Poética del aburrimiento. Texto de Alejandro Cortés

"Sé siempre poeta, hasta en prosa", decía Baudelaire. Esto vuelve a aplicar en el caso del poeta y narrador colombiano Alejandro Cortés González (Bogotá, 1977). Recibió el I Premio Iberoamericano de Poesía José Santos Chocano. Aquí leemos su poética, el prefacio del libro de cuentos Todos los diablos tienen sed (Editorial Escarabajo, 2022).

 

 

Poética del aburrimiento

 

El arte de la narración empieza donde la acción se detiene​​ 

Roland Barthes

 

Escribo como puedo: como un hombre minúsculo. Haga de cuenta, como si las cosas me fluyeran aunque no siempre fuera así. Por eso confío, no tanto en el método con el que yo me afirmaría a mí mismo la escritura, sino en la sonoridad que una corriente debajo del pensamiento me pide que le ponga palabras; y estas llegan cargadas de significados nuevos, imágenes nacientes, con la emoción aún tibia; entonces siento que fluyo y continúo aunque sepa que mi punto de partida fue una pulsión rítmica bajo mis palabras —creo que esa es la razón por la que trato de no parar e identificar esa cadencia con la silueta más fiel de pensamiento primitivo que toma su origen en el cuerpo y no en la lógica transida de los métodos, de tal modo se podría decir que avanzo por no cortar el manantial que viene del sótano de mis cimientos—, y hasta me creo sabio, no porque lo sea, sino porque, como dice Duras, “Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos”, por eso no sería cualquier sabio sino, más bien, uno que habla con voz de helio, o sea, un humano que habla como humano, libre de la pretensión de mostrar lo mucho que ha estudiado y que habla porque al escribir destaca la oralidad.​​ 

 

Sabe que cada palabra escrita es la representación del aire que sale de una boca, por eso vuelve al origen y escribiendo, habla. ¡Ah!, y habla con voz sacada de un globo de helio en la fiesta de un niño que lo escucha atento y ríe y aprende porque las grandes palabras no necesitan acentos impostados, ni latinismos, ni extranjerismos, para ser grandes. Por el contrario, les viene bien el liviano color​​ del helio, con esa tonalidad aguda que tienen los niños cuando hablan, cuando gritan, cuando ríen y no les interesa escribir como hombres grandes.​​ 

 

Así las cosas, se podría decir que escribo contra esa noción de método que pretende abarcar en una definición exacta o en un proceso detallado, la forma en que la escritura se desarrolla en un humano, como si todas las veces fuera a ser igual, como si el arte se pudiera limitar a un formulismo metódico, desconociendo la naturaleza simbólica —no explicativa—, del lenguaje. Me atrae pensar que la experimentación de un misterio es también una forma de estudio. Pero bueno, ya me estoy alejando. Lo anterior sonaría ridículo con la voz de helio de la que hablaba. Venía tranquilo; estaba inflando globos en la fiesta de un niño y apareció la rabia de repente, sin que yo la hubiera llamado. Eso es lo que me gusta de escribir: que salen emociones que no invitamos al comenzar el texto.​​ 

 

Haga de cuenta, como cuando llega a la fiesta un invitado no deseado y nos pone incómodos, o sea, nos saca de la estabilidad, y esa incomodidad, además de ser un descubrimiento, nos enseña algo de nosotros que no sabíamos o que no creíamos saber, y nos pone a prueba a ver cómo reaccionamos hablando con la misma voz de helio en la misma fiesta infantil, pero —aquí se pone bueno el asunto— ante alguien que nos incomoda profundamente. Y cuando le hablo de “profundamente” no me refiero a que haya mucha ira, sino a que ese estímulo de incomodidad va a sacar algo de nuestras profundidades, del sótano de donde viene la sonoridad de las palabras; mejor dicho, vamos a abandonar la superficie para luego regresar, como si un buzo emergiera a la playa con un medallón de oro traído del fondo del mar, o como si un minero llegara al taller del escultor con una piedra negra extraída del fondo de la mina.​​ ¿Qué es eso? ¿De dónde salió? ¿Qué se supone que debo hacer con esta cosa? Ahí está la incomodidad creativa del escritor en el mundo y a pesar del mundo: seguir inflando globos de helio con una piedra negra en la mano.​​ 

