Nuevos autores de Puebla: Ana María Bermúdez Salomón

Dentro del marco del dossier de Nuevos autores de Puebla preparado por nuestra editora Andrea Muriel, presentamos un texto de Ana María Bermúdez Salomón (Puebla 1991). Es una de las autoras de la antología de cuentos “Al otro lado del espejo… y otros cuentos”, editado por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Actualmente cursa la  Lic. en Lingüística y Literatura Hispánica en la BUAP.

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Naturaleza Delimitada

 

El lobo caminaba por el hielo ignorando que las plantas de sus pies no estaban hechas para tales temperaturas. El tiempo parecía no transcurrir, ni mucho menos el paisaje. No tenía hambre ni sed, ni cansancio. No había rumbo, ni huellas, sólo hielo. Parpadeaba para aclarar su vista y descifrar si el rojo celofán que veía era efecto del hielo, una ilusión o sólo esa luz que a la vista acompaña después de dirigir la mirada hacia el Sol. No la había visto. El color tomó forma, se erizaron sus cabellos. Ella estaba allí, con la vista perdida en el inmutable horizonte, vestida de carmesí traslúcido; la estaba buscando.

         Un sonido en las entrañas del agua inundaba la superficie en cuanto el lobo volvía a apoyar sus plantas sobre el hielo. Avanzaba. Su peso a cada paso se volvía más insoportable. Aquél rojo debía ser suyo, caminaría más rápido si fuera necesario, más cerca cada vez. Ella se mantenía intacta, inmóvil a la espera. El crepitar iba en aumento y comenzaron a aparecer en el témpano líneas aun más blancas. Casi la podía abrazar, pero impotente, la rodeaba incapaz de palparla. Estando incluso en cuatro patas, algo lo hizo desequilibrarse. Ni ella ni él habían sido. La fuerza que atraía sus cuerpos hacia el hielo fue tal que provocó una escisión. El agua pronto empezaría a interponerse entre ellos y el horizonte que los cercaba. Él ahogó un grito al sentir la humedad en sus plantas. Ella no reaccionó cuando el agua congelada empapó el celofán. Subía, subía, frío terrible. El hielo no resistiría más el peso de ambos… alguien debía escapar. La agilidad de sus patas lo haría llegar más rápido a la orilla, ella no podría salvarse. De pronto, los delicados brazos inmóviles de la púrpura criatura cambiaron de posición, giró su rostro y abandonó el horizonte para centrarse en las oscuras pupilas del lobo. No había más que hacer, ahora él estaría perpetuamente con la mirada congelada hacia ella, sobre sus cuatro patas destinadas a ser tragadas por el agua. Ella abandonó el témpano descendiente con seductor paso. El color se perdía en el infinito y él en el abismo. El agua llenó sus pulmones. Nadaba hacia una superficie inexistente hasta tocar el fondo. Sintió que sus patas rozaban algo sólido, logró moverlas. Era hielo. Caminaría sobre él.

         El lobo sólo escuchaba el golpe de sus pies sobre la superficie. Una tabula rasa lo rodeaba sin presentarle el menor cambio. Aceleró el paso. ¿Lo aceleró? Cuidaba que sus plantas fueran unas tras otras para evitar las curvas imperceptibles de un rumbo recto. Constantemente alzaba la cabeza para entretener su vista con el infinito y  no aburrirse con el interminable hielo, aunque distinguía ya de fuego una gota. Una extraña angustia lo invadía conforme caminaba. El recuerdo de un ahogo que era incapaz de comprender lo inquietaba al hacerse más cercana y clara la imagen escarlata. Se detuvo. Sus pies se resistían al inconsciente instinto de seguir avanzando. Desprendió las manos de la congelada superficie, cerró el puño con el doloroso afán de hacer funcionar sus falanges de forma natural. Casi no sentía las palmas, el frío las habían adormecido. Enderezó la espalda y sintió alivio al acomodarse las vértebras en su lugar. Reorientó sus pisadas. Eligió el níveo eterno y siguió su paso.

