Sobre la Leyenda negra. Texto de Roberto Carlos Pérez

El narrador nicaragüense Roberto Carlos Pérez (1976) reflexiona en este texto sobre la llamada "Leyenda negra". Roberto Carlos Pérez es también músico y académico. Ha publicado recientemente, en Casasola Ediciones, Rodrigo. Un relato sobre el Cid.

 

 

 

 

Sobre la Leyenda Negra​​ y los verdaderos imperios depredadores

 

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Con la unión de los reinos de Castilla y Aragón y la conquista de América, los reyes católicos, Isabel I de Castilla (1451-1504) y Fernando II​​ de​​ Aragón (1452-1516),​​ los navegantes españoles abrieron nuevas rutas marítimas mientras descubrían una nueva conciencia planetaria, conectando Europa,​​ América y Asia, el Atlántico y el Pacífico.

El español surgió como la lingua franca, el nuevo latín, el idioma al que el novelista inglés Somerset Maugham (1874-1965) le adjudicó ser «la mejor creación literaria de los españoles». Como ningún líder al mando de exploradores y descubridores, los reyes católicos, y luego Carlos V (1500-1554), se dieron a la tarea de racionalizar el proyecto conquistador de España, único en el mundo, puesto que los demás países que apostaron por la navegación en busca de conquistas jamás presentaron un programa formal.

Los españoles lo hicieron a través de: 1). Las​​ Leyes de Burgos. 2). Los debates de Valladolid en los que participaron los teólogos y juristas más importantes de Europa. 3).​​ Leyes Nuevas​​ o decretos para mejorar las condiciones de los indígenas. 4). La educación de los nativos en filosofía y gramática por medio de órdenes religiosas. 5). La fundación de universidades: Universidad de Santo Tomás de Aquino en Santo Domingo (1538), Universidad Nacional Mayor de San Marcos en Perú (1551), Real y Pontificia Universidad de México (1551), Universidad de San Carlos en Guatemala (1676), etcétera. 6). La creación de gramáticas de lenguas nativas como​​ el náhuatl, otomí, purépecha y quechua escritas por españoles. 7). La fundación de hospitales​​ -alrededor​​ de trescientos cincuenta​​ en el siglo XVI-​​ entre ellos​​ en La Española, México, Chile, Perú, Nicaragua con el fin de atender tanto a españoles como a nativos. 8). La construcción de carreteras tales como el Camino Real de Tierra Adentro, la mayor ruta comercial de la época virreinal que unía a la Ciudad de México con la de Santa Fe en Nuevo México (hacia mediados del siglo XVI), con una extensión de 2,560 kilómetros, y reconocida en 2010 por la Unesco como Patrimonio Mundial de la Humanidad.

El antropólogo y filósofo Claude Lévi Strauss (1908-2009) lo declaró en los siguientes términos:

En efecto, es verdaderamente en suelo americano donde el hombre empieza a plantearse, de forma concreta, el problema de sí mismo y de alguna manera a experimentarlo en su propia carne. Las imágenes, fuera de toda duda exacta, que nos hacemos de la conquista están pobladas de matanzas atroces, rapiñas y explotaciones desenfrenadas. Sin embargo, no debemos olvidar que con ocasión de ellos la corona de Castilla,​​ asistida por comisiones de expertos, pudo formular la única política colonial reflexiva y sistemática hasta ahora conocida… («Las tres fuentes de la reflexión etnológica», 27).

Sin embargo, la reflexión de Strauss no ha sido tomada en cuenta. Tampoco han sido vistas las particularidades de la conquista española frente a otras. A partir de 1492 España fue atacada por Inglaterra, Francia, Holanda, los Países Bajos, el Imperio Turco-Otomano, y países berberiscos, naciones tradicionalmente enemigas, al ver éstas con ojeriza que un pueblo considerado inferior se hiciera de la potestad del mundo.

No es casual que en 1585 Miguel de Cervantes (1547-1616) compusiera la tragedia el Cerco de Numancia, pues durante todo el siglo XVI y XVII dichos países asediaron a España mediante ataques y asaltos piratas a fin de debilitar su poderío militar tras su éxito en América.

