Un cuento de Jorge Iván Chavarín

Leemos narrativa mexicana contemporánea. Leemos un cuento de Jorge Iván Chavarín.

Jorge Iván Chavarín (Culiacán, 1990). Cuentista, cronista y reseñista de viaje. Es docente en la Facultad de Filosofía y Letras, la Preparatoria Emiliano Zapata y la Secretaría de Educación Pública. Corrector de estilo en Errant Press. Miembro del Comité Editorial de Ediciones del Olvido. Sus cuentos y crónicas se han publicados en diversas antologías y revistas.

 

 

 

El cazador de plumas de ganso​​ 

 

Para la hija que seguramente tuve​​ 

en un universo paralelo​​ 

 

Después de terminar mis estudios como profesor me enviaron a una pequeña escuela en Las Bateas, un pueblo metido entre los campos de tomate y chiles, al lado de un canal de aguas verdes donde algunas personas se bañaban en las calurosas tardes de verano. La escuela, sin luz y pintura, apenas tenía un salón en obra negra que olía a papel mojado, una plaza de concreto donde se izaba una bandera negra por la suciedad y, al fondo, un profundo agujero en la tierra que servía de baño; tan oscuro que era imposible ver dónde terminaba. Una cerca delimitaba el perímetro, tenía zonas arrancadas, pero por las noches me hacía sentir seguro de las motos que pasaban y de los horrores nocturnos que imaginaba en la oscuridad.

Por ser el único profesor del pueblo a tu padre le tocó cumplir con todas las obligaciones: desde la limpieza de toda la escuela hasta el llenado de los documentos que enviaba mi jefe en su oficina de la ciudad. Tenía que estar levantado antes de la salida del sol. Pasando por todas las reparaciones que necesitaba el salón que nunca dejó de oler a papel mojado pero cuyas paredes se pintaron de azul y dibujos animados.​​ 

Los primeros días iba de casa en casa buscando a los niños,​​ Andan pa’l campo,​​ me decían los gritos de ancianos detrás de puertas de fierro.​​ Logré bajar y limpiar con cloro la bandera, el escudo pasó a convertirse en un pollo devorando a un gusano. Seguía repitiendo mis rondas a las casas de los niños,​​ Andan pa’l campo,​​ continuaban los ancianos.​​ Para calmar la emoción de profesor primerizo daba clases ante unos adornos de navidad: dos hombres de nieve y un Mickey Mouse que servían de estudiantes. Parecido a cuando jugabas a la escuelita con tus osos.

En la segunda semana, imagino que al ver que no me retiraba, los alumnos empezaron a llegar. Un par de hermanos que querían aprender a leer unos cuentos de hadas para antes de ir a dormir. Llegaron otros y la voz se fue repartiendo hasta tener a los veinticincos niños del pueblo.

Vivía en un cuartito improvisado que se separaba del salón por una cortina roja, mi cama era una bag parecida a la lila que utilizas para acampar en el jardín y mi ropa se acomodaba en cajas de cartón. Por las mañanas daba clases y por las tardes cumplía con todos los pendientes y las reparaciones. De vez en cuando viajaba en burro a un pueblo cercano para comprar víveres y cosas para la escuela. El tiempo libre lo usaba para escribirle cartas de amor a tu madre que por esos años aún estudiaba y se comía los mocos como tú. Al ocultarse el sol Las Bateas caían en una oscuridad total y ya no se podía hacer ​​ otra cosa más que contar estrellas y dormir.  ​​​​ 

Mis alumnos eran de diferentes edades, pocos sabían leer y sus padres nunca los acompañaban. Preferían las clases de historia porque decían que eran como un cuento muy largo. Las matemáticas los mareaban. Llegaban solos y se iban solos. No tenían uniformes bonitos como el tuyo. Pasaban sus tardes ayudando a sus madres a recoger tomates, por eso tenían las manos cortadas y no movían el lápiz, preferían memorizar cada palabra que les decía y después olvidarlas en el recreo. Sus ropas tenían los rostros de políticos que nunca llegaron a ser gobernador o presidente o estampas de caricaturas antiguas. Cuando el tomate estaba en crecimiento jugaban entre los surcos de cultivo, trazando rutas y recolectando los tesoros que encontraban tirados: piedras con formas extrañas, huesos de animales, llaves oxidadas, monedas de 1998 y 2002,​​ tarjetas de identificación amarillas, perfumes, lentes de sol, cráneos de un chimpancé y, finalmente, las plumas de gansos.​​ 

De un día para otro los niños empezaron a llegar con sus plumas. Primero, durante la clase de las rutas de Alejandro Magno, la pareja de hermanos que habían sido mis primeros estudiantes, se levantó a sumergir las puntas color tornasol en el tintero. Hacían garabatos que ellos llamaban letras. Hacían garabatos que narraban la historia de ese joven guerrero que seguramente ya te conté, el que yo quería ser cuando fuese grande, el que vivió mucho y murió joven. Después otros los imitaron y empezaron a hacer colectas de monedas de un peso para que les trajera la tinta del otro pueblo. Antes de darme cuenta tenía a los veinticinco niños haciendo trazos y dibujos de todo lo que yo decía; agitando todas las plumas al mismo tiempo, elevando la escuela unos centímetros.​​ 

