Poesía de Uruguay: Jorge Palma

Leemos al poeta uruguayo Jorge Palma (Montevideo, 1961). Poeta, narrador, periodista y divulgador. Ha publicado seis libros de poesía: Entre el viento y la sombra, 1989. El Olvido, 1990. La Vía láctea, 2006. Diarios del cielo, 2006. Lugar de las utopías, 2007. La voz de tus ojos es más profunda que todas las rosas, 2018. Su poesía ha sido publicada en varias revistas latinoamericanas y de otros países del mundo, como: Letralia (Venezuela), UNAM (México), Akzente (Alemania) y Wasafiri (Inglaterra). Actualmente es coordinador para Uruguay de la revista Caravansary (Colombia). Su poesía está traducida al inglés, francés, italiano, árabe, rumano, macedonio, húngaro, griego y alemán. Ha participado en diversos festivales internacionales de poesía como los de La Habana (Cuba). Struga Poetry Evenings (Macedonia). Granada (Nicaragua). Africa Poetry (Durban/Sudafrica). Trois-Rivieres (Canadá) y Ciudad de los anillos (Santa Cruz de la Sierra/Bolivia).

 

 

 

 

 

 

IX

 

Contempla con mano firme a un glaciar
por dentro. También los hombres se congelan.
Y lloran de pie junto a un armario, y debajo
de las escaleras como niñas. Las mujeres y
los hombres lloran. Y ambos roban flores de
los jardines. Los dos aman del mismo modo.
Y sacuden sus sexos con la misma pasión y
jubileo que los primeros habitantes de la tierra.
Del otro lado de la piel las cosas no son muy
diferentes. El frío rompe costillares y no hay
peor golpe que la indiferencia. Tu nombre se
ha vuelto un número, un código de barras, una raya
en la gráfica del cielo.
Así se desmantelan ciudades, Bancos, y grupos
étnicos. Así, la fiebre contagia, se expande, explota
en otros continentes. Y con la infinita capacidad
de adaptación de ese flagelo, puede que lo veas venir
(en ese caso morirás antes de tiempo); pero para los
más distraídos, navegará entre tus piernas y el desayuno,
deshilachando tu vida, tu pedacito de cielo y los pocos
sueños que intentaste guardar para un mañana que no
llegará nunca. Porque antes se llevará tus zapatos,
astillará los vidrios de tus ventanas y cargará en un camión
sin matrícula, las ilusiones y las pequeñas huertas orgánicas
que lucían en tu balcón recién pintado. Es un plan, querida.
Absolutamente devastador.

 

 

VIII

 

Si no le temieras tanto al desierto,
atarías tus huesos al palo mayor
de un barco negro y te internarías
cuarenta días en la noche oscura
del alma. Ni siquiera preguntarías:
¿Qué hago con todo esto, Señor?
Simplemente dejarías que las gotas
de sabiduría cayeran sobre tu rostro.
Pero el viento negro que hace sonar
tus omóplatos como campanas, no es,
ni por asomo viento de libertad. Es
un viento sucio, rastrero, que empuja
liendres, caracoles muertos, raíces
podridas del último otoño, y se
desplaza sin brújula buscando los pechos
que amamantan los futuros destellos
de la tierra.
La tempestad, que es prima política de
los huracanes y los tornados, no escucha
plegarias, y es, como se sabe, tan irreverente
y fría, que el solo hecho de contemplarla,
acorta la edad de cualquier mortal.
¿Qué hay en el desierto, sino siglos de arena
amarilla o roja? No hay fronteras. Ni máscaras.
Ni amuletos. Tu rostro no es más que un rostro.
Tus huesos sólo tus huesos. Tu capacidad de
asombro, ilimitada. No hay fin ni comienzo.
Ni eco que te devuelva la estatura que no tienes.
No hay medida. Ni patrón para tu edad. Eres la
imagen erguida de ese polvo. La representación
humana de ese océano interminable. Y tu nombre
es sólo un conjunto de letras, que alguien grita
en medio de una tormenta de arena,
en la inmensidad.

