Renato Prada Oropeza: El escritor y su poética.

Leemos un ensayo del narrador, teórico y poeta boliviano Renato Prada Oropeza (1937-2011). Se trata de un texto donde expone no sólo su poética, su teoría como narrador, sino donde reflexiona en torno a la escritura de “intencionalidad estética”. Prada recibió el Premio Casa de las Américas en 1969 por la novela “Los fundadores del alba”. Fue uno de los teóricos de la literatura más trascendentes de latinoamérica en los últimos años. Fue profesor en la BUAP y la UV en México.

 

 

 

 

El ágape de la creación literaria

El escritor y su poética

La reflexión a la que me obliga tratar de explicar (me) qué concepción sustenta mi hacer narrativo es doble: por una parte la reflexión sobre la “creación” literaria misma (centrada ahora sobre el cuento), y, por otra la relación que pudiera establecer esta tarea con mi otra actividad ligada estrechamente a la literatura: la actividad teórica y crítica de textos narrativos. Quizás, por estrategia de eliminación cautelosa, convenga iniciar mi esclarecimiento por el segundo aspecto: ¿qué relación o relaciones se establecen entre estas dos acciones discursivas en mi persona? ¿Hay interferencia o complementariedad? ¿Qué pasa cuando escribo un cuento con relación al bagaje conceptual y esquemático de la explicación del texto literario que me brindan tanto la semiótica como la hermenéutica? ¿Puede, servir de ayuda la experiencia teórica en cuanto pudiera brindar algunos útiles o materiales para la narración literaria? Creo que, al menos en cuanto a mi actividad se refiere, la teoría y el análisis constituyen series estrictas de mi papel intelectual, perfectamente separables y distinguibles de la “creación” literaria. De hecho, hay grandes -y mejores escritores de relatos literarios que uno- que carecen en absoluto de formación teórica y analítica. Como también hay teóricos y críticos literarios de primera magnitud, incapaces de esbozar un cuento. Seguramente son dos actividades que se ubican en distintos hemisferios  de nuestro cerebro que no se cruzan ni interfieren para nada: dos actividades o papeles espirituales que la persona que los ejerce los distingue con claridad. Hay casos ilustres de esto que son más que elocuentes: Jean Paul Sartre, Umberto Eco, para citar a dos nombres mayúsculos. Aunque es posible que la teoría -aquella rama que involucra tanto a la literatura como a la filosofía- nos sea de una cierta, relativa utilidad en la etapa de la revisión crítica del trabajo literario; es decir, cuando uno juega el papel de lector, receptor, del discurso y tiene el suficiente distanciamiento para poder establecer después el texto, que se entregará como “definitivo” al público.  (También es posible -nadie conoce los corredores subterráneos de comunicación que la lectura crea en nuestro interior- que nos haga más receptivos en la hora de la alimentación literaria que constituye adentrarse en un discurso narrativo: literario, cinematográfico, historiográfico…; o, en general, de un discurso estético o filosófico en el cual se involucren aspectos ontológicos de vital importancia para la concepción de un personaje, de una situación narrativa, de una configuración descriptiva que comunique un valor semántico de particular importancia al relato.)

De todos modos, queremos dejar clara constancia que, al menos, en nuestra experiencia personal, la actividad conceptual y analítica que ejercitamos con frecuencia en relación al discurso literario en general y a ciertos discursos narrativos en particular,  se distingue nítidamente de la actividad -llamémosla- “creativa” y, por tanto, no interfiere con ella: no la precede ofreciéndola ayuda, ni la obstaculiza interrumpiendo su flujo vital para someterla a un examen extraño: el discurso narrativo literario como obra, como una práctica de intencionalidad estética constituye un mundo aparte de la teoría y del análisis que posteriormente se pudiera ejercer sobre él.  (En mi vida intelectual nunca se me ha ocurrido guiarme por una teoría, ni someter al análisis y a la interpretación ninguno de mis relatos, como hago con los “creados” por otros autores.)

