín Bartolomé:  una celebración de lo vivido

por Baudelio Camarillo

 

La mitología griega nos habla de la doncella Core-Perséfone que es raptada por Hades, el dios del Inframundo, y de este modo convertida sin su consentimiento en majestad suprema de este reino tétrico y penumbroso. Ceres-Deméter, la Gran Diosa de la agricultura, la cosecha y la fecundidad, madre de Perséfone, se abandona al dolor por la pérdida de su hija y las tierras se vuelven estériles. Todo amenaza con volverse un desierto. Zeus, al ver que la tierra se deseca por el dolor y la apatía de Ceres, y que esto amenaza la vida en la tierra, convence a Hades de permitir a Perséfone regresar con su madre y así es restituida a la tierra donde pasará 6 meses del año renovando y haciendo florecer la naturaleza, y seis meses en el Inframundo acompañando a su esposo, convertida en una reina inflexible y de carácter de hierro. Core Perséfone es por lo tanto la diosa de la muerte: quien osaba entrar en esos recintos no regresaba jamás a la luz del día. Pero también es la diosa del renacimiento vegetal, en su aspecto bondadoso y nutricio del planeta.

      Muchos, desde la antigüedad, han tratado, por múltiples razones, de conocer los recintos del Inframundo y regresar sanos y salvos al mundo nuestro: Gilgamesh, Orfeo, Ulises, Eneas y, más recientemente, Dante. Producto del viaje es la sabiduría con que emergen de ese reino sagrado. Tal vez esto sea así, porque, como sabemos, en la antigüedad sólo había tres clases de personas a las que se les otorgaba el poder de renacer: los reyes, los héroes y los poetas. Todos los demás estábamos destinados a vagar triste y eternamente en esas praderas inmensas de asfódelos y a deleitarnos sólo cuando alguien hacía una libación o un sacrificio en nuestro honor.

      Ahora, a propósito del libro del poeta Efraín Bartolomé, Testamentum, he hecho el anterior preámbulo con la intención de enmarcar de algún modo la propuesta nueva del poeta; su manera, como él dice, de jugarle una broma a la muerte. No de evitarla, cosa imposible, sino de tocarla, de imaginarla, de hacerla posible desde un cuerpo vivo, pleno de sensaciones y consciente; de vivirla, acompañándose a uno mismo en esos momentos que en realidad ya no conoceremos pero que podemos extraer del futuro cuando tenemos la seguridad de que se cumplirán.

      Sencillamente, en este poemario el poeta dice a su amada cómo quiere que se cumpla el ritual para devolver las cenizas de su cuerpo a los lugares que amó. A todos aquellos lugares de su infancia donde comenzó la gran fuerza creadora de su estro poético; a esos sitios donde se recogieron y juntaron los átomos que se asimilarían a su cuerpo. A esos lugares de su paraíso de infancia, Efraín Bartolomé suma dos lugares distantes, pero igualmente significativos: las dos hermosas casas del poeta en su vida adulta. El poeta se despide de esos sitios donde nació, creció, soñó, amó y creó. Cinco lugares, como la huella de los cinco dedos de la mano tutelar que le dio sentido a su vida y a su creación poética.

      ¿Por qué lo escribe? Porque lo quiero disfrutar intensamente antes de que todo deje de importarme. Eso dice. Gozar por medio de la imaginación lo que acontecerá después de la muerte personal. Jugarle una broma a la muerte, vuelvo a decirlo. Ir un poco o un mucho más allá del momento en que la nada nos despoje. Disfrutar ahora con todos los sentidos de ese mañana que ya no podremos disfrutar. No hay pose en ello. Hay goce auténtico. Goce de saberse en unión perpetua y de algún modo física, no sólo espiritualmente, con los lugares donde uno fue feliz.

      Es notable en este poemario la ausencia de alguna palabra que implique reproche. Como Heráclito, el poeta toma la imagen del río para referirse a su vida. Todo es aceptación del cauce predestinado. Todo es sumergirse en el río de la vida y nadar con destreza y dejarse conducir por la corriente y evitar mediante la intuición el posible mal que siempre acecha. Pero, aun así, cuando es inevitable la herida, hacerla sangrar luz, transformarla en versos poderosos, capaces de convertir en otro a quien los lea, porque como dijo el gran Borges: lo más trágico en la vida no es tal, si se tiene el poder de transformarlo en arte. Aceptar, sin más, el haz y el envés de la magia y usar esa fuerza para cambiar, aunque sea mínimamente, el mundo.

