Soledad Álvarez, después de tanto arder
Después de que el amor termina
así de sabio es el olvido:
así sobrevivimos a la muerte.
Al meditar sobre el acontecer histórico, Giorgio Agamben define como contemporáneo a quien dirige la vista hacia su tiempo para percibir no las luces, sino la oscuridad en decidido acto de arrojo y valentía. Una cuestión de coraje, a su ver, porque significa ser capaces de abrazar a las tinieblas para también percibir en ellas una luz. “El poeta ―insiste el italiano― que debía pagar la contemporaneidad con la vida, es aquel que debe tener fija la mirada en los ojos de su siglo, soldar con su sangre la espalda despedazada del tiempo.” Justo lo que ha hecho Soledad Álvarez (República Dominicana, 1950) en Después de tanto arder (Colección Visor de Poesía, 2022), obra merecedora del XXII Premio Casa de América de Poesía Americana.
Cual bitácora de las emociones y del vendaval de sentimientos que habitan el hoy sacudido, los textos contenidos en este poemario viajan desde la guerra, los refugiados, la pesadilla del COVID y los llantos de la Tierra lacerada, hasta aproximarnos a la más urgente necesidad del Homo sapiens moderno: el rescate de nuestra extraviada humanidad. Tiempo oscuro este presente, no cabe duda, subtítulo que no por coincidencia la autora ha escogido para bautizar uno de los tres capítulos (más bien pasajes) que agrupan los veinticinco poemas contenidos en la más reciente publicación de la también madura ensayista dominicana, Premio Nacional de Literatura de su país en 2022.
En una suerte de autobiografía (y la de muchos de los que habitamos este siglo XXI), la galardonada ha reconocido las sombras aludidas por Agamben entre las mujeres afganas que sueñan sin la burka; en cada inmigrante perseguido por perros de caza o ahogado en la balsa de los vencidos de siempre; en cuerpos que morirán en la barriga del camión o en la muchacha somalí que huye de la guerra y del hambre; en Bucha, donde un mar de plástico negro cubre los cuerpos con las manos atadas detrás de la espalda, o en Ucrania ante un niño que llora llamando a su padre. Y frente semejante angustiante panorama también reza por la Tierra: Que del cielo del amor caiga la lluvia/ para la tierra herida por el hombre/ quemada por el fuego.
Si en su anterior poemario Autobiografía en el agua (2015) asistíamos al viaje fantasmagórico de la autora en dirección a la sentencia primigenia que nos condena al sueño terrenal y a la soledad; al retorno de memorias infantiles que precedieron a la quinceañera detenida en esa última estación de la inocencia, Después de tanto arder representa una elipsis que nos traslada al frontispicio de la conmocionada posmodernidad que nos ha tocado vivir.
En la riquísima construcción poética plasmada en las páginas del libro que nos ocupa el lector encontrará un abanico de referencias al sentimiento amoroso hecho protagonista cohabitante de nuestra época, una pléyade de amores podría decirse, en la que domina, eso sí, el fenotipo romántico. Cabe recordar que mucho se ha escrito sobre la filogenia de la más poderosa de las expresiones espirituales, sobre su naturaleza biológico-social, su dilatado periplo desde lo dominios de la pasión erótica (tipificada desde el siglo XI en el trovador Guillermo de Aquitania, “el trinchador de doncellas”) hacia su ontogénica transformación en sentimiento ―cortezia― en pleno epicentro de las fierezas feudales que hacían del matrimonio y las posesiones materiales estamento exclusivamente masculino. De tal forma surgirá, pues, la voluntad de amar y desear que nos distinguirá de las especies inferiores, el mágico momento sthendeliano en el que la caja del pecho estalla robándonos palabra y juicio, verbo y razón a merced de la otredad, ese paciano instante de “reconciliación de los contrarios”.