Asentado esto, pasemos al otro problema. ¿Qué me mueve en la práctica narrativa? Seguramente mis cuentos manifiestan, proponen concepciones del mundo y de la vida como todo texto literario. Quizás unos más claramente que otros. Es también posible encontrar en ellos expresiones parciales o totales de elementos ideológicos, como en toda obra de un ser humano que pertenece a una sociedad inmersa en el tiempo y en el espacio,  en un tiempo y un espacio muy particular de nuestra historia y de nuestro mundo, al cual pertenezco y cuyo sistema ideológico, consciente o inconscientemente, reproduzco, incluso en los discursos en los cuales soy adverso a uno o varios de sus elementos: el escritor más revolucionario de algún modo todavía “transmite” los valores ideológicos que su mundo presenta como aquellos que sustentan su razón de ser: esos valores son ideológicos en la medida en que no se hallan sometidos a una revisión crítica, y ningún individuo que integre una sociedad puede jactarse de partir de una concepción total y absolutamente nueva y distinta de su mundo sociocultural. Pero también existen concepciones y conceptualizaciones, más o menos conscientes; establecidas como convicciones personales que no están en deuda con una actitud acrítica con respecto a los elementos ideológicos, sino que se separan de éstos y son, por ello, distintos y nos pertenecen como algo, en cierto modo, personal. Intentaré  hacer explícitos algunos elementos de esta índole en mi actividad narrativa; que esclarezcan un poco mi hacer literario. Intento una especie de confesión como la que hizo, en forma magistral y paradigmática, San Agustín, no ante el público, sino ante esa parte de mí mismo que  permanece siempre en estado latente -como a la expectativa- cuando doy por terminada un cuento.  Aquella parte de mi consciencia que me inquieta con una pregunta, siempre postergada: Y, ¿ahora qué?

Antes de recurrir a un texto profundo y esclarecedor sobre el hacer estético mismo. Atiendo a la otra parte de mi vida consciente que a esa pregunta sólo responde con la expectativa de distanciarse de su obra y esperar la respuesta no en sí, en la obra misma, sino en la “repercusión”, en el “efecto” que tiene en el receptor: porque fundamentalmente se escribe para otro -aunque curiosa y misteriosamente ese otro puede ser uno mismo, si ha logrado el distanciamiento adecuado y lee la obra como a un mensaje, un discurso, que nos comunica algo (un mundo posible, nos dice cierta teoría actual) que se nos abre sólo en el acto de la lectura. El destino de la obra está en manos del lector, es cierto, y será él quien podrá responder al “y ahora qué” que nos inquieta al poner el punto final al discurso que surge por nuestra iniciativa propia y que asumimos como nuestro.

