Este 31 de marzo presentamos: El reverso de los nombres, un breve dossier de ensayo de Octavio Paz a 101 años