Sólo durante el reinado de Felipe III (1578-1521), entre 1598 y 1621, el ejército español libró ciento sesenta y dos contiendas en los cinco continentes, entre ellas contra Holanda, Inglaterra, el Imperio turco-otomano y los piratas de Marruecos, Argelia, Túnez y Libia,​​ tal y como lo dice el estudioso Hernán Sánchez Martínez de Pinillos en «El imaginario del ‘cerco’ en Quevedo: ‘Miré los muros de la patria mía’ y su eco en la literatura contemporánea».

La idea de una España asediada o, más bien, cercada —la palabra cerco, del latín circare o circus, tenía en los siglos XVI y XVII de acuerdo con Sebastián de Covarrubias (1539-1613)— la acepción de sitio o acoso y estaba en el ideario de los pensadores de los Siglos de Oro.

En su «Epístola satírica y censoria» Francisco de Quevedo (1580-1645) le relata al valido o ministro de Felipe III, Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares (1587-1645), el grave problema de la época. España se encontraba sitiada por países enemigos y Quevedo insta a los españoles, a través de su interlocutor, a dirimir lo falso de lo verdadero, o las mentiras dichas por los adversarios de España:

Lograd, señor, edad tan venturosa;
y cuando nuestras fuerzas examinan
persecución unida y belicosa,

La militar valiente disciplina
tenga más practicantes que la plaza:
descansen tela falsa y tela fina.

A la «persecución unida y belicosa» tales como los bloqueos de Italia en Flandes, la alianza formada por Holanda, Suecia y Saboya con el Imperio Turco a fin de amilanar el dominio español, el asalto a las isla de Baiona en 1585 y el ataque a Cádiz en 1587 por Francis Drake (1540-1596), más sus saqueos piratas abalados por la reina Isabel I de Inglaterra (1533-1603) a los barcos españoles tanto en América como en la costas de España, y la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), se le sumó una guerra de propaganda, origen de la Leyenda Negra, cuyo germen brotó de los textos del fraile dominico Bartolomé de las Casas (1484-1566).

Se ha comprobado que las cifras ofrecidas por Las Casas de «millones» de indios «exterminados» por los conquistadores no son veraces. Vehementemente alarmado por la alta tasa de mortalidad de nativos por lo que ahora sabemos se debió, en gran medida, a un shock microbial y el debilitamiento psicológico como consecuencia del encuentro con seres desconocidos, Las Casas se propuso estremecer la conciencia de Carlos V, recién nombrado emperador del Sacro Imperio Romano.

Lo hizo a través de un escalofriante relato publicado en 1552 bajo el título de Brevísima relación de la destrucción de las Indias que, desde 1542,​​ circulaba en versión manuscrita, dando comienzo a la propaganda antiespañola. Cuenta Las Casas que:

De la gran tierra firme somos ciertos que nuestros españoles, por sus crueldades y nefandas obras, han despoblado y asolado, y que están hoy desiertas, estando llenas de hombres racionales, más de diez reinos mayores que toda España, aunque entre Aragón y Portugal en ellos, y más tierra que hay de Sevilla a Jerusalén dos veces, que son más de dos mil leguas. Daremos por cuenta muy cierta y verdadera que son muertas en los dichos cuarenta años por las dichas tiranías y infernales obras de los cristianos injusta y tiránicamente más de doce cuentos de ánimas, hombres y mujeres y niños, y​​ en verdad que creo, sin pensar engañarme, que son más de quince cuentos (16).

Según Las Casas, en cuarenta años los «infernales cristianos» asesinaron a quince millones (cuentos) de indígenas en toda América. No obstante, en 1945 el filólogo Ángel Rosenblat (1902-1984) refutó los números del fraile dominico en su estudio La población indígena de América desde 1492 hasta la actualidad, en el que demostró que para los años en que los conquistadores pusieron pie en el Nuevo Mundo había, cuando mucho, alrededor de trece millones de indios. Olvida Las Casas que el indio muerto desfavorecía los intereses económicos de la Corona al anular la posibilidad de la encomienda.

