Leemos poesía mexicana. Leemos algunos textos de Gustavo Osorio de Ita (Puebla, 1986) acompañados de una nota de Alí Calderón. Osorio de Ita publicó en 2022, bajo el sello de Círculo de Poesía Ediciones, Las armas de mi padre. Ha traducido a Paul Muldoon, a Kwame Dawes, una antología de poesía de India, etc. También escribe sobre poesía. Recientemente publicó Voces del XIX. Estrategias de enunciación en la poesía en el Romanticismo y Modernismo hispanoamericanos (Buap / Ediciones del Lirio, 2023).
Gustavo Osorio de Ita
Las armas de mi padre
Círculo de Poesía Ediciones, 2022.
En 2022, se publicaron tres libros de poetas mexicanos con aires elegíacos en torno a la figura del padre, Ante un cadáverde Roberto Amézquita (1985), Póstumos de Juan Carlos Cabrera Pons (1986) y Las armas de mi padre de Gustavo Osorio de Ita (1986). Se trata de tres formas de la meditatio mortis, tres gestos que escenifican el dolor y el pasmo ante el acecho de la muerte. Entre los romanos, el rito funerario incluía la hechura de la imagine, es decir, de una marcara mortuoria. Ese rostro, dotado de una gran potencia psíquica, era el vínculo definitivo con el difunto y su recuerdo. El poema de coloración elegíaca afila los rasgos de aquel que se ha ido a la vez que observa el rictus de quien le sobrevive. Es entonces que con palabras se esculpe un rostro y se establece la relación de correspondencia entre la mirada y lo mirado. Frente a este tipo de poemas ¿estamos ante las facciones de quién se está yendo o de quien permanece?
En el caso de estos tres poetas, el retrato resulta singular. Roberto Amézquita trabaja obsesivamente desde una alegoría vista en “La caída de la casa de Usher” de Poe: la muerte es un derrumbe y el cadáver es un montón de piedras sin sentido. Su voz, retrato sonoro o signatura fónica, está hecha de escombros y produce la música propia de masticar vidrio. Esta melodía macabra no es sino el eco del ánimo del doliente. Los poemas de Juan Carlos Cabrera Pons, me recuerdan, por otra parte, que los mismos romanos, como refiere Pascal Quignard, usaban la palabra “sordes” para designar las ropas del difunto, ya vueltas jirones. Cabrera Pons propone singulares cortes de verso, jirones prosódicos, encabalgamientos abruptos que por su violencia y dramatismo se asocian con la discontinua y también abrupta respiración del llanto. En ambos casos, la meditación sobre la muerte es acompañada por distintos fenómenos que enfatizan y ponen en primer plano la energía de la voz poética. A fin de cuentas, la forma, el timbre, cada inflexión del código, no pueden verse sino como rictus, movimientos o matices del alma del sujeto.
