Poesía panameña: Jhavier Romero

Leemos poesía panameña. Leemos algunos poemas de Jhavier Romero (1983). Su libro más reciente es Sucede que me canso de ser hombre (Teatro, 2020).

 

 

 

 

 

 

Jhavier Romero (1983) es poeta teatrista y músico. Mereció distinciones como el Premio Ricardo Miró 2017, sección Poesía, por su libro​​ La brújula del invierno;​​ el ​​ Premio Ricardo Miró de Teatro 2019, por su obra​​ Sucede que me canso de ser hombre. Es Co-director del proyecto cultural Dos Goliardos.Ha sido artista residente en el Centro Cultural Internacional (CCI-Panamá). Ha publicado​​ Delirios de la sangre​​ (Poesía, 2002),​​ Poemas para encontrar a un ser humano​​ (Poesía, 2005),​​ Meditación en un laberinto y otros extravíos​​ ( Poesía, 2006),​​ Lluvia inflamable​​ (Poesía, 2010),​​ El fin del océano​​ (Poesía,2015),​​ Sensación de la lluvia en los zapatos​​ (Poesía, Antología,2017),​​ La brújula del invierno​​ (Poesía,2018),​​ Las cartas de la extinción​​ (Poesía,2020),​​ Sueños de familia​​ (Teatro, 2013),​​ Nosotros:1964​​ (Teatro, 2014),​​ Cuando el río hable​​ (Teatro, 2015),​​ B612: viaje al sol​​ (Teatro,versión,2015),​​ Alicia en el mundo subterráneo​​ (Teatro,versión,2016),​​ Sucede que me canso de ser hombre​​ (Teatro, 2020). Parte de su obra poética ha sido traducida al inglés, francés, portugués, italiano, maltés y macedonio. Ha representado a Panamá en Festivales Internacionales de Poesía y Teatro en América y Europa.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El banco de piedra o viajando en el tren de Chihiro

 

1.

 

En el banco de piedra,

bajo el árbol de mango que en las noches de llovizna

nos hacía sentir como en una cinta de Hayao ​​ Miyazaki;

en Mi vecino Totoro, por ejemplo, donde tú serías la pequeña Mei

que recoge alamandas en Albrook y en El valle

y yo sería el vecino mezcla de troll y liebre de marzo,

una especie de conejo-Donie Darko que se alimentó de la comida de nuestros​​ 

 ​​ ​​ ​​​​ doce gatos

hasta volverse enorme pero tierno bajo la luz de una farola vagabunda;

o tal vez en El viaje de Chihiro donde tú serías la protagonista​​ 

y yo el espíritu Sin Cara que te acompaña en un tren vacío;

a veces en el tren lográbamos tomarnos de la mano,

decirnos que estábamos el uno para el otro,

sonreír hasta crear la medianoche,

caminar a través de los vagones ciegos​​ 

y decir: aquí huele a tierra mojada,

acá se escucha el caer de un líquido sulfúrico

sobre un campo de girasoles azules,

allá se ha quedado el temblor de la última bandada​​ 

y más allá, después de los campos de trigo y obsidiana,​​ 

mucho más allá del​​ llano en llamas

de mi última caminata espacial bajo la lluvia​​ 

podrás encontrar, si quieres,

si decides caminar en el sentido opuesto de las manecillas del invierno,

si te arriesgas a abrir tu corazón como un paraguas con los huesos rotos

que descubre en la ventisca su vocación de flor y papalote,

si te lanzas como un guijarro incandescente contra el espejo de niebla​​ 

 ​​ ​​ ​​​​ donde se miran los naufragios,

si te adentras en el túnel que cuelga entre un planeta errante​​ 

y un océano exiliado en el espacio,

podrás arribar, decía, al parque del principio​​ 

donde aún no han comenzado a amarse​​ 

nuestras sombras.

 

 

 

 

 

 

 

2.

 

Y al principio el tren no era más que un vagón descarrilado​​ 

que atravesaba en cámara lenta el fulgor de una laguna​​ 

que bien podría ser la de San Carlos,

un vagón que con cada golpe se iba replicando en lugares baldíos

donde la nostalgia sigue siendo la única forma de mirar​​ 

por encima de los árboles extraviados,

lugares donde todavía orbitan los seres que nuestras palabras alumbraron

en los bordes de la madrugada,​​ 

recostados, susurrando,

como aquella noche en la casa púrpura

cuando me contaste que de niña jugabas en soledad con tus muñecas,

a veces eras la maestra,

a veces la pastora,

a veces el reverso de tu madre,

a veces tus muñecas se cansaban del culto o de la clase,

nunca de ser hijas,​​ 

y entonces se quedaban una frente a otra​​ 

y se contaban sus problemas de muñecas:

el plástico barato,

el cabello que no crece,

los ojos mal pintados

y la ausencia de la voz,

porque en tus juegos no había voces:

tu escuela era la escuela del silencio,

tu iglesia  ​​ ​​ ​​​​ la iglesia del silencio,

tu familia  ​​​​ la familia del silencio,

pero en tu mente amanecía un árbol repleto de violines

y el océano te dijo el nombre de cada una de las piedras,​​ 

y en el nombre de las piedras estaban las voces de todo lo que existe

y de lo que aún está por existir,

y me tomaste de la mano  ​​​​ leve

como quien acurruca un pichón

o aprieta una gillette entre sus dedos,

y pude entonces escuchar la voz de tus muñecas

y era la música de una estrella colapsando,

una explosión que viaja como un pájaro en la lluvia

y se transforma en gravedad ubicua,

en el tejido primordial que se vistió de ausencia,

en la forma más extrema de estar solo,

existir entre dos cuerpos que no advierten tu latido;

y fue así que descubrí el porqué de este dolor tan repentino de saberte aislada

escuchando el dialogar de las muñecas en tu mente,

descubrí que nuestro vínculo no era otro que la herida,

y entonces yo también te conté del hambre de mi infancia,

del tanque de agua y del mechón de keroseno,

y de aquella vez que me afeitaron la cabeza para librarme de los piojos,

y de cómo luego el sol del mediodía me quemaba a la salida de la escuela​​ 

y de los chistes fálicos de mis compañeros

y de mi compañera Asia​​ 

que me decía “cocobolo” y me daba besitos tibios en la nuca y en las manos.​​ 

Y tú me imaginabas pobre, pelón y desnutrido

y eso te hacía amarme como quien ama un eclipse o el paso de un cometa,

algo cuya forma de ser es extinguirse en el punto más vehemente de su salto;

y ahora me pregunto ¿dónde estará el niño cocobolo y la niña de las muñecas que conversan en su mente?:

Imagino que juegan en la casa púrpura​​ 

tan angosta y alta como la piedra volcánica de un río,

o en la torre de los alucinados donde es posible ver al mismo tiempo ​​ 

el rostro de la iguana y la cumbre de la gaita,

o esconden gatos en el camarote de un velero encallado en un bosque de bambúes,

o tal vez colocan sus manos sobre el pomo de la puerta​​ 

y  ​​​​ cierran para siempre el búnker de recámaras blanquísimas,

o han dejado el tren en el momento justo en que los pienso:

ahora se miran,

ahora corren hasta salir de nuestro campo gravitatorio,

ahora no son más lo que comunica los bordes de la herida,

ahora son dos niños sin historia en busca de un parque atardecido,

en busca de un lugar donde por fin

contarse el uno al otro

aquello que no duele.

 

 

 

 

 

 

3.

 

Dicen que el arcángel Melek Taus lloró durante siete mil años

al cabo de los cuales logró extinguir ​​ con sus lágrimas las llamas del infierno.

Después de ese largo llanto Melek Taus hizo surgir del huevo cósmico

todo aquello que fue creado para conmoverte:

las florecillas púrpuras que resquebrajan las aceras​​ 

y que tú recoges camino del trabajo​​ 

o en los atardeceres de tu cansancio de peluche,

hojas rojas de un otoño boreal

que llegan a ti como una carta escrita en los retazos de selva

que las arrieras llevan a través de las fronteras de la madrugada,​​ 

hortensias como nubes niñas​​ 

flotando a ras de un suelo movedizo,

un pollito al que las hormigas amen tanto​​ 

como a la última puesta de sol de un archipiélago sumergido,​​ 

un perro con el nombre de un líder socialista,

un perro que aparece en sueños en forma de astronauta o barrilete,

un gato siamés con el nombre de un poeta con carnet de alunizado,

hojas de romero para colocar sobre las manos de un fantasma depresivo.

¿Y quién sabe si el arcángel que lloró siete milenios

también me incluyo en su lista de creaciones para conmoverte?

 

¿Quién si no

​​ podría haber creado​​ 

​​ una pérdida tan viva?

 

 

 

 

 

 

 

4.

 

¿Y qué haré yo después de llorar durante siete mil años

hasta extinguir tu corazón y el mío?

Lo más seguro es que tomaré café en la terraza de ese mismo restaurante griego,

correré en zig zag para evadir la sintergia de la madrugada,

desayunaré comida china y​​ helado​​ de pistacho a las diez y treinta y tres de la​​ 

 ​​ ​​​​ mañana,

escribiré sin orden en mis diez diarios,

miraré películas viejas de nosferatus,

dibujaré bolitas y palitos hasta que alguien me diga​​ 

que se trata de un bello poema berebere,

caminaré de espaldas a las cinco de la tarde

y llegaré puntual al parque de nuestro desarraigo,

me recostaré en el banco de piedra ​​ 

con los columpios de la distopía al frente

y la iglesia coreana a la que nunca pude entrar a la derecha,

y observaré el movimiento de las hojas​​ 

de los grandes árboles migrantes,

y pensaré que siete mil años no son nada

para buscarte​​ 

para detener el tren​​ 

en todos los parques abandonados.

 

 

Continuidad de los parques abandonados

 

 

 

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