Jhavier Romero (1983) es poeta teatrista y músico. Mereció distinciones como el Premio Ricardo Miró 2017, sección Poesía, por su libro La brújula del invierno; el Premio Ricardo Miró de Teatro 2019, por su obra Sucede que me canso de ser hombre. Es Co-director del proyecto cultural Dos Goliardos.Ha sido artista residente en el Centro Cultural Internacional (CCI-Panamá). Ha publicado Delirios de la sangre (Poesía, 2002), Poemas para encontrar a un ser humano (Poesía, 2005), Meditación en un laberinto y otros extravíos ( Poesía, 2006), Lluvia inflamable (Poesía, 2010), El fin del océano (Poesía,2015), Sensación de la lluvia en los zapatos (Poesía, Antología,2017), La brújula del invierno (Poesía,2018), Las cartas de la extinción (Poesía,2020), Sueños de familia (Teatro, 2013), Nosotros:1964 (Teatro, 2014), Cuando el río hable (Teatro, 2015), B612: viaje al sol (Teatro,versión,2015), Alicia en el mundo subterráneo (Teatro,versión,2016), Sucede que me canso de ser hombre (Teatro, 2020). Parte de su obra poética ha sido traducida al inglés, francés, portugués, italiano, maltés y macedonio. Ha representado a Panamá en Festivales Internacionales de Poesía y Teatro en América y Europa.
El banco de piedra o viajando en el tren de Chihiro
1.
En el banco de piedra,
bajo el árbol de mango que en las noches de llovizna
nos hacía sentir como en una cinta de Hayao Miyazaki;
en Mi vecino Totoro, por ejemplo, donde tú serías la pequeña Mei
que recoge alamandas en Albrook y en El valle
y yo sería el vecino mezcla de troll y liebre de marzo,
una especie de conejo-Donie Darko que se alimentó de la comida de nuestros
doce gatos
hasta volverse enorme pero tierno bajo la luz de una farola vagabunda;
o tal vez en El viaje de Chihiro donde tú serías la protagonista
y yo el espíritu Sin Cara que te acompaña en un tren vacío;
a veces en el tren lográbamos tomarnos de la mano,
decirnos que estábamos el uno para el otro,
sonreír hasta crear la medianoche,
caminar a través de los vagones ciegos
y decir: aquí huele a tierra mojada,
acá se escucha el caer de un líquido sulfúrico
sobre un campo de girasoles azules,
allá se ha quedado el temblor de la última bandada
y más allá, después de los campos de trigo y obsidiana,
mucho más allá del llano en llamas
de mi última caminata espacial bajo la lluvia
podrás encontrar, si quieres,
si decides caminar en el sentido opuesto de las manecillas del invierno,
si te arriesgas a abrir tu corazón como un paraguas con los huesos rotos
que descubre en la ventisca su vocación de flor y papalote,
si te lanzas como un guijarro incandescente contra el espejo de niebla
donde se miran los naufragios,
si te adentras en el túnel que cuelga entre un planeta errante
y un océano exiliado en el espacio,
podrás arribar, decía, al parque del principio
donde aún no han comenzado a amarse
nuestras sombras.
2.
Y al principio el tren no era más que un vagón descarrilado
que atravesaba en cámara lenta el fulgor de una laguna
que bien podría ser la de San Carlos,
un vagón que con cada golpe se iba replicando en lugares baldíos
donde la nostalgia sigue siendo la única forma de mirar
por encima de los árboles extraviados,
lugares donde todavía orbitan los seres que nuestras palabras alumbraron
en los bordes de la madrugada,
recostados, susurrando,
como aquella noche en la casa púrpura
cuando me contaste que de niña jugabas en soledad con tus muñecas,
a veces eras la maestra,
a veces la pastora,
a veces el reverso de tu madre,
a veces tus muñecas se cansaban del culto o de la clase,
nunca de ser hijas,
y entonces se quedaban una frente a otra
y se contaban sus problemas de muñecas:
el plástico barato,
el cabello que no crece,
los ojos mal pintados
y la ausencia de la voz,
porque en tus juegos no había voces:
tu escuela era la escuela del silencio,
tu iglesia la iglesia del silencio,
tu familia la familia del silencio,
pero en tu mente amanecía un árbol repleto de violines
y el océano te dijo el nombre de cada una de las piedras,
y en el nombre de las piedras estaban las voces de todo lo que existe
y de lo que aún está por existir,
y me tomaste de la mano leve
como quien acurruca un pichón
o aprieta una gillette entre sus dedos,
y pude entonces escuchar la voz de tus muñecas
y era la música de una estrella colapsando,
una explosión que viaja como un pájaro en la lluvia
y se transforma en gravedad ubicua,
en el tejido primordial que se vistió de ausencia,
en la forma más extrema de estar solo,
existir entre dos cuerpos que no advierten tu latido;
y fue así que descubrí el porqué de este dolor tan repentino de saberte aislada
escuchando el dialogar de las muñecas en tu mente,
descubrí que nuestro vínculo no era otro que la herida,
y entonces yo también te conté del hambre de mi infancia,
del tanque de agua y del mechón de keroseno,
y de aquella vez que me afeitaron la cabeza para librarme de los piojos,
y de cómo luego el sol del mediodía me quemaba a la salida de la escuela
y de los chistes fálicos de mis compañeros
y de mi compañera Asia
que me decía “cocobolo” y me daba besitos tibios en la nuca y en las manos.
