Garcilaso y los límites de la estilística (1 de 3)

Leemos la primera de tres partes de “Garcilaso y los límites de la estilística”, ensayo del poeta español Dámaso Alonso. Este ensayo, publicado originalmente en Poesía española, no ha sido superado en tanto modelo para entender no solo los códigos de género de la poesía sino el funcionamiento de su microrretórica. Se trata de un ensayo que no debería pasar por alto ningún poeta. 

 

 

 

 

Garcilaso y los límites de la estilística

 

Si abandonamos prejuicios (bien sean saussurianos, bien simplemente vulgares), comprendemos en seguida que, al pasar del lenguaje corriente al poético, el campo de las relaciones motivadas, es decir, no puramente convencionales, entre significante y signifi­cado, se amplía enormemente. Podemos repetir nuestro axioma ini­cial: la forma poética es un complejo de complejos: contiene, de una parte, la representación conceptual de lo mentado por el poeta; de otra, un complejo de elementos fonéticos que todos ellos tienden a establecer relaciones no convencionales entre el significante y la cosa significada. Tanto más perfecta será la forma poética cuánto esos vínculos sean más felizmente expresivos.

 

RELACIONES QUE VAMOS A ESTUDIAR

Esos elementos fonéticos pertenecen a categorías tan distintas, que sin establecer éstas antes, no podríamos intentar la clasificación de los elementos mismos; enumeramos, pues, muy desordenada­mente algunos: acento rítmico, fonemas, palabras, versos, estrofas.(Si se observa el único orden que he empleado, se verá que ha sido el de la relativa duración.) Si presentáramos por una línea el desarrollo temporal del poema, podríamos señalar en ella, por medio de segmentos de distinta longitud, unidades de los elementos arriba enumerados: un segmento brevísimo, casi un punto, representaría un fonema; uno algo mayor nos indicaría una palabra; segmentos cada vez mayores, un verso, una estrofa, el poema entero. El acento, la entonación, matizarían estos elementos, variándolos.

Se ha dicho que el más sencillo sonido que pronuncia el hombre, una vocal, es toda una sinfonía (y ello es rigurosamente cierto, porque una vocal es un fenómeno complejísimo, compuesto de sonido básico   —vibración de las cuerdas de la laringe— y toda una serie de armónicos —caja de resonancia—).

Imaginemos ahora el fantástico complejo de relaciones que su­pone (como en esa serie de cajas del prestidigitador) un fonema, que está en una palabra, que está en un verso, que está en una estrofa, que está en un poema. Todos estos elementos, del aparente­mente más simple al más orgánico, se están relacionando, condi­cionándose mutuamente, vivos todos —porque en el poema nada está o debería estar inerte—; pero nosotros no podemos perse­guir el número infinito, o por lo menos de longitud astronómica, de las relaciones que así se traban. ¡Qué bullir, qué zumbar col­menero en la entraña del poema!

Hay unas relaciones más aparentes, o más claras, o más perseguibles, y son las que se establecen entre elementos homogéneos (por ejemplo, de verso a verso, o entre varios fonemas, o entre va­rias palabras). A éstas va a estar destinado especialmente el pre­sente estudio. Vamos a penetrar en el telar de complicadísima urdimbre, en la colmena primaveral.

Vamos a penetrar, precisamente, por Garcilaso. Hemos elegido dos fragmentos de la Égloga 3.ª La condensación inmortal del do­lor amoroso (por no correspondencia, por muerte del objeto amado) nos ha quedado en la Égloga I.ª del poeta. Pero en esta Égloga 3.ª —como ahora los estudios de Rafael Lapesa nos lo hacen ver con más claridad que nunca— tenemos el arte último de Garcilaso, el que representa su total impregnación en el medio renacentista de Italia (pensamiento, arte, poesía): el poeta maduro, el que en el instante mismo de su madurez nos iba a arrebatar la muer­te (1536).

