El surrealismo, todavía

El Manifiesto del surrealismo se publicó el 15 de octubre de 1924. El poeta y ensayista mexicano Audomaro Hidalgo, cien años después, piensa la actualidad de esta poética encabezada por André Breton, revisita sus hallazgos y nos recuerda la lucha desde el arte por "la emancipación total del espíritu".

 

 

 

 

 

 

El surrealismo, todavía

 

 

Este mes​​ celebramos​​ el centenario de la​​ aparición del​​ Premier​​ manifeste du Surréalisme. En efecto, el 15 de​​ octubre de 1924, en París,​​ la editorial​​ Sagittaire publicó diecisiete folios redactados por André Breton durante los primeros meses de aquel​​ año.​​ Hablar​​ o escribir del​​ surrealismo pudiera parecer anacrónico,​​ intrascendente.​​ ¿Por qué y para qué?​​ Ya estamos​​ muy​​ lejos del siglo XX, la sensibilidad es otra, otros son nuestros problemas.​​ La IA​​ se apodera del lenguaje,​​ la realidad se ha fragmentado y creemos verla en las pantallas portables,​​ la robótica gana terreno​​ y poco​​ a poco, entregados, somos despojados de la​​ poca​​ humanidad​​ que nos queda.​​ La temperatura de nuestra época​​ es más bien fría.​​ ¿A​​ dónde​​ han​​ ido a parar nuestros deseos?​​ ¿En qué​​ momento nos arrebataron el​​ deseo de ser​​ más uno mismo?​​ ¿Quién se interesa realmente en​​ el surrealismo?​​ En el liceo se estudia como​​ el capítulo​​ final​​ de las vanguardias​​ artísticas​​ europeas,​​ en el medio editorial​​ se​​ le ve​​ como​​ una antigualla más en el​​ gran bazar de la historia literaria,​​ una bonita cosa que​​ guarda​​ cierto brillo​​ pero que ya fue; ni siquiera los mismos poetas muestran interés por el surrealismo. Es normal:​​ están​​ muy ocupados en ser actuales,​​ postmodernos.​​ Pero hay que repetirlo, hoy más que nunca hay que repetirlo: el​​ surrealismo​​ no​​ es​​ una escuela literaria​​ ni una joya empolvada, el surrealismo no se estudia ni se comercia: se asume como conducta de vida, como actitud moral.​​ ¿Por qué y para qué? porque Sí; para nada, para​​ todo.​​ Reitero mi convicción en lo anacrónico y confieso mi fe en la intrascendencia.​​ El surrealismo, todavía.​​ 

Además​​ del​​ Manifiesto, que en principio había​​ sido concebido como​​ prólogo​​ a los textos​​ en prosa de​​ Poisson soluble, aparecido igualmente en 1924,​​ Breton también publica​​ Les Pas perdus,​​ una​​ colección de ensayos y artículos que funda​​ la genealogía​​ del surrealismo:​​ Bertrand,​​ Jarry, Vaché y​​ Apollinaire​​ son algunas entradas del​​ sumario.​​ Pero​​ los​​ títulos​​ de los otros miembros del grupo​​ se suceden​​ ese año de principio a fin​​ como una​​ detonación​​ de explosivos verbales:​​ L’Ombilic des limbes​​ de Artaud,​​ Immortelle maladie​​ de Péret,​​ Mourir de ne pas mourir​​ de Eluard y​​ dos​​ obras​​ de Aragon:​​ Le Libertinage​​ y​​ Une Vague de rêves, un texto capital​​ que​​ el​​ Manifiesto​​ opacó y​​ ha opacado​​ hasta ahora.​​ No menos importante es la publicación de una plaquette​​ de Rimbaud:​​ Un cœur sous une soutane,​​ que​​ el pusilánime​​ Paul Claudel había logrado​​ escamotear​​ hasta entonces.​​ Por si no fuera poco,​​ los jóvenes​​ surrealistas publican​​ «Un Cadavre», un panfleto​​ particularmente​​ violento contra Anatole France, que acababa de fallecer y que representaba​​ a los​​ ojos​​ de aquellos valerosos muchachos, el modelo de​​ la obra​​ oficial e institucionalizante, una literatura​​ en decadencia a pesar de su aparente fachada hecha de buen gusto y estilo exquisito.​​ Une vraie​​ merde!​​ 

