LA JARDINERÍA
José Vasconcelos
La idea de transformar el campo de cultivo en prado de ornato es tan antigua como la arquitectura. Y aun podría citarse el Génesis y su Jardín del Paraíso en apoyo de una prioridad del jardín sobre el palacio y el templo. También la creación poética filosófica de los hindúes se desarrolla en jardines exuberantes. A la sombra de higuera clásica meditó el Buda. De los lirios de los campos hablan las Escrituras, y los Diálogos Platónicos se desenvuelven según el ritmo de los sicomoros de las márgenes del Ilisos. El jardín es la morada del hombre dichoso, más aún que el palacio. Y la misma literatura romántica recurre a jardines de Italia como Shakespeare, o se deleita con fantasías sobre la selva del trópico americano a lo Saint Hilaire. El hombre bajo techo, así se trate del artesonado más suntuoso, es un prisionero de su alma, impedido de su cuerpo. El clima oblígalo a resguardarse y los deberes sociales le imponen artificialidad. La decadencia del arte, desde el Renacimiento, depende, en parte, de que la actividad internacional pasa desde entonces a pueblos que habitan climas destemplados. El ceremonial vistoso y la canción necesitan espacio en donde ensancharse, claridad para el lucimiento de los colores y perspectiva de sol o de noche con estrellas. Por eso todas las artes decorativas se han creado en Oriente. Y también todas las ceremonias cultas, danzas y procesiones, carnavales y representaciones alegóricas. El ambiente de jardín es inseparable de la vida poética. Los trágicos griegos colocaban sus escenas a campo abierto, como el Prometeo, y a la puerta de los templos y en las terrazas. El jardín fue siempre el marco obligado de toda acción de arte. Es un error suponer que en las zonas cálidas la selva por su frondosidad cierra las perspectivas, anula las proporciones. Toda vegetación está subordinada a las corrientes de agua; en las márgenes de todos los grandes ríos, la periodicidad del aluvión crea las vegas que deben haber sido las primeras zonas cultivadas. Y encima, sobre la tierra firme del barranco, deben haber aparecido los primeros jardines en Babilonia y en el Ganges. De esta suerte, jardín y palacio guardan la misma relación de siembra y morada. Donde hay arquitectura aparece como obligado complemento la jardinería.
Al crear el hombre el jardín, de hecho, separa lo bello de lo útil. En el tránsito del grano a la rosa hay el mismo salto que de la marcha a la danza y de la representación imaginada al dibujo que la plasma. Desde que empieza a vivir, el alma transforma su derredor, según las determinaciones de la fantasía.
Todo lo que pudiera decirse de los jardines de la antigüedad resultaría erudito o fantástico, procedería de un rastreo en la literatura o la historia y sería interesante, pero no precisa para nuestro caso. La preparación del material es obra del especialista. Nos conformaremos por lo mismo, con examinar el arte de la jardinería en los tiempos próximos a nosotros y con los casos más conocidos.
El jardín árabe
El tipo más famoso de jardín es el que nos llega con el nombre de árabe; su origen es quizás persa –las rosaledas figuran en los relatos de Las Mil y Una Noches. Por su parte, la Biblia ha inmortalizado las rosas del Jericó. A los árabes españoles debemos los más hermosos jardines en existencia; el de la Alhambra y el de Aranjuez. Son ambos arquitectura y no simple trazo. Se les mira desde terrazas o sirven para dar marco a terrazas, explanadas y miradores. El uso de mayólicas en fuentes y bancas; los estanques de nenúfares, la ufanía de los pavos reales; la dulzura de un ambiente embalsamado, la serenidad del cielo y el aroma de yerbas y flores, he allí elementos irreemplazables de esa sinfonía de color y fragancias que es un verdadero jardín. Para consumarla hace falta un clima benigno y caluroso. Lo bastante para que el riego del atardecer cause efecto de incitación, así como a la dulzura de la noche provoca ensoñaciones venturosas.
Tardes de rosedal, mañanas de azucenas y noches de nardo y de azahar. Para gozar la nocturna complacencia hace falta olvidarse de que el goce es pecado, tal como lo hacen los árabes. En nuestras ciudades americanas de abolengo andaluz, ¿quién no conoce el misterio de las flores que en la sombra derraman fragancias como una ternura que llega al alma? Hay el jardín en que se ama y el jardín en que se llora. La fronda en que esconde sus fracasos Pierrot, la sombra en que riñen los celos, y el banco inolvidable de las confidencias, el sendero de la promesa.