 

SENSIBILIDAD Y PENSAMIENTO RENACENTISTA

Este haberse impregnado del pensamiento y de la  sensibilidad renacentista italiana intensifica o, mejor, dirige, intensificándolo, en esta égloga, el sentido de la belleza natural y la capacidad para expresarla. El hombre renacentista posee este concepto “dirigido” de la belleza natural (dirigido por hilos ocultos del pensamiento rector). “Mundo abreviado, renovado y puro”, como en un famoso verso. “Abreviado”, y tanto, que sólo se reduce, casi, al “lugar ameno”. “Puro”, por acendrado, por nítido, como si la atmósfera fuera vítrea y aprisionara —joy for ever— esa intacta nitidez, “Renovado”, como si ese esmalte vítreo hubiera caído sobre una aurora lavada de la creación: renovada eternamente, eternamente original.

Este mundo virginalmente intacto, reflejo o imagen platónica de la Suma Belleza, es fondo de la Égloga 3.ª de Garcilaso, lo mismo que de casi todo el arte del Renacimiento. Hay, sin em­bargo, algo extraño. ¿Por qué la virtud comunicativa de la repre­sentación de ese mundo en Garcilaso —en este imitador de lo ita­liano— es tan superior a toda la de la poesía italiana de su misma época, es decir, la poesía de donde el mismo Garcilaso procede?

 

ESTR. I.ª: EL ORDEN DE LAS PA­LABRAS  

Y SU FUNCIÓN EVOCADORA

 

He aquí nuestra primera estrofa:

Cerca del Tajo, en soledad amena,
de verdes sauces hay una espesura,
toda de hiedra revestida y llena,
que por el tronco va hasta el altura,
y así la teje arriba y encadena,
que el sol no halla paso a la verdura;
el agua baña el prado con sonido,
alegrando la vista y el oído.

 

Sí; ¿por qué  el paisaje de Garcilaso se nos comunica tan entrañablemente?

Habría una razón. El paisaje de Garcilaso, que viene de Italia (Sannazaro, etc.), era ya en Italia convencional. En Italia, cansa. En España tiene la virtud fecundante y vivificante que al injerto arrancado del árbol viejo le infunde la savia del arbolillo re­ciente.

Y hay un factor geográfico: en España, en la meseta seca y ardiente, este paisaje cobra un nuevo encanto: es una delicia para los sentidos atormentados, hostigados por el ventarrón árido de la paramera.

 

 

 

No basta. ¿Por qué nos llega tan directamente este paisaje garcilasesco, cuando luego descripciones semejantes en otros poetas españoles no hacen sino hastiarnos? Sumerjámonos en la representación de este paisaje, tratemos de arrancarle su secreto:

Cerca del Tajo, en soledad amena,
de verdes sauces hay una espesura,
toda de hiedra revestida y llena,
que por el tronco va hasta el altura…

 

La crítica literaria ha tenido muy poca atención al orden de las palabras. En realidad, si alguna vez puso atención en él, fue para recoger allí piedras contra Góngora, terrero de todos.

En castellano no hay un orden preestablecido: cada momento expresivo tiene el suyo. Es una maravillosa propiedad de la lengua española (compárese con el orden rígido del francés o del alemán). A cada instante, el hablante elige instintivamente el orden para cada expresión: “A las siete viene el coche a buscarnos”, indica un interés vehemente por la hora, que no existe en “el coche viene a las siete a buscarnos”. Pues el poeta tiene un instinto semejante. Pero en su expresión influyen aún mucho más matices de profun­da intencionalidad. El poeta, naturalmente, resalta un elemento por el interés afectivo: pero este interés afectivo puede ser meramente estético, pictórico.

Notemos que el poeta empieza por los complementos de lugar: “Cerca del Tajo”, “en soledad amena”. Observemos también que el orden gramatical del verso siguiente está invertido: no dice “hay una espesura de verdes sauces”, sino “de verdes sauces hay una espesura”. Es que las palabras tienen un poder evocativo —pic­tórico o grabador mental de imágenes— anterior a la perfección del sentido lógico de la frase. Por tanto, independiente del sentido lógico, que pertenece a otro plano, a otra veta, entre la suma de vetas que es la expresión.