 

Y si escribo como puedo, ¿de dónde nace la escritura? Fácil. Nace del cansancio. Del hartazgo. Del aburrimiento. Walter Benjamin ya lo mencionó en su célebre cuento “El pañuelo”, preocupado por la pérdida de la oralidad y el detrimento de la narración literaria: “Y, al recordar las muchas horas que el capitán… anduvo paseando por la cubierta de popa, mirando ocioso hacia la lejanía, comprendí que el que no se aburre no puede narrar”. Para mí, repito, la escritura nace del aburrimiento. Una cadencia que se repite. Haga de cuenta como una letanía interna o un tema recurrente. ¿Ha sentido enigmas en los que la mente se detiene? Sí, como que se detiene, anda un poco y vuelve a detenerse. No es un hartazgo desagradable, pero sí insoportable. Quienes lo toleran y lo ignoran, siguen con su vida. A los demás nos toca sentarnos a escribir.

 

Le voy a contar algo. De niño, mientras toda mi familia bailaba durante las tantas fiestas que tuvieron mis tíos, me gustaba subir a mi habitación en el segundo piso de la casa y sentarme a escribir. Odiaba bailar. Me producía repulsión la música tropical que tanto le gustaba a mi familia, pero me complacía verlos felices entre sus vallenatos, merengues y salsas. A los pocos minutos de estar en la sala ya no lo soportaba, me aburría, me desesperaba. Tenía que subir a escribir. ¿A escribir qué?... No lo sabía muy bien. ¿Cómo le explico?, era mi forma de huir de esa música. Al sentarme a escribir, comenzaba otra sonoridad: la mía, la de adentro. Sí, es algo así: ante la imposibilidad de cambiar la música, subía a escribir para encontrar mi propia sonoridad en las palabras. La que no celebraban en fiestas ni tenía el ritmo sonsonetudo que​​ facilita el baile. Llegaba a mi cuarto a tratar de capturar mis cadencias con palabras.​​ 

 

En ellas podría mencionar alguna imagen que me hubiera sorprendido durante la semana como un recreo sin sol, o que me hubiera llamado la atención durante la fiesta como el detalle de la luz en una copa de aguardiente. Entonces, resumiendo, ante mi imposibilidad de cambiar de música, escribía. Ante mi imposibilidad de capturar una imagen con dibujos​​ —era y sigo siendo un pésimo dibujante—: escribía. Sin quererlo, ya había descubierto en el LENGUAJE la posibilidad de traer una IMAGEN y el RITMO subterráneo de sus intensidades. Lenguaje, imagen y ritmo: los tres elementos constitutivos de la poesía. No me importaba sobre qué escribía. Nunca sabía sobre qué lo iba a hacer. Escribía por la fascinación de huir a un lugar más mío que mi casa. Después de tantos años de mudanzas familiares, estudiantiles, románticas, sexuales, conyugales, posconyugales, definitivas, temporales, laborales, bohemias, profesionales y hasta del núcleo unifamiliar que se forma consigo mismo, he llegado a la conclusión de que la casa de un hombre debe ser el lugar donde suena la música que lo habita. Escucho rock y metal en un país tropical; mi música le gusta a pocos. Escribo porque me aburre el mundo que me nutre. Escribo para sentirme en casa.