El jardín italiano
La mención de Pierrot nos saca de estos jardines dionisiacos, que son los árabes, y nos lleva al jardín de tipo italiano. La configuración más bien montañosa produce en estos jardines una edificación en terrazas, rotondas y arboledas. El mármol pone en ellos su nota de pagana religiosidad y la cercanía de la playa recuerda el dolor de las separaciones. Cuando de noche se iluminan, evocan los jardines de Italia las figuras del Carnaval cuya parodia se paseó tantas veces por la América española. Consolémonos; también el Carnaval de Venecia es imitación de Bahg Kor, y éste lo es de la Indochina. Pero no es despreciable ni mucho menos la música con que el Occidente ha contribuido a la fiesta: Minueto de Verdi en el baile de Máscaras, fantasías de Schumann, ricas de sugestiones y ritmos. Todo Carnaval supone prados para la danza y follajes discretos para las parejas bien avenidas. Añadid, si queréis, la nota alegre de los faroles chinos y el rodar del cielo estrellado parecerá dichoso. Pues lo propio de un jardín es devolvernos al disfrute paradisiaco, pero no antes de la falta, sino después, y según la tolerante versión de Mahoma. No es cristiano el jardín, ni religioso, salvo cuando vuelve a ser naturaleza, en la pintura de los místicos. El jardín propiamente tal, es dionisiaco, y así nos lo parece aun en la pobre imitación del jardín pagano del Aprés Midi del fauno debusista.
El jardín francés
Su temperamento cartesiano lleva al francés a introducir geometría, inclusive en el arte de los jardines. Todo el mundo conoce el género Jardín Lenotre. Su más alta expresión es Versalles, y lo mejor que tiene Versalles está en las fuentes y los espejos de agua, los grupos escultóricos, elementos italianos del arquitecto de jardines. Lo que tiene de propio Versalles es el trazo rectangular, alternado con círculos y elipses. La geometría entrometida donde menos tiene que hacer, en el desarrollo de las plantas, que ya superaron la ley de los cristales, propia del orden mineral y se desenvuelven según las espiras del tronco y sus follajes. La insensibilidad de la mayoría para estas situaciones de la dinámica del universo, hace que pasen inadvertidos atropellos semejantes y aun que exista quien los imite y elogie. Los bellos jardines de Francia están en el mediodía, donde la moda provenzal retiene los secretos italianos. Tan copiosa es la producción de las flores en la comarca de Niza, que allí se han establecido industrias del perfume. Y no en vano elige el ruiseñor las florestas provenzales, catalanas, andaluzas, para su juego melódico, el más dulce de los reclamos genésicos. Pero los jardines que imita el mundo, son los jardines geométricos, estilo Saint Cloud, o estilo Versalles, ordenados según la poca idea del malhechor de la estética que fue Lenotre. En los alrededores de Madrid se observa la mala influencia extranjera comparando la magnificencia de Aranjuez con la imitación versallesca de la Granja. Simple bosque con rotondas, calzadas y juegos de agua en la Granja, en tanto que toda la poesía de la creación, se refugia en Aranjuez.
El estilo de la arquitectura también contrasta. Arquitectura española en Aranjuez, con todo el encanto de la grandeza venida a menos, pero que todavía retiene tesoros como las Cámaras de porcelana. La naturaleza también se ha esmerado en aquel oasis, atravesado por el río Tajo y su capricho del Jardín de la Isla. Hierro oxidado de los viejos balcones, irisación de una fingida catarata y sillares enlamados; ¿dónde hay en Francia jardín comparable?
En todo caso, el mejor jardín de Francia es el de la música de Debussy: Les jardin sous la pluie, trozo vivamente poético.
El jardín inglés
154. Walpole en su Essay on Modern Gardening (1770), es uno de los más distinguidos teóricos del arte de la jardinería, entendido como equilibrio de bosques y montañas, estanques, lagos y ríos. La pintura del paisaje de Ruisdael y Hobema, puesta a la moda por Salvador Rosa, y la influencia del arte chino popularizado por libros y viajes, he allí los antecedentes del jardín inglés. El ornamental gardening es en Inglaterra profesión reconocida. Se menciona un Brown, como fundador del estilo inglés, que imita la naturalidad campestre introduciendo ríos y lagos artificiales. William Chambers, introductor de la influencia china, “exige que los jardineros sean, no labradores, sino hombres de genio de fértil imaginación y conocedores de las pasiones”. Lo cierto es que se ha creado en el mundo anglosajón una rama artística en torno a los problemas del terrado, los niveles, las perspectivas, las enramadas, las flores y aun las siembras, todo dentro de la regla de irregularidad propia de quien tiene por modelo la naturaleza. A veces el diseño abarca no sólo el jardín y sus edificios, también el panorama de poblaciones enteras; y todo se comprende bajo el nombre de country landscape architecture. Otras veces el jardín inglés se encierra en la ciudad y sobre las mismas terrazas de los edificios construye modelos de la jardinería de todas las naciones, como en el Rockefeller Center de Nueva York.