El año 1924 termina con la creación de​​ La Révolution surréaliste, órgano de difusión del grupo hasta finales de 1929.​​ Descendiente​​ y heredero​​ del romanticismo,​​ engendro de las trincheras​​ y de los traumas​​ de la Primera Gran guerra, continuación​​ pero negación de Dada, receptor de los avances científicos, hijo​​ de una profunda desesperación,​​ vilipendiado en Francia e incomprendido por Freud,​​ el surrealismo​​ había adquirido voz, rostro y nombre plenamente suyos. Nadie podía ignorarlo.

En el​​ Manifiesto​​ de 24 se plantea​​ la definición del surrealismo:​​ «Automatismo psíquico puro a través del cual nos proponemos expresar, ya sea verbalmente, por escrito o de cualquier otra manera, el funcionamiento real del​​ pensamiento. Dictado del pensamiento en ausencia de todo control ejercido por la razón, lejos de toda preocupación estética o moral1».​​ La primera etapa del surrealismo​​ es nocturna. Es​​ el periodo de​​ la​​ exploración sistemática de los fenómenos oscuros del inconsciente.​​ Este momento está​​ marcado​​ por la escritura mecánica,​​ que tiene su origen en la obra​​ L’Automatisme psychologique​​ de Pierre Janet, cuya​​ lectura​​ había permitido​​ a​​ André​​ Breton y​​ Philippe​​ Soupault la​​ primera aplicación surrealista​​ de este método​​ en​​ Les Champs magnétiques​​ (1920), de la que André Breton​​ dirá:​​ «se trata de la primera obra surrealista (y en absoluto dadaísta),​​ porque es el fruto de las primeras aplicaciones sistemáticas de la escritura​​ automática»;​​ los relatos oníricos, las sesiones de hipnosis​​ y sueños vigilados,​​ los juegos​​ en grupo:​​ cadáver exquisito, encuestas,​​ evaluaciones,​​ los primeros​​ collages​​ así como​​ dos o tres​​ expediciones punitivas a​​ banquetes y​​ recepciones literarias oficiales.​​ 

El​​ Manifiesto​​ es la organización​​ sistemática​​ de algunos postulados​​ tales como la​​ escritura automática,​​ la​​ imaginación, el​​ sueño, lo maravilloso.​​ Son las raíces​​ del surrealismo.​​ Lo maravilloso​​ es​​ lo múltiple cotidiano-un guante​​ raído, un​​ viejo​​ zapato encontrado en una acera,​​ un anuncio publicitario,​​ un guijarro-pero​​ sentido​​ y​​ visto​​ de otro modo:​​ «Lo maravilloso es siempre bello, cualquier suerte de maravilloso es bello, no hay nada como lo maravilloso que sea bello», dice Breton en el​​ Manifiesto. Así, lo maravilloso surrealista da la espalda a lo misterioso simbolista. El hallazgo maravilloso​​ es pobre en todo su esplendor,​​ rico en toda su humildad, no​​ alude a una realidad oculta como el símbolo,​​ está ahí, delante de nosotros,​​ basta con afinar la sensibilidad y ampliar la consciencia​​ para aprehenderlo.​​ Paul Eluard dice:​​ «Hay otro mundo pero está en este​​ mundo».​​ 

