Félix Suárez (Estado de México), poeta, ensayista y editor. Maestro en Humanidades por la Universidad Anáhuac. Fue becario del Instituto Nacional de Bellas Artes (1982) y del Centro Toluqueño de Escritores. Obtuvo la Presea Sor Juana Inés de la Cruz (1984), el Premio Nacional de Poesía Joven “Elías Nandino” (1987), el Premio Internacional de Poesía “Jaime Sabines” (1997) y la mención honorífica del Premio Nacional de Ensayo “José Revueltas” (2005). Tiene los siguientes títulos de poesía publicados: La mordedura del caimán, Peleas, Río subterráneo, En señal del cuerpo, Legiones y prensa También la noche es claridad. (Antología poética 1984-2009). Su obra se encuentra incluida en una docena de antologías colectivas, entre ellas, Poesía a nueve voces, Literatura del Estado de México de los siglos XVI al XX, Estado de México, donde nadie permanece, Poetas de Tierra Adentro, En el rigor del vaso que la aclara, el agua toma forma, Eco de voces (generación poética de los sesenta), Vigencia del epigrama y Del silencio a la luz, mapa poético de México. Ha colaborado en distintas revista y suplementos literarios como Revista de la Universidad Nacional Autónoma de México, Sábado, Siempre, Periódico de poesía, La jornada semanal, Arena, El cocodrilo poeta, Castálida, La colmena, Casa del tiempo, Alforja, entre otros. A lo largo de veinte años, ha preparado para su edición alrededor de un millar de títulos para diferentes instituciones públicas y privadas. Fue fundador y director por diez años de la revista Castálida. Se desempeñó por más de una década como Subdirector de Publicaciones del Instituto Mexiquense de Cultura. Actualmente coordina el Programa Editorial de la Universidad Autónoma del Estado de México y estudia el doctorado en Letras Modernas en la Universidad Iberoamericana.
Su poesía después del salto.
La mañana es azul
y zumban los insectos sobre el charco.
Intenté apartar las hojas para verme
y en el fondo descubrí la trampa:
los ojos indelebles
a los que inútilmente,
mucho antes de que hoy cante el alba,
habrás de repudiar.
No hay olvido.
Recordarás su nombre,
las manos como peces contra el hielo,
su andar de brusco remolino entre las hojas,
la tarde sin atisbos, a ciegas,
en un llameante cuarto de alquiler;
y el cielo,
las mañanas de azogue bajo el frío,
después de haber perdido una batalla.
*
Nos entume la borrasca,
nos quema el aire frío que baja con la noche.
Sin saber cómo se nos ha hecho ya muy tarde.
¿Hace cuánto que estamos aquí, ateridos,
mirando el vaivén cobrizo de los pastos,
las bandadas de tordos que se van,
el resplandor altísimo del rayo?
¿Hace cuánto que estamos así?
¿Hace cuánto?
*
Nos sostienen aquí ardor y soledumbre:
tenues leopardos que comieron gozosos
de nuestra mano.
Y hoy en cambio
-sinuosas fieras-
nos cazan como a dos liebres,
o nos gruñen hambrientos
bajo la piel.
*
Mientras el otro duerme
entre algodones y quetzales,
a su lado
las armas del vencido
-rodelas y obsidianas-
chorrean
hiel.
*
Un cielo de ovejas
degolladas
nos alumbra.
*
Cruje la hojarasca.
Y el polvo,
conmovido,
se estremece
humildemente
mientras
pasa.
(«Melancolía»)
*
Con una oscura conciencia
de animal escarnecido
lo voy sabiendo:
no duramos.
La mañana es un patio con sol
y pájaros de estruendo.
Luego uno está ahí por un instante.
Solo. Deslumbrado.
Ciego con tanta luz.
Y enseguida oscurece.
(«In memoriam»)
*
1
Acataré la estricta disciplina
y los hechos sin vuelta de mi vida.
Seré obediente a las señales únicas del cielo
y rodaré todos los días, celosamente,
la piedra oscura de mis actos.
Y me tendrán por manso.
Pero yo devastaré la piel
y sorberé los huesos y los ojos
de todos los que lleguen hasta aquí
buscando asilo,
de todos esos tristes penitentes
que vienen a buscar fortuna entre tus muslos.
Devastaré sus carnes y redaños.
Después me tenderé contigo, suavemente,
como una mansa bestia, inerme
y sin aliento.
*
Ésta era la casa: allá crecía el ganado y las vacadas tiernas de leche; más al fondo había un granero, repleto y tibio, abierto siempre para abastecer la mesa y los espléndidos banquetes. Y justo aquí, en el umbral, el altar doméstico de nuestros lares, los celosos guardianes, los ingratos y terribles protectores.
Un día de pronto se marcharon, y las ubres del ganado se partieron, se cubrió de sal y de ceniza el campo. No oí a mi padre nunca más cantar, ni a mi madre la volví a mirar cepillándose la oscura trenza.
Una nube de cuervos ensombreció de pronto los tejados. La más dura piedra se volvió caliza y azogue tormentoso el insumiso estanque.
Ésta era la casa. Hoy es un largo y silencioso gemido que me ahoga.
(«Lares»)
*
Mentira, dulce Clodia. Mentira que no disfrutes tú mis versos cojos, mi pobre fama, los dos y hasta tres besos que te he robado.
Mentira, digo, tus castas manos, tus castos ojos. Lo sé bien: ardes por dentro, te quemas con un calor de yegua que relincha en tus entrañas. Y aunque niegues tu amor, tu cuerpo grita lo contrario. Lo sabemos tú, yo y el oráculo aquel de Apolo que ha dicho, sabiamente, que te encanta.
*
Demórate,
hermosa Lidia.
Demórate
en ese gesto suave y tuyo
con que desnudas tus caderas.
*
Ese día, amada,
sobre el umbroso Valle de Josafat,
no despertaremos tampoco juntos.
Ni volveré a mirar
como hoy, en otros días,
el primer rayo de luz sobre tu cara.
Nada
-está escrito-
nos volverá a la dicha.
(«El día de la resurrección»)
*