Poesía nicaragüense: América Lainez

Leemos poesía nicaragüense en el marco del dossier que prepara Víctor Ruiz. Leemos a América Lainez (Managua, 1992) cursó Filosofía y Letras. Es editora y traductora independiente. Ha colaborado en la revista Ágrafos.

 

 

 

 

Día uno

 

Es en las tardes de domingo cuando se abre la herida
por donde salen todos los muertos,
y la vida se desparrama por el piso como naranja de pulpa agonizante
olvidada por la mano que la exprime.
Dios no existe en las tardes de domingo,
ni el amor ni la amistad ni la sensatez de la ocupación ociosa.
En domingo los gatos no salen de casa: 
se echan con los ojos vagos en el eterno domingo en el que viven
sabiendo que ese día es más domingo
que los otros domingos en los que habitan a diario.
Las lagartijas no se arrastran en las tardes de domingo,
tampoco los colibríes vuelan entre las flores; ningún capullo se abre
para dar paso a una astromelia,
ninguna hoja dulce brota de los troncos.
Las hormigas y cucarachas regresan a su vida privada y secreta,
insospechada por todos los que las odian.

Sólo un fino velo de polvo sobre la mesa, sobre la almohada;
sólo la telaraña rota y sin araña,
suspendida en lo invisible de la esquina de la casa.
Sólo eso existe en las tardes de domingo:
ruina, estrago, vestigios de otra cosa,
cenizas en el pelo, en los ojos y en los labios.
El recuerdo de las visitas de mi padre en domingo,
en las que sentado en el porche de la casa de mi abuela
hacía carros de madera y sillas para mis muñecas
y me contaba los cuentos de la tía Panchita
y otros inventados por él mismo
y me decía que en la guerra comían hojas de jocote y de guayaba
cuando estaban escondidos en el monte.
Y jugábamos los juegos que tal vez había jugado con los otros
guerrilleros de catorce años, de noche alrededor del fuego,
cuando la muerte como un ángel les guardaba la espalda:
por aquí pasó un soldado todo roto y remendado, lo que vi que no llevaba…
y yo me reía y me reía. Ahora ya no me río.

Mi padre lleva muerto cinco años
y este no es un poema sobre mi padre.

Es un poema sobre cómo en las tardes de domingo se abre la herida
como cauce en el que flotan todos los fantasmas
y no existe Dios y no sopla el viento
y las bestias se esconden y las plantas no crecen
hasta que, avergonzado de tanto descansar,
Dios regresa y da la cara el lunes por la mañana.

 

 

 

 

Marparto

 

the sea has nothing to give but a well excavated grave.
Marianne Moore

 

 

A veces te busco, vástago sin nombre,
en las entrañas del agua de donde nace toda vida.
En la iridiscencia dulce
de las medusas y de las ballenas,
en el misterio verduzco de las algas.

Busco tu rostro, digo tu nombre.
Tu nombre quizá
impronunciable,
tu nombre que no existe.
Tu nombre  manchado por la tinta de los pulpos,
tan negro como el corazón del mar en el centro de la tierra,
como el hilo de llanto que dejo bordado en los caminos
y como la seca leche al fondo de las dos fosas en mi pecho,
negra leche amarga que nadie bebe ni de noche ni al alba.

Criatura sin forma, mísera, anónima,
cifra convertida en cero, vida convertida en nada,
dame el sosiego de no amar tanto el destino.
Salvame de los augurios que me pisan los talones
y que como a Edipo encuentran
aunque me arrope el cuerpo con sábanas de olas,
aunque esconda la cabeza bajo la almohada.

Caballito de mar, decímelo vos,
con tu voz de cachorro muerto, convenceme
de que mi herida aún puede parir rosas
y que otro parecido a vos aún puede crear un jardín
en los desiertos salados que habitan en mi mano.

 

 

 

 

Elegía para Laika

 

No pudo escucharte, Laika, no pudo escucharte,
el Dios de Berkeley no pudo escucharte.
En la soledad del espacio y en la estrechez
de la cápsula tu llanto se ha perdido.

Viviste estirando los días hasta que llegaron aquellos
que, cautivados por el brío de tus ojos y tu temple,
te eligieron como la mejor de todas
Jugando a ser Adán te dieron un nombre.
Te quitaron el hambre,
te despulgaron y bebiste agua,
te hablaron y moviste la cola,
te estrecharon entre sus brazos.

Los viste hacer cosas incomprensibles:
tocar botones, usar diversos artefactos.
Pero en tu lealtad ciega para con los hombres
te perdiste. Perdiste como tus hermanos
el instinto feral del lobo y no sospechaste.
Te engañaron sus ropas blancas y los creíste
ángeles extraños.
Mas no sabías que eran como aquel
que, preso de gravedad, prefirió reinar el infierno
con un libro en mano,
antes que ser esclavo de la gracia.

Los viste por última vez
a través de la ventana de esa matriz de lata.
Levitaste y te elevaste en esa casa con alas.
Fuiste la reina de los tuyos y de todos nosotros
por un segundo
y te sentiste fuerte, alta.
Hasta que el terror te rasgó las tripas
y tus patas se volvieron garras.
El calor redondo se prendó de vos
y fuiste pájaro de llamas.
Tu piel se cubrió de estigmas,
el lomo se te abrió en dos
como flor de lava.

Desesperada llamaste a Dios que lo ve todo
en todo lado. Pensaste que estando cercana al cielo
tu llanto se escucharía más claro
que las plegarias de los que gimen aquí abajo.
Pero el cielo estaba vacío
y por sus pecados moriste, perra-pájara-cordero,
cristo inmolado.
Y pensaste también en tu última hora:
Padre, ¿por qué me has abandonado?

(Si una perra llora en el espacio,
¿realmente lo hace si no hay testigo de su llanto?)

Ni siquiera el Dios de Berkeley pudo haberte escuchado.

 

 

 

 

Dominus tecum

 

Ayer me visitó un ángel y me confesó
que la muerte es un gesto sin rostro,
suspendido en una esfera eterna y vacía;
y que un soplo azul de cielo
es lo que separa a los vivos de los muertos.

Quise decirle que no creo en Dios,
que la noche es mi sino silencioso,
que la sangre está destinada a perderse,
que el absurdo es la victoria y la derrota;
pero un temblor se apoderó de mis dedos
y sentí la gravedad de la carne doblegarse
ante el misterio alado y preciso
de lo que no tiene nombre.

La vida se me presentó entonces
como una bestia noble,
como una obra dulce,
como las ramas de un sauce
acariciando el lomo plateado de un río,
como la locura de una amante adolescente
que ama sin haber visto nunca el rostro del amado.

Eso es— acertó el párvulo alado—,
signos y más signos abrazados en la espera
de un vacío tan grande,
capaz de borrar el cuerpo y la memoria
para que no sean necesarias

una boca
una garganta
ni los músculos de las mejillas
para ser al mismo tiempo oración y sonrisa.

 

 

 

 

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