Por si la exageración en los números no fuera suficiente, Las Casas retrata a los indígenas como habitantes de una Arcadia o miembros de una concordia sólo imaginada en la mítica, por incierta, Edad de Oro. O, en su versión cristiana, en el Paraíso Terrenal:

Todas estas universas e infinitas gentes, a toto genere, crio Dios los más simples, sin maldades ni dobleces, obedientísimas, fidelísimas a sus señores naturales y a los cristianos a quien sirven; más humildes, más pacientes, más pacíficas y quietas, sin rencillas ni bollicios, no rijosos, no querulosos, sin rancores, sin odios, sin desear venganzas, que hay en el mundo (13).

Esto contrasta con el recuento de la toma de Tenochtitlán encontrado en las Cartas de relación escritas por Hernán Cortés (1485-1547) y con el relato de Bernal Díaz del Castillo (1494 o 1495-1584) La historia verdadera de la conquista de la Nueva España, cuyo manuscrito data de 1568. De acuerdo con ambos textos, la caída del Imperio azteca se debió a la unión de las huestes de las tribus subyugadas —totonacas, tlaxcaltecas, entre otras— a los trecientos españoles liderados por Cortés.

Las etnias mesoamericanas no sólo se unieron a Cortés por los altos tributos que los aztecas les exigían, sino también porque éstos las sometían a la antropofagia, y cada año sacrificaban a sus vírgenes y niños por miles como animales expiatorios a fin de conseguir el favor de los dioses o, cuando menos, para aplacar su furia. Escuchemos a Bernal Díaz del Castillo en este resumen de aproximadamente cuarenta páginas de su Historia:

Pasemos ya adelante y digamos aue aquéstas fueron las grandes crueldades que escribe y nunca acaba de decir el obispo de Chiapa, fray Bartolomé de las Casas, porque afirma que sin causa ninguna, sino por nuestro pasatiempo y porque se nos antojó, se hizo aquel castigo, y aun dícelo de arte en su libro a quien no lo vio ni lo sabe, que les hará creer que es ansí aquello e otras crueldades que escribe, siendo todo al revés, e no pasó como lo escribe. Miren los religiosos de la orden de señor Santo Domingo lo que leen en lo que ha escrito, y hallarán ser muy contrario lo uno de lo otro. Y también quiero decir que unos buenos religiosos franciscos, que fueron los primeros frailes que Su Majestad envió a esta Nueva España después de ganado México, según adelante diré, fueron a Cholula para saber e inquirir cómo y de qué manera pasó aquel castigo y por qué causa, e la pesquisa que hicieron fue con los mesmos papas e viejos de aquella cibdad; y después de bien informados dellos mismos, hallaron ser ni más ni menos que en esta mi relación escribo, y no como lo dice el obispo. Y es desta manera: que ya me habrán oído decir que cuando sacrificaban algún triste indio, que le aserraban con unos navajones de pedernal por los pechos y, bulliendo, le sacaban el corazón y sangre y lo presentaban a sus ídolos, en cuyo nombre hacían aquel sacrificio y luego les cortaban los muslos y brazos y cabeza. Y aquello comían en fiestas y banquetes, y la cabeza colgaban de unas vigas; y el cuerpo del sacrificado no​​ llegaban a él para le comer, sino dábanlo a aquellos bravos animales. Pues más tenían en aquella maldita casa: muchas víboras y culebras emponzoñadas, que traen en la cola uno que suena como cascabeles; estas son los peores víboras de todas, y teníanlas en unas tinajas y en cántaros grandes, y en ellas mucha pluma, y allí ponían sus huevos y criaban sus viboreznos; y les daban a comer de los cuerpos de los indios que sacrificaban y otras carnes de perros de los que ellos solían criar […] Y desque subimos a lo alto del gran cu, en una placeta que arriba se hacía, adonde tenían un espacio como andamios y en ellos puestas unas grandes piedras, adonde ponían los tristes indios para sacrificar, e allí había un gran bulto de como dragón e otras malas figuras, y mucha sangre derramada de aquel día […] E tenía puestos al cuello el Huichilobos unas caras de indios y otros como corazones de los mismos indios; y estos de oro y dellos de plata, con mucha pedrería, azules. Y estaban allí unos braseros con encienso, que es su copal, y con tres corazones de indios que aquel día habían sacrificadoe se quemaban, y con el humo y copal le habían hecho aquel sacrificio. Y estaban todas las paredes de aquel adoratorio tan bañado y negro de costras de sangre, y ansimismo el suelo, que todo hedía muy malamente […] E ansimismo estaban unos bultos de diablos y cuerpos de sierpes junto a la puerta, y tenían un poco apartado un sacrificadero, y todo ello muy ensangrentado y negro de humo e costras de sangre, y tenían muchas ollas grandes y cántaros y tinajas dentro en la casa llenas de agua, que era allí donde cocinaban la carne de los tristes indios que sacrificaban, que comían los papas, porque también tenían cabe el sacrificadero muchos navajones y unos tajos de madera, como en los que cortan carne en las carnescerías (258-298).

