Cuento peruano: Gabriel Rimachi Sialer

Leemos un cuento del periodista, narrador y arqueólogo peruano Gabriel Rimachi Sialer (Lima, 1974). Algunos de sus libros de cuento son Despertares nocturnos (2000), Canto en el infierno (2001), El color del camaleón (2005), El cazador de dinosaurios (2009), La sangrienta noche del cuervo (2011), La increíble historia del Capitán Ostra (2020), e Historias extraordinarias (2020).

 

 

 

 

 

Elogio de la sirvienta

 

Limpiar el vientre es mucho menos​​ 

incierto que limpiar el alma.

Mario Vargas Llosa, “Elogio de la madrastra”.

 

 

 ​​ ​​ ​​ ​​​​ En el momento en que escribo estas líneas, Alfonso tiene la misma edad que tenía Lucrecia —su madrastra— cuando le escribió la primera carta. Cómo olvidar aquella noche, su promesa de altas notas, de sacar el primer puesto en el colegio, su misteriosa alegría al saber que había alguien nuevo en aquella casa vieja y de que no existiera en él un resquicio de tristeza por la ausencia de doña Eloísa. Ni siquiera la mencionaba en la mesa o antes de dormirse, era como si no hubiera existido nunca, como si no hubiera nacido de ella.​​ 

 ​​ ​​ ​​ ​​​​ A don Rigoberto se le podía entender e incluso perdonar: Lucrecia era la sangre que a su cuerpo seco hacía falta. Sangre roja, furiosa y caliente. Doña Lucrecia vino a llenar de vida la partida de doña Eloísa. Ay, Alfonso, mi Fonchito ¿de qué parte había brotado tanta maldad en tu pequeño cuerpo? ¿Realmente no sabías lo que hacías? Había algo en esa mirada azul que ahogaba en deseo a quien se sumergiera bajo sus pestañas. Doña Lucrecia lo sabía bien y yo lo sé ahora que cuido tus sueños a mi lado, aunque tu frialdad me duela, tu silencio, tu forma de tratarme así.​​ Justita, me dijiste aquella noche,​​ lo hice por ti, Justita… Y yo te creí, aunque salí de aquella habitación con el corazón en la boca y las piernas como gelatina. Eras un niño entonces, un niño lindo de cabellos rubios que enmarcaban esa mirada de mar. Eras una tentación para robarte y llevarte lejos, lejos, hasta mi tierra de donde nunca debí haber salido, quería secuestrarte y criarte como al hijo que nunca tuvimos, enseñarte todo, pero eso era imposible. Tú habías nacido con el diablo adentro y por eso cuando espiabas a doña Lucrecia desnuda​​ en el baño subido al techo yo sólo callaba, hasta que no pude más y se lo conté, porque si te caías de ahí arriba te matabas; pero no debí haberlo hecho jamás. ¿Cuántas veces soporté que la miraras a ella mientras se bañaba en esa tina enorme y llena de espuma? ¿Cuántas veces quise bajarte de ahí para que me acompañaras a la tienda o a donde fuera sólo para quitarte de esa cabecita la imagen de Doña Lucrecia desnuda?​​ 

 ​​ ​​ ​​ ​​​​ La noche en que don Rigoberto leyó la composición que escribiste para el colegio se le endureció el alma para siempre y empezó a ahogarse en whisky mientras yo me ahogaba en mi propio corazón. Leí esas páginas arrugadas después, cuando las saqué de la basura luego de que don Rigoberto bajó de los pelos a doña Lucrecia desde el segundo piso, por las escaleras, para lanzarla a la calle gritándole que era una Mesalina, que la esposa del rey de Lidia jamás habría sido una pervertida, que ella nunca había sido como Venus, la italiana, la hija de Júpiter, la hermana de Afrodita la griega, no, ella era como la esposa de Claudio, el idiota, que esperaba a que su marido se fuera a las guerras para fornicar con mil hombres por noche y que eso hubiera preferido él entonces antes de enterarse por un trabajo escolar de que ella se había acostado con su hijo, con un niño, contigo, Fonchito, mi Fonchito, que apenas estabas terminando la primaria pero ya tenías en la sangre el veneno caliente de la lujuria, que ya sabías que apenas cogiendo delicadamente un seno turgente y duro, una parte de tu cuerpo se endurecería para apuntar hacia su víctima como un pequeño cuerno que busca la calidez húmeda que ya te había mostrado doña Lucrecia.​​ 

 ​​ ​​ ​​ ​​​​ Qué locura aquella noche, Fonchito, mientras leía en tu composición escolar cada línea, cada palabra, estirando las hojas con mis manos mientras un temblor caliente se apoderaba de mi cuerpo. No, no quería creer que todo aquello que escribiste era verdad, pero era verdad porque don Rigoberto se ahogaba en whisky cada noche desde entonces mientras que para ti no había pasado nada, aquella desgracia no había sido nada más que un juego, un experimento, una forma de demostrar que podías conseguir lo que quisieras con esa carita de ángel enmarcada en rizos dorados. Y luego el silencio se apoderó de la casa con violencia y tú seguiste creciendo y yo preparando tus comidas, vistiéndote por las mañanas y arropándote por las noches, dándote un beso para que duermas y tú aprovechando para meter tu lengua rosadita en mi boca, con​​ miedo al principio, sin miedo después. Y ya entonces lo que seguía era natural, el salto de mi habitación a tu cama y de tu cama al fuego que nos consumía cada noche hasta que terminaste el colegio y de pronto en la universidad me cerraste tu puerta para no volver a abrirla sino hasta ahora, que acabas de regresar de Estados Unidos lleno de títulos, una esposa y tres niños que no son tan hermosos como lo eras tú cuando escribiste esas páginas que terminaron por matar a tu padre.​​ 

 ​​ ​​ ​​ ​​​​ ¿Qué podía hacer yo ahora a esta edad con un hombre tan hermoso y lleno de fuerza como tú? ¿Qué placer podía brindarte mi piel marchita y mis labios mezquinos, cansados ya de nombrarte cada noche mientras te pensaba con otras mujeres? ¿Cómo imaginar siquiera que iba a reaccionar yo cuando llegó la noticia de tu arribo a Lima para el entierro de don Rigoberto?​​ Buenas tardes, Justiniana, me dijiste,​​ te presento a Nicole, mi esposa, y ellos son mis hijos. Justiniana, me llamaste Justiniana y no​​ Justita​​ como aquella noche ni como las demás noches en que me devoraste el alma por la vagina, Fonchito, lentamente, pero con fuego, con ese fuego de mar que lanzaban tus ojos cada vez más hermosos y tus rizos cada vez más dorados y largos.​​ 

 ​​ ​​ ​​ ​​​​ Durante todos estos años no he hecho más que adorar tu recuerdo y oler cada cierto tiempo la ropa sucia que dejaste al irte mientras me consumía mi propio deseo entre mis dedos, apenas una llama comparada con el incendio que eran tus manos. Mis manos ahora llenas de pliegues que huelen a verduras, a aderezo, a una vejez encerrada en la cocina cocinando para mí y el alma en pena que era tu padre. Ahora entonces, mientras abajo gritan tu nombre, buscándote con preocupación, yo te abrazo la piel cada vez más fría bajo esta frazada que ya no abriga. Dentro de poco, cuando me abandonen las fuerzas,​​ abrazada a ti, estaremos juntos abrasados en otros fuegos mientras dure nuestro amor.​​ 

 ​​ ​​ ​​ ​​​​ Es decir, para siempre.

 

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