Poesía peruana: Alfredo Herrera Flores

Leemos poesía peruana. Leemos algunos textos del poeta, ensayista y narrador Alfredo Herrera Flores (1965). Estos poemas pertenecen a su nuevo libro, No es este tu reino (editorial Navaja, Iquique, Chile, 2025).

 

 

Alfredo Herrera Flores​​ (Lampa, Puno, 1965). Estudió literatura y periodismo en Arequipa y tiene estudios de maestría en literatura latinoamericana, mención estudios culturales, y en comunicación para el desarrollo. Ha obtenido el Premio Copé de Oro de la VII Bienal de Poesía, en 1995, ganador del Premio de Novela Corta “Julio Ramón Ribeyro”, Lima, 2023; finalista del Premio Internacional de Poesía “Pilar Fernández Labrador” en 2017; antes obtuvo mención honrosa en el Premio Poeta Joven del Perú. Ha publicado varios libros de poesía, entre ellos:​​ Elogio de la nostalgia​​ (Lluvia editores, 1995),​​ Montaña de jade​​ (Ediciones Copé, 1996,​​ Hijos de la lluvia, 2021),​​ Mares​​ (Lago sagrado editores, 2002),​​ Falsedad bellísima​​ (Cascahuesos / editorial Cartonera, 2016),​​ Causas naturales​​ (La Travesía editores, 2019),​​ Acerca de la palabra imán​​ (Hijos de la lluvia, 2020), el ensayo​​ Formas del fuego, Cusco visto por seis narradoras y narradores cusqueños​​ (Hijos de la Lluvia, 2022; Ergo, 2023); la novela​​ Las alas de la libélula​​ (Ediciones BCRP, 2024). Ha ocupado diversos cargos en la administración pública y ejerce la docencia universitaria. La editorial chilena Navaja acaba de publicar su poemario No es este tu reino. Mantiene la columna El barco ebrio, que se publica en revistas y periódicos de varios países, y el blog La silla prestada. Ajeno a los circuitos comerciales de la literatura es, sin embargo, uno de los escritores más importantes del Perú.

 

 

 

 

 

 

***

 

 

 

 

 

 

 

 

 

I

 

He sentido, en mitad de mi sueño, tu presencia,​​ 

¿o ha sido tu ausencia?

He despertado, sin embargo, de tal alucinación,

libre de angustias, sudores o agitación alguna.

No eras tú la mujer que se acercó en la bruma de la noche,

sigilosa, a besarme, rodeándome con sus brazos

y su tragedia,

a besarme con sus armas nebulosas,

sus barricadas,

pero estabas ahí, en el calor

y el aroma de ese abrazo brumoso,

en esos labios furtivos​​ 

y aquellas palabras ancestrales convertidas en cantos.

Son los tiempos, Antígona,

los siglos en que hemos abolido la distancia,

pero no la memoria.

 

 

 

 

 

 

V

 

¿Es este mi cuerpo insepulto?

¿Es mi alma? ¿Soy la sombra de una libélula?

¿Veré la tarde ser noche luego día?

¿Volveré para despedirme de Hemón?

¿Este es mi rostro, mi rastro, mi resto?

¿Tocaré las puertas de palacio, del laberinto?

¿Buscaré alianzas con el poder?

¿Abrazaré a los estudiantes detenidos por la policía?

¿A cuántos vivos enterraré luego?

¿Sentiré la luz derretirse en mi espalda?

¿Seré la piedra que va a dar al mar, el río, la nube?

¿Con quién celebraré las derrotas?

¿Pensaré dos veces antes de volver a la vida?

¿Desconectaré aparatos, instrumentos, herramientas, máquinas?

¿Cruzaré las fronteras alambradas, alumbradas?

¿Entraré, por fin, a la ciudad?

 

 

 

 

 

 

XVI

 

Había pasado tarde, noche y día,​​ 

otra vez, aún íbamos de la mano,​​ 

pero ya no sabíamos dónde estábamos.

La confesión de aquellos jóvenes detuvo tu corazón

por un instante, suficiente para entender una historia.

No hacías preguntas, nunca las hiciste, aun

cuando no preguntaron por ti al final de la batalla.

Pero aquellos muchachos, tristes y cansados,

te hablaban con los ojos, te señalaban la fosa común

en medio de las lomas, donde todavía esperaban,

tomados de la mano, la visita de sus padres.

Ah, Antígona, mira dónde viene a descubrir la fraternidad.

 

 

 

 

 

 

XX

 

Con la frente en alto, Bartolina Sisa te saluda

desde el otro lado de la niebla.​​ 

Tú la reconoces porque has visto la caída de Tebas,​​ 

/de Santiago, Managua, Cusco, San Juan/,

has visto el fin de los imperios,

has llorado con las mujeres y amamantado a hijos ajenos.

Nadie te habla en este desierto que es una patria nueva.

Pero te ven, mujeres venidas de África,​​ 

de la India, de las lejanas costas orientales,​​ 

de las húmedas tierras del norte, de las frías cordilleras andinas.

Tú saludas con aquella mirada fulminante

que enamoró a Hemón y envidiaba Yocasta

y enojaba a Creonte y enternecía a Polinecis.

Mis ojos serán mi tumba /dijiste/

ahora lo repites, perdida en este lejano desierto,

cerca del mar esquivo y profundo,

en las puertas no usadas de La Sagrada Familia.

 

 

 

 

 

 

 

XXIX

 

Los caminos estaban trazados desde antes.

/¿Antes de qué, de quién?/

Descubrí que los caminos estaban trazados

con palabras y más palabras.​​ 

Seguir las palabras era buscar un destino.

Las palabras podían mantener en pie un árbol.

Un árbol podía caminar sobre el mar.

El mar está lleno de palabras como de misterio la cordillera.

Cuando alguien se hunde en el mar el mar lo devora.

El mar no devuelve cuerpos, devuelve recuerdos.

La cordillera sepulta pueblos y palabras.

El hombre​​ —solo—​​ sobrevive en el exilio contando palabras para volver;

mientras tanto, aprende a oír, a escuchar,

así, hasta el olvido.

La música aparece en el camino,

entre la ciudad del lago y la ciudad de los volcanes,

mal llamada blanca, pero se la lleva el viento;

la devuelve, años después, en voz de mujer.

 

 

 

 

 

 

XLII

 

Te preguntas, al final de la jornada,

cuando has medido la cuerda, la altura, el vacío.

Cuando estabas segura de no culpar a nadie.

Cuando estabas segura de no recordar a nadie.

¿Hay algún ruido?

¿Algún lamento /llanto/ suspiro que atender?

Son simples maneras de ver lo mismo.

Hurgar en el pensamiento

como quien husmea en la cloaca.

Imposible no disimular serenidad,

Antígona,

ahora que cuelgas.​​ 

 

 

 

 

 

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