De El lento hacer. Ensayos sobre imagen y escritura (Casa Vacía, 2023)
A la tradición borgeana de las inquisiciones pertenecen los ensayos de este libro. Síntesis, líneas de fuga y, sobre todo, “deudas de amo” –diría Steiner- con la Letra y la Imagen. Aquí el lector encontrará cápsulas de escritura que no solo se detienen en sus objetos de análisis, sino que devienen reflexiones (espejos) de sí mismas. ¿No es acaso esa calle de doble vía –el pensar “el todo” desde viajes introspectivos- uno de los fundamentos del arte ensayístico? De una foto de Garry Winogrand a un poema de Layna Ranz, de las fotografías de Martin Parr a la poesía de Arturo Carrera, de la prosa de John Fante a la de César Aira…, he ahí la ruta de estas inquisiciones de Diego L. García, en su lento y armonioso ensayar.
***
El arte de la falta
Cada tanto, como si un extraño ciclo lo requiriera, vuelvo al poema “La explicación parcial” de Charles Simic. Me parece uno de esos textos perfectos, hondo hasta límites en que no puedo llegar del todo. Un sujeto en una fonda esperando su orden, con un vaso de agua, la nieve cayendo afuera, y un deseo particular: escuchar la conversación de los cocineros. Como si necesitara alimentarse de algo más, de palabras de otros; ser reconocido, ser parte de un intercambio. No dice hablar con ellos, sino escuchar. Servirse sin tener que preparar el plato. Sin explicar aquello que no está diciendo (quién es, qué hace de su vida), y que por no decirlo se constituye en una cámara, en un anhelo.
Parece que hubiera pasado mucho tiempo / Desde que el camarero tomó mi pedido. / Mugriento, pequeño bar de comidas, / Fuera cae la nieve. // Parece como si hubiera oscurecido / Desde que oí por última vez la puerta de la cocina / Detrás de mí / Desde que vi / Que alguien pasaba por la calle. // Un vaso de agua helada / Me hace compañía / En esta mesa que he elegido / Nada más entrar. // Y un deseo intenso / Increíblemente intenso / De escuchar furtivamente / La conversación / De los cocineros. (Versión de Jonio González).
El título es una de sus potencias: justamente lo parcial hace de este sujeto un interrogante. ¿Y de nosotros? Ni siquiera “esa” conversación supuesta está en el plano. Solo la escena trivial de alguien que entra y se sienta a esperar. ¿Por qué demora tanto su pedido? Si tuviera la boca ocupada, con algo más que ese vaso de agua que poco se diferencia de la nieve exterior, terminaría por asentarse donde está. Por quedarse tranquilo, por rendirse para ser ya una entidad mayor: alguien que está comiendo. Pero la espera lo deja vacío y sin explicaciones de “lo que es”. El poema activa un espacio y una atmósfera, la acción está en marcha, ¿será que siempre debe, acaso, faltar algo? Como si fuera un arte de la falta, la perturbación de la lengua que se demora nos ha de servir algunas preguntas para pensar cómo ocurre la poesía.
***
El hombre de la cámara
Es 1929 en alguna ciudad soviética. El humo, los tranvías, los obreros. Uno de ellos tiene hambre y ganas de faltar al trabajo para leer una novela de ciencia ficción. Portones, vigas, caballos. Alguien deja una carta en un buzón para decir que se ha ido lejos. Agua, sombras, muñecas. Barcos, músculos, risas. A N. no le gustan las motos, la marean. Botellas, piano, cámara.
Dziga Vértov tuvo sus argumentos para rodar El hombre de la cámara. El engaño de la ficción debía ser superado. Aunque a veces algunas piezas no encajaran del todo…
En el último libro de Francisco Layna Ranz, hay un texto (así es como conviene llamar a sus artefactos poéticos) que nos ayuda a pensar hacia el interior del proyecto de Vértov:
Dionisii Arkadievich Kaufman en 1916 eligió llamarse Dziga Vértov, de una palabra ucraniana, dziga, peonza, y del ruso vertet, girar, dar vueltas. Dziga Vértov no sabía nada de homúnculos, pero sí de cine-ojo a tientas.
La cámara observa a los espectadores y la música se transforma, inaugural. El frenesí sucede cuando ella se viste, incluso más abajo, aún más arriba. Hay que cambiar el ángulo, la dirección ¿Quién filma al hombre de la cámara?