En el comienzo de su descripción, Garcilaso sitúa desnudamente ante nuestros ojos los tres elementos esenciales del cuadro que nos va a pintar:

 

Tajo soledad sauces.

 

No sabemos aún nada. Sabemos sólo que el poeta nos ha si­tuado delante esos tres elementos, que no tienen aún sentido lógico —aunque se nos completarán en seguida en sentido lógico—. Pero tienen ya ahora (estamos sólo a la mitad del segundo verso) otra eficacia. Son una expresión pictórica, no lógica. Son ya un paisaje: el “Tajo”; unos “sauces”; una “soledad”, una deliciosa soledad. Y vemos bien, desde ahora mismo, que el lenguaje no tiene sólo dos o tres funciones (aunque tales divisiones sean útiles): es un complejo de funciones, y cada tina moviliza una veta dis­tinta de nuestra sensibilidad, tiene un fin distinto y nos mueve de manera distinta. Estas tres nociones apenas han avisado a nuestra receptividad lógica; pero en un plano más profundo, donde se producen los movimientos estéticos, algo del hombre lector está ya alerta. Esta función pictórica de que ahora hablamos está también basada en el vínculo de carácter predominantemente social que une el significante y lo significado (¡nada aquí de onomato­peya ni de sus aledaños!), pero es en absoluto independiente del sentido lógico de la frase. Antes de ésta completarse, se han con­movido nuestros centros nerviosos, despiertos ahora a una visión, a un cuadro (río, sauces, soledad); aún el vacío, como un aire ultrasutil lo rodea:

     Cerca del Tajo, en soledad amena,
de verdes sauces…

 

Si avanzamos un momento más, ya esa imagen virginal, sin perder la eficacia de haber estado un momento grabada, se desva­nece, porque ahora vemos que el sentido es

    Cerca del Tajo, en soledad amena,
de verdes sauces hay una espesura.

 

La trinidad “Tajo” —”sauces”— “soledad” se nos ha deshecho. Porque del lado lógico (aunque aún bulla en el fondo, deshaciéndose, la imagen pictórica) la trinidad es “Tajo” —”soledad” —”espesura”. Pero nuestra impregnación estética —a pesar de la ló­gica— estaba ya conseguida.

Sí: el río, la soledad, unos sauces en la soledad, junto al agua. No dice río, dice Tajo; es decir, su río patrio, su río natal, porque toda esta égloga, donde tanta mitología se ha de meter, va polarizada, dirigida a un sentimiento familiar, dolorosamente íntimo.

 

ESTR. I.ª PRIMER TROPE­ZÓN

CON EL HIPÉRBATON

“De verdes sauces hay una espesura”. Es necesario detenernos. ¡Aquí hay hipérbaton! No decimos “de pino hay una mesa”, o sólo en muy especiales situaciones idiomáticas tolera semejante inversión la lengua. (Por ejemplo, si en una tienda de muebles donde nos han enseñado varios de roble, de nogal, etc., pregun­tamos: “Y no tienen ustedes nada de ébano o de caoba?”, el •vendedor, correspondiendo a nuestro evidente interés por la ma­teria, puede responder: “Sí, de caoba hay una mesa”. Pero el caso general es totalmente intolerable: no podemos decir “en esta sala, de caoba hay una mesa”.) Hemos topado con el hipérbaton. Pero esto del hipérbaton, ¿no era una aberración de Góngora?

Digamos en seguida que es un hipérbaton que nunca alarmó a los tan sesudos como superficiales varones que se rasgaban las vestiduras ante el gongorino. O al vado o a la puente. Las inversiones de Góngora eran aberrativas porque eran intolerables en la lengua hablada. Si en la lengua normal no se puede decir “de pino hay una mesa”, la conclusión sería que tampoco se podrá decir en lo literario “de verdes sauces hay una espesura”.