         Suma blancura cegaba su vista al reflejar íntegro cada rayo de luz proyectado sobre él. Nada había cambiado. Sin embargo, de nuevo la llama aparecía cerca de la línea del horizonte. Imposible. Estaba seguro de que ni un grado había virado. La ansiedad comenzaba a tomar cada vaso de sangre que había perdido. Se le erizaban los cabellos. Era preciso variar el rumbo. Con un esfuerzo verdaderamente intenso despegó sus ojos del celofán y dirigió sus plantas en la dirección contraria. Desplázate. Concéntrate en el frío bajo tus pies, ahoga el rojo bajo el hielo y continúa tu paso. El infinito debe acabar en algún lado.

         Jadeaba. Aunque la distancia era cada vez mayor, el ardor interno y la inquietud desenfrenada no disminuían. La razón era clara: el alboreo cristalino estaba ahí. Siempre. Imantando la dirección recta de sus pies hacia un destino de brillante fascinación. Caminaba luchando contra la orientación impuesta. Con ella en breve estaría, a él no le correspondía tomar esa decisión. El camino por andar seguía reduciéndose. Pronto podría olfatear sus brazos extendidos. El hielo era cada vez más transparente, revelaba el abismo que yacía bajo él. Pequeños crujidos con cada paso. Más despacio. A seguir caminando se negaba, sus plantas se mueven sin descanso… ¡ALTO!

         No haría un movimiento más. Ella tan cerca, el color era un reflejo del púrpura que sentía por dentro. Fue entonces que no pudo más: sus miradas se encontraron. Los ojos ocres traspasaron su oscuro pelaje al tiempo que soltó un aullido el hielo y sus manos se vieron forzadas a posarse sobre él para no perder el equilibrio. El agua tomó posesión del mismo. Sonrisa embriagante, persuasiva. Embelesado se dejaba acariciar por el helado líquido.  Al fin se movió, su perfecta y rojiza figura no se hundía, estaba a salvo. El celofán color ocaso era lo último que su vista percibió antes de envolverlo la oscuridad del agua cristalina. El oxígeno era sustituido por el abismo. Lo más profundo lo esperaba. Su cuerpo se hacía más pesado, sólo una corriente interna le imprimía movimiento a sus patas. Caminaba.

         Un laberinto sin bardas se alzaba alrededor de él. Laberinto blanco, frío, infértil. El fondo parece liso. Había de entrar en él… estaba en él. Un flamígero centro. Un movimiento eterno. Un ardiente matiz de deseo. Cerca. Un halo de grietas se dibujaba alrededor de sus patas. Ya oía el crujir del rojizo cristal. El ansia asciende. Vamos, sólo falta su mirada. Un rayo destruye al ser que la contempla, el hielo se funde. De pronto, no hay más que agua. Penumbra. Una superficie nuevamente se le ofrece.

         El lobo no sabía si era un alivio sentir el agua compactada o el líquido a su alrededor. Ambos conducían al infinito perpetuo de curvaturas. Lo engullía. Dejaba que caminara. La monotonía del interminable color de luna le acompaña con cada paso. Vuelve hacia ella, cruje y se rasga nuevamente el hielo, el abismo lo abraza, era preciso. Había de sentir esa presencia, había de ver otra vez el celofán rojo y ser enfocado por aquélla mirada que disuelve el agua perpetuamente congelada, la hace entrar en sus pulmones y le exige avanzar por el frío espiral hasta encontrarla de nuevo en medio de aquélla naturaleza delimitada.

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Datos vitales

Ana María Bermúdez Salomón (Puebla 1991). Estudiante de la Lic. en Lingüística y Literatura Hispánica en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. En 2011 participó en la publicación de la antología de cuentos “Al otro lado del espejo… y otros cuentos”, editado por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Realizó un intercambio internacional en la Universidad de Salamanca, España. Ha dirigido y participado como ponente en congresos locales, nacionales e internacionales, entre ellos, el Congreso Nacional de Estudiantes de Lingüística y Literatura, del cual fue la organizadora general. Ha publicado trabajos de investigación en publicaciones periódicas de carácter nacional.

 

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