Después de tanto arder de Soledad Álvarez. Reseña de Jochy Herrera

El escritor dominicano Jochy Herrera hace una lectura del Después de tanto arder (Visor, 2022) de Soledad Álvarez (República Dominicana, 1950) en Después de tanto arder (Colección Visor de Poesía, 2022), colección con la que ha merecido el Premio Casa de América de Poesía Americana. Jochy Herrera también es cardiólogo. Es autor de Fiat lux. Sobre los universos del color (Huerga & Fierro, Madrid 2023).

 

 

 

 

Soledad Álvarez, después de tanto arder

 

 

Después de que el amor termina

así de sabio es el olvido:

así sobrevivimos a la muerte.​​ 

 

 

Al​​ meditar sobre​​ el acontecer histórico, Giorgio Agamben​​ define como contemporáneo a​​ quien​​ dirige​​ la​​ vista​​ hacia​​ su tiempo​​ para percibir no las luces, sino la oscuridad​​ en​​ decidido​​ acto de arrojo y valentía.​​ Una cuestión de coraje, a su ver,​​ porque significa​​ ser capaces de​​ abrazar a las tinieblas para​​ también percibir en​​ ellas​​ una luz.​​ El poeta​​ ―insiste el italiano―​​ que debía pagar la contemporaneidad con la vida, es aquel que debe tener fija la mirada en los ojos de su siglo, soldar con su sangre la espalda despedazada del tiempo.​​ Justo lo que ha hecho Soledad Álvarez (República Dominicana, 1950) en​​ Después de tanto arder​​ (Colección Visor de Poesía, 2022), obra merecedora del XXII Premio Casa de América de Poesía Americana.​​ 

Cual bitácora​​ de las emociones y​​ del vendaval de sentimientos​​ que habitan el​​ hoy sacudido,​​ los textos contenidos en​​ este​​ poemario​​ viajan​​ desde​​ la guerra, los refugiados,​​ la pesadilla del​​ COVID​​ y los llantos de la Tierra lacerada, hasta​​ aproximarnos a la más urgente necesidad del​​ Homo sapiens​​ moderno: el rescate de nuestra​​ extraviada​​ humanidad.​​ Tiempo oscuro​​ este​​ presente,​​ no cabe duda,​​ subtítulo que​​ no por coincidencia​​ la autora ha escogido para​​ bautizar​​ uno de los tres​​ capítulos​​ (más bien​​ pasajes)​​ que​​ agrupan​​ los​​ veinticinco​​ poemas​​ contenidos en​​ la​​ más reciente publicación de la​​ también​​ madura​​ ensayista dominicana, Premio​​ Nacional de Literatura de su país en 2022.​​ 

En una suerte de autobiografía​​ (y​​ la​​ de​​ muchos de​​ los que habitamos este siglo XXI),​​ la galardonada​​ ha​​ reconocido las sombras​​ aludidas por Agamben​​ entre las mujeres afganas que sueñan sin la burka; en​​ cada​​ inmigrante​​ perseguido por perros de caza o​​ ahogado​​ en la balsa de los vencidos de siempre;​​ en cuerpos​​ que morirán en la barriga del camión​​ o​​ en​​ la muchacha somalí que huye de la guerra y del hambre; en Bucha,​​ donde​​ un mar de plástico negro cubre los cuerpos con las manos atadas detrás de la espalda, o en Ucrania ante un niño​​ que​​ llora llamando a su padre.​​ Y​​ frente semejante angustiante panorama​​ también reza por la Tierra:​​ Que del cielo del amor caiga la lluvia/ para la tierra herida por el hombre/ quemada por el fuego.​​ ​​ 

Si en​​ su​​ anterior poemario​​ Autobiografía​​ en​​ el agua​​ (2015) asistíamos​​ al​​ viaje fantasmagórico​​ de la autora​​ en dirección a la sentencia primigenia que​​ nos​​ condena al sueño terrenal y a la soledad; al retorno de memorias infantiles​​ que precedieron​​ a la quinceañera detenida en esa última estación de la inocencia,​​ Después de tanto arder​​ representa una elipsis que​​ nos​​ traslada​​ al frontispicio​​ de​​ la​​ conmocionada​​ posmodernidad​​ que nos ha tocado vivir.​​ 

En​​ la​​ riquísima​​ construcción poética plasmada en​​ las páginas del libro​​ que nos ocupa​​ el lector encontrará​​ un abanico de referencias al sentimiento amoroso​​ hecho protagonista cohabitante​​ de nuestra época,​​ una​​ pléyade de​​ amores​​ podría decirse,​​ en la que domina, eso sí, el​​ fenotipo​​ romántico.​​ Cabe recordar que mucho se ha escrito sobre la filogenia de la más poderosa de las expresiones​​ espirituales, sobre su naturaleza biológico-social, su​​ dilatado periplo desde lo dominios​​ de la pasión erótica​​ (tipificada​​ desde el siglo XI​​ en​​ el trovador​​ Guillermo de Aquitania, “el trinchador de doncellas”)​​ hacia​​ su ontogénica​​ transformación​​ en sentimiento​​ cortezia​​ en​​ pleno​​ epicentro​​ de las fierezas feudales que hacían del matrimonio​​ y las posesiones materiales estamento exclusivamente masculino.​​ De tal forma​​ surgirá, pues, la voluntad de amar y​​ desear que nos distinguirá​​ de las especies inferiores, el mágico momento​​ sthendeliano​​ en​​ el​​ que la caja del pecho estalla robándonos palabra y juicio, verbo y razón a merced de la otredad,​​ ese paciano instante de “reconciliación de los contrarios”.​​ ​​ 

