Peachtree City y los viajes de Mario Obrero
Arthur Rimbaud contaba con apenas 19 años cuando completó Una temporada en el infierno, su única obra publicada; en ella, aparecen textos escritos durante su adolescencia que desde muy temprano revelaron un profundo carácter simbolista que prefigurará las posteriores producciones surrealistas, incluso las de André Bretón. No en vano el Nobel Camus le bautizará como “el más grande de todos los poetas”. Dotado de una decidida y avanzadísima visión vanguardista, el enfant terrible de la literatura francesa decimonónica sacudirá el género tiempos a venir como el iluminado que a través “del largo, inmenso, y razonado desarreglo de todos los sentidos” se hará vidente.
Semejante precocidad tiene pocos precedentes en la literatura occidental, a nuestro juicio, parece ser el resultado de la inusitada sensibilidad característica del joven escritor quien inicia el accidentado camino existencial en una compleja y telúrica época; y, claro está, también por poseer un prodigioso talento que podría considerarse innato dada su temprana aparición. Ambos rasgos de Rimbaud son reflejados en uno de sus más emblemáticos versos: Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde todos los vinos fluían… ¿De qué antaño podría hablar alguien que ha vivido apenas un poco menos de dos décadas? ¿A qué festín, a cuantos corazones y vinos podría referirse un chico de su edad?
La llamada poesía joven de hoy ―preferiría llamarla bisoña o incipiente―, Rimbaud aparte, es una que, por fortuna va en crecimiento particularmente en Iberoamérica toda vez que ha de (sobre)vivir además cada cosa que la generación Z ―los nacidos en pleno cambio de siglo― han abrazado como fisonomía de su ethos: la tecnología digital, internet, y la indetenible fluidez del existir que impide toda pausa al pensamiento. Doble desafío, heroico, pues, será el asumir tal afronta mientras se intenta crear bajo el compromiso de lealtad con la palabra poética.
Es en este contexto donde cabe estudiar el llamativo caso de Mario Obrero (Madrid, 2003), el ventiuñero poeta, músico, y pintor precozmente seducido por la magia de los significantes quien a la fecha lleva en su haber varios premios y un ramillete de robustos poemarios: Carpintería de armónicos (Universidad Popular José Hierro, 2018), Ese ruido ya pájaro (Ediciones Entricícoples, 2019), Peachtree City (Visor, 2021), Cerezas sobre la muerte (La Bella Varsovia, 2022) y Tiempos mágicos (La Bella Varsovia, 2024).
En estos comentarios nos enfocaremos en el tercero de aquellos volúmenes, texto que le mereció el XXXIII Premio de Poesía Loewe porque como se verá, es el trabajo que mejor le define como verdadero poeta globalizado. Como el peregrino angustiado por la naturaleza herida y el devenir político encontrados a cada paso; el sacudido por el polisémico retrato de la palabra foránea ―English, Galego, Français― y por la omnipresente pretensión de nombrarlo todo en la página a como dé lugar: y ahora como dos compañeros en los bosquecillos de la/ eternidad escribo con palabras desconocidas que salen/ de mi boca como copos de polen.
Peachtree City, cuenta el autor, transcurrió entre un vuelo trasatlántico a bordo de un BOEING que, cual fénix fantasmagórico cursaba los cielos de agosto en un ya remoto 2019, y los respiros a bocanadas bajo el jazmín de un patio de su natal Getafe durante el confinamiento peri pandémico. En efecto, narración de una travesía transterritorial y a la vez colisión cultural, este es un libro testigo y espejo de las particularidades del Sur norteamericano de botas y cowboys; del racismo y homofobias ocultos tras las iglesias y los parques; de hipermercados y barbacoas celebratorias de quien sabe qué: no he visto poetas en Walmart solo rifles y productos/ cosméticos.
Hay en estos versos un abrazo a la naturaleza como origen de aquel que sigue siendo quien es, y es a su vez el manojo de laureles que crece en el patio cada año; naturaleza como desmesura de los sentidos provocados por el mar, los geranios o las mariposas, y por la primera visión de los colibríes que consumen el néctar de las flores mientras las palabras construyen nidos de cigüeñas y otras metáforas. Obrero es también testigo del plástico ahogado en los ríos, del desecho en los jardines y del olor a nafta que asfixia los pájaros; por eso sueña con hiedras que se aposen en su pecho, con el sabor de las frambuesas cálidas y con los caballos que aguardan por él.