La imaginación,​​ «la reine des facultés»​​ como la había llamado Baudelaire, es una invitación a la recuperación de los poderes plenos de la infancia.​​ El libre ejercicio de la imaginación es un ir​​ más​​ allá de uno y de los​​ límites impuestos por la moral, las leyes y​​ las instituciones, pero es​​ también​​ un regreso a la​​ perdida​​ inocencia: el hombre y la mujer necesitan hacer uso de esa facultad para ser más plenamente, nos dice el surrealismo.​​ La imaginación es una potencia que sobrepasa y​​ amplía lo real​​ pero​​ actuando​​ dentro​​ de él. La imagen no requiere prueba ni demostración lógica,​​ tiende un puente entre éste y el otro lado de las cosas.​​ El surrealismo retoma la teoría de la imagen de Reverdy y la extrema.​​ La imagen inunda la realidad y​​ la​​ enriquece:​​ «Imágenes, desciendan como confeti, imágenes, imágenes, por todos​​ lados​​ imágenes​​ (…).​​ Nieven, imágenes,​​ es Navidad. Nieven en los barriles y en los crédulos corazones», leemos en un pasaje de​​ Le Paysan de Paris​​ (1926).​​ 

Para el surrealismo, la poesía no es un medio de expresión​​ sino​​ una actividad del espíritu.​​ Los poetas surrealistas vieron​​ en​​ Les Chants de Maldoror​​ una experiencia límite de lo poético y​​ otra forma de​​ poesía.​​ En una suerte de comunismo poético,​​ siguiendo el mandato de Ducasse,​​ los surrealistas​​ creyeron que todos​​ son gestadores de poesía sin recurrir necesariamente al poema​​ y que​​ pueden​​ participar de la comunión poética, es​​ ese​​ el sentido que tenía​​ para ellos​​ la participación colectiva: destruir la noción egoica de autor y acentuar​​ el carácter de la creación hecha por todos.​​ No se trataba de​​ hacer​​ una carrera literaria:​​ la poesía, para el poeta surrealista,​​ es ante todo​​ una​​ entrega​​ desinteresada, un juego-peligroso.​​ Yo diría: una desmesura, la búsqueda de un absoluto accesible.​​ Más que Rimbaud, Marx, Einstein o​​ Freud, el conde de​​ Lautréamont​​ resistirá todas las fluctuaciones emotivas e intelectuales del grupo, será el ídolo que nunca caerá del altar de fuego del surrealismo.

Para seguir siendo fiel a​​ ​​ mismo, el movimiento​​ se ve obligado a​​ cambiar​​ de naturaleza:​​ La Révolution surréaliste​​ deviene​​ Le​​ Surréalisme au service de la révolution, cuyo primer​​ número​​ aparece en julio de 1930.

 La segunda etapa​​ es solar.​​ Ahora se trata de​​ salir​​ de la Oficina de Investigaciones Surrealistas y ocupar​​ la Plaza Pública.​​ En​​ esos años aparece​​ en el horizonte​​ el​​ «azar objetivo». El surrealismo toma del filósofo alemán​​ Hegel esta noción, la reformula y la inscribe en​​ el mundo fenoménico. El azar y la necesidad pocas veces coinciden, pero esas ocasiones son definitivas en el acontecer de la vida. El azar objetivo deja de ser una abstracción filosófica y una conjetura metafísica para volverse algo concreto: la revelación del amor, el encuentro amoroso, la unión del hombre y de la mujer. La aparición del azar objetivo, y su concreción, lo que Breton llamó​​ «el amor loco», es el triunfo de la necesidad​​ individual​​ sobre​​ la determinación social.​​ 

