Ernesto Cardenal, una santidad revolucionaria

Entre 2003 y 2005 se publicaron los tres tomos de la autobiografía del poeta Ernesto Cardenal, Vida perdida. Memorias I, Las ínsulas extrañas. Memorias II y La revolución perdida. Memorias III. Se trata de una autobiografía poco convencional que pudiera ser leída como una autohagiografía en virtud de una conversión revolucionaria. Cardenal escribe esa autohagiografía que apela a la construcción de un nuevo modelo de santidad. Con esa orientación, leemos aquí algunos fragmentos de sus memorias.

 

 

 

 

 

 

 

He hablado de una felicidad inmensa, y parecería que era todo el tiempo. No era todo el tiempo. Después de que ya tenía una temporada de estar allí, no recuerdo cuánto, empecé a sentir al despertarme algo muy feo; una sensación horrible de opresión y angustia. Era el darme cuenta que comenzaba otro día igual. El horror de que volvía otra vez lo mismo.​​ 

 

 

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De regreso de mis vacaciones en Nicaragua pasé por San José de Costa Rica para visitar a sor María Romero, la monja nicaragüense de María Auxiliadora que ya entonces empezaba a tener fama por sus milagros -fama que ha ido creciendo cada vez más, sobre todo después de su muerte, hasta llegar ahora al inicio del proceso de canonización-. Ella y mi mamá se querían mucho porque habían sido compañeras de colegio. Me dio un frasquito de un agua que ella daba, y que hacía milagros. No declaraba el origen de esa agua, tan sólo decía que se la había "dado la Virgen”. A quienes le pedían más explicaciones, les decía que era un secreto profesional. En forma rara me dijo que me delegaba para que yo también curara con esa agua. Y me dijo al oído que le podía echar agua del grifo cuando se me estuviera aca- bando. Esto me hace pensar a mí que ella la tomaba del grifo, lo cual no quiere decir que no fuera dada por la Virgen, aunque fuera del grifo.

 

En el seminario, el doctor Vélez, el dentista, estaba con un ataque de vómitos y diarrea, y ningún medicamento le hacía efecto. Estaba completamente deshidratado y ya bastante grave. Uno de los médicos que lo atendía dijo en la noche que al día siguiente había que llevarlo a Medellín, a pesar de su extrema debilidad, porque ya no encontraban qué hacer. Esa noche yo le di el agua de sor María Romero, el "agüita" como decía ella, y al día siguiente amaneció mejor y ya no hubo que llevarlo a Medellín, y al otro día se levantó porque ya estaba bueno. La misma noche en que le di el agua al doctor Vélez me dijo un compañero que un poquito de esa agua que yo le había dado una semana antes le estaba haciendo efectos milagrosos. Tenía ataques nerviosos que le hacían temblar todo el cuerpo, con una terrible sensación de angustia, y ya iba a salir del seminario, pero ahora estaba casi curado. Y otro seminarista que me vio esa noche aplicarle el agua al deshidratado doctor Vélez me dijo que esa agua le había hecho ya un milagro. Le pregunté cuál, y me dijo que cuando se la había aplicado a otro compañero en un furúnculo, y se sanó, él me había pedido que le pusiera una gota en el pie. Él padecía de una infección en el hueso que le producía dolores horrorosos, y le habían hecho varias operaciones raspándole el hueso, y lo tenía todo destrozado. Yo me acordaba que le había aplicado la gota, pero no había vuelto a pensar en él, y él no me había dicho nada. Y entonces él me dijo que desde que se puso la gota no había vuelto a sentir dolores. Que había tenido una gran fe en esa gota y había sentido que eso lo iba a curar, sin saber por qué, pues casi no sabía qué era esa agua que yo estaba dando. Ahora ya jugaba basquetbol, lo que le parecía increíble.

Cuando le escribí todo esto a sor María, me contestó con carta que conservo (abril 6, 1963): "¿Así que se volvió usted la 'Sucursal de María Auxiliadora'? ¡Cómo me alegro al saber las maravillas que le hace mi Reina con su agua!"

Cuando yo había llegado la primera vez donde ella, me dijo que quería mostrarme el último milagro que le había hecho la Virgen. Me llevó a un patio todo lleno de pájaros de muchas especies, revoloteando, cantando, comiendo frutas. Me dijo que ella amaba los pájaros, pero no los veía porque no salía del convento atendiendo a los pobres, y tampoco le gustaba verlos enjaulados, y entonces le había pedido a la Virgen tener pájaros en el patio, y allí estaban.

A mí no me gusta creer en milagros aunque sean ciertos. Lo que estoy escribiendo es forzándome que lo escribo, y estuve pensando no mencionar nada de sor María Romero para no caer en ridículo; pero hubiera sido como ocultar algo. Estoy de acuerdo con Whitman en que todo es milagro; un ratón, dice él, es un milagro. Pero en esta creación de Dios, que es toda ella milagro, ¿no podrá haber milagros más especiales? Violación de las leyes naturales... ¿Pero qué sabemos nos- otros de las leyes naturales? Según la física cuántica, lo que rige la materia a nivel subatómico es el indeterminismo. Y por tanto todo puede suceder. Nada es imposible; lo que llamamos milagro es algo tan improbable que para nosotros es como si fuera imposible. Y por eso tiene mucha razón Don Quijote cuando dice que los milagros son: "simplemente cosas que ocurren rara vez".