En​​ 1568, retirado en Guatemala, Bernal Díaz del Castillo escribe su recuento o memorial de guerra de la conquista de Mesoamérica y la entrada de Hernán Cortés en Tenochtitlán. Para sorpresa de los lectores de la época, su relato se titula Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, haciendo explícita la idea de que la historia no es un discurso neutro basado en hechos, sino uno expuesto a la falsificación. No es esta la única debilidad o fortaleza de una Historia o crónica; también lo es la retórica usada en el relato, ya que de ella y de cómo eran vistos los hechos,​​ dependía que las expediciones fueran consideradas vitales.

En la introducción de su Historia, Bernal Díaz del Castillo explica que cada cronista percibe el actuar de los conquistadores de acuerdo con sus intereses a fin de «dar luz y crédito a sus razones». La calidad de «verdadera» de su Historia queda justificada desde el preámbulo, puesto que su misión es honrar y darles crédito a los españoles caídos en la contienda y a aquellos que, habiendo tenido un proceder heroico, no habían sido mencionados en ninguna relación dirigida a los monarcas hispanos. Oigamos al cronista:

Y hablando aquí en respuesta de lo que han dicho y escrito personas que no lo alcanzaron a saber ni lo vieron ni tener noticia verdadera de lo que sobre esta materia propusieron, salvo hablar al sabor de su paladar por escurecer, si pudiesen, nuestros muchos y notables servicios, porque no haya fama dellos ni sean tenidos en tanta estima como son dignos de tener. Y aun como la malicia humana es de tal calidad, no querrían los malos retratadores que fuésemos antepuestos y recompensados como Su Majestad lo ha mandado a sus visorreyes, presidentes y gobernadores. Y dejando estas razones aparte, y porque cosas tan heroicas como adelante diré no se olviden, ni más las aniquilen y claramente se conozcan ser verdaderas, y porque se reprueben y den por ningunos los libros que sobre esta materia han escrito, porque van​​ muy viciosos y escuros de la verdad, y porque haya fama memorable de nuestras conquistas. Pues hay historias de hechos hazañosos que ha habido en el mundo, justa cosa es que estas nuestras tan ilustres se pongan entre las muy nombradas que han acaescido, pues a tan excesivo riesgos de muerte y heridas y mil cuentos de miserias posimos y aventuramos nuestras vidas, ansí por la mar descubriendo tierras que jamás se había tenido noticia dellas, y de día y de noche batallando con multitud de belicosos guerreros, y tan apartados de Castilla; sin tener socorro ni ayuda ninguna, salvo la gran misericordia de Dios Nuestro Señor… (3-4).

Preciso es recordar que Bernal Díaz del Castillo no persiguió un puesto en la corte, tal como lo hicieron la mayoría de los cronistas, entre ellos el más conocido, Fernando González de Oviedo y Valdés (1478-1557), a quien le tardó varios años ponerse de acuerdo consigo mismo con respecto a la actuación de Las Casas. Bernal Díaz del Castillo, al contrario, fue coherente con su relato y a lo mucho pedía la justa retribución, como lo dictaban las leyes de la época, a sus hazañas al mando de Hernán Cortés.

Es verdad que el relato de Oviedo ofrece quizás el primer tratado naturalista de la historia, mucho antes del de Charles Darwin (1809-1882) en El origen de las especies; no obstante, su recuento no está exento de ambición y tergiversaciones.