El jardín tropical
A finales del dieciocho, la época en que México fue nación en grande, Borda el rico minero que construyó a Taxco, –una de tantas Villes D’Art de nuestro territorio–, se edificó morada y jardines en la ciudad de Cuernavaca. El recinto amurallado se interrumpe a trechos, con miradores que descubren un panorama de palmeras y caseríos, huertos de mangos y mameyes, torres barrocas y cúpulas, cañaverales y arroyos, terreno quebrado y en la distancia la serranía. Por su interior el jardín ofrece veredas de ensueño, rotondas con bancos de mampostería y estatuas de piedra, fuentes y estanques. En el follaje hay todos los tonos del verde, subido en el árbol del mango, claro en los platanares. Framboyanes encendidos y tamarindos en flor, recuerdan el clima del trópico. Mangos maduros y mameyes, naranjas, toronjas, limones, zapotes, hacen del Borda un jardín de los frutos, no sólo de plantas y flores. Cisnes en un estanque y pavos reales por los prados completan la sugestión paradisiaca. Una vieja casa señorial, convertida en hotel de viajeros ofrenda el reposo de sus anchos corredores con soportal. Toda la tierra caliente mexicana de Veracruz a Campeche, construyó quintas de esta índole en la época pródiga del coloniaje. Hoy las antiguas mansiones, regenteadas por los “generales”, repintan sus muros arruinados, para el celestinaje del turismo de Norteamérica.
Por la feracidad y el misterio, por la belleza esplendorosa y aun los riesgos escondidos de flores venenosas y cobras traicioneras, los jardines tropicales desasosiegan al visitante, lo fascinan luego, y ponen en tumulto las apetencias de la sensación.
El jardín japonés
Una variedad de jardín que ha dejado de ser exótica para convertirse en curiosa es la llamada del jardín enano. Una verdadera industria de pinos diminutos y de araucarias enanas se sostiene en Teziutlán de México y en cada parque de California hay la sección “sumergida” o japonesa, que imita colinas, arroyos y puentes y exhibe asombrosas reducciones de coníferas, todo un mundo vegetal como para turistas del Liliput. Pero no es esto propiamente el jardín japonés, aunque la idea de producir flores enanas sea china o japonesa. Lo que distingue el jardín japonés es la armonía de las flores con el ambiente. En vez de las macetas que, en ciertos jardines a la Rusiñol, reemplazan casi el terreno, el japonés adapta el sembrado a las sinuosidades naturales, lo enmarca en los sitios favorables, huyendo del seto y de toda disposición geométrica; siguiendo más bien la línea propia del panorama que no es otra cosa que la de las aguas y los vientos que lo han conformado en el tiempo. De allí esa armonía del paisaje japonés en donde todo se inserta según ritmo natural. Fluye entonces la emoción, incorporándose a un tono de finura en que la naturaleza se desenvuelve identificada con la belleza. En las pinturas y tapices del Asia y en los relatos de los viajeros, podemos advertir una suerte de contacto musical del alma con las flores que llegan a ser la melodía del panorama. En vez del plan del arquitecto, la topografía del terreno indica en este arte la ordenación de árboles y arbustos.
El bosque como parque
Lo que el arte de la jardinería debe a Francia es la adaptación del bosque a los fines del paseo y la belleza. Los parques de ciudades modernas proceden más o menos directamente de los Bois de Boulogne, Saint Cloud, Meudon. Inmensas arboledas cortadas por calzadas, terminadas en “clariéres” donde la luz atenuada, crea esos tonos dulces que son el encanto de las telas de Corot. El nombre de este artista se identifica con la vaguedad seductora de las ramazones de castaños y hayas; la luz de un abra que decora alguna mala estatua versallesca, pero que en aquel sitio adquiere cierto encanto de época, como los muebles de algún discreto bazar. El empeño del hombre y su éxito al embellecer el pobre panorama de aquellas tierras sin colinas, conmueve casi y nos llena de simpatía por un arte laborioso y astuto ya que no logrado, en las exigencias de una auténtica belleza.
Fuera de Francia el estilo bois se ha reproducido en todas las capitales modernas. El Chapultepec de México sobresale por sus cedros milenarios y el panorama circundante.