Casi todo es un excurso. Por eso me pide que filme su Silencio dentro de una botella en un banco infinito.
(continué)
(continué)
(continué)
La cita pertenece a Vuelta e ida (Cartonera del escorpión azul, 2023). Esa pregunta esencial que hace el poeta abre el aspecto que me interesa: “¿Quién filma al hombre de la cámara?”. Una perspectiva podría considerar que el hombre de la cámara se disemina en la comunidad y que es uno igual a todos. Pero si lo vemos así, ¿es la cámara un ojo igualador, uniformante? Yendo hacia los procedimientos en la escritura: ¿puede el yo formatear un mundo de tal manera que se genere una objetivación de lo común? Muchas veces el yo que cuenta llanamente un episodio íntimo y trivial es menos subjetivo de lo que parece. El sujeto de la cámara puede, por motivos diversos, enfocar en una sola dirección.
Otra perspectiva posible es que al hombre de la cámara no lo filme nadie. Que no aparezca, que se asuma como una entidad metafísica y trabaje, pensando ahora en la literatura, la escritura como un médium. De este modo el cine-ojo vendría a ser la representación de un mito (órfico, dionisíaco, cristiano). Y sus apariciones, una entronización del autor.
Al no haber mediación de la palabra, la pura imagen se vuelve totalitaria. El decir siempre es dispersión, “excurso” en cuanto participación de las historias de los otros. Vértov, como una peonza giratoria, resuelve ex machina el estar allí y ahora de los sujetos, ajusta sin explicaciones el presente a una repetición automatizada. En lo personal, creo que esta obra llegó a un extremo poco humano para escapar de otro que seguramente necesitaba un replanteo (pienso esencialmente en las ideas de Benjamin en relación a los movimientos de masas y los aparatos técnicos).
En una hermosa canción Luis Alberto Spinetta canta “¡Llévenme a ver un tren! ¡Yo quiero ver un tren!”. Nada más ni nada menos que un tren. Pinta un futuro apocalíptico, post guerra nuclear, en el que un tren es algo valioso. O, mejor dicho, ver un tren lo es (como lo es para el niño, pues el sujeto de la canción parece transportarse a su pasado). La máquina por excelencia y el asombro que los futuristas ya habían expresado. El documental de Vértov muestra un tren, entre otros aparatos y personas. También muestra la máquina corporal de los atletas y la pequeñez de los peatones en medio del trajín sin fin.
Filmar el Silencio, escribe Layna Ranz. Esa materia que con mayúscula ocupa espacio (¿todo el espacio de la subjetividad posible?) y presiona. Entonces la imagen puede, en ocasiones, organizar las cosas, las vidas, sin rajaduras ni suciedades, sin anexos ni gritos ni distorsiones.
En una emblemática versión en vivo, Spinetta recita una estrofa que agrega a la canción. En su parte final dice: “¿Y qué era? Era un jarrón que no servía para nada / Estaba en el Louvre, desapareció el Louvre, desapareció todo / Explotaron las bombas, no quedó nada / Quizás hemos sobrevivido, una locomotora / ¡Es la fucking Gioconda, yeah!”. La locomotora y la Gioconda son dos imágenes pero en esencia son dos expresiones por completo diferentes. Puede desaparecer el Louvre, pueden desaparecer las locomotoras, pero alguien volverá a pintar los rostros de lo humano.
***
Diego L. García (Buenos Aires, 1983) es Profesor en Letras, por la UNLP. Entre sus libros figuran: Esa trampa de ver (Añosluz, Argentina, 2016), Una voz hervida (Jámpster ebooks, Chile, 2017), Una cuestión de diseño (Barnacle, Argentina, 2018), (Fotografías) (Zindo & Gafuri, Argentina, 2018; 2da ed. Liliputienses, España, 2020), Las calles nevadas (Barnacle, Argentina, 2020), Siluetas hablando porque sí (Casa Vacía, Estados Unidos, 2022) y El lento hacer. Ensayos sobre imagen y escritura (Casa Vacía, Estados Unidos, 2023). Forma parte de la antología de poesía latinoamericana País imaginario: escrituras y transtextos 1980-1992 (Ay del Seis, España, 2018). Colabora en diversas revistas con reseñas, traducciones y artículos críticos.