Pero este​​ periodo corresponde al​​ firme​​ intento de establecer un punto de acuerdo​​ con el materialismo histórico, un diálogo​​ que los comunistas más ortodoxos siempre vieron con desconfianza debido al​​ «anarquismo»​​ y al​​ «idealismo freudiano»​​ de los surrealistas.​​ Es también el tiempo de las primeras crisis y simas al interior del grupo. Juicios, querellas y exclusiones;​​ fracturas​​ ideológicas.​​ Unos​​ optan por el suicidio, otros​​ ingresan a las filas del Partido comunista.​​ Traición y desolidarización​​ de Louis Aragon​​ tras su regreso de Kharkiv.​​ Cierto, con la salida​​ de Aragon el surrealismo perdía a uno de sus fundadores y a uno de sus exponentes de​​ mayor talento (hablo del​​ poeta, no​​ del novelista).​​ El surrealismo comprendió​​ que los medios que​​ había desplegado ya no eran suficientes,​​ la fórmula revolucionaria​​ adoptada desde​​ del primer día,​​ «transformar el mundo»​​ y​​ «cambiar la vida», no​​ podía​​ materializarse​​ si no se lograba insertar​​ efectivamente​​ en la corriente de​​ los acontecimientos.​​ El cambio de la sociedad debía​​ pasar​​ primero​​ por la emancipación​​ total​​ del espíritu, como​​ deseaba​​ el surrealismo,​​ no por​​ la implantación de una ideología, como quería el comunismo.​​ En​​ Position politique du surréalisme​​ (1935), leemos:​​ 

 

 

Por nuestra parte, sostenemos que la actividad de interpretación del mundo debe seguir vinculada a la actividad de transformarlo. Que corresponde al poeta, al artista,​​ ahondar en el problema humano bajo​​ todas sus formas. Que​​ es precisamente la exploración ilimitada​​ de su mente en este sentido lo que tiene un valor potencial para cambiar​​ el mundo (…)​​ No es con declaraciones estereotipadas contra el fascismo y la guerra como conseguiremos liberar para siempre al espíritu, o al hombre, de las viejas cadenas que lo obstaculizan y de las​​ nuevas cadenas que lo amenazan. Es afirmando nuestra inquebrantable fidelidad en​​ las fuerzas de emancipación del espíritu y del hombre que a su vez hemos reconocido y que lucharemos para que sean reconocidas como tales.​​ 

 

 

He aquí la firme convicción en una verdad​​ vista,​​ asumida, declarada y defendida hasta sus​​ últimas​​ consecuencias.​​ En los años treinta, o se estaba a favor o se estaba en contra, pero había que definir una posición. La Revolución se había dividido en dos bandos: la avanzada​​ soviética​​ de Stalin​​ y la​​ línea​​ contrarrevolucionaria​​ encabezada por Trotsky, a quien​​ Breton visita en México en 1938.​​ Ambos redactan​​ el manifiesto​​ Por un arte revolucionario independiente, que se oponía​​ a los lineamientos​​ de la Internacional Comunista.​​ La ruptura​​ y la censura​​ estaban​​ consumadas.​​ Surrealismo y estalinismo fueron siempre incompatibles.​​ Al poco tiempo estalla nuevamente la guerra y el grupo se dispersa.​​ Exiliado en México, Benjamin Péret escribe​​ Le Déshonneur des poètes. En este texto​​ exaltado​​ exaltante, Péret​​ arremete contra los otrora​​ surrealistas, Aragon y Eluard, y​​ afirma:​​ «El poeta pronuncia las palabras siempre sacrílegas​​ y las blasfemias permanentes​​ (…) debe luchar​​ sin descanso contra los dioses paralizantes​​ empeñados​​ en mantener al hombre en su servidumbre​​ a las potencias sociales y a la divinidad que se complementan mutuamente».​​ Ni Dios ni Patria ni Jefe; la libertad, el amor, la imaginación: la poesía.​​ Valores que el surrealismo buscó​​ insertar en la sociedad con valor, pasión y lucidez.​​ 