 

Para quienes nacimos en una ciudad, es familiar la imagen del sol que se asoma, no sobre sembrados y montañas, sino detrás de autos y edificios. El tungsteno de las noches, el ruido de los motores, el caos de avanzar entre máquinas. Por lo general, es más fácil tener empatía hacia mensajes relacionados con nuestro entorno. Tal vez sea por eso que algunos de nosotros sintamos un poco distante el folclor del campo. Hay memoria afectiva porque​​ nos recuerda a los adultos de nuestra niñez, pero somos substancia urbana, y el rocanrol fue quien primero nos habló de lo que somos y de lo que nos rodea.​​ 

 

El​​ rock​​ es el folclor de la ciudad. Es la música que palpitó con nosotros cuando tuvimos conciencia para abrir los ojos. Para mí, habitante de una ciudad de clima frío al interior del país, me resultan foráneos los mares y llanuras del vallenato, el calor isleño del merengue y el sabor tropical de la salsa. ¿De qué mares, calor y trópico me hablan? Nací en una ciudad fría llena de edificios y gentes grises, con mil luchas salvajes y anónimas, como las que pueblan musical, lírica e ideológicamente, el movimiento del rock y el metal. En este sentido de afinidad contextual, y no de fronteras geográficas, el rock me es menos foráneo.

 

Nacer en el país que nacimos​​ cualquiera que sea, nos da un punto desde donde comenzar a mirar; pero es sólo eso. No significa que debamos congeniar con todo lo que allí suceda. Y ya que el​​ rock​​ tiene la universalidad para ser música de cualquier urbe, podemos gustar de él sin que represente una traición a nuestras costumbres patrias. Nada, ni el lugar donde se nace, ni siquiera nosotros mismos, decide qué nos gusta y qué nos molesta. Tenemos una información adquirida por la genética y por la experiencia, que encaja con algunos mensajes y rechaza otros. Quienes llevan grabadas las imágenes del edificio que ensombrece el cielo, del aullido de las calles, de la orfandad que se olvida en la desmesura, probablemente, son más proclives a encajar con los mensajes del rock.

 

Ahora entenderá por qué he emprendido tantos proyectos literarios relacionados con la música; incluso proyectos musicales relacionados con la​​ literatura como Grave Compañía. Pierda cuidado: yo valoro su tiempo, así que sólo me referiré a​​ Todos los diablos tienen sed. Siendo concreto, hablando en los términos de la voz de helio que no permite rodeos rimbombantes, se trata de un libro de cuentos sobre el rock y el metal en Colombia. Cuentos que muestran lo que significa escuchar o tocar rock y metal en un país tropical, desde los ochenta hasta la época actual, aunque me remito en algunos textos a la llegada del rock a Colombia, por allá en el año 57. Aclaro, no son cuentos homenaje a los rockeros; son historias sobre el orden ético de habitantes de Colombia,​​ tanto cercanos como lejanos al rock, dentro de un contexto social e histórico definido: el rock en Colombia durante las últimas décadas.​​ 

 

Aunque el libro se vale de la cotidianidad, el paso del tiempo,​​ los movimientos sociales, el cineclubismo​​ —que desde los sesenta ha atizado el fuego de esta música—​​ y las culturas urbanas, no pretende ser la representación de una realidad, sino plantear una experiencia en sí misma de la forma en que el rock desempacó sus maletas en este país y tocó la vida de algunas personas. Como la mayoría de obras, es consecuencia de una realidad, a la vez que establece sobre ella una mirada crítica.

 

Aquí en confianza, no es bien visto ponerle un objetivo a las obras literarias. Sin embargo, después de dar vueltas y vueltas sobre las mismas preguntas, creo que sí persigo algo desde el inicio de la escritura de este libro. Me gustaría demostrar la universalidad del rock para permear la cotidianidad de un país tropical. Bueno, y si hablamos de objetivos tengo que remitirme a la idea. Esto ya es​​ súperenconfianza. Creo que la idea para este proyecto surgió de la posibilidad de desarrollar las historias, enfoques y diversidad ficcional remanente después de la publicación de​​ Notas de inframundo,​​ novela sobre el​​ metal en Colombia publicada en 2010 por la Universidad Central. Es por eso que en​​ Todos los diablos tienen sed​​ abarco relatos comprendidos en Colombia, rural y urbana, desde los ochenta hasta la época actual, que exploren lo que significa escuchar o tocar rock en este lugar y en este tiempo. En términos de Pamuk, ese sería “el centro de la novela”.​​ 