El caso de Las armas de mi padre, segundo libro de Gustavo Osorio de Ita, es distinto porque no es rigurosamente una elegía sino una suite de poemas que medita sobre el acecho de la muerte, sobre la fatalidad, la enfermedad y la convalecencia. Plantea un estar entre dos mundos al modo del poeta norteamericano Donald Hall que, en Without, cuenta la enfermedad y muerte de su esposa Jane Kennyon y, en The painted bed, los días posteriores al deceso de la poeta y el duelo consiguiente. Este libro de Osorio de Ita desarrolla dos situaciones narrativas esenciales: la enfermedad del padre, ese caminar por la cornisa ante el abismo y el interregno, el tiempo que sobreviene al desastre. El ritmo que cruza los poemas y los organiza es un vértigo parecido al de la preocupación ya vuelta desespero. Es el miedo incapaz de exorcizarse, la sensación de pasmo que vuelve y vuelve. Es un loup infame, es la fuerza centrífuga de los poemas con que se abre y se cierra el libro. El poema pórtico es “Palinodia”, con la carga histórica de su procedimiento, y que recuerda “El Pequeño César” de José Carlos Becerra (No estoy entrando a tu cuarto / Ni removiendo con los ojos / Sombras que se gastaron con los años y se fueron / Quedando retazos sobre las cosas que no dejaste) por situarse en el plano de lo irreal y cuyas voces funcionan como ensalmo y oración y atracción del presagio: tú no te has ido. El último poema del libro es “Por estar viviendo” que también se escribe en torno a una imposibilidad que, sin embargo, deviene presencia: ¿Ya has pensado que no decimos a menudo nuestro propio nombre? / Quizás para que no se gaste. / Y sean otros quienes puedan gastarlo cuando no lleguemosn a las casas que no existen y seamos indefensos y ya no estemos aquí para seguir siendo voz. / Y ya casi no estás aquí. Pero las cosas pasan. / Por tanto estar viviendo te me has muerto / Aquí digo tu nombre. Esa imposibilidad a la que me refiero se llama “muerte” y debiera mantenerse lejos, pero nos acecha. El último verso, que es pura presencia, recuerda la vieja creencia griega de que al pronunciar el nombre de un difunto se le trae por un instante a la vida. Este libro de Gustavo Osorio se instala en la tradición de la meditatio mortis y nos recuerda que el final no es situable nunca en los últimos momentos. Aquí aparece Baltazar Gracián y dice acariciando un cráneo: la vida no es sino preparación para la muerte.
Los poemas de Las armas de mi padre son distintas formas de esta meditatio mortis que no podemos entender aquí sino como un viaje, viacrucis y suplicio. Pero esta vez no viaja Odiseo sino que es Telémaco, azotado por los vientos, destazado por las mareas, quien desanda los pasos y cuenta sus trabajos: “Yo estoy leyendo el oráculo como si fuera para mí / en la sala de espera de un hospital donde solo silencio”.
Y hay que pensar también en el ritmo de estos poemas, que es en realidad, en virtud de una alegoría, el sentido que anima al sujeto. Hay que pensar en la forma como la calca del ánimo. Ese ritmo, en muchas ocasiones, se construye apelando al encabalgamiento. Claro: es el dolor que no cabe en el verso y desborda y vuelve y no se acaba y lo inunda todo. Pero un momento. No se crea que estamos ante un libro que se duele por el padre. Aquí sucede otra otra cosa. Estos poemas constituyen un velo de imágenes que, al descorrese, muestra algo más. Este es un libro sobre el miedo, sobre la radical conciencia de la finitud, sobre el “desamparo originario que yace en el fondo del cuerpo”, como decía Pascal Quignard. En Las armas de mi padre, Gustavo Osorio se ha atrevido a mirar, en el agua enrarecida de la muerte, su reflejo.
En la cuarta de forros escribí:
Las armas de mi padre es el segundo libro de Gustavo Osorio de Ita (Puebla, 1986). Libro de madurez en el que se revela como un maestro del trabajo constructivo. La sintaxis de inspiración cubista, una sucesión de encabalgamientos abruptos y suaves, desconcertantes cortes de verso y una música obsesiva de apretar los dientes y despostillarlos acompañan la angustia y la desesperación ante la enfermedad y el aminoramiento del padre. Sin embargo, el drama está en otra parte y descubrirlo es uno de los placeres de estos poemas. Con Las armas de mi padre, por su imaginación formal, Osorio de Ita se coloca en la vanguardia de su generación.
Alí Calderón
***
Palinodia
No it is not the true story.