La​​ poeta​​ ha hablado aquí de lo que no ofrece​​ su-nuestro​​ cuerpo desnudo, ni sexo ni piernas abiertas ni la boca del ósculo​​ ardiente​​ entregado en la cama;​​ sí​​ la conmoción del día del amor recién descubierto,​​ la gozosa floración de los sentidos, y​​ la torpeza de la primera vez.​​ E insiste​​ que es​​ en el centro de un​​ triángulo​​ equilátero​​ donde​​ acontece​​ el último hechizo de los​​ dos​​ transmutados en​​ un​​ uno:​​ y si quietos, abrazados nos miramos/ profundidades adentro/ es el alma la que entrega el poema/ escribiéndose en el silencio del cuerpo.​​ Mas después, llegados los aniversarios​​ confiesa​​ que​​ podría ser​​ otro el curso del amor​​ develándonos​​ sus agónicos estertores:​​ Cada vez más somos nosotros mismos/ Cada vez el amor/ como gota de agua sobre una roca/ sigue su curso.​​ ​​ 

Si bien​​ Álvarez​​ alerta​​ contra​​ la​​ ficción​​ propia​​ de​​ los amores núbiles​​ de blanco largo, velo y corona “en modo escaparate”​​ víctimas​​ ellos​​ de​​ su​​ obcecada ilusión​​ postal romántica​​ los dos embelesados en el banco del/ parque,​​ por igual condena​​ la​​ hechura de la​​ mujer domesticada​​ que ante los niños o el marido espanta los pájaros del​​ sueño​​ mientras​​ empuña​​ la escoba:​​ Como si fuera el último día ella todo lo remueve/ lo percute lo limpia contra todo acomete/ salvo el trastero de los recuerdos/ el rincón donde la muchacha que fue la espera/​​ le hace señas le dice que no siga/ que se salve.​​ ​​ ​​ ​​ 

Hay en​​ Después de tanto arder​​ otra forma de amor​​ que, a​​ mi​​ ver es​​ plasmada con​​ mayor lirismo​​ en​​ exquisitos​​ poemas referenciales​​ del amor ido​​ y​​ del​​ álgido​​ que permanece,​​ natural contraparte​​ de la danza definitoria​​ (y premonitoria)​​ del​​ amoramiento:​​ El hombre que espero me romperá el corazón./​​ Así insista con su azul el​​ ensueño/​​ En efecto, si​​ la​​ inquina​​ ante el abandono conducirá a nuestra​​ reconciliación interior,​​ para la poeta​​ el envés del amor se convertirá en fuente de inspiración,​​ plenamente consciente​​ ella​​ de la​​ idea​​ nietzscheana​​ que definirá​​ al desamor como encuentro con el desencuentro;​​ acto en el​​ que reiteradamente nos separaremos​​ justamente​​ a fin de​​ que haya amor.​​ 

La platónica​​ recurrente​​ búsqueda de un faltante,​​ en tanto que​​ en​​ dicha​​ aventura​​ habrá​​ desamor porque​​ ya había​​ amor,​​ yace implícita en estos textos reminiscentes de​​ las​​ batallas conformadoras de​​ nuestros​​ propios​​ y personales​​ ars amandi:​​ Esta noche ​​ ​​ sábado de enero/ la Tierra pasará​​ entre la Luna y el Sol. Se​​ interpondrá entre ellos/ como se interpone entre los amantes/ el menhir del​​ desamor./Porque tal como​​ ya​​ había​​ anotado​​ García Márquez, la fuerza invencible que ha impulsado al mundo no han sido los amores felices, sino los contrariados.​​ 

Edward Hopper, reconocido realista norteamericano,​​ pintó​​ lacónicas​​ escenas de silencio y soledad en exteriores e interiores​​ urbanos​​ entre las​​ que destaca​​ Habitación de hotel​​ (1931), un óleo​​ de aparente simpleza gráfica que a decir de la crítica representó la​​ intención del artista de provocar al observador a fin de que éste construyese​​ la historia revelada.​​ La tela, exhibida en​​ la pinacoteca​​ madrileña​​ Thyssen-Bornemisza​​ muestra a una muchacha,​​ que,​​ ensimismada, reposa​​ sobre​​ una cama iluminada por​​ tonos nocturnos; al parecer está​​ ocupada leyendo algo que pudiese ser una carta o documento, cosa​​ de seguro​​ irrelevante si asumimos que la verdadera intención​​ detrás del plató​​ es destacar al hotel como espacio de tránsito,​​ lugar de​​ refugio​​ o anticipo de un encuentro.​​ ​​ 

Así, en el​​ poema “No puedo ser feliz”​​ Álvarez emplea la imagen del cuarto de hotel como guarida que ha desnudado al personaje convirtiéndole​​ en anónima,​​ despojada de todo equipaje​​ y​​ presa del más profundo despecho. Sin embargo, corazón sangrando en un octubre lluvioso,​​ el​​ escenario​​ se transforma en cita final que asesinará todo remanente de pasión:​​ Pero los adioses ―igual que la​​ realidad―/ no acontecen en línea recta/ y en la habitación de un hotel me visto/ me maquillo/ sin preguntar al péndulo voy a tu encuentro./​​ Puesto​​ que​​ en los menesteres del​​ querer​​ es imposible compartir conciencia y corazón,​​ sólo​​ el olvido​​ nos salvará de​​ la​​ muerte.​​ Al menos hasta que podamos salir y escribir, como Soledad Álvarez, el poema luminoso del amor que salva.​​ 

 

 

 

 

 

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