Dos recursos presentes en la artesanía y construcción simbólicas evidentes en estos poemas merecen atención, no solo por su originalidad sino por el enriquecedor papel que desempeñan en la narración poética propiamente dicha: hablo del total abandono de la puntuación, tildes, mayúsculas, y comas ausentes que, en su silencio encomian al lector a imaginar sus propios versos, podría decirse. De tal forma, si punto final equivale a pausa total, al fin de una idea para el nacimiento de otra, su ausencia posibilitaría que nos armásemos de la más absoluta libertad interpretativa como auténticos protagonistas del dialogo propuesto por el vate. Es decir: si la página en blanco es anticipo de la palabra, y si con la aparición del trazo se otorga vida al poema, la puntuación implicará entonces atadura y cohesión; restricción a la idea narrada, cosa que en este escenario significaría muerte de la magia al parecer de Obrero.
Por otra parte, la doble voz, que, empleada indistintamente en masculino o femenino representa un complejo desafío cognitivo en el acto creativo según algunos, aquí parece fortalecida al despojar todo rasgo identitario particular o al asumirse puramente femenina a manos de un hombre en nuestro caso. Voz viva porque es confesional, nunca pretérita. Así, lo propuesto en el texto será entonces lo primordial; provenga de quien provenga, nada más adquirirá relevancia: solo diré una cosa más/ tú y yo estamos caminando juntas de la mano en algún/ lugar sombreado/ con un ramo de trigo y cien torios coronados de planetas/ enanos.
Obrero se ha hecho de cómplices en este viaje, lo dice en la página setenta y cinco y nos lo confiesa a todas voces en múltiples poemas; ora Whitman ora Langston Hughes, los intertextos delicadamente sugeridos en estos versos “transnacionales” sirven de herramienta simbólica y también de soporte a lo descrito (y vivido), tal cual confirma la inconfundible presencia lorquiana: “en la chimenea cuelga un calcetín con mi nombre y/ todas juntas salimos con el mismo pijama a aplaudir a los jugadores de fútbol americano con la rueda, el aceite, el cuero y el martillo”.
¿Cuál es la edad de la poesía?, podía preguntarse si de lo que tratasen estos párrafos fuese la juventud de Mario Obrero; mas, alguien que confiesa yo que no sueño en la noche y que busco las voces del mar tiemblo ante la vida, será, decididamente, el hombre que no tiene edad. Aquel a quien la poesía le ha otorgado la eternidad encarnada en el fonema y en el pensamiento allende su cronología personal. Vivir por y a través del poema, como lo hace nuestro bardo, será la máxima misión del rapsoda alucinado ante a la vida y sus heridas; plegado frente al otro y lo otro que otorga sentido a sus sobresaltos. No en vano Obrero dice…algo preocupado por la pobreza racional de este poema/ me he abierto un ventrículo y he puesto en él unos/ pajaritos rojos que vuelan por aquí por Georgia/ con la sangre que ha manado dibujo unas piernas y unos ojos cubiertos de espigas…
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Los armónicos han entrado en el fémur de un neandertal
en la forma arbórea del Giraldo de Molina y su bandera agujereada
dos arcillosos seres como un poema en el jardín de los sapos esparteros
su canto o el pasto que comían los niños en mayo
este acorde contemporáneo pide bombillas al vecino
la oreja de tundra riega los fósiles susurrados de una partitura y su músico come albaricoques en la despensa del palacio
así con brillante cuerpo de dios griego sonamos
Manuel de Falla envía un atardecer en Granada y ciclistas submarinos en las escamas del Mediterráneo hacen canciones con brezo y mimbre verde
estridulan ancianas las estrellas en la puerta de sus casas
guardé mi corazón en un enebro
lugar donde horizontalmente nace el sueño o su grito antiguo
esa memoria de patio regado