 

Quiero hacerlo a modo de cuentos porque cada relato me permite independencia narrativa, tonal y temática; cosa que en la novela es más complicada debido al sentido de unidad que debe lograr. Las búsquedas y recorridos que propongo están ligadas al rock, pero no necesariamente desde él. Es decir, incluye miradas de gente que escucha, toca, escuchó o tocó este tipo de música, así como de personas relacionadas a espacios afines como cineclubes, bares, discotiendas o movimientos sociales, o de personas ajenas a esta manifestación musical.​​ 

 

El rock en Colombia ha sido un espacio liderado por hombres. Desde comienzos de este siglo aproximadamente, la mujer ha tomado protagonismo como músico y como escucha. Quiero darle fuerza a personajes femeninos para resaltar su punto de vista dentro o fuera de este movimiento, y tener en cuenta los fenómenos sociales del país como contexto político; lo anterior sin caer en el discurso feminista ni panfletario. Son solo ficciones de la gente en Colombia, seguidores o no, pasando por el rock, y de cómo eso refleja lo que somos y la necesidad de empatía de una música foránea, que al aprehenderla empieza a ser nuestra. Así pues, los personajes presentes en​​ Todos los diablos tienen sed​​ son tanto músicos o seguidores del rock y el metal, como personas distantes a esta música pero que en algún momento se ven tocados por ella, tal vez sin darse​​ cuenta. Esto con el fin de mostrar diferentes perspectivas de la música, no sólo desde quienes la siguen sino también desde quienes la ignoran o la odian.

 

Recordando lecturas y dándome varias vueltas por librerías virtuales y físicas, puedo decir que desde 2010 se ha afianzado entre lectores y rockeros una literatura que hermana estas dos corrientes; no sé si eso se pueda considerar una tradición literaria. En todo caso, me gustaría que​​ Todos los diablos tienen sed​​ contribuyera a afianzar más esa presencia. Encontré que hasta​​ la fecha, se han publicado en Colombia los siguientes libros cuyo contexto o protagonista es el rock:​​ Conciertos del desconcierto, Magil, 1981 (Novela);​​ Las ceremonias del deseo, Sandro Romero Rey, 2004 (Cuento);​​ Bogotá: epicentro del Rock Colombiano entre 1957 y 1975, Umberto Pérez, 2007, (Ensayo investigativo);​​ Notas de inframundo, Alejandro Cortés González, 2010 (Novela);​​ C.M. No récord, Juan Álvarez, 2011 (Novela);​​ Días de rock de garaje, Jairo Buitrago, 2012 (Novela);​​ Música para oídos zurdos, Diego Sánchez González, 2015 (Crónica),​​ Cuentos para hundir un submarino, Henry Alexander Gómez, 2021, (Cuento); y los libros de poesía​​ Manicomio rock, Jorge Ladino Gaitán, 2009;​​ Diabolus in música, Henry Alexander Gómez, 2014;​​ El álbum púrpura, Alejandro Cortés González, 2021. En cuanto a​​ ¡Qué viva la música!,​​ Andrés Caicedo, 1977 (Novela) y​​ Opio en las nubes, Rafael Chaparro, 1992 (Novela), no las incluyo en este listado debido a que, a pesar de mencionar bandas y canciones, su temática no gira en torno al rock.​​ 

 

Estos libros los he consultado en profundidad, pero quise hacer énfasis en dos de ellos. El primero es​​ Bogotá: epicentro del Rock Colombiano entre 1957 y 1975, Umberto Pérez, 2007, (Ensayo investigativo), por la concreción histórica que ofrece sobre el rock desde su llegada a Colombia a finales de los​​ años cincuenta. Y el segundo,​​ Música para oídos zurdos, Diego Sánchez González, 2015 (Crónica), ya que sus testimonios de resistencia social desde el rock, el metal y el rap, son una fuente importante para la relación entre rock, metal, política y sociedad que trabajo en algunos de los cuentos.