En realidad, la multiplicación de estos principados del árbol se ha hecho posible por la rapidez con que hoy se recorre el espacio. La mayor parte de los grandes parques yanquis, desde el Central Park neoyorquino al National Park y el Yosemite, están hechos para ser recorridos en automóvil. Las bellezas naturales en grande, la montaña, el geyser, la catarata, sustituyen en estas creaciones magníficas a los arreglos artificiales del corte inglés o del prado francés. El arquitecto interviene en estos parques para poblarlos de hoteles, pabellones de administración o fines científicos. Las edificaciones de suntuosa rusticidad del Gran Cañón del Colorado; los jardines y hoteles nuevos de la Bahía de Carmel en California, los hoteles palacios de Yosemite y de Tacoma combinan la arquitectura con el panorama, por manera afortunada. Y todo el mundo sabe de la gracia y hermosura imponente de los hoteles y casinos de Suiza, Alemania, Italia. El landscape architect, arquitecto de paisajes, localiza la construcción en la falda del monte o en la cima, protegida por boscajes o aislada. También aprovecha los espacios en torno a construcciones ya levantadas, determinando la clase de plantas, el tipo de jardín que en cada caso conviene. Las mansiones de los alrededores de Los Ángeles y las de Berkeley, Santa Bárbara y San Francisco, los barrios lujosos de las grandes ciudades y San Francisco, los barrios lujosos de las grandes ciudades modernas deben su encanto al landscape gardening; se distingue en este arte, por encima del palacio privado, la mansión, el hotel de viajeros, palacio de la democracia, donde cada quien habita por días o semanas. El Hotel de Carmel Bay en noche de verano, parece un cuento de hadas, según arreglo de Barrie. Y no es que haya por allí mucha inocencia; al contrario, todas las facilidades de la ocasión y el lujo tientan al visitante. A un alma gastada o exigente podrá parecerle el lujo de relumbrón, pero arriba las estrellas se miran tan auténticas como en las noches de Persia o de París. Y en los jardines, a orillas del mar, bajo las frondas benignas, el amor es sano y nuevo en los cuerpos bruñidos por el agua del mar, el sol y el deporte.
Arquitectos de playas o de balnearios, la era del deporte los ha creado, pero en realidad, Italia, que en todo está de vuelta, puso hace siglos el modelo de sus villas romanas, napolitanas, y los palacios, las arcadas, los miradores de Amalfi y de Capri.
Los parques del trópico
La creación de parques ocurre en una época en que la cultura española, decaída, ya no construye y apenas logra conservar su herencia. Esto explica que no sean Cuba ni México, el sitio de un gran parque o jardín botánico de la flora cálida. La maravilla de este género de jardín la han creado los ingleses en Jamaica. Aparte del jardín jamaiquino hay otro botánico en la India. El que yo he visto en los alrededores de Kingston es la mayor obra de hermosura que jamás se haya realizado con los elementos de la flora del planeta. El parque común es la estilización del bosque. El jardín de Jamaica es la estilización de la selva. Se le suprimen ciénagas, fieras, murciélagos, insectos y se da sitio de honor a palmeras, helechos, bambúes, bejucos y frutales. En las estampas de la India se ven panoramas semejantes, pero no creo que exista nada más bello que esas frondas gigantescas y civilizadas, pobladas de pájaros y orquídeas. El goce de la naturaleza y los jardines es tan antiguo como la civilización. Pero a diferencia del bosque del norte con música del Sigfrido y los Murmullos de la Selva de Wagner, la selva tropical tiene un ritmo cósmico, en el cual participan lianas y troncos, pájaros y bestias. En el bosque germánico, los senderos son como de zorro, serpean entre troncos y buscan el abrigo de los ramajes, para protegerse de la lluvia y el frío; la nave en ojiva nace quizás de estos caminos bajo los brazos de las coníferas. En la llanura, el sendero tiende a la línea recta; de allí el tipo geométrico de los jardines del centro de Francia. Los senderos de la selva siguen el ritmo de las corrientes, modificado por las exigencias del paso del hombre. Armonía del pie desnudo y la vereda, que Tagore ha precisado en alguno de sus ensayos prodigiosos.
Instintos de poesía aletargados en la conciencia se desperezan al contacto de la naturaleza tropical, y vagamente se sueña en futuros poemas, como Ramayanas del establecimiento de la civilización técnica en la exuberancia de las regiones tórridas. La vista se complace y el oído se afina. Un vago terror, como el del mar, conmueve el ánimo, mientras la imaginación se satisface reconociendo más de lo que ella sola, en el mejor de sus sueños, podría inventar. La regla de aquel mundo no es la pequeña que traza sobre el papel diseños fáciles. Un acuerdo como de sinfonía, enlaza la pluralidad, y la conciencia ambiciona ser el alma de aquel conjunto.