      El poeta Efraín Bartolomé escribe Testamentum desde un estado de tranquilidad total, sin el menor asomo de frustración o impotencia porque algún hilo del entramado de su vida haya quedado suelto o mal tejido. Una tranquilidad, una especie de beatitud, refiriéndome al estado de serenidad, paz espiritual y felicidad que se experimenta en este libro, en la celebración de todo lo vivido. Desde ese estado de lucidez o beatitud el poeta se prepara a partir. No hay fecha para el viaje, puede ser mañana, dentro de meses o años, puede también ser en los próximos instantes: el poeta está preparado.

      Y para comenzar a despedirse de las cosas que ama, se ubica bajo la inmensidad del cielo nocturno y da cuenta de su propia insignificancia:

 

      Miro la noche arder

      El vasto cielo es uno

      Un uniforme palpitar de estrellas

      Pareciera cantar en el silencio     de confín a confín                                                               

      De norte a sur        de este a oeste

      de lo alto a lo hondo

 

      Las nítidas constelaciones ignoran estos brazos levantados

      que las celebran y honran desde su altiva pequeñez.

 

Porque, es verdad, un poeta siempre será consciente de su pequeñez y, sin embargo, su ser está lleno de dignidad porque en sus ojos cabe la noche y el firmamento estelar completos, porque tenemos algo que los mismos dioses, por eternos, no tienen: nuestra capacidad de asombro; porque somos fortuitos y fugaces y eso acrecienta más nuestra capacidad de goce; y aún más porque, como escribió Yannis Ritsos, “todas las estrellas caben en nuestro corazón y nuestro corazón es más que todas las estrellas”. Sí, Yannis Ritsos, el poeta al que una vez nos presentó el maestro Bartolomé en nuestro taller literario, y que desde entonces se quedó con nosotros.

      Ya en el primero de los nueve cantos que componen el libro, emerge del fondo de la tierra el río que habrá de acompañarlo, río limpio y cristalino en sus primeros años, que se convierte en un sueño recurrente en el cual el poeta se sumerge y la experiencia es como nadar en la música. Conforme avanzan los años el sueño persiste y se irá convirtiendo en un río inabarcable, a veces tranquilo, otras veces tempestuoso y terrible, donde el poeta, guiado por un destino superior o por una voluntad intensa, se moverá con una soltura y destreza nunca tenidas en la vida real, según él mismo indica.

      Borges dice que al final de la vida ya no importa si lo recordado sucedió de verdad o fue leído o concebido en un sueño, porque lo que importa es el recuerdo del suceso y el sentido que éste tiene en nuestra existencia. Así los  cantos tercero y cuarto de su Testamentum estarán dedicados tanto al río visible y palpable, y al río como metáfora de la vida, en un entrevero de sueño y realidad que al principio percibimos de manera tan sensorial:

 

      la penumbra se toca

      : deja en las yemas de los dedos

      polvo de oscuridad, humo de magia

 

En ese cúmulo de sensaciones, la realidad de pronto se vuelve sueño, y el sueño se vuelve metáfora inconfundible para el autor, aunque difícil de discernir para quien lo ha leído. Mas, ¿qué importa eso, si es realidad, sueño o metáfora? Lo importante es nombrar, señalarle al hombre las verdaderas coordenadas de su alma.

      En el siguiente canto se darán las coordenadas precisas del río, los nombres que se le van asignando, los ríos tributarios que acrecientan el caudal hasta convertirlo en el poderoso río Usumacinta que entra en el mar luego de unir sus aguas con las del Grijalva y quedar así, tatuado en la memoria, como símbolo de la vida de un poeta: Efraín Bartolomé.

      Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir dijo Jorge Manrique. Hay un paralelismo indudable entre lo que es el cauce visible del río y el cauce metafórico de la vida del poeta. El crecimiento del caudal, de un trecho de tiempo a otro, es innegable en los dos. Así la importancia de ambos, tanto en el territorio físico como en el territorio de la poesía. El poeta conoce el curso del río de principio a fin, en cada una de sus partes, por eso quiere entregarle sus cenizas.

      En el Canto 6, el cielo, en el cielo el sol, alumbrando inclemente los trabajos del hombre, y entre todos esos trabajos, uno: la cosecha de café, aquél con el cual el poeta aprendió, desde un principio, que la vida se paga con esfuerzo, que el trabajo es la moneda de cambio con la que hay que merecer nuestro estar aquí. En palabras del gran Antonio Machado

 

      Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.

