Las mujeres del surrealismo: Lucie Thésée

 

Nacida en Martinica participó en los Tropiques de Aimé Césaire en 1942. Fue poeta y maestra. Su nombre figura dentro de los movimientos anti-coloniales y los círculos de Negritud. En su antología de mujeres surrealistas “Surrealist Women: An International Anthology” Penelope Rosemont cuenta que Thésée fue una parte integral del grupo de Tropiques, participando en seis ediciones consecutivas y Léon Damas la reconoce como una de las figuras centrales de la revista por su “abundancia y excelencia de imágenes”, sin embargo su nombre es prácticamente desconocido y de su biografía los datos, hasta ahora, irrastreables. Hoy leemos dos de sus poemas en versión de Andrea Rivas.

 

 

Bello como…

 

Bello como una alta ola espumosa chorreando en una bola de cristal.

Bello como una suave brisa en el tul de la vida.

Bello como una lágrima sobre un rostro perfectamente inmóvil en la cumbre de un día radiante.

Bello como flama.

Bello como un cielo insondable perforado por una estrella de enorme magnitud.

 

Pero bello como un cielo océano y una Tierra como el suelo oceánico

Pero bello como cielo océano y tierra como suelo oceánico…

Es fascinante ver lo que un hombre podría ser en este cuadro…

 

Bello como un durmiente bajo el cielo abierto en la vibrante actividad entre dos dedos con garras felinas…

Bello como el deslumbrante vuelo de fuego de una multitud de luciérnagas en el mar calmo y sin horizonte de la noche marina.

Bello como una iridiscente burbuja de jabón perforada por un fino alfiler acariciando incansable un vestido negro.

Bello como el corazón perforado por una flecha de arcoíris.

 

Bello como una inmensa sombra que se mueve lenta en una partición de medio tinte

Bello como movimiento

Bello como la vida con veneno de la vida

Bello como la sangre del sol

 

 

 

Zarabanda

 

 

Mira al frente y no tiembles, restos de mi raza ahorcada:

una bailarina de zarabanda, muselina japonesa ceñida a sus caderas vivas

llega con la luna, veloz como el tam-tam de los tambores.

Va a llevarte a la gran explanada donde la horca

habla tu historia, habla de tus tenues halos de bronce

lamidos por la codicia de un hombre pálido.

 

Deja atrás tus lágrimas de horca,

Las vocales prolongadas de los nombres perdidos de las flores,

los gritos prolongados del peso de tus granos,

los gritos prolongados del peso de tus vainas,

y los gritos prolongados de las vainas cortadas y colgadas.

Náufrago de mi raza, retorcido en la ráfaga del viento,

cae de tu horca rota, ruina, naufragio y madera a la deriva,

mi raza ensangrentada.

Mi raza ensangrentada, temerosa, reseca, estéril, paralizada,

los invisibles de baja casta temblando en un baile para ratones—

Abandona tu horca, ahí, esa: la horca del tiempo pasado.

Levanta tus extremidades oscuras y pesadas por encima de la carnicería del naufragio,

por encima de esas ondeantes y grandes olas verdeazules.

Canta las canciones del viento y recoge lo que se necesita, gota a temblorosa gota,

en este, tu ayuno de Cuaresma, en esta, tu medianoche de hechicera, bajo este, el látigo.

Deja la horca, la savia de su madera cortada escupe sobre tu piel.

¿Te colgarías allí, tú mismo en efigie? No. La savia viva corre sobre la rama de madera a la deriva.

Tocarás, suave, un viento ligero en el verde brillante de la falda de muselina de una bailarina,

y tu música rota se moverá por la ingenua hierba que aún cree en la muerte—

deja tus huesos de horca allí, en el sudario verde del ingenuo…

Rasguña con el clavo oxidado de melodía, porque vives, naufragio de mi raza,

el cielo no te olvidará, ni la tierra del cementerio, fértil y amurallada.

Tu sangre todavía baila, un naufragio de alegría, alegría agria,

alegría obstinada, salvaje e intacta,

naufragio de mi raza, zarabanda.

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