Poesía cubana: Ismaray Pozo Quiñones

Poesía cubana actual. Ismaray Pozo Quiñones (Puerta de Golpe, Pinar del Río, 1987). Es egresada de la carrera de Historia del Arte y MS.c en Desarrollo Social y Cultural. Tiene publicados los poemarios Regresiones (2017), Abisales (2018) y La Recitante (2019).

 

Iniciamos una muestra de poesía cubana actual con la poeta Ismaray Pozo Quiñones (Puerta de Golpe, Pinar del Río, 1987). Es egresada de la carrera de Historia del Arte y MS.c en​​ Desarrollo Social y Cultural. Tiene publicados los poemarios​​ Regresiones​​ (2017),​​ Abisales​​ (2018) y​​ La Recitante​​ (2019). Su obra ha sido galardonada con el Premio Luis Rogelio Nogueras 2018 y reconocida entre otras con la mención en Premio UNEAC “Julián del Casal” 2020. Es miembro de la UNEAC.​​ 

 

 

 

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El pensamiento trabaja por alusiones. Ganas de mangos reservadas hasta después del aguacero. Mangos. Verano. Sequía. Polvo. Anaqueles. Anaqueles sucios por el polvo. Juguetes en los anaqueles. Muñecas. Tras la​​ lisura del nylon pegado a la caja de cartón, muñeca pensativa que mamá compró y yo antes miré con junedad para percibir su naturaleza. Luego miedo de ella. Ahora pensar que tuve miedo de ella. Estuve fatalmente apegada a esa idea hasta entender su clase de belleza. Con junedad le hacía rondas. Desde el centro del panoptismo velar que no rompiera en un haz la fibra. Era eso o vérselas conmigo. Desde el centro del panoptismo, creerla efectivamente muerta. Una muñeca que no se acostumbre al cambio, muere. Tan​​ pronto los ojos de ella me circundan —con su propia limitación y su distancia, un cielo de ojos que nunca cierran―, matan mi soberbia. De saberme la celadora. Quién verá su boca abrirse en un grito y escucharla decir qué «piensa en la lucidez». Tan pronto​​ los ojos de ella me intervienen, me fecundan. Un cuerpo suprimiendo al otro. Yo débil a tan pequeñas turbas. A no ser que caiga en la tiesura del momento, con todo su carácter, un mango madurito.

 

 

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Al día siguiente​​ los ojos de sheriff sobre el saúco.​​ Yo tirada a ras de suelo buscando algo que hubiese. Una envoltura de plata. Un lacito de lamé colorado. Bajo la cama, si acaso una nata de polvos. Ante la extraña invasión habíamos fortificado los rodapiés con mata-ratas. Ya no quedaba ni una. Todas caían​​ redondas o ellas mismas eran la redondez. (Por aquello de la muerte bajo cualquier definición). Los noventa entraron a la casa sin regalos. Para los camellos de los reyes corté yerba fina. Luego la dispuse caprichosamente en el​​ patio; que (re)prendiese a la sombra si era astuta. Era tiempo de postguerra bajo un régimen de clanes. En un clan se hace nominalmente lo mismo que el jefe. El jefe sustituía una cosa por otra. Encebada la renuncia fue nuestro olvido para las cosas. Cada loza revisé bajo la cama, cada remate, cenefa, juntura. Y nada. Una nada, que era la peor forma de no encontrar y nos arrimaba más a Dios, pidiendo que él «mismo viniese, carnal, en sus excepciones».

 

 

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A veces —nos dice Simone Weil― hay que hacer un esfuerzo personal de análisis.​​ Estamos L y yo dispensando la tarde. Tomándonos pequeños privilegios, en torno a la casa, lejos de trabajos domésticos. Viendo, después de tanto posponerlo,​​ Pina, documental de Wim Wenders sobre la destacada bailarina alemana nacida en Solingen. En algún​​ momento del video, L pregunta, si es cierto que la juventud se inhuma cuando baja de la montura del caballo de arreo. Menos ceremonioso, desde luego, L siempre retrasaba la verdadera pregunta y la verdadera respuesta. L, al apoderarse del tono con el «si es cierto», ejercía sobre la pregunta y sobra la respuesta una fuerza, mismo que una institutriz. Dos tercios de verdad cayendo de bruces. Porque Pina fue vieja y muerta. Otro día, siendo que nuestros privilegios eran frecuentes y estábamos distraídos como​​ dos reyezuelos, le-leo-a-L un poema recién terminado sobre las muñecas. ¿No te das cuenta —me dice— que, al hablar de las muñecas como si fueran ellas todas las mujeres, estás descendiendo hacia el centro del deseo?

 

 

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El padre que carga el trabuco, porque siempre fue suya la posesión del fuego, se queda dentro del lenguaje. Ríe, como cuando se tiene un rostro para la mentira. Le dan la mano y ríe. Lo felicitan y ríe. La sonrisa se fuga tras la tramoya de la loza. Veo irse las tacitas al centro de la detonación hasta que el líquido se derrame. ¿Te acuerdas? ¿Aquellas tacitas que ganó mamá tras haber heredado? De pronto la cara del padre es un tao, un plano del valle del Indo sobre una hoja de dos colores. ¡Ayy! ¿De dónde le viene a papá esa risa sin divisa/sin recidiva/eco/escape/memoria? ¿Esa «risa alzada/sobre/al borde/ en torno de lo que la desmiente»? Es fácil para papá el​​ parapapá​​ que redobla, trae después la matadura, la mortificación de los finales, en tanto seguimos hermana, más cerca del aullido del perro​​ de metal que de la sangre. De esto, lo importante es que cuando un tiro alcanza su objetivo, o lo toca a ras, así no más con un pellizco (como lo hizo él baleando toda la zona de peligro, destrozando el estado en régimen), no puede ser ignorado. Hablemos de muñecas y de papá. Las hermanas pequeñas hablan de ligaduras. Barbies, Cindys, Kachinas, Matrioshkas. Hablemos de ligaduras más profundas: si al limitar la extensión de tu nombre al mío, podrías ser yo, y viceversa… si al descabezar una muñeca y​​ unir después sus mitades: cabeza y cuerpo/objeto y vínculo, lo que fundaremos, será lo nuevo que entra al reino de la vida.

 

 

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Muriel Rukeyser /June Jordan/

mamá

Si no fuera por mamá que hace la taxidermia a cada momento plegado, desatendido en lo​​ oscuro del álbum de fotos, cada imagen a su imagen semejante, no sabría lo que es sobrevivir al matrimonio. Pero ella parte al búfalo a la mitad y lo congela, y lo deja detrás de la vitrina como aún está el cocodrilo en el museo municipal de historia. Aunque el cocodrilo no nos cuente nada, fuese lo que se dice quieto como un tronco en las márgenes del río, la vitrina si hace todo lo de adentro. Cuarenta y cuatro años de matrimonio son la misma cantidad de búfalos congelados, puestos en equilibrio con las patas engomadas y limpias: uno acostado sobre sus huevos​​ sementales; otro pidiendo sorber el agua o el pasto ahí, debajo del hocico; otro en su minarete, embotado como un dios tribal, como Fela Kuti que llamaba «reina» a todas sus esposas.

 

 

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Los toros,​​ los trenes, los sueños

Apuesto a que nunca escuchaste​​ Think. Ni viste a Curtis Mayfield mirando por detrás de los cristales. Nada es peor que un hombre zigzagueando. Yo pienso con mi cabeza de mujer, que hoy renuncia a teñir dos canas flagrantes. La primera cana es un descubrimiento. Luego, aprendes a cazar hasta que la cabeza sea un fulgor, un lampo sobrepasando la luz de las estrellas. Pero de pronto yo misma, que pasé por un fogaje de toros en sobresalto (dos toros negros, peleando sin saber por qué [en​​ la noche rumorosa])​​ tengo ahora piedad del hielo. Todo ese bloque blanco renuncia a quedarse en sus bordes, o no puede.​​ 

 

Sin embargo, aquí todo es cómplice; aquí todo está decayendo. Tuve ayer un sueño preciso: esperaba un tren, debía caminar la distancia​​ que hay de mi casa a la estación (no sé cuál es…unos 15 min de camino) pero no me movía, algo pudo vencerme el temblor como a Alphonse Tigamba. Y sentí el fotutazo, el aviso ceremonioso del gran bloque de hierro en el andén, yo lejos, exclamativa, sin veloces piernas, con el enfriamiento que transfigura el paladar y entumece cualquier cosa. Mi hermana, la valiente, agarró una bicicleta y se fue dando bólidos por dentro de las vegas de tabaco para llegar a la estación, mientras yo, con la linterna, alumbraba. Era la rebelión de la oscuridad en las vegas, y entre el verde—ahora opaco—se estrechaba un caminito largo que mi hermana dejaba y dejaba y que, de continuar, la llevaría a otros zaguanes. Vería los ruidos que hace otra ciudad. Yo era una poza con una monstruosa orilla, el agua clara o entumecida, pero siempre llena de suavidades, y unas esencias que tienen de todo semejante a la tierra, quedaron en el fondo, cimentadas como una leyenda. Ahora en mis sienes asiste un pensamiento: todo (por casualidad) está significado.

 

 

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El ojo es lo menos adormilado que hay en la cara (lo más intruso). Asienta. Se monta sobre las crines doradas. Podría decirse, vives en las cosas gracias al boyante ojo que hierve/derrama barriles de cal.​​ La razón es ver y solamente ver, y no razonar. La razón es ver. O contemplar no la primera moción que se tiene del objeto, sino construir para él segundas y terceras variaciones. Si dijésemos, por ejemplo, el aire huele a tea de pino, no habrá para el aire otra suerte. Ver la tea es,​​ en cambio, tocar el corazón de la sierra latiendo en redondel piñón tras piñón.

 

 

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A la trucha la perseguíamos después de las crecidas. Así se creaba el día y era pura felicidad. Habríamos tenido la cabeza más ligera sobre los hombros de no adentrarnos​​ al torrente. No pasa siempre, pero sabes que un día toda esa agua puede cercarse en tu contra.​​ Un día será fatal y zaz. Hasta ahí comprendía yo muy bien mis posibilidades. No sé nadar. No sabría. Y un cuerpo así no se expone.

 

Al moverse, los gusanos, brillaban lo mismo que el pelo de los búfalos. En unos u otros, había un efecto tornasolado. Eso era lo mío: ver la inflexión, la huida del animal que se entierra, lo siguiente. La carnada desconoce que​​ la voluntad de apariencia… de engaño… es más profunda, más metafísica, que la voluntad de verdad.​​ No era nuestra argucia, sino el hambre del pez lo que movía la caña.

 

 

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La aguja hiende, atraviesa el fieltro. Desde el dolor ambos dialogan. Crean la pieza a su propio arbitrio. Cuello/rada abierta en forma de​​ herradura. Aquel traje de dril tendría mil años. De quedarle estrecho a papá por los hombros se le hizo talco, abandonado al cuerpo que tuvo en suerte. Porque grande se hace el hombre que llega de la guerra y trae la medalla helíaca en el pecho. La medalla​​ irradia como el sol en plena ascensión. En plena dominación del hombre transformado. ¡Qué verde y clara la gloria en la cabeza del hombre! Penachos de juncos. Adorno y maroma del gran vencedor. Ahora de dril el angosto traje. Es papá quien cose y canta. A​​ juzgar por sus gestos, hay una mujer dentro suyo, lejos de ella y por tanto tornadiza moviéndose al compás de los siseos del agua. Y yo, que cerca de Togo he visto, cerca de Dahomé, levantarse el día sobre la costa de oro ni me lo creo; el viejo traje de​​ dril recompuesto, «nuevo»: estado inhábil que distancia las cosas de Dios, las pone en suspensión.​​ 

 

 

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»Así fue, querida mía, que yendo a Puerto Padre pasando cerca del taller textil entre Delicias y Guayacán pisamos la cola de un chivito mamón que​​ tuvo en desventaja no tener para la rueda una sola idea de peligro. Aquí, que todos viven de la lengua, pese a mis intentos de simplificación se supo rápido que era doctor. Que lo era de cabecera y de cabeza. Al retraso del viaje, en lo íntimo, en el tronco del miembro superior [en la corteza/ corazón], alguna palabra me decía que su dolor no era mío. De ninguna manera era mío. Tú seguro pondrías el cuerpo al revés. Tú que tienes​​ sangre en tu ojo​​ y en la noche de un ciego estirarías las manos-tubérculos, las manos-tenderete para tocarte la cola por tu​​ dolor, pondrías el cuerpo al revés. Gatearías entonces hacia el futuro siempre proteico buscando una tranquilidad para tu «yo animal». Para los predicados psíquicos que te sanan y enferman. Solo porque tu pensamiento entra y me fracciona el poniente como un mirlo, tendré​​ en lo adelante la cabeza más erguida que hasta ahora.»

 

 

 

 

Esta muestra es una colaboración bajo la curaduría de Karel Leyva Ferrer

 

 

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