En su Historia general y natural de las Indias, islas y tierra firme del mar océano, publicada en su totalidad póstumamente en el siglo XIX, Oviedo primero abala a Las Casas para desacreditar a su archienemigo Pedrarias Dávila (1440-1531), a quien el sacerdote había denunciado por el supuesto maltrato indígena en Castilla del Oro, especialmente en Nicaragua, llamándolo Furor Domini. Sin embargo, luego ataca a Las Casas por estar en contra del sistema de encomiendas. Por eso el fraile dominico arremete contra Oviedo:

…como ya su Historia vuela, engañando a todos los que la leen y poniéndolos, sin porqué ni causa alguna, en aborrecimiento de todos los indios, y que no los tengan por hombres, y las horrendas inhumanidades que el mismo Oviedo en ellos cometió…Y que Oviedo haya sido partícipe de las crueles tiranías que en aquel reino de Tierra Firme, que llamaron Castilla del Oro, desde el año de 14 que fue, no a gobernado, sino a destruirlo, Pedrarias…e imponiéndoles abominables vicios que ellos no podían saber, sino siendo participantes o cómplices en ellos, de todo esto bien se hallará llena su Historia. ¡Y no las halla Oviedo ser éstas mentiras, y afirma que su Historia será verdadera y que le guarde Dios de aquel peligro que dice sabio, que la boca que miente mata el ánima! (Historia de Indias: 3: 524-525).

En esta contienda de acusaciones e insultos entre Oviedo, Las Casas y Pedrarias, tan debatida entre estudiosos de la Conquista e historiadores, hemos olvidado algo de suprema importancia: los indios que percibió Bernal Díaz del Castillo y contra los cuales le tocó luchar eran, a diferencia de los indios caribes descritos por Cristóbal Colón, sumamente aguerridos. Al contrario de Bernal Díaz del Castillo, Las Casas no conoció un imperio, pues sus centros de acción fueron, durante la mayor parte de sus estancias en América, La Española y luego Castilla del Oro, lugares alejados de los centros imperiales como el azteca, el maya y el inca.

En todo caso, Europa tomó por verdadera la Brevísima relación de la destrucción de las indias, cuestionada pocos años después por Bernal Díaz del Castillo, quien señaló a Las Casas de falsear los hechos.

De todas formas, nunca el sentido de Historia se había cuestionado en Europa como empezó a cuestionarse a partir de la conquista. Con las crónicas de Indias, especialmente a raíz del contrapunto creado en las Historias de Bernal Díaz del​​ Castillo y Las Casas (principalmente en Historia de las Indias), quedó inaugurado el concepto de ética en los relatos históricos. El falseamiento de los hechos, nos dicen, produce consecuencias enormes.

No obstante, tras una concienzuda lectura de La historia verdadera de la conquista de la Nueva España se puede deducir que la caída del Imperio azteca a manos de Hernán Cortés se debió, en gran medida, como posteriormente aseguró Philip Wayne Powell (1913-1987), especialista en historia colonial española, por un sesudo trabajo de diplomacia con las tribus sometidas por los aztecas más que por actos de guerra.

 

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A pesar de todo, el relato sobre la conquista española del fraile dominico​​ circuló libremente en España. Aun con las graves acusaciones que hizo su autor sobre los conquistadores, la obra transitó sin tropiezos en los círculos humanistas españoles porque la corona le concedió derechos a los conquistados. Así se dio la Junta de Valladolid, el primer debate sobre los derechos humanos.​​ 

 

No actuaron así Francia, Holanda, Bélgica e Inglaterra, verdaderos imperios depredadores que, en sus desmanes coloniales en América, África y Australia, cometieron indecibles atrocidades, diezmando, en muchos casos a cero, a los aborígenes de sus colonias.​​ 

 

