LA APÓSTOL PAULA
Del mismo modo, quiero que las mujeres se adornen con la ropa adecuada, modesta y discreta, no con el cabello trenzado con oro o perlas o joyas costosas sino con los medios del trabajo honesto, como es propio para las mujeres que pretenden ser piadosas.
—El Apóstol Paulo, Timoteo, 2:9-10
Cabalgaba hacia Damasco
para gritarle a algunos cristianos y tal vez
lanzar piedras a unas cuantas mujeres desinhibidas
cuando Cristo, ese vaquero,
vio que no puedo montar a caballo ni de joda.
Vino como el viento
y susurró, muévete, al oído de mi pony.
Al momento siguiente
había tenido una visión, una conversión.
He dormido en casa de cristianos
y no soy más Saulo sino Paulo.
Conozco todas las oraciones católicas
mejor que tu abuela.
Y aún así no puedo actuar bien:
siempre le digo a las mujeres qué hacer
o cómo acomodarse el cabello
en la iglesia. Oh, damas de Éfeso,
saben de cierto que la mayor parte de nosotros
necesitamos más de una transformación
en la vida. Cristo enderezó mi camino
por segunda vez haciéndome drag.
Y tengo que admitirlo, al inicio
pensé que Ella estaba loca
por venir hacia mí con esa brocha de maquillaje
como un cuchillo y yo el cordero
de sacrificio, luego atándome en ese corsé.
Pero como con la mayoría de la santurronería
descubrí que la mía tenía sus raíces en la envidia.
¿Quién no quisiera vestir con
aretes de perlas, sombras doradas,
y hablar de las cosas hermosas?
Quería cada pedazo de lo que no podía querer:
ropa costosa, corte a la cadera,
terciopelo, apertura hasta el muslo.
Quería pechos y ojos felinos,
pestañas postizas y el cabello que topa
con el marco de la puerta cuando entro
a una habitación. Quería ser
observada por todos: brillar
como la luz de un escenario de cabaret.
Toda mi vida hasta entonces había sido un lip sync
donde seguía pronunciando mal
las palabras. ¡No más! ¡Bienvenida
al escenario, Apóstol Paula!
Ésta va para mis
hermanas de Éfeso. No puedo pedir
que me perdonen por todo el dolor.
Pero ¡carajo! Puedo cantar.