Y, sin embargo, se ha dicho a lo largo de toda la poesía española. Hay que tener en cuenta la enorme polisemia de la proposición “de”, y no escandalizarnos por asociar como ejemplos valores muy diferente: “de pies de caballo… escapar”; “de los sos ojos… llorando”; “de largos reinos… señor” (Poema del Cid, I.I5I, I, 2.936). Y en el otro extremo: “de tu balcón sus nidos a colgar” (Bécquer); “del limonero entre el follaje oscuro” (A. Ma­chado).

Seguramente que la anticipación de “de” ha sido, en literatura, admitida antes en algunos de sus valores semánticos, y que de ahí se fue deslizando a otros. Algunas de esas inversiones serán posi­bles en la lengua hablada; otras, la mayor parte, no. “De su mano… escribiendo” (compárese “de los sos ojos… llorando”) sería notable afectación en la lengua hablada; e inaguantable sería oír: “Está muy rico; es de muchas casas dueño”.

Pero la anteposición del “de” (ya en alguno o ya en todos sus valores semánticos) es —como en un instante hemos podido com­probar— toda la historia de la poesía castellana, desde el primer verso de nuestro primer poema hasta el día de hoy.

Y ahora comprendemos por qué los críticos del siglo XIX, es­candalizados ante el gongorino, nunca se ocuparon de este hipér­baton: no lo consideraban aberración, sencillamente porque no se habían dado cuenta de que era tan auténticamente hipérbaton como los otros. Este hipérbaton tradicional lo admitimos porque lo hemos embebido con una educación literaria en la que, sin nadie darse cuenta, se había él infiltrado. Sólo ahora comprendemos que es, en el fondo, una violencia al lenguaje usual, no esencialmente distinta de las más osadas de Góngora.

 

ESTR. I.ª: ¿POR QUÉ GARCI LASO

USA AQUÍ HIPÉRBATON?

Mas inmediatamente se nos presenta otro problema: ¿por qué Garcilaso, precisamente ahora, en este verso, prefiere esa ordena­ción invertida: “de verdes sauces hay una espesura”? Sería pueril pensar que lo hizo, con fríos tanteos, para juntar las nociones “Tajo”, “soledad” y “sauces”. Pero ¿hemos de pensar que ese feliz resultado ha sido casualidad? Tampoco.

El problema es muy grave. Es, en esencia, quizá el problema central de la forma poética. Nuestro análisis no nos permite más que entrever. Yo me lo planteo así:

Ya hemos visto cómo las palabras, aun en la lengua usual, se desplazan, se separan, se unen por intención expresiva. Pero en el proceso de creación poética bullen las palabras de otro modo, llevadas como por un viento circular: la música, que se condensa en ritmo y rima. Y ocurre, y esto es lo prodigioso, que las pala­bras sometidas a esas corrientes, a esa violencia, a esa electricidad, se ponen tensas, como en un trance especial; aumentan, por de­cirlo así, sus emanaciones selectivas, se juntan de modo inesperada y sorprendente.

¿Cómo se podría comparar esto? Son polarizaciones como las de un campo magnético; esa fuerza es como el viento (me agita las flores y produce su fecundación. También las violencias del alma, la amargura o la dramática urgencia producen nexos ines­perados y felices en nuestro ser interior.

Un poeta amigo mío puso como lema a un libro suyo una frase de Proust que encierra una honda verdad. Dice así: “A los buenos poetas, la tiranía de la rima les fuerza a encontrar sus mayores bellezas”.

En mi libro de poemas Hijos de la Ira, yo he maldecido de la rima y he citado los versos de Verlaine:

Oh, qui lira les torts de la rime?
Quel Senfant sourd ou quel négre fou
nous a forgé ce bijou d un sou
qui sonne creux et faux sous la lime?

 

Pero yo no tenía razón (lo dije, cuando lo dije, por motivos muy especiales); y Verlaine, tampoco: a la rima debe Verlaine casi to­dos los hallazgos expresivos de su poesía. Aun en su Art Poétique. Es decir, en el mismo momento en que la estaba maldiciendo.