La poeta ha hablado aquí de lo que no ofrece su-nuestro cuerpo desnudo, ni sexo ni piernas abiertas ni la boca del ósculo ardiente entregado en la cama; sí la conmoción del día del amor recién descubierto, la gozosa floración de los sentidos, y la torpeza de la primera vez. E insiste que es en el centro de un triángulo equilátero donde acontece el último hechizo de los dos transmutados en un uno: …y si quietos, abrazados nos miramos/ profundidades adentro/ es el alma la que entrega el poema/ escribiéndose en el silencio del cuerpo. Mas después, llegados los aniversarios confiesa que podría ser otro el curso del amor develándonos sus agónicos estertores: Cada vez más somos nosotros mismos/ Cada vez el amor/ como gota de agua sobre una roca/ sigue su curso.
Si bien Álvarez alerta contra la ficción propia de los amores núbiles de blanco largo, velo y corona “en modo escaparate” víctimas ellos de su obcecada ilusión ―postal romántica los dos embelesados en el banco del/ parque―, por igual condena la hechura de la mujer domesticada que ante los niños o el marido espanta los pájaros del sueño mientras empuña la escoba: Como si fuera el último día ella todo lo remueve/ lo percute lo limpia contra todo acomete/ salvo el trastero de los recuerdos/ el rincón donde la muchacha que fue la espera/ le hace señas le dice que no siga/ que se salve.
Hay en Después de tanto arder otra forma de amor que, a mi ver es plasmada con mayor lirismo en exquisitos poemas referenciales del amor ido y del álgido que permanece, natural contraparte de la danza definitoria (y premonitoria) del amoramiento: El hombre que espero me romperá el corazón./ Así insista con su azul el ensueño…/ En efecto, si la inquina ante el abandono conducirá a nuestra reconciliación interior, para la poeta el envés del amor se convertirá en fuente de inspiración, plenamente consciente ella de la idea nietzscheana que definirá al desamor como encuentro con el desencuentro; acto en el que reiteradamente nos separaremos justamente a fin de que haya amor.
La platónica recurrente búsqueda de un faltante, en tanto que en dicha aventura habrá desamor porque ya había amor, yace implícita en estos textos reminiscentes de las batallas conformadoras de nuestros propios y personales ars amandi: Esta noche sábado de enero/ la Tierra pasará entre la Luna y el Sol. Se interpondrá entre ellos/ como se interpone entre los amantes/ el menhir del desamor./Porque tal como ya había anotado García Márquez, la fuerza invencible que ha impulsado al mundo no han sido los amores felices, sino los contrariados.
Edward Hopper, reconocido realista norteamericano, pintó lacónicas escenas de silencio y soledad en exteriores e interiores urbanos entre las que destaca Habitación de hotel (1931), un óleo de aparente simpleza gráfica que a decir de la crítica representó la intención del artista de provocar al observador a fin de que éste construyese la historia revelada. La tela, exhibida en la pinacoteca madrileña Thyssen-Bornemisza muestra a una muchacha, que, ensimismada, reposa sobre una cama iluminada por tonos nocturnos; al parecer está ocupada leyendo algo que pudiese ser una carta o documento, cosa de seguro irrelevante si asumimos que la verdadera intención detrás del plató es destacar al hotel como espacio de tránsito, lugar de refugio o anticipo de un encuentro.
Así, en el poema “No puedo ser feliz” Álvarez emplea la imagen del cuarto de hotel como guarida que ha desnudado al personaje convirtiéndole en anónima, despojada de todo equipaje y presa del más profundo despecho. Sin embargo, corazón sangrando en un octubre lluvioso, el escenario se transforma en cita final que asesinará todo remanente de pasión: Pero los adioses ―igual que la realidad―/ no acontecen en línea recta/ y en la habitación de un hotel me visto/ me maquillo/ sin preguntar al péndulo voy a tu encuentro./ Puesto que en los menesteres del querer es imposible compartir conciencia y corazón, sólo el olvido nos salvará de la muerte. Al menos hasta que podamos salir y escribir, como Soledad Álvarez, el poema luminoso del amor que salva.