      A mi trabajo acudo, con mi dinero pago

      el traje que me cubre y la mansión que habito,

      el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

 

Porque ser poeta es dar, dejar, legar, como lo dice desde un principio en su Testamentum Efraín Bartolomé. Pero también nos habla del otro cielo, del cielo nocturno, del asombro ante la inmensidad, de aquello que se descubre sólo cuando la realidad solar se oculta, como si el día fuera la conciencia del estar aquí, del darse cuenta de la vida luminosa de bondad, y de la vida luminosa que oculta ponzoña, y la noche del inconsciente y sus abismos majestuosos, infinitos e intangibles:

 

      el cielo, el cielo, el cielo,

      siempre tan impasible a las cosas humanas

 

dice Efraín.

      ¿Cómo nos imaginamos los nombres propios de lugares y personas que el poeta va nombrando con deleite; nombres que el poeta ha convertido en símbolo de vida, tiempo delimitado por la luz, la maravilla y la felicidad? ¿Qué lo obliga a nombrarlos? Pienso que el deseo de que esos nombres propios persistan, sobrevivan a las aguas del tiempo que tienden a sepultarlo todo, como lo dijo muchos años atrás en un maravilloso poema de Ojo de Jaguar.

      En los últimos cantos, el poeta quiere cerrar el círculo de su existencia, y disfrutarlo por anticipado, en vida y con todos los sentidos, como dijo al principio.

      Dejo a la luz mi sombra para que al fin la queme es un maravilloso verso de despedida. El poeta está conforme con cualquier manera de morir y cualquier manera de desintegración del cuerpo. Para nombrarlo escribe versos conmovedores:

 

      ¿Qué aves picotearán mis ojos y comerán su luz?

 

      ¿Qué perros devorarán mi cuerpo

      quebrarán mis costillas      y morderán mi corazón?

      (…)

      ¿Qué arena      qué duro sol      van a beber mi sangre?

      ¿Qué roedores limpiarán mis huesos?

      (…)

      ¿qué dientes      qué instrumentos agudos,

      qué balas o qué piedras perforarán mi cráneo

      y regarán mi masa cerebral sobre el asfalto o sobre el prado?

 

      Todo puede pasar

      Nadie sufra por eso.

 

Pero, afirma el poeta:

      si pudiera elegir             y mi oficio es arder

      en voz alta pronuncio que mi opción es el fuego

 

Alude aquí el poeta a Oficio: arder, el gran título que abarca su poesía reunida hasta el año 1997 y que publicó la UNAM en una hermosa edición. Y enseguida estos versos extraordinarios:

 

      Y que luego las manos de mi amada repartan mis cenizas

      : tengo esperanzas bien fundadas de que aún siendo polvo

      sentiré las postreras caricias de su mano

 

Vienen enseguida las recomendaciones a su amada sobre la disposición de sus cenizas y las partes, cargadas de simbolismo, que deberá tomar para depositarlos en cada uno de los cinco sitios que más amó. Nadie lo puede hacer mejor que ella, y a través de ella, todas las sacerdotisas de la Luna, que fueron amadas por el poeta.

      Nada tengo que agregar a lo ya dicho por muchos acerca del verso pulido, de la maestría en el oficio, que tiene Efraín Bartolomé; de su probada sensibilidad e inteligencia para equilibrar cadencia y ritmo; de la técnica, que es la única que puede conducirnos a la emoción original; de las maravillosas imágenes que repentinamente cruzan por sus versos, como resplandecientes estrellas fugaces que iluminan el alma.

      Nada tengo que añadir: hablar de Efraín Bartolomé y decir que sus versos alcanzan la más alta cima del lenguaje, es sencillamente una reiteración innecesaria, un pleonasmo.

 

 

Baudelio Camarillo nació en Xicoténcatl, Tamaulipas, el 7 de septiembre de 1959. Ha publicado Espejos que se apagan, Cuadernos de Praxis/Dosfilos, Zacatecas, 1989, La casa del poeta y otros poemas, Cuarto Creciente, 1992,  En memoria del reino, INBA/Joaquín Mortiz, 1994; En memoria del reino / En mémoire du royaume” Écrits des Forges/ Mantis editores/Instituto Chihuahuense de Cultura, Quebec, 2009,  Poemas de agua dulce, Praxis, 2000, La noche es el mar que nos separa, Ediciones La Rana, Guanajuato, 2005. Ha recibido el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, el Premio de Poesía San Juan del Río, y el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta.

También puedes leer