Puestos frente a nuestro texto, no sabernos qué fermentaba en la mente de Garcilaso con la pluma en la mano. ¿Fue que le bullía ya la rima en –ura?, ¿qué la posposición de “espesura” le facilitaba el engarce, “toda de hiedra”, etc., de lo que iba a seguir?, ¿o que se le juntó en la mente, en anticipación del paisaje, el complejo “Tajo” —“soledad” — “sauces”?

El misterio de la forma empieza ahí: cuando la expresión cuaja, invertida en ese modesto endecasílabo: “de verdes sauces hay una espesura”.

 

ESTR. I.ª: FUNCIÓN REPRESENTATIVA

DEL RITMO

 

Hay, además, el ritmo: el ritmo endecasílabo con sus acentos. Leamos los cuatro primeros versos de la estrofa:

  Cerca del Tájo, en soledad amena,
de verdes sáuces hay una espesura,
toda de hiédra revestida y llena,
que por el trónco vá hasta el altura…

 

Las palabras más grises reciben el acento de la décima sílaba (también el menos expresivo —por forzoso, por constante— del endecasílabo). Pero todas las palabras más conllevadoras de representación, más fabricadoras del aéreo paisaje mental (“Tajo”, “so­ledad”, “sauces”, “hiedra”, “tronco”), llevan en esos versos un acento rítmico. Es necesario explicar esto, porque no estaba claramente consignado en la sagrada Preceptiva (¡oh, nuestra infancia!).

Nada hay que aclarar en los versos primero y tercero, de nor­mal acentuación en cuarta y octava sílabas. Pero ¿acaso no come­temos error en los otros dos, donde el acento (en sexta sílaba) carga sobre “hay” y sobre “va”? No lo cometemos porque esos versos tienen un arranque yámbico: al llegar a la cuarta sílaba (la primera de “sáuces” y de “trónco”, respectivamente), aún no sabe el verso, quiero decir el lector, igual que ante una encrucijada, por dónde va a decidirse el movimiento rítmico, si por la vía del acento en cuarta y octava sílabas, o si por la del acento en sexta. Más aún: al pasar la rítmica imaginativa por la cuarta, y verla con acento, por un instante cree que la decisión será a favor de la cuarta y octava. Pero el acento en la sexta (y lo que detrás sigue) prueban que todo ha sido engaño. Nadie les podrá quitar, sin em­bargo, a “sáuces” y a “trónco” la ligera intensificación acentual que por este instantáneo y delicioso quid pro quo rítmico han recibido.

He aquí, pues, que no sólo las palabras giran, como hojas, en el remolino de la profunda conmoción musical, para así adelantar complejos imaginativos (“Tajo” —“soledad” —“sauces”), sino que este remolino seleccionador abandona una hojas que no le interesan e impele otras, como si montara, para impulsarlas, sobre cada una de estas elegidas, un diamon, un geniecillo que las excita: un acento rítmico. “Tajo” —“soledad” —“sauce”, no sólo están ahí en nuestra imaginación —virginal paisaje—, sino que están ya con un alma: parece que el río se riza, la soledad se puebla los sauces se cimbrean: es el acento, es el viento musical… y aquí se les han unido “hiedra” y “tronco”. Está sugiriendo —ahora— el pormenor en el paisaje sencillísimo.

 

ESTR. I.ª: AFINIDADES

EN­TRE VOCALES Y ACENTOS

Y vamos a saber en seguida cómo está formado,-el oasis, el umbráculo en el que sitúa su acción: es todo una; suavidad de sombras traslúcidas. El sol no puede penetrar allí:

          y así la teje arriba y encadena,
que el sol no halla paso a la verdura;
el agua baña el prado con sonido,
alegrando la vista y el oído.