Y tú me imaginabas pobre, pelón y desnutrido
y eso te hacía amarme como quien ama un eclipse o el paso de un cometa,
algo cuya forma de ser es extinguirse en el punto más vehemente de su salto;
y ahora me pregunto ¿dónde estará el niño cocobolo y la niña de las muñecas que conversan en su mente?:
Imagino que juegan en la casa púrpura
tan angosta y alta como la piedra volcánica de un río,
o en la torre de los alucinados donde es posible ver al mismo tiempo
el rostro de la iguana y la cumbre de la gaita,
o esconden gatos en el camarote de un velero encallado en un bosque de bambúes,
o tal vez colocan sus manos sobre el pomo de la puerta
y cierran para siempre el búnker de recámaras blanquísimas,
o han dejado el tren en el momento justo en que los pienso:
ahora se miran,
ahora corren hasta salir de nuestro campo gravitatorio,
ahora no son más lo que comunica los bordes de la herida,
ahora son dos niños sin historia en busca de un parque atardecido,
en busca de un lugar donde por fin
contarse el uno al otro
aquello que no duele.
3.
Dicen que el arcángel Melek Taus lloró durante siete mil años
al cabo de los cuales logró extinguir con sus lágrimas las llamas del infierno.
Después de ese largo llanto Melek Taus hizo surgir del huevo cósmico
todo aquello que fue creado para conmoverte:
las florecillas púrpuras que resquebrajan las aceras
y que tú recoges camino del trabajo
o en los atardeceres de tu cansancio de peluche,
hojas rojas de un otoño boreal
que llegan a ti como una carta escrita en los retazos de selva
que las arrieras llevan a través de las fronteras de la madrugada,
hortensias como nubes niñas
flotando a ras de un suelo movedizo,
un pollito al que las hormigas amen tanto
como a la última puesta de sol de un archipiélago sumergido,
un perro con el nombre de un líder socialista,
un perro que aparece en sueños en forma de astronauta o barrilete,
un gato siamés con el nombre de un poeta con carnet de alunizado,
hojas de romero para colocar sobre las manos de un fantasma depresivo.
¿Y quién sabe si el arcángel que lloró siete milenios
también me incluyo en su lista de creaciones para conmoverte?
¿Quién si no
podría haber creado
una pérdida tan viva?
4.
¿Y qué haré yo después de llorar durante siete mil años
hasta extinguir tu corazón y el mío?
Lo más seguro es que tomaré café en la terraza de ese mismo restaurante griego,
correré en zig zag para evadir la sintergia de la madrugada,
desayunaré comida china y helado de pistacho a las diez y treinta y tres de la
mañana,
escribiré sin orden en mis diez diarios,
miraré películas viejas de nosferatus,
dibujaré bolitas y palitos hasta que alguien me diga
que se trata de un bello poema berebere,
caminaré de espaldas a las cinco de la tarde
y llegaré puntual al parque de nuestro desarraigo,
me recostaré en el banco de piedra
con los columpios de la distopía al frente
y la iglesia coreana a la que nunca pude entrar a la derecha,
y observaré el movimiento de las hojas
de los grandes árboles migrantes,
y pensaré que siete mil años no son nada
para buscarte
para detener el tren
en todos los parques abandonados.
Continuidad de los parques abandonados