“Que surge por nuestra propia iniciativa y asumimos como nuestro”: este enunciado parece que nos puede servir para aclarar (nos) un tanto lo que constituye nuestra parte -nuestra contribución, si se puede decir- en la compleja praxis estética que compromete, más que ningún otro discurso, constante y puntualmente a una comunicación de nuestro ser profundo, entre alguien, el autor que invita a actualizar su discurso, que propone se siga sus sugerencias, y el otro alguien que acepta esa invitación y que lleva a su realización efectiva el acto estético. De alguna manera, la iniciativa de escribir, de “hacer” la obra surgió como iniciativa en el autor persona, en uno mismo cuando “tomó la pluma” -para echar mano de una expresión tan romántica pero que todavía, superando su anacronía (pues quizás ahora habría que decir: “Se puso frente a su computadora”)- y decidió enfrascarse en la tarea única de escribir un cuento. Además de ser movido a hacerlo como por un impulso vital, como por una fuerza interna vital impostergable y propia, es decir, única: “Debo escribir este cuento: éste y no otro”: en esto el acto de escribir es un acto vital -personal e impostergable- que sólo al escritor le corresponde en su fase inicial, gestora de la praxis estética a la que da nacimiento. Pero, además de esta decisión, por necesidad vital, ¿existe otro propósito personal para realizar el acto? Creo que el impulso corresponde a la energía que nos transmite la vivencia ofrecida por otro acto que le precede y es el del “goce” que nos produjo una praxis estética anterior: aquí ubicamos el papel decisivo que juega la lectura de discursos literarios, precedente y formadora de nuestra vocación de escribir. Todo escritor previamente fue un lector, y un lector apasionado de otros textos vitales, en los cuales participó  como uno de sus factores de realización indispensables. Eso por una parte; pero está también, por otra, la necesidad que surge en uno de transmitir lo que se fue gestando ahora no sólo a través de los textos literarios sino de nuestra vida misma, conformada por elementos de los cuales no siempre estamos conscientes: las grandes ilusiones, las terribles decepciones; los actos de nuestros seres queridos que nos ofrecieron lo mejor que tenían, la vileza gratuita -toda vileza, en el fondo lo es y aquí radica el misterio del mal- que quiso resquebrajarnos y hasta hundirnos en la enajenación como seres humanos; las meditaciones a que nos llevaron otro tipo de discursos o las mismas experiencias de la vida: todo ello y muchas otras más que fueron integradas, amalgamadas, a nuestra más intima savia de lo que es nuestra vida por algo que les da su vital impulso y unidad: el amor: sólo el amor más recóndito y arraigado en nuestras fibras más intimas puede ser el motor que nos lleva a comunicar a otro, a invitar a otro a una complicidad grandiosa y enoblecedora de escribir un cuento. Amor y esperanza de que la invitación -que constituye en el fondo todo discurso estético- al otro para que complete, haga realidad lo que sin su amorosa recepción se diluiría en el silencio o en el olvido; sin la esperanza de que nuestro mensaje-invitación  reciba la atención caritativa, en el sentido original de este término, que pretende suscitar para alcanzar su destino ontológico: llegar a ser lo que intenta: de este modo al escribir me pongo en las manos del otro, le concedo el poder de decidir el destino de mi discurso, de algo que forma parte de mí mismo en cierto modo. Pero, también la fe: fe en que el mensaje lanzado en la botella al proceloso mar del mundo cotidiano, con sus oleajes de apertura y perfidia, llegue a su destinatario: de que unas manos piadosas la recojan, de que unos ojos plenos de  voluntad de vida, lleven esas palabras a su espíritu -a su corazón- para que las descifre como piden ser descifradas: en un acto de estrecha y celosa complicidad por la vida, por abrir nuevos horizontes que no sólo amplíen nuestras perspectivas, sino que nos ofrezcan, de algún modo, la razón, una de las razones por las que estamos en este mundo. Fe, esperanza y amor: las tres virtudes que los cristianos llaman “teologales” y que nosotros ahora las secularizamos, mundanizamos, pues la confluencia de estas tres acciones virtuosas hace posible el ágape. la fiesta, de la creación estética.  Ágape en el que participamos desde el instante en que tomamos la pluma; pero que llega a su culminación en un encuentro en el que ya no estamos presentes en cuanto personas… Pero, ¿en verdad no estamos ya más en cuanto alguien lee lo que hemos tenido la iniciativa de ofrecerle? Aunque centrada en la escritura de un poema, cedamos la palabra a una de las voces magnas de nuestra literatura, Octavio Paz, y prestemos atención a lo que nos dice:

Cuando sobre el papel la pluma escribe,
A cualquier hora solitaria,
¿quién la  guía?
¿A quién escribe el que escribe por mí,
orilla hecha de labios y de sueño,
quieta colina, golfo,
hombro para olvidar al mundo para siempre?

Alguien escribe en mí, mueve mi mano,
escoge una palabra, se detiene,
duda entre el mar azul y el monte verde.
Con ardor helado
contempla lo que escribo.
Todo lo quema, fuego justiciero.
Pero este juez también es víctima
y al condenarme, se condena:
no escribe a nadie, a nadie llama,
a sí mismo se escribe, en sí se olvida,
y se rescata, y vuelve a ser yo mismo.