Estos países no impusieron​​ las​​ Leyes de Indias​​ (1680)​​ sino las leyes de la ganadería.​​ Las​​ Leyes de Indias​​ son​​ un​​ compendio de más de seis mil estatutos compilados en cuatro tomos publicados por órdenes de Carlos II (1661 – 1700) bajo el título de​​ Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, y que constituyen la cumbre de los​​ derechos de los indígenas.​​ Tampoco fueron incluidos sus conquistados en los testamentos de sus reyes tal como lo hizo Isabel la Católica. Tanto holandeses como ingleses, franceses y belgas concebían a los indígenas como animales, es decir, seres inferiores que debían explotar hasta la muerte o aniquilarlos de facto a fin de establecer una raza superior.​​ 

 

Leopoldo II de Bélgica (1835 – 1909), por ejemplo, dos siglos después de vivida la Ilustración y promulgados los derechos humanos en Valladolid, se apoderó del Congo (el​​ «Petit pays, petit gens» o «Pequeño país, gente pequeña» como él lo llamó) a título personal en 1885 gracias a un decreto emitido por Inglaterra, Francia, Alemania y los Estados Unidos,​​ miembros de la Asociación Africana Internacional.​​ 

 

Leopoldo II se comprometió a «abolir la esclavitud y cristianizar a los salvajes». Sin embargo,​​ terminó amasando una escandalosa fortuna​​ debido​​ la explotación indiscriminada de caucho, diamantes y otras piedras preciosas​​ mediate​​ esclavos congoleses. Por si esto no fuera suficiente, cometió uno de los peores genocidios en la historia: asesinó a diez millones de africanos.

 

El último genocidio imperial lo perpetró Inglaterra en 1911 cuando, bajo el reinado de Jorge V (1865 – 1936), por poco borró de la faz de la tierra a los últimos aborígenes australianos al imaginar a Australia como​​ terra nullius, o sea, tierra sin habitantes humanos. Todos esto sucedió cuando el pensamiento europeo llevaba más de tres siglos pugnando, desde la «Leyes de Indias» y luego durante la Ilustración, por otorgar a todo hombre o mujer su dignidad humana.​​ 

 

Ya existía el antecedente inglés en los Estados Unidos, en el que los colonos puritanos, desertores del yugo anglicano y calvinista, no tuvieron como empresa​​ convertir a los nativos al cristianismo sino aniquilarlos para poblar el territorio norteamericano de ingleses. No conocían los puritanos y tampoco se molestaron en averiguar las​​ Leyes de Burgos, las Nuevas Leyes ni los debates de Valladolid cuando, casi un siglo después, arribaron el 13 de mayo de 1607 a las costas de Massachusetts.

 

Al contrario de Hispanoamérica, en donde es todavía común encontrar a grandes poblaciones indígenas integradas a las ciudades (en México los indígenas equivalen al treinta por ciento de la población total, mientras que los mestizos componen el sesenta por ciento), en los Estados Unidos, para 1900, sólo quedaban trecientos mil nativos.​​ 

 

Hay más: sólo en México aún se hablan sesenta y ocho lenguas indígenas (novecientas en el resto de Hispanoamérica según la publicación impresa​​ El etnólogo: lenguas del mundo​​ frente a las veintitrés familias lingüísticas amerindias habladas en Estados Unidos, Canadá y Groenlandia), dato que muestra que en el haber de la corona española no existía la idea de aniquilación del otro sino la de otorgarles derechos a los conquistados, entre ellos las de conservar sus lenguas. Por el contrario, en el nuevo milenio la población indígena norteamericana, confinada en reservaciones, representa sólo el dos por ciento de la población.

 

Es curioso que el público ignore el genocidio de Bélgica y los de Inglaterra. Y es todavía más curioso que nadie mencione que en Estados Unidos no hubo mestizaje, pues el matrimonio interracial no fue permitido si no hasta 1967, o sea, hace menos de un siglo.

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Datos que arrojan luz: para 1810, año de la independencia de México, Nueva España era una de las regiones más prósperas del mundo, mucho más que España. Siete años antes de que Miguel Hidalgo (1753-1811) lanzara el grito de independencia desde la parroquia de Dolores, Alexander von Humboldt (1769-1859) arribó a México. En su Ensayo político de la Nueva España (1811) describió a México de la siguiente manera:

La mayor parte del extenso reino de Nueva España es de los países más fértiles de la tierra. La falda de la Cordillera experimenta algunos vientos húmedos y frecuentes nieblas; y la vegetación alimentada con estos vapores acuosos, adquiere una lozanía y una fuerza muy singulares.