El surrealismo es una poética del deseo.​​ Esa palabra ocupa un lugar central en la visión​​ del mundo​​ que nos ha dejado.​​ Aunque​​ no siempre​​ consciente, existe​​ en nosotros​​ una íntima, silenciosa​​ y constante batalla entre querer y desear. No siempre queremos​​ lo que deseamos y no siempre deseamos lo que queremos. A veces sentimos angustia o miedo por desear lo que en el fondo no queremos, por temer las consecuencias de lo deseado o por desconocer la naturaleza​​ del objeto de nuestro deseo.​​ Querer es conocer de algún modo​​ lo que se presenta a nosotros.​​ Desear es la expresión de algo​​ más antiguo​​ y que está más acá del querer.​​ Un​​ deseo​​ no es menos​​ denso que un razonamiento​​ de Kant o que las parataxis​​ del​​ Tractatus. Desear es la sustancia primera​​ del hombre.​​ Y tal vez también del universo…​​ El desear raya con la consciencia de que aquello que deseamos es​​ relativa o prácticamente​​ imposible de alcanzar. Es en la desposesión que el deseo alcanza su mayor expresión. En un primer momento, el desear parte​​ y se desprende​​ del querer, en el segundo lo​​ amplifica y lo niega para finalmente​​ devorarlo y​​ transformarlo. Desear es voluntad y querer es inercia. El querer es razonable,​​ el desear es desmesurado. Querer es un​​ hacer​​ algo​​ y desear es​​ ser​​ más uno mismo.​​ 

El deseo​​ recorre las páginas de​​ Nadja​​ y de un libro no menos importante:​​ Arcane 17.​​ De paso diré que este libro contiene unas páginas que hoy tienen​​ mucha vigencia​​ en lo que toca al papel​​ decisivo​​ de la mujer en nuestra sociedad.​​ El deseo es​​ un impulso​​ y una actitud:​​ «El deseo, el único resorte del mundo, el deseo, único rigor que el hombre debe conocer», afirma Breton en​​ L’Amour fou;​​ Eluard titula uno de sus libros​​ Le Dur désir de durer,​​ Char​​ habla de una​​ «alquimia del deseo»​​ y escribe:​​ «el poema es el amor realizado del deseo que permanece​​ deseo»; Ávida Dólar2​​ (¿por qué no citarlo?)​​ sostiene que​​ «la cultura del espíritu se identificará con la cultura del deseo»,​​ y,​​ en fin, un surrealista que nunca dejó de serlo, Luis Buñuel, titula una de sus grandes películas:​​ Cet obscur objet du désir.​​ 

El surrealismo es la​​ gran aventura espiritual,​​ valiente​​ y lúcida, apasionada y clarividente, del siglo pasado.​​ El surrealismo nos legó el valor para expresar y exaltar​​ los infinitos interiores:​​ el​​ sueño,​​ el erotismo,​​ la​​ imaginación,​​ el​​ deseo:​​ ácidos​​ para deshacer el rostro hipócrita de​​ nuestra sociedad.​​ El surrealismo descubrió una nueva dimensión del espíritu y quiso sustituir el pálido cristianismo por un nuevo mito colectivo,​​ modificó la sensibilidad de la​​ época,​​ alteró​​ la jerarquía de valores y​​ rehízo​​ el canon: frente a Lamartine, Vigny y Musset opuso a​​ «los románticos menores»:​​ Borel, Nerval y el Hugo visionario de la​​ «Bouche d’ombre».​​ Exaltó​​ tres​​ figuras​​ «preracionales»​​ latentes y​​ potencialmente activas en todo ser humano: el primitivo, el niño, el loco.​​ El surrealismo, en fin, es​​ una forma de vivir y no una fórmula para escribir.

En​​ el primer​​ Manifiesto​​ se​​ habla de​​ «la voz surrealista»​​ Pues bien, esa​​ voz, mientras el​​ hombre y la mujer digan No a la​​ sociedad​​ cada vez más deshumanizada​​ en la que vivimos, mientras sean capaces de imaginar y​​ soñar​​ con los ojos abiertos,​​ mientras tengan el valor de​​ vivir de otro modo los vínculos afectivos y​​ de​​ reinventarlos (ningún​​ peso tiene ya aquel juramento:​​ «hasta que la muerte nos separe»),​​ mientras sean capaces de desear​​ por sí​​ mismos sin​​ obedecer a las necesidades​​ artificiales que nos implantan,​​ esa voz​​ que bulle en​​ las capas arcaicas​​ del hombre y de la mujer​​ no se dejará​​ de escuchar nunca.

 

 

 

 

1

​​ Todas las traducciones que aparecen en el texto son mías.

2

​​ Anagrama de Salvador Dalí.​​ 

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