 

 

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[Camilo Torres] Decía que la lucha revolucionaria era una lucha cristiana y sacerdotal. Veía en ella la realización del amor al prójimo. Él había sacrificado el poder celebrar la eucaristía para crear las condiciones que la hicieran más auténtica. El sacrificio de la misa no podía ser válido si antes no se realiza el​​ amor al prójimo. La revolución era necesaria para dar de comer al hambriento, beber al sediento, etc. Ésa era la caridad eficaz, no la de la beneficencia. Él veía que debía ser revolucionario como sacerdote. Y que la revolución era obligatoria para todos los cristianos, porque era la práctica del amor para todos. "Si soy auténtico seguidor de Cristo, es imposible no ser revolucionario como él." Consideraba que su participación en la política sería temporal. Y que volvería a ejercer el sacerdocio cuando hubiera un laico que lo sustituyera. Sacerdote, él era por toda la eternidad.

Yo estuve a punto de encontrarme con Camilo. Cuando él estaba en el máximo auge de su popularidad yo estaba de vacaciones en Bogotá, y un amigo de Carlos Alberto tenía otro amigo que me amarró una cita con Camilo, tan acosado por la publicidad que lo tenían escondido en una quinta de las afueras de Bogotá, pero esperamos hasta la medianoche y aún no había llegado a la quinta. A él le habrían hablado de ese seminarista importante (que era yo). Yo tenía un mensaje que darle. Y este mensaje era la no violencia. La Divina Providencia hizo que yo no le dijera pendejadas.

 

 

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La ordenación fue en Managua el 15 de agosto, día de la Asunción de la Virgen. Odilie Pallais, la santa que pasó veinte y tantos años clavada en una cruz en forma de cama, me envió para la primera misa un purificador de lino que había sido bordado por sus manos. Sor María Romero me escribió una cartita diciéndome que pedía para que toda mi vida fuera para la mayor gloria de Dios​​ y bien de las almas. En la madrugada del 15 de agosto Merton me escribió desde Kentucky diciéndome:

 

Hoy, día de tu ordenación, estoy pensando en ti especialmente [...] A menudo pienso en qué cosas maravillosas han pasado en los seis años desde que te fuiste. Tu vida ha sido bendecida, tu vocación viene verdaderamente de Dios de la manera más evidente. Él puede dejarte sentir tus propias limitaciones, pero el poder de Su Espíritu también se hará evidente en tu vida. No temas, sino que sé como un niño en Sus brazos, y harás mucho por tu país.

Estas últimas palabras las pasé por alto, no fueron registradas en mi mente, hasta muchos años después reparé en ellas. Porque en aquel tiempo yo no podía ni siquiera imaginar que mi vida fuera a tener ninguna incidencia en mi país. Y me decía Merton que esa semana lo quitaban del cargo de maestro de novicios. (En realidad lo quitaron dos días después, el 17 de agosto.)

 

Para mi ordenación mi mamá hizo una hermosa fiesta en el colegio de las monjas de la Asunción, principalmente con los familiares y ami- gos; claro, burguesía. Era como el casamiento de un hijo. Era su fiesta. Y en eso yo no debía meterme, dijo. ¿Hice mal? En la ceremonia de mi ordenación, en la capilla de la Asunción, con todos los invitados elegantes, perfumados, los familiares y amigos, burguesía, en el momento más solemne, cuando el obispo Barni y yo levantábamos juntos la hostia que los dos habíamos consagrado, yo no lo vi pero después me lo contaron: salió un niño pobre no se sabe de dónde, como de 12 años, sucio, muy alegre y muy bonito, y se puso a danzar y dar brincos de contento enfrente del altar, sin hacer caso de las personas que le decían severamente que se fuera, entre ellas mi hermana, y así estuvo con sus piruetas, y de pronto se fue sin que se supiera a dónde, como había entrado.

 

 

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… porque como dice León Bloy: “La única tristeza es no ser santo”.

 

 

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Una cosa que me dijo Merton es que si estaba leyendo y sentía de pronto un llamado interior de concentrarme en Dios lo hiciera inmediatamente. Si uno se demoraba un poco y lo intentaba después, tal vez ya no podía, y había perdido esa oportunidad.

Se puede tener como regla el que uno deba hacer la oración a la que en ese momento se sienta más inclinado, porque esa es la oración que Dios está queriendo de uno. El hacerse violencia con la imposición de una oración distinta de la que le está gustando a uno produce sufrimiento.