El vasto reino de Nueva España, bien cultivado, produciría por sí solo todo lo que el comercio va a buscar en el resto del globo: el azúcar, la cochinilla, el cacao, el algodón, el café, el trigo, el cáñamo, el lino, la seda, los aceites y el vino. Proveería de todos los metales, sin excluir ni aun el mercurio. Sus excelentes maderas de construcción y la abundancia de hierro y de cobre favorecían los progresos de la navegación mexicana; bien que el estado de las costas y la falta de puertos desde la embocadura del río Alvarado hasta el del río Bravo, oponen obstáculos que serían difíciles de vencer (30).

En el siglo XXI, en el que la propaganda antiespañola se ha multiplicado a través del cine, la televisión e Internet, cabe la siguiente pregunta: ¿Dónde están los documentos que avalan los derechos que las naciones diseminadoras de la Leyenda Negra le otorgaron a sus conquistados?

Casi de inmediato la Brevísima fue difundida por toda Europa. Las traducciones francesas (1552), inglesas (1583), alemanas (1597) y latinas (1598), entre otras,​​ circularon como bestsellers, quizás por llevar impresos los amarillistas y espeluznantes grabados del ocultista francés Théodore de Bry (1528-1598).

De Bry se valió de los más tremebundos fragmentos del texto de Las Casas para ilustrar las supuestas «bestialidades» de los españoles que, es ocasión decirlo, no aparecen en las crónicas de Indias como las de Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés y Antonio de Herrera y Tordesillas (1549-1626).

Veamos uno de los grabados de Bry con su respectiva leyenda*:

 

«Hacían unas horcas largas que juntasen casi los pies a la tierra, y de trece en trece, a honor y reverencia de nuestro Redentor y de los doce apóstoles, poniéndoles leña y fuego los quemaban vivos». (La Española).

Así nació la Leyenda Negra, cuyo propósito fue, y sigue siendo en el siglo XXI, hacer de España receptáculo del odio del mundo. Consciente de esto desde el inicio, Quevedo escribió en 1609 una de las primeras reacciones a la guerra de propaganda: España defendida de los tiempos de ahora de las calumnias de los noveleros y sediciosos. Dice Quevedo:

Cansado de ver el zufrimiento de España, con que ha dejado pasar sin castigo tantas calumnias de extranjeros, quizá despreciándolas generosamente, y viendo que, desvergonzados nuestros enemigos, lo que perdonamos,​​ modestos juzgan que lo concedemos convencidos y mudos, me he atrevido a responder por mi patria y por mis tiempos […]​​ 

A fin de explicar «La ocasión y las causas de libro», declara Quevedo:​​ 

No ambición de mostrar ingenio me buscó este asumpto, sólo el ver maltratar con insolencia mi patria de los extranjeros, y los tiempos de ahora de los​​ propios, no habiendo para ello más razón de tener a los forasteros invidiosos, y a los naturales que en esto se ocupan despreciados (87-89).

 

La «imperiofobia» continuó en el siglo XX. En el campo de la literatura, ya sea por omisión —ignorada o adrede— la España del Cid Campeador (hacia 1043-1099), del Arcipreste de Hita (hacia 1283-1350), de Don Juan Manuel (1282-1348), Joanot Martorell (hacia 1410-1565), Fernando de Rojas (hacia 1463 o 1473-1451), Diego Fernández de Córdoba (1469-1518), Mateo Alemán (1547-1605), Garcilaso de la Vega (1501-1536), Juan Boscán (1490-1542), Santa Teresa de Jesús (1515-1582), San Juan de la Cruz (1542-1591), Sor Violante del Cielo (hacia 1607-1693), Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, Góngora (1561-1627), Francisco Rojas de Zorrilla (1607-1648), Calderón de la Barca, José Zorrilla (1817-1893) y Federico García Lorca (1898-1936), por mencionar algunos, ha sido eclipsada por la figura de William Shakespeare (1564-1616), propuesto ante el mundo por Inglaterra, los Estados Unidos y países aliados, como paradigma de las letras universales.