Este poema cimero introduce una dimensión a la visión un poco “racionalista” que parece subyacer en nuestras palabras: la paradoja, uno de los alimentos preferidos de los espíritus graves y profundos: se escribe desde la soledad, es cierto, pero desde una soledad donde el otro está presente como exigencia de reclamo y destino; es verdad que no soy yo -como un ser individual lleno de pasiones y prejuicios distintos al acto creador estético, a la escritura, más bien bloqueadores del mismo- quien escribe, que “alguien escribe en mí, mueve mi mano…”, pero es el acto inicial -fundador y fundamental- de mi iniciativa, lo que le abre el espacio a su acción decisiva: sin la asunción por mi parte de este acto, de la voluntad, mi voluntad, de sometimiento a las reglas que la escritura de un discurso estético me exige “con un ardor helado”, la pasión de la escritura no es posible. De este modo, es un acto de entrega por el que ofrezco a mi voluntad más íntima, menos a flor de piel, menos sometida a la querella cotidiana, a ese juez severo que es la constitución de un discurso estético: acto que se da sus propias reglas, reglas que, sin embargo, son las que el otro debe interiorizar y, sobre todo compartir, para que ambas voluntades se hagan una sola en la obra literaria. Voluntades que se pierden, delegan sus poderes en el surgimiento mismo del discurso estético, que por ello, podemos decir que “a sí mismo se escribe” o, en otras palabras, “en sí se olvida”. Sin este olvido radical de uno y otro: del escritor y del lector en cuanto personas, el puente de la comunicación estética no se instaura jamás. Y en este olvido: mi yo “vuelve a ser yo mismo”: en la obra que escribo -cuando la leo o la siento leída por el otro vivificador de mi intencionalidad estética, siento que “vivo sin vivir en mí”.  Y quizás, así, hayamos develado el núcleo íntimo que motiva nuestra escritura, toda escritura: el darse uno al otro; pero no el uno fáctico, cotidiano, desperdigado, enajenado, en las preocupaciones prosaicas de lo común, de la hojarasca que amenaza con asfixiarnos, sino aquél uno mismo que a través de mis lecturas, de mis preocupaciones más profundas  y auténticas, han logrado integrar en un yo íntimo, comunicable. De este modo, al escribir uno se da, y al darse contribuye también al hacerse del otro: le ofrece otra posibilidad otro horizonte de ser en el mundo que habita, que juntos habitamos, y, también construimos.

Y así, quizás podemos aventurarnos a responder a la inquietud que motivaron estas palabras diciendo: escribo para construirme en el otro, y construir al otro, y construir con el otro el mundo que nos hace ser, que nos permite respirar aires todavía cargados de fe, de amor y de esperanza.

***

 

Doctor en Filosofía: “Università degli Studi di Roma” (Italia), doctor en Lingüística: “Université Catholique de Louvaine” (Bélgica). Profesor-Investigador de Tiempo Completo de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Miembro del S.N.I. Nivel III, Director de la revista Semiosis (1978-2007) y fundador de la Revista Amoxcalli. Autor de varios libros de teoría literaria, hermenéutica y semiótica. Entre los últimos: Los sentidos del símbolo I (1990, UV), Los sentidos del símbolo II (1998, Iberoamericana Golfo), Literatura y realidad (1999, F.C.E/UV/BUAP), El discurso-testimonio (2001, UNAM), Hermenéutica. Símbolo y conjetura (2003, Ibero/BUAP), La narrativa de la revolución mexicana. Primer periodo. (2007, Universidad Veracruzana/UIA Puebla), Los sentidos del símbolo III (2007, UV) y Estética del discurso literario (libro en trámite de publicación). Publicó siete novelas: Los fundadores del alba (Premio Casa de las Américas 1969), El último filo (1975, Planeta, Barcelona; 1985 Plaza & Janés, Barcelona; y 1987, Arte y Literatura, La Habana), …poco después, humo (1989, BUAP, Col. Asteriscos, Puebla), entre otras. Ocho libros de cuentos publicados en diversos países y traducidos a diferentes idiomas, entre ellos: Los nombres del infierno (1985 Universidad Autónoma de Chiapas), La noche con Orgalia y otros cuentos (1997 Universidad Iberoamericana y Universidad Autónoma de Tlaxcala), A través del hueco (1998 UNAM, Col. Rayuela, México), El pesebre (2003, UNAM Col. Rayuela, México) y Las máscaras del “el Otro” (2007, UV, Col. Ficción).

 

 

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