Si el río abriese los ojos: Antología de la continuidad. Es una selección que reúne voces de poetas venezolanos nacidos a partir de 1990. La muestra nos invita a reflexionar acerca de las diversas identidades que se presentan en la poesía actual venezolana. La escogencia del título rinde homenaje a dos voces que dejaron una huella fundamental en el panorama más reciente de la vida literaria del país: César Panza, con su verso Si el río abriese los ojos qué viera, y Caneo Arguinzones cuando dice que Haber retrocedido al abismo ha convertido la continuidad / en una festiva alabanza. César nos devuelve la pregunta de la identidad sin pretender abrirnos los ojos, sino buscando que habitemos con él la pregunta; defiende lo auténtico mientras nos habla de la impermanencia. Caneo plantea una vivencia corporal que enfrenta a la muerte, pero que, en un detenerse, busca la continuidad de la vida como una “festiva alabanza”. Estos autores y referentes, por siempre jóvenes, son voces desenfadadas, discontinuas, navegantes de lo incierto en el río identitario, vitales, como las que presentamos a continuación.
***
Daniel Oliveros (Valencia, 1991) es poeta, traductor, editor y licenciado en Educación Mención Inglés por la Universidad de Carabobo, Venezuela. Director Editorial del sello Kavrial. Es Corresponsal en España de la revista POESIA y la revista Ficcionafilia. En el año 2014 fue merecedor de la mención honorífica en poesía del V Premio Nacional Universitario de Literatura «Alfredo Armas Alfonzo», Venezuela. En 2021 publicó Warlike (LP5 editora), su obra más reciente en poesía.
Ariadna
Amasa las laderas del tiempo, el sentir primero del amor, el que ameritó la palabra, requiriendo la invención de un sonido para aquello. Encoge los dedos al extender la masa sobre la piedra, la siente ceder bajo sus falanges, descubre su sabor crudo al contacto con la lengua que la ensaya. Amasa lo que el esclavo refina en el molino durante años estirándose en el vaho del aliento. El círculo de la vuelta redonda esférica curva lenticular. El círculo que repara en sí mismo. El que da vueltas y gira y circunnavega. Amasa callosa la substancia de ese polvillo suave, el que cayó de la piedra que gira y muele con un envolvente susurro rugoso. Juntando las manos amasa de vuelta lo que el agua imanta con erotismo, apoya los huesos del carpio para extenderla por los contornos sin confines de la tierra. Amasa con el aliento que le falta, que en el aire se evapora en los techos que cubrirán a quienes aún no llegan. Amasa los corazones vivos, amasa las anémonas, amasa las montañas invisibles desde la distancia. Amasa para saciar el fuego, amasa pero no será eterna, amasa y el esfuerzo se diluye. El calor que define la masa, el deseo que nunca llega; un paso más allá, en una meditación de no acabar. Las manos, un detalle esquivo, las desconocemos como desconocemos el nacimiento, las falsas memorias insertas en el cuerpo ya, lo anterior que antecedía lo último, aquello que el velo nubla y es recubierto por los vapores entre la luz. Amasa hasta encoger los codos, amasa hasta que los dedos se pelen, amasa guarecida en la intemperie del universo, previo a los soles, a las masas esféricas que se hunden en la nada. Amasa hasta que la textura se afirma; amasa hasta que los dedos se libran de las raicillas sin esfuerzo; amasa hasta que el calor en su espalda sube hasta su cuello; amasa y cubre; amasa y espera. Entre el magma en su vientre cabrá la masa, elevada, casi lista para la boca.
Siempre soy yo la que decide;
la que se dice qué hacer,
la que descansa en el barrial que le recordó
a aquella vez que velada yació en la liquidez
de la relación entre la tierra y el agua;
la que escoge deglutir el veneno del trigo
porque en el gusto de la madre por el fruto,
encuentro un repudio que me mana del vientre;
atenta yo la que se ensaña en ver lo más bello en la mugre,
la que se avienta a envolver los brazos del tronco que las gaviotas defecan cuando migran,
afino la mirada en el abismo, donde trabajo su filo
en la espesura de cómo amo cada acto de odio hacia mí,
una contienda digna, como la de saltar por encima de un toro en su embestir.
En eso encuentro mi nido, arropada por las noches que pasó mi madre en vela,
los recuerdos que creo tener de los amantes que no existen,
el latir en el pecho, el ensanchar de los pliegues de mi carne.
Bajo el disco dorado que se funde en el cielo, con el aroma que las brisas del mar traen del olivo,
un acto instantáneo, extraordinariamente finito, una ánfora que se cae,
un beso robado y correspondido, un salto hacia algo que parece nuestra libertad y nos aterra.
Ahí, en ese encuentro. Ahí vivo.