Decían que las plumas de ganso eran suaves, que sus manos adoloridas recibían cosquillas que les quitaban el dolor. Sólo las cambiaban cuando la sangre las manchaba. Fueron trayendo de nuevos colores: rosas, amarillas, plateadas y una manchada con todos los colores, reservada para los niños más pequeños. Les pedí que me regalaran alguna.​​ Ahí una disculpa, profe, estas sólo funcionan si usted monta al ganso.​​ Y continué usando la que tu tío Alan nos trajo de Corea, sin importar que por esos años todavía no lo conocía.​​ ​​ 

Durante varias semanas les rogué que me dijeran dónde podía montar al ganso, sólo reían y se iban corriendo agitando sus plumas.​​ Los gansos todavía no nos dan permiso.​​ Se elevaban como gallinas por unos segundos.​​ No importaron los dulces que les ofrecieras.​​ Los gansos todavía no nos dan permiso.​​ O los puntos para la asignatura de formación cívica y ética.​​ Los gansos todavía no nos dan permiso.​​ Cuando los gansos decían no era no. Eventualmente desistí, las plumas dejaron de ser novedad y remplazadas por otras cosas: yoyos, trompos y el trabajo en la pisca de tomates. Aprendieron a leer y escribir. Algunos se graduaron y se fueron del pueblo. Aprendieron sobre geografía y que el mundo es muy grande.​​ 

Fue hasta mi último día en Las Bateas cuando los hermanos, los primeros de las plumas, ahora ya con bigote y brotes de senos que los diferenciaban, me tomaron del brazo para internarnos a los cultivos e ir a montar a los gansos.

Las veredas de los campos eran como laberintos, los niños al frente alternando entre la izquierda y la derecha.​​ Tenga cuidado con las trampas de ratas que se clavan en la pata.​​ Yo atrás intentando seguir el ritmo, confundido entre las paredes de tomate o maíz. Tres trampas casi perforan mi pie.​​ ¿No le dijimos que con cuidado?​​ Llegamos a una especie de acantilado que daba a un lago cristalino, ahí se deslizaban los gansos con el movimiento del agua, eran más grandes que los gansos en la casa de tu tío Poncho. Como el perro de tu tío​​ Mr. Iguana que parecía un caballo pequeño.​​ Ahora láncese.​​ Y los niños que ya no eran niños me hicieron lo mismo que, seguramente, hizo tu tía Tania cuando tuviste miedo en el tobogán.​​ 

Caí sobre un ganso de color madera, casi rojizo, lo supe porque en el impacto de la caída llegamos al fondo del lago y en esos breves segundos, que me parecieron horas, sólo observé el rojizo de sus plumas. El color se quedó tan grabado en mi memoria que por eso te imagino pelirroja. Lo tomé del cuello para llegar a la superficie. Se movía como torpedo para deshacerse de mí. Nunca lo solté, aun cuando extendió sus alas y empezamos a perforar nubes seguí sin soltar el cuello al ganso. Vi la mancha urbana, montañas, las masas continentales como gigantes piezas de rompecabezas. El hielo se quitaba con el calor del animal. Observé las auroras boreales bailando y lloré. Y no volví a llorar hasta que te vi bailando en algún recital de ballet o folclor, idea de tu madre cuyo color de cabello y rostro desconozco. El ganso, que ya no era del color de la madera sino de las llamas, me dio permiso de acomodarme en su cuerpo. Siguió subiendo. Me permitió ver la tierra como un globo, al resto del sistema solar como un montón de ellos, nuestra galaxia como la leche que derramaste cualquier día en cualquier lugar. Sólo cuando el universo parecía la mínima parte de nada caímos en picada libre y todo lo que hasta ese momento había visto, y vivido, pasó frente a mis ojos como una estela en el rabillo del​​ ojo. Caí detrás de los hermanos que ya tenían la fuerza de levantarme, en sus hombros volvía a Las Bateas por última vez.

No supe en qué momento el ganso y yo nos separamos, no fui testigo de su huida, pero sí de una pluma arrastrada por el aire hacia mí. Empecé a escribir con ella garabatos que sólo entendía al momento de crearlos. A diferencia de los niños, nunca la perdí. La misma pluma de ganso con la que en estos momentos escribo el cuento que es para ti. No se mancha de sangre como las otras, la sangre sale por la punta cada vez que te escribo. Se desliza por el papel y como el ganso cruza países, galaxias, universos hasta llegar la realidad donde te encuentras. Donde estamos juntos. Donde eres pelirroja. Donde sé que de una u otra forma mis historias llegan y sabes que el padre que no es padre te ama pese aún no conocerte.  ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ ​​  ​​ ​​ ​​ ​​​​ 

 

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