 

 

 

IV

 

Una mujer en llamas atraviesa el silencio
de una ciudad fundada para la soledad
y el cemento. Un penacho de fuego, una
antorcha. No hay opción para el simulacro.
Esa creatura va prendida fuego. Un fuego
que viene de lejos, un fuego que avanza
y la baña en llamas. ¿Qué la quema?  ¿Qué
oscuro parto la llama, la odia, la muerde?
La ciudad, deshabitada o mordida. Todos
sus huéspedes honorarios en cuclillas
o temblando de miedo bajo sábanas
de llanto; inquilinos de un cielo sin edad.
¿Quién llama, la busca, la muerde en porciones
cada vez más grandes? ¿Quién la aturde, la
socaba, se la lleva en un mar ígneo que la devora?
El fuego que purifica, que desata, funde, limpia
escoria, que busca en su grado último de perfección,
la pieza recién nacida, ahora la golpea con su doble
rostro.
¿Esa mujer será madre, eslabón? ¿Llevará dentro de
su sangre un ángel negro o un asesino? Acaso lo
intuya. Acaso lo vislumbró en el cuenco de sus manos,
mientras se lavaba la cara para despertar, o tal vez
para borrar con el agua fría de la madrugada, el
horror de una pesadilla imposible de nombrar.
Estoy recostado en mi cama de clavos comprobando
que todos mis huesos estén en su lugar. Menos uno,
atravesando la madrugada como una antorcha.

 

 

CAMAS MOJADAS

 

Las raíces de los árboles rozan
las cabeceras de las camas, tendidas
en hilera hasta donde no llega
la voz humana.
Nadie le pone alas a tu sonrisa,
Clementina.
Arriba el mundo arde y no hay lugar
para el asombro.
Dicen que lloverá el fin de semana
y eso, lo sabes, complicará aún
más las cosas.
De cualquier modo, te veré pasar
con tu muñeca de trapo, caminando
despacio hasta la hora de cenar.
Tú no conociste el pan recién horneado
con gusto a leña
ni jugaste en los parques
donde ahora los drones vigilan
el movimiento de cada sombra.
El aire, entonces, no era espeso
y no había en las esquinas
máscaras de oxígeno
para finalizar el día laboral
sin contratiempos.

Cómo explicarte cómo era el mundo
Clementina, con qué derecho,
cuando me mirás
desde tu hermosa claridad,
cuando salís a pasear
con tu muñeca de trapo
y te parás
a los pies de mi cama
desafiando con tu inocencia
este mundo animal.

Cómo explicarte cómo era todo
Clementina.
Y cómo contarte, querida,
que en mi tiempo
había un libro que se llamaba
“Capitán Tormenta”
y no era un Capitán
ni una tormenta, era
una linda muchacha
como vas a ser vos,
que se disfrazaba de guerrero
para rescatar a su querido amor
a manos del enemigo.

Pero eso era en otro lugar.
En otra edad del mundo.

 

 

 

EL PAN NUESTRO
(de cada día)

 

Y el pan nuestro de cada día
en la tierra
lo dan los dueños de la tierra
los dueños de tu cielo
y el mío.

¿Quién es el árbitro
de atuendo fúnebre
parado en la mitad de mi sangre?

¿De qué árbol petrificado y solo
cuelgan los 16 artículos
sobre la barbarie?

¿Quién se llevó mis huesos
mientras dormía? Para hacer
polvo, aserrín, viruta
para abonar otra tierra.
En el corazón del día, hay otro corazón,
una raíz oscura, una boca negra aullando
en la profundidad del bosque,
mientras un círculo de fuego crece,
chamuscando el borde del cielo.

¿Dónde están tus huesos, Claudia?
¿Y tus hombros, adorado Marcelo?

¿Dónde pusieron tu mirada, Esther?
¿Y tus manos, Adolfo, que tampoco
eran tuyas, como todo en la tierra?

¿Dónde están los dueños de tu cielo y el mío?
¿Y el corazón errante que nos dieron,
en una caja tan vulnerable, que la fue mordiendo
el frío y las lloviznas?

¿Dónde están los dueños actuales de tus huesos?
Los mercaderes de tu sangre.
¡Dónde busco, en qué comarca,
si son cientos
si son Legión!
Y entran a las casas mientras dormimos,
y solo dejan un gusto a relámpagos
y borran los caminos con sus muñones.

Este es el pan de cada día en la tierra, Padre,
el pan nuestro de cada día,
hecho polvo, aserrín, viruta,
para abonar otros bosques
en otra tierra.

 

 

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