Le pido a Ariadna que se traduzca y dice:
/no sé qué dice/
Palabras en cuyo despertar no había
aún sonido para enunciar su ser;
destello demasiado tenue para días nublosos,
débiles como pichones abandonados.
Ariadna sacude el pasto seco de sus ropas
y vuelve su cara hacia el este.
Le pido a Ariadna que espere y dice:
La espera no es lo que busco.
He seguido los astros en su andar,
percibir el tiempo para mí es claro;
es un saber que en mi cabeza se estanca
y fluye; una idea que si no advierto
se diluye con el nacer y morir de una estrella.
Le pido a Ariadna que explique y dice:
No es en el comprender donde opera,
ni en el ensuciar el corazón con un aliado que no necesita,
cuídate de seguir a la mente en sus pasadizos,
escucha cuando al detenerte
suenen sus ecos extendiéndose,
no es ahí donde encuentras lo que pides.
Ariadna está en un lugar donde yo no,
la veo en el color de un atardecer de solsticio,
la escucho en la ráfaga que levanta el olor del yerbas por los montes.
Aun así, no está.
Aunque quiera no está.
Aunque encuentre la lengua para decirlo.
Aunque dé el sol y no proyecte sombra.
Aunque suplique como ella no lo haría.
Aunque el mundo se ahogue en el río que lo encierra.
Aunque, aunque, aunque, aunque qué no haría para que esté,
y no.
Ariadna tiene viva una urgencia
y se diluye en el susurrar de los granos de maíz,
traza las órbitas con el índice, con calma,
Ariadna se rehúsa a morir y es condenada
a tensarse y hundirse como cuero al sol.
Anclada al paso ordenado de la sintaxis,
nadando en el estanque de los sentidos.
Se afirma a sí misma como un parásito
en la mente del caracol que es comido por el gorrión,
se aventaja del rumor en los oídos en un paisaje desierto,
ella misma es una jaula y el aire solo que encierra.
Una tristeza que busca,
¿qué, qué busca?
Busca un llanto en el mundo,
la desolación en un destierro;
una tristeza que busca,
busca, busca,
su respuesta en el cultivo en la astucia,
en el orden de las zanjas en las huertas,
en las tribulaciones entre las olas al naufragar;
busca la tristeza ¿qué busca?
Los susurros de las palabras de quienes nos dejaron,
busca la tristeza más allá de la Muerte
como la alternancia de los Astros en el discurrir de sus órbitas,
en el entierro de quien uno era antes,
busca en los paisajes que no son suyos,
unos que al despertar no se encuentran en sueños
y decide extrañarse de las montañas del sonido de las orillas más recónditas,
privarse del despertar lo uno en ella, avanzar a ciegas de la promesa.
La tristeza busca en la pezuña del animal, en el vacío que al no sentirse, inquieta.
Busca y busca hasta quedar saciada; como hambre que la aliena de sí misma,
busca en la verdad un amanecer que nunca llega.
Busca y busca, y más que busca,
acecha la vida a la espera del encuentro;
rezando por la luz que la ciegue antes de evaporarse.
Busca como todos su muerte en su avanzar,
en la asfixia al pasar la mano por las paredes,
busca morir y muere, nace, busca morir y muere,
y en este eterno empuje me acompaña cierta a mi costado,
siempre aguda y fina, una aguja que al traspasar, no deja hilo de luz tras ella.
¿Quién soy si no los fragmentos que recojo de mí en el ahora? Soy lo que a otros se les manifiesta de mí, sin ser yo quien aparezca ante el ojo de sus mentes. Soy sin querer ser. Fui sin pedirlo y hállome aquí siendo cada vez; sea en sueños o en la fina ilusión del despertar. Entonces he sido, para muchos, lo que he sido para ellos. Un ancla en el medio de una isla. Prole bastarda nacida de lo prohibido. La brisa que se cuela en los pelos del toro al esquivar su embestida. Piel broncínea con aroma a olivo escurriéndose de las manos que la buscan. El viento que hincha el vientre de las velas que miran al oeste. Las lágrimas regando las huellas que dirigiéndose a la orilla desvanecen. La amargura inventada que proyectamos en el abandono. El paladar que aún me saborea, la sangre que a mí se atribuye, los cantos que buscan encerrarme en su sintaxis. Siempre parcial, nunca en un todo; un guijarro de una vasija rota; la pata de un halcón tibia en la trampa. Nunca el bloque de mármol tras remover los excesos, una obra completa en los confines de su existir. Habito casas cuyas paredes titilan como un manto de luciérnagas, radicándome a un existir blando, no definido, imperecedero. Mi tragedia entonces no es haber existido en un instante, sino permanecer cada vez; cada vez en la palabra que me invoca, en los salones de las mentes que se rehúsan a olvidarme.