 

Observemos el encanto especial del verso “el agua baña el piado con sonido”. Otra vez tenemos que pensar en la afinidad selectiva de las palabras removidas en la creación por la necesidad del ritmo. ¿Por qué este verso produce esa maravillosa sensación de transparencia y frescura? Hay que tener en cuenta que es un endecasílabo casi totalmente yámbico:

 

                         – – – – – – – – – – –

 

Observemos: el acento yámbico cae sobre tres vocales a. Éstas se hallan situadas como en tres cimas de onda consecutivas

 

 

y presentan su diafanidad clara al comienzo del endecasílabo, el cual cambia sus vocales al final del verso, porque, exactamente, a la claridad y tersura (“el agua baña el prado” era aún sólo un movimiento suave, sedoso) se le aumenta ahora un nuevo elemento: un sonido cristalino, argentino.

Pero ¿es que Garcilaso eligió sus vocales? Damos otra vez en el misterio de la forma poética. Él no las eligió con su razón; las seleccionó hondamente (turbiamente, en el proceso; claramente, en el resultado) con su sensibilidad. Sí; los sonidos que forman la palabra (vocales, consonantes), lo mismo que las palabras, en tran­ce rítmico, agitadas por una emoción del poeta, tienen maravillosas afinidades selectivas. Las palabras se unen en conjuntos (“Tajo” —”soledad” —”sauces”); las vocales tienen también misteriosas asociaciones (a— a— a). Y los acentos rítmicos, como un alma invasora, se infunden, ya en las palabras que esa selección asocia­tiva había hecho cuajar en nexo imaginativo (“Tájo” ―”soledád― “sáuces”, y también “hiédra”, “trónco”), ya en las vocales, que si albeaban juntas, resaltan ahora aún más su tersura y su ni­tidez (á —á —á).

 

ESTR. I.ª: “…ET VOLUPTÉ”

… Una invasora sensualidad. Es un lugar ameno lo que Gar­cilaso nos describe: es un halago de nuestros sentidos. Eterna­mente se mezcla en la belleza el placer sensual: eternamente el hombre ha mirado complacido el agua cristalina que fluye por un prado. El poeta lo sabe, y por eso nombra, exactamente, dos sen­tidos: la vista y el oído. (No nombra el tacto, pero nuestra seca piel española bien siente la caricia de esa humedad, de esta deliciosa frescura.) También la estrofa misma es un delicioso oasis, como el que ella representa. ¡Tiemblan, tiemblan, sauces abrileños, estos ocho endecasílabos! Tiemblan impelidos por brisas blancas de vocales tónicas, vocales e, vocales a, ¡y con el temblor frican, rozan, suavemente, tantas fricativas consonantes! Sólo allá por la rima hay sombra profunda de oscura vocal (en –úra); son tres abs­tractos, “espesura”, “altura”, “verdura”. En ellos, como en el fon­do del umbráculo, todo diseño, toda tracería está borrada. Y hay una sonería, una argentería final (en –ido). ¡Cómo canta el agua manante en la profunda sombra!

 

ESTR. I.ª: DE SOMBRA Y DE AGUA

Volvámonos aún, volvámonos; observemos una vez más la es­trofa: es una estrofa modesta. Y honrada: no pasa en ella nada importante. No hay tampoco ahí ninguna de esas últimas felicida­des expresivas que alguna ver nos hacen prorrumpir en asombro. Nada: el Tajo, una deliciosa soledad, unos sauces. Sombra. Y el agua, que mana y fluye. Nada: apenas nada.

Es necesario partir de la convicción de que en Garcilaso casi todo es imitación italiana. A esos ocho versos de la estrofa primera se les ha querido señalar como modelo dos pasajes del Orlando Furioso. En realidad; se trata de un tópico, el tópico del lugar ameno: sombra, agua, frescura, árboles y (aunque aquí, hasta aho­ra, no) flores. Es un tópico tan viejo como el mundo, porque es una apetencia invariable en las invariables dimensiones del hom­bre: y Horacio pedía yacer “sub alta uel platano uel hac / pinu”, y pedía Fray Luis estar “a la sombra tendido”, y lo ha pedido siempre el aspeado y asendereado ser humano, antier, y ayer, y hoy. ¡Hoy, como nunca!

 

 

 

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