No you never went on the benched ships
No you never came to the towers of Troy
The Palinode of Stesichoros
No estoy entrando a tu cuarto
Ni removiendo con los ojos
Sombras que se gastaron con los años y se fueron
Quedando retazos sobre las cosas que no dejaste
No miro detenidamente la fotografía
Sólo no la toco con mi mano
Que no dejaste aquí lejos
No abro y cierro compulsivamente los cajones
La madera no estará henchida
Ni las agarraderas de latón en brillo
Así como tampoco espero que dentro un mapa
Una brújula una código secreto
Que no me dice que en una costa
De un país que no está más allá del sueño
Que nunca vimos juntos no se yergue un faro
Cuyo foco roto no alumbra la ruta
Por donde el barco que no se hunde millas antes
De no llegar a costa alguna y no nos encontramos
De nuevo para negarnos no
No estoy ahí
Tú no te has ido
La palabra celacanto se parece a amianto y a fondo
El celacanto es un pez que emerge de otro tiempo
Un fósil viviente de aproximadamente dos metros
De longitud y hasta noventa kilogramos de persistencia
Que se alimenta de honduras; atrapado con aletas
Casi pies, con ojos casi humanos. Un pez fuera del agua
Boquea intentando sujetar su vida de la brisa.
Un pez fuera del agua vive hasta tres mil seiscientos
Segundos, antes de que se colapse bajo un sol húmedo
En un bote mientras su cuerpo de espasmos
Hace salpicar gotas de agua. Mi rostro,
Donde caen las gotas que el celacanto trajo consigo
Del fondo del mar, a aproximadamente sesentaicinco
Millones de años de distancia, se ve cansado
En esa fotografía que guardo como testimonio
De un viaje que he hecho para escapar
—Como si pudiera hacerlo—
De tu muerte. ¿Cuál era la probabilidad?
Al fondo una isla cuyo nombre estoy seguro no recordaré
A diferencia del nombre amianto
Que es una manera hermosa e impoluta
De llamar al asbesto. Así como celacanto
Es una forma acerada de reconocer el brillo antiguo
Y nombrar la muerte húmeda e inesperada
Que se tarda la suma de vidas en aparecer de nuevo
Porque la muerte siempre flota;
O distrés respiratorio por envenenamiento ambiental
Que es otra forma de decir que no había nadie a quien
Culpar, que falta el aire, que los pulmones
No van a volver a ser los mismos, igual que la vida
Que no es nada sino guardar aire.
Era, recuerdo en la piel, una forma fría, como la sensación
De las gotas que comienzan a confundirse
En mi rostro y que caen sobre la madera
Resistente —no como tu cuerpo— del barco en renta —
como tu cuerpo—.
Otra forma de decir que el aire que cabría en tus ojos
Estaba contado. La playa se acerca. Los últimos
Espasmos. Tanto desplazarse en el tiempo
Y el espacio para nada. Puedo jurar vi los ojos del pez
En tus ojos. Aunque aquello fue antes —mucho antes—
No sé. Tantas cosas que vienen de otros fondos
—vivir tanto para morir tan lejos—
Que emergen respiran luz
Y se ahogan en el aire.
Sangre en el agua
Lanzo el sedal esperando nada
Sólo un aire distinto que dé un salto fuera de la corriente
La voz de mi padre desde lejos se mezcla con el agua fría
Y no le entiendo pero uno puede saber
Por el tono de aquellos que más queremos
Si es que y cuánto los hemos decepcionado
Tiro de la caña con demasiada fuerza
Y la madera pensada para doblarse como una espalda
Bajo el reclamo incluso bajo la indiferencia
Truena y espanta una bandada de zorzales
Que huye lejos del invierno
Hacia un lugar más cerca de la casa que dejamos atrás
Porque papá podemos fingir que este es un paraíso nuevo
Pero nadie llega a un paraíso huyendo
Y ambos sabemos que estás esperando que algo surja
Que un cuerpo flote a contracorriente
El oído atento a todo cuanto se rompe
Pero por ahora simulemos la calma
Lanzo otra vez el peso muy lejos
Miro cómo resplandece casi honesta la luz en el agua
Esperemos la redención mientras aguardamos otra caída
Sabremos entonces decir que estuvimos cerca de ser felices
Y ríos después años más abajo
Sangre en el agua
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