 

Debido es notar que de moda estuvo durante las últimas tres décadas del siglo pasado establecer una lista de las mejores obras, especialmente dentro de los grupos académicos anglosajones. Con el uso de la pedagogía como herramienta para educar a las masas e incluir a las minorías o ciudadanos en desventaja, surgió el afán de imponer listas de lecturas más o menos similares y poco exigentes.

La idea de establecer un canon literario comenzó en los Estados Unidos en las postrimerías del siglo XIX cuando, gracias al monopolio económico otorgado por la Revolución Industrial, las élites educadoras corrieron tras la idea de organizar la enseñanza a través de libros afines a sus intereses educativos, la mayoría de las veces religiosos.

La concepción moderna del canon es, pues, una idea en primera instancia religiosa y luego imperial. Basta ver la cantidad de colecciones y antologías que, ya entrado el siglo XXI, proliferan en Amazon o en las librerías físicas con títulos como The Best 100 Poems o The Best Short Stories. En ellas rebosan poemas y cuentos escritos en inglés. Tímidamente pueblan sus páginas alguno que otro poema de Pablo Neruda (1904-1973) o los cuentos de Jorge Luis Borges (1899-1986), los escritores hispanohablantes más traducidos al inglés.

Impensable es encontrar poemas de Garcilaso​​ de la Vega​​ o Rubén Darío (1867-1916), poetas que en su tiempo revolucionaron la lengua española, haciéndola sentir​​ en​​ endecasílabos​​ y alejandrinos con melancolía española e hispanoamericana​​ los pálpitos del amor cortés​​ y del petrarquismo, avivando su prosodia con luces, tactos, semipenumbras y, más que nada, la plétora de sonidos esquivos y rebeldes vedados a la espiritualidad de sus épocas tras el crepúsculo de la Edad Media.

El furor del canon alcanzó el punto álgido en 1996 cuando​​ Harold Bloom publicó The Western Canon. La novelista inglesa A. S. Bryatt (1936), como muchos que, en su desconocimiento abandonan​​ otras literaturas, le dio el espaldarazo con las siguientes palabras:

El canon de Bloom es, de muchas formas, mi canon. Está compuesto por aquellos autores que todo escritor debe conocer y por los cuales debe medirse. El canon de una cultura es un consenso en evolución de cánones individuales. Los autores canónicos cambiaron los medios y el lenguaje en el que trabajaron. Aquellos que simplemente describen lo que sucede saben que el canon no perdura. El mío incluye a escritores que no necesariamente son de mi agrado como D.H. Lawrence, a quien de alguna manera detesto. A Jane Austen también («Reloading the Ancient Canon»).

No obstante, de los veintiséis autores discutidos por Bloom, apenas tres son hispanohablantes: Miguel de Cervantes,​​ Borges Neruda. El resto, en su mayoría, son ingleses, norteamericanos, franceses y alemanes. Incluso en la lista que Bloom ofrece como apéndice al final del libro, en la que aparecen más de ochocientas cincuenta obras, sólo cuarenta y ocho de ellas son de origen hispano frente a la descomunal lista de autores ingleses, estadounidenses, franceses, italianos y alemanes.

Shakespeare, el Yaweh de las letras de acuerdo con Harold Bloom, encabeza la lista.​​ Bloom afirmó reiteradamente que​​ Hamlet​​ y​​ El Rey Lear​​ son, por inspiración​​ Divina, descendientes directos de Jesús y Dios, respectivamente.

De este modo, el dramaturgo de Stratford sólo puede ser aparentemente comparado con Dios, el Creador de creadores, esa profusión de energía capaz de engendrar todo de la Nada. En este aseveración, base y sostén de la patrística, erró el profesor de Yale, pues Shakespeare, a diferencia de Dios, no crea de la Nada. Como todo escritor, su obra se debe a un continuum, a un cable de alta tensión llamado literatura capaz de ser resumido en las siguientes palabras: herencia, tradición, acervo, mito.​​ 

El dramaturgo inglés no inventó un género nuevo. Eso estaba reservado a Cervantes: el inventor de la modernidad literaria con​​ el​​ Quijote.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Bibliografía

 

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