Sucede a veces que uno no quiere tener ningún tipo de oración. Entonces sí debe violentarse, tratando de hacer oración aun cuando no pueda hacerla. Se llama "oración de aridez"; se dice que es la más meritoria. Alguien también ha dicho, no recuerdo quién, que "orar es querer orar".

 

 

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En la oración de los salmos hay un elemento surrealista: hay disparates, traducciones equivocadas, errores de copistas, agujeros en los pergaminos, malentendidos de los judíos de Alejandría. No hay que tratar de entender pues racionalmente cada palabra de los salmos, o querer hacer una oración demasiado racional.

 

En el oficio los versos saltan oportunos respondiendo a lo que uno estaba pensando, como en aquel juego en casa de Octavio Paz en París, que decían era un juego de los surrealistas y consistía en preguntarse algo y escoger al azar algún verso de un poema hermético y las respuestas eran sorprendentes por lo acertadas.

 

 

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Vos fuiste el que me buscaste, y no fui yo. Yo estaba tranquilo lejos de Vos; estaba insatisfecho, no lo niego, pero estaba contento con mis alegrías modestas que disimulaban la insatisfacción. Me sacaste del Brooklin Bar, el Munich, La Dinamarca, Las Delicias del Volga, y entre todos mis amigos sólo a mí me tomaste, dejaste a los demás. Las amigas eran bonitas, yo me acuerdo, y no las volví a ver, y aquí me tenés pues, como me querías, sin otro amor. Yo decía también: Si su amor para todo y para todos es tan grande, ese amor mayor que tuvo para mí ¿cómo se llama? Él movió los labios de una muchacha que me dijo que no, porque quería quererme sólo Él.

La intimidad con el Infinito, ¿cómo explicar cómo es? Es una unión dentro de uno, y sin sentirlo con los sentidos lo siento, su frente sobre mi frente, sus ojos sobre mis ojos, su boca sobre mi boca, tan cerca de mí que ya no sé cuál es cuál, cuál soy yo y cuál es Él, dónde empieza Él y dónde acabo yo, porque ya Él y yo somos uno, un solo tú y un solo yo, un tú que es yo y un yo que es tú. Cierro los ojos y lo siento junto a mí, y lo siento cada vez más cerca, y está sobre mí, y su rostro y mi rostro se vuelven un solo rostro, pero no necesito cerrar los ojos para que esté sobre mí, aunque no lo piense está sobre mí, el amante sobre su amante. Y sin embargo el alma está abrazada con la nada.

 

 

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Más tarde llegó el padre De la Jara. Dijo a todos que ya no era necesario confesarse para comulgar, porque bastaba la confesión colectiva que se hacía al comienzo de la misa y la bendición que daba el sacerdote Y a mí me enseñó a no tener un sermón sobre el Evangelio, sino un diálogo sobre él, comentándolo entre todos. Esto él lo había aprendido de una parroquia pobre de Panamá, la de San Miguelito, famosa por los comentarios del Evangelio que allí se hacían, y eso lo habían aprendido ellos de una parroquia pobre de Chicago. De Chicago esto pasó pues a San Miguelito, y de allí a la parroquia del padre De la Jara, que también fue famosa, y de allí a Solentiname, donde produjo ese libro de comentarios del Evangelio que yo después iba a publicar, y que se llamó El Evangelio en Solentiname.

 

 

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Frente a la iglesia hicimos un ranchón de paja, con trabajo voluntario, y una cocina para las comidas comunitarias. Para esos almuerzos del domingo se pedía la colaboración de todos; que llevaran pescados, por ejemplo. O tal vez eran tortugas que los muchachos iban a cazar desde la noche anterior; o eran iguanas; o cusucos, que es el armadillo; o eran gallinas que varias familias habían dispuesto llevar.

La misa comenzaba con cantos y guitarras, y después que yo daba la absolución a todos, alguien leía el Evangelio. Y entonces era que se comentaba. Yo estaba sin ornamentos, con mi cinta en la cabeza, sentado con otros al pie del altar. Durante esa parte de la misa fumábamos. Algunas veces había visitantes que se escandalizaban -sin razón- de que "en la iglesia se fumara". Yo lo hacía para que hubiera un ambiente verdaderamente de conversación, relajado y espontáneo, sin ninguna solemnidad de "misa" en esa parte. Después era que yo subía al altar, cuando ya habían terminado los comentarios, y me ponía los ornamentos para el rito de la eucaristía, que era también con cantos y guitarras. Comulgaban casi todos, con el pan de harina sin levadura, que cogía cada uno y lo remojaba en el vino. Los niños también cogían el suyo, y si una madre llevaba un niño en los brazos, le daba un poco del que ella había tomado. Después de la misa se conversaba en el rancho de reunión y se almorzaba, tal vez con algunos traguitos de ron, y nuevamente eran los cantos y guitarras. ¡Verdaderamente una comunión!

 

 

 

 

 

 

Lee más sobre la hagiografía revolucionaria de Ernesto Cardenal

en este texto de Alí Calderón aparecido en América sin nombre

 

 

 

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