 

Por otro lado, el rock desde hace decenios ha invocado la literatura. Recuerdo algunos casos como Iron Maiden con “The Rime Of An Ancient Mariner” de Samuel Taylor Coleridge, Celtic Frost con “Tristesses De La Lune” de Baudelaire, Metallica con “The Call Of Cthulhu” de H.P. Lovecraft, Ulver con​​ The Marriage Of Heaven And Hell​​ de William Blake, Diamanda Galás con “Les Litanies De Satan” de Baudelaire, Cradle Of Filth con un tributo a Lord Byron, Eternal Lament (Colombia) con un homenaje a Hermann Hesse, por citar algunos. Además de Leonard Cohen, Luis Alberto Spinetta, Jim Morrison y Fernando Ribeiro (Moonspell) que, paralelo a su trabajo como vocalistas, publicaron libros de poesía.

 

A estos puentes debo mi gratitud. Fue el metal quien me condujo a la puerta del sótano donde la literatura aguardaba. Los libros siempre esperan, saben hacerlo; conocen el momento en que deben llegar a nosotros. Los hombres sólo aprenden a esperar cuando su interioridad se despoja de la ansiedad de la carne, y encuentra en el libro la intranquilidad secreta de los cuerpos en reposo. La tarde en que Moonspell me guio por el brumoso santuario del​​ Irreligious, abrió la bóveda con “Opium” y​​ me dijo “Ya estás listo para ver una de las caras de Pessoa”. Lo recuerdo… y también a las bandas que lanzaron relámpagos dentro de casas en ruinas. En cada destello, apariciones de simbolistas, románticos, prerrománticos; el absoluto y aterrador Lovecraft. Desde entonces presencio en la poesía, el corredor subterráneo donde tiembla el eco del rock.​​ 

​​ 

Pero bueno, volviendo a​​ Todos los diablos tienen sed​​ le cuento que tomé la decisión consciente de usar un lenguaje cercano a la oralidad actual del colombiano promedio, desprovisto de ornamentos rimbombantes o anacrónicos, pero cuidado en términos de eufonía y abierto a la eventual aparición de una imagen poética, así que no lo llamaría lenguaje oral totalmente. Por lo general​​ —no lo hice con todos los cuentos pero sí con muchos de los que aquí se incluyen—, escribo la primera página con tres narradores distintos, lo cual me obliga a usar tres tipos diferentes de lenguaje. Luego escojo el narrador y lenguaje que más funcionen para la historia y desarrollo el resto del texto bajo esa elección.​​ 

 

Para los cuentos de​​ Todos los diablos tienen sed​​ escogí el lenguaje cercano a la oralidad porque, debido​​ a la temática y a la naturaleza del rock, le queda mejor una prosa clara, cotidiana, fácil de seguir; si se quiere, un poco directa, emulando la libertad al hablar que​​ tienen los niños y los hombres que inflan globos de helio.​​ Me funciona bien el uso de narrador omnisciente y participante en cualquier conjugación, alternado con dosis de monólogo interior. Incluso algunos textos van completamente en monólogo interior. Esta alternancia de voces narrativas​​ le da polifonía a todo el libro ya que está unido por el tema, no por el narrador, y​​ me permite mayor fluidez, pluralidad de mirada y empatía con un lector que, escuche o no escuche rock, le interese la Colombia de las últimas décadas.

 

Ahora, no todos los textos manejan ese tipo de lenguaje, porque no todos los personajes hablan de la misma forma. Si el libro está unificado por la temática musical, quise tomarme la libertad para darle una independencia​​ narrativa, tonal y contextual, a cada uno de los cuentos. Bajo el techo de​​ Todos los diablos tienen sed​​ conviven cuentos largos, cortos y minirrelatos; cuentos dialogados, monologados, en prosa poética y en verso narrado, con frecuentes espejos en la música; cuentos cotidianos, urbanos, históricos y de horror, con matices de humor, erotismo y nostalgia.​​ 

 

Así como cualquier situación o emoción se puede cantar con el rock, este libro, a través de la unidad musical, no tuvo inconveniente en abrirle las puertas a la multiplicidad de géneros, tendencias y estilos. El rock es una música que enseña a enriquecerse y a acoplarse con la cultura del mundo. Si tiene dudas, mire cuántas fusiones se prestan para el rock en cada país. Todas con la fuerza y la furia de una chamarra de cuero que se cierra. Indague cuán rico es el imaginario cultural, visual y sonoro de la palabra “rock”. No sé si usted esté de acuerdo, pero el hecho de que un monosílabo contenga tanta grandeza, me parece fascinante y me saca del aburrimiento.

 

Bueno, ahora permítame hablarle de la otra palabra​​ —no es monosílaba pero sí muy concreta—​​ que comprende este trabajo: la palabra “cuento”. Aunque sus antecedentes son antiquísimos, como género literario se instauró en el siglo XIX en Europa, siglo XX en el sur de Suramérica y sólo hasta mediados de siglo XX en Colombia. Era considerado un género menor respecto a la novela, al menos hasta la década del sesenta cuando a los antologistas se les ocurrió publicar antologías de cuentos e instaurarlo como género. Me agrada la independencia en que lo puso la marginalidad, porque al no tener un lugar preferencial en la literatura, al no tener el foco de la opinión pública encima, el cuento trabajó apuestas literarias y políticas que establecían denuncias sociales.​​ 

 

La novela se encargaba del discurso hegemónico; el cuento, del discurso disidente; por tal razón se le quería invisibilizar tachándolo de género menor. El cuento y las antologías son una forma de manifestar fenómenos explícitos que las novelas dejan por fuera, porque las novelas hacen un enfoque general, mientras que los cuentos, como se basan en la anécdota, tienen un enfoque más delimitado. Como no hay dilatación, hay más concreción.​​ Todos los diablos tienen sed​​ aprovecha esta característica del cuento para llevar voces de denuncia social a través del rock, porque si el centro de esta obra es lo que significa escuchar o tocar rock en un país tropical como Colombia, es imposible desconocer los aspectos políticos, ideológicos y sociales que han afectado al país durante las últimas décadas. El rock funciona como un caleidoscopio que apuntando hacia la música nos muestra el conflicto armado, las posiciones de algunos líderes, los ataques paramilitares, el narcotráfico y la discriminación, porque hacer memoria mitiga el impacto de la tragedia.

 

Aunque mi objetivo no fue centrarme en una problemática social, sí debo decir que estas problemáticas fueron emergiendo al momento de desarrollar las ideas que tenía respecto a la música. Mi método​​ —si es que se le puede llamar así a lo que le voy a contar— era muy simple. Primero, anotaba en una libreta​​ semillas (ideas, imágenes, situaciones o personajes) que tuvieran potencial literario. Luego sacaba alguna de las semillas de mi libreta y la ponía a germinar dentro de un relato. La mayoría requirieron investigación bibliográfica o virtual y/o trabajo de campo en bares, conciertos, cineclubes, salas de ensayo, etc., por lo que puedo decir que escribí más con el cuerpo que con la cabeza. Estas investigaciones o trabajos de campo los llevé a cabo durante o después de la primera escritura de cada cuento. Y, valga la pena aclararlo, cada uno de estos​​ cuentos tiene más de 4 reescrituras y múltiples revisiones que, seguramente, aún no han terminado.

 

Algunas veces, cuando la semilla era una situación, buscaba un personaje que representara dicha situación, lo ponía en un contexto coherente pero en una acción poco habitual para él; es decir, el personaje iniciaba con un desafío para sí mismo pero el lector no lo sabía, de tal forma que cuando el cuento llegara a su verdadero centro, la situación entraba con sorpresa. Cabe aclarar que al iniciar un texto es muy poco lo que sé sobre cada personaje. Debo ponerlo en acción para descubrir sus características, perfiles e historia. En razón a este descubrimiento que hago de los personajes en contexto, no me ayuda mucho crear escaletas, perfiles ni líneas de tiempo antes de sentarme a escribir.​​ 

 

Y ya entrados en confianza​​ —le he contado la intimidad de mis procesos—​​ le cuento que a medida que escribía decidí estructurar​​ Todos los diablos tienen sed, como un hijo y espejo del contexto social contemporáneo; de él se nutre y a él aporta. El libro está enriquecido por dos factores determinantes: Primero, la cotidianidad de personajes y situaciones enmarcadas en el rock, pero que representan al colombiano común. Segundo, el tono informal, sarcástico y hasta divertido​​ con algunas dosis de humor negro, gracias a la contraposición de dos conceptos, aparentemente contrarios, como lo son el rock y el trópico.​​ 

 

Esto lo hice para demostrar que el rock (hard rock, glam y metal, específicamente), puede ser la música que más represente a muchos ciudadanos de un país como Colombia, y así promover una visión más universal del hombre y de la música. Me explico: el hecho de nacer en un lugar determinado no nos obliga a amar ciertas manifestaciones artísticas y a rechazar las que nos son​​ foráneas. El lugar donde se nace es sólo el punto donde abrimos los ojos; conceptos como mundo, vida y nacionalidad, se construyen desde el nacimiento, no antes, por lo cual considero válido acercarse a toda clase de manifestaciones fuera del estereotipo popular.

 

¿Acaso el artista negro sólo puede hablar de raíces africanas? ¿Acaso el artista LGBTI sólo puede hablar de homosexualidad? ¿Acaso el artista guajiro sólo puede hablar de vallenato? Creo que el rock, como tantas otras manifestaciones culturales, ya ha alcanzado un carácter universal porque representa mejor que cualquier música vernácula​​ al menos para muchos de nosotros, lo que sentimos quienes nacimos en cualquier ciudad a finales del siglo XX, sin que ello incurra en detrimento de nuestra nacionalidad.

 

Considero que el arte, en general, es una ejecución de la libertad. Sí, la libertad es un concepto bastante amplio que tiene los límites indefinidos de todas las utopías, pero no por esto deja de ser inidentificable para quien la tiene o la desea. El arte no es expresar algo que siento, sino lo que ese algo me da a sentir: es decir, el arte como un lugar donde el yo poético, más que la base, es el catalizador; entonces podemos asumir el arte como un espacio donde el artista se siente libre para catalizar, transformar, ensuciar de sí, aquel estímulo que en él ha generado un temblor.​​ 

 

Sin esta libertad de transformación es imposible configurar un proceso artístico. Si el objetivo está definido, hablamos de publicidad. Si el proceso está definido, hablamos de producción. Si los receptores son más importantes que el artista, hablamos de producto. Como escritor considero que las obras más notables son creadas simultáneamente al proceso que las crea, por tal razón cada​​ proceso es irrepetible y toda creación empieza en la incertidumbre. La creatividad es un descubrimiento, no un camino a seguir. Esa exploración hacia sí mismo hace que la obra no sea una representación de significados, sino que tenga sentido en sí. Es decir, que sea. Esas son las obras que vibran cuando el autor las crea y cuando el lector las recrea: aquellas que son un temblor irrepetible.

 

Dos globos de helio nunca serán iguales. Aburre pensar que así fuera.​​ Todos los diablos tienen sed​​ es entonces uno de los frutos negros del aburrimiento; no del de un proceso de escritura, sino de ese con el que el mundo nos va cargando y cargando, hasta que la única alternativa es doblar las rodillas, buscar una silla y ponerse a escribir, como acto de resistencia para impedir que la alienación social y sus problemas derivados, terminen por sepultarnos.

 

 

Alejandro Cortés González

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Librería

También puedes leer