Poesía costarricense: Anabeatriz Fernández González

Leemos poesía costarricense. Leemos algunos textos de Pequeña ola de un mar extranjero, primer libro de la poeta costarricense Anabeatriz Fernández (1964).

 

 

 

 

 

 

 

 

Anabeatriz Fernández González nació en San José, Costa Rica, en 1964. Es comunicadora, periodista y actriz. Desde 2015 escribe en el Semanario Universidad de la Universidad de Costa Rica sobre temas de arte y cultura. Ha publicado artículos para diversos medios de comunicación locales.​​ Pequeña ola de un mar extranjero​​ es su primer libro publicado por Perro Azul Ediciones (2023).

 

 

 

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La poesía de​​ Anabeatriz Fernández se niega a impostar la voz para hablar de todos esos temas que tanto nos importan: la vida, la enfermedad, la pérdida y la muerte. Anabeatriz habla de todo ello, pero lo hace bajito para que no se despierten las niñas, para no espantar a los pájaros que llegan a su casa con mensajes traídos de más allá, y a veces también de más acá. En el centro de este microcosmos material, doméstico y orgánico de seres que nacen, ríen y lloran, y que un buen día después se descomponen, se encuentran los afectos, el recuerdo de lugares y personas amadas, empezando por el padre. Fernández recuerda aquella premisa de que en lugar de tornar político lo privado, tendríamos que hacer de la política una versión ampliada de lo doméstico, con sus ternuras y lazos invencibles. Porque en ese universo lleno de matas y hormigas, de gatos, de majestuosos higos y gente que se va, hay una apuesta por observar las cosas, por cuidarlas. Después de leer este libro resulta​​ inevitable sentirse amigo de su autora, resulta imposible no creer con ella que todo, lo vivo y lo muerto, no es más que el resultado de esa marea que es el mundo: la pequeña ola de un mar extranjero.

Camilo Retana

 

 

 

 

 

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Las bicicletas son para el verano

​​ para Lu

 

Aprendió​​ sin elegancia a andar en bicicleta.

lida, tomada de dos brazos de metal

extendidos, los pies encadenados a los pedales,

el aire secando la emoción. Aprendió

desaprendiendo el miedo, la torpeza,

la ausencia de equilibrio, sin conocimiento de

las leyes físicas, el pecho tambaleante como un

papalote aturdido, el sexo sobre un triángulo

sin dirección, una rosa sin viento. Solo la

sostenían unas manos atrás, gritando.

Empujando. Supo de su pequeño triunfo

cuando la voz se quedó​​ dormida, confundida

entre las voces que se acercaban de frente. Supo

que había aprendido cuando vio la mano

moviéndose en la otra orilla como una pequeña

ola de un mar extranjero.

 

 

 

 

 

 

 

​​ Piojos​​ 

 

A mi hija menor le tuve que cortar el pelo a los

ocho años porque se cundió​​ de piojos; creo que

no me odió​​ porque odió más a la peluquera.

Con cada mechón de pelo negro, grueso y

ensortijado que caía, caía una lágrima, gruesa y

transparente, como un pequeño río de tristeza

e incredulidad. Sus ojos eran dos piedritas

verdes en el fondo de un pozo

 

 

 

 

 

 

 

Batsú

 

Llueve gris por la tarde. Un colibrí​​ succiona el

azúcar de decenas de florecitas color lila del

rabo de zorro. Un beso en cada una. Ochenta

veces por minuto zumba con las alas;

zunzún con su vuelo seductor: pitidos, gorjeos

y silbidos emitidos por el viento entre su cola.

Batsú, pequeño corazón que late 700 veces por

minuto.

 

 

 

 

 

 

 

 

Anclas

 

Vivimos en Piedades de Santa Ana unos años.

Anclas, se llamaba la propiedad. Así​​ la bautizó

papá. Tomó​​ las iniciales de cada uno de sus

hijos y formó​​ la palabra: An(a), C(arlos), L(ili),

Á(lvaro), S(ilvia). Hacía un calor quieto durante

muchos meses, pero en diciembre y enero se

ponía muy ventoso. Sonaban con fuerza las

latas de zinc del techo y las hojas se

arremolinaban en el pasillo que conducía a los

cuartos. Los mangos y las mandarinas

se golpeaban contra el zacate, y heridos

dejaban una alfombra color sangre con hilos

dorados y naranja; con olor a fermento.

De noche las luces del valle adornaban

la oscuridad de la montaña. No hacía falta un

arbolito en navidad. Conocí​​ el silencio

en esos días.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Instrucciones para mi funeral​​ 

 

No metan mi cuerpo desalmado en una iglesia

ni paguen novenario. Hagan una fiesta de

mañanita. Desayunen con Audrey Hepburn en

Tiffany. Pongan un acetato de blues,

preferiblemente si es de BB King.​​ Canten en

karaoke I wanna be kiss by you en las versiones

de Marilyn Monroe y de mi amada Sinead

OConnor. Escuchen alguna de las suites para

cello de Bach, Blue in Green en la trompeta de

Miles, el piano de John Cage y su Dream. Si van

a llorar que sea con Strange Fruit, poema

desgarrador cantado por una Billie Holiday

desgarrada. Reciten Chabela del patriarca

Joaquín Gutiérrez​​ –«que en paz descanses,

linda camarada»–​​ y gocen con la creación del

caballo​​ –«piel de todas las cosas de la

mañana»– de la prodigiosa Eunice Odio. No

me odien. Recuérdenme en mi torpeza, mi

intento por aprender a tocar piano, mis amores

contrariados, mis hijas, las dos​​ únicas​​ obras

maestras que parí”​​ (plagio a Nella Hernández).

Perdónenme si los lastimé.​​ ¿Quién quiere leer

mi​​ testamento?

Este mi​​ último deseo: que mis cenizas se

mezclen con el polvazal veraniego de Nicoya,

donde mi bisabuela Evangelina nació.

 

 

 

 

 

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