Poesía norteamericana: Arthur Sze

Leemos, en versión de Agustín Abreu Cornelio, al poeta norteamericano Arthur Sze (1950). Se trata de poemas pertenecientes a Sight Lines (Copper Canyon Press, 2019). Sze es poeta, traductor y editor. Ha publicado once colecciones de poesía

 

 

 

 

 

 

En una entrevista con David Freeman, conversando sobre su libro ganador del National Book Award, Arthur Sze aseguraba que pretendía que sus lectores apreciaran su poesía de modo “visceral”. Estamos ante una poesía que escapa de cualquier homogenización racionalista, que encuentra las grietas de la continuidad discursiva y las magnifica, haciéndonos ver que toda unidad es una superposición​​ cuando no una imposición. Es cierto, la pluralidad de perspectivas es el principio constructivo de​​ Sight Lines, pero también su fundamento ético. Considerado esto, no extraña que se imagine a este poeta estadounidense afincado en Nuevo México como punta de lanza de una biopoética que descentra la tradicional enunciación lírica. Algo de ello puede apreciarse en los siguientes poemas.

 

 

 

 

***

 

 

 

 

Kintsugi

 

Él se resbala en el hielo cerca del buzón

ningún salto de órice cruzando el camino

el cantante palmea una pluma de águila en sus hombros

las mujeres lavaban hilo teñido de índigo en este río; hoy, partículas de galio y germanio son​​ lavadas corriente abajo

una vez dinamitaron las acequias para retrasar el avance de la tropa

recoger hongos psilocibios y escuchar cencerros entre la neblina

cuando niño, fue atado a una oveja y escapó de soldados merodeadores

una flor de manzana se abre en cinco pétalos

al trepar zigzagueando, se recuerda desvistiéndola

desde la ventana del tren, los vio sobre escaleras cortando tunas

en el desierto, un cráter de cristal radioactivo

ensamblando esquirlas, comenzó a reparar el tazón gris laqueado con oro

comieron hongos psilocibios, contemplaron el estanque, se desvistieron

cazaba un pavo entre los arbustos, pero se detuvo

en los pinos ponderosa:​​ ju-ah, ju ju ju

 

 

 

 

 

 

 

 

Canción del liquen

 

–Nieve en el airehas visto la costra en la madera del techo y no has considerado cómo gané humedad cada que salías de la regaderano te importa que yo respire mientras tú también lo hagaspor años te has lavado la cara te has visto en el espejo te has rasurado cepillado el pelo te has apurado a salir mientras yo que puedo crecer una pulgada en mil años atrapaba el cosquilleo de la luz solarno entiendes cómo puedo zambullirme en la temperatura del gas licuado y calentarme luego sorber agua empezar a crecer nuevamente sin una cicatrizpuedo flotar entumecido en el espacio ser golpeado por rayos cósmicos volver entonces a la Tierra y salir del sueño entrando en calor hasta respirar de nuevo sin un rasguñovienes y vas mientras yo quedo prendido al pino y la dulzura de existir corre en ti corre en mí te astillas con solo irte irte irtesi desacelerases podrías descubrir que los mosquitos baten sus alas seiscientas veces por segundo y que antes de aparearse sincronizan su aleteopodrías sentirlos titilando por el deseote estoy lanzando palabras y si absorbieras mi canción en lugar de secarla aprenderías que no estás solo en el dolor ni en la penapuedes propiciar el atrevimiento y la emoción dichosa si y cuando te detienes a mirar una roca un poste en la cerca pero toses solamente al mirar sí al mirarme ahora porque estás a un parpadeo de marcharte–

 

 

 

 

 

 

 

Transfiguraciones

 

Aunque ni tú ni yo vimos florecer árboles de pistache​​ 

en los Jardines Colgantes de Babilonia, aunque​​ 

ni tú ni yo vimos el río Tigris manchado de tinta,​​ 

aunque nunca hemos oído rajarse la coraza del pistache,​​ 

tomamos turnos sosteniendo un panda que mascaba​​ 

las hojas de un bambú, y ahora conozco esos crujidos.

He despertado junto a ti e inhalado la luz de agosto​​ 

en tu cabello. He escuchado plegarse y desplegarse​​ 

tu respirar –delfines jorobándose sobre la planicie​​ 

entre una ola espumeante y la otra–; aquí, años​​ 

después de tamizar la milenrama y leer el​​ Libro​​ 

de las mutaciones, marco la disolución de tonos al poniente​​ 

cuando el cielo se abrillanta sobre el llanto de los sauces.

El panda se retuerce al embutir tallos en su boca.​​ 

Avanzamos hacia un claro con chantarelas en ciernes​​ 

y, aunque este espacio se contrae y se oscurece​​ 

en el tránsito de un día,​​ aquí​​ es el ancla que libero​​ 

hacia las profundidades verde azuladas. Miro​​ 

hondamente los parches oscuros de la mirada del panda:​​ 

¿cómo un carnívoro evolucionó en un comedor de bambú?​​ 

Hay tantas transfiguraciones que nunca desentrañaré.

El arco de nuestras vidas se abrillanta y luego palidece,​​ 

se abrillanta y luego palidece –una mujer atrapa libélulas​​ 

en un huerto con el silbo de su red–. Tomo un pistache​​ 

sonriente del tazón y termino de rajarlo: un toque​​ 

de Asiria se derrama por el abanico aluvial de la luz​​ 

del sol. Leo la primavera del otoño en el pliego​​ 

de tu respirar; aunque ni tú ni yo hayamos visto​​ 

la Gran Muralla en todo su esplendor, despierto​​ 

al irrepetible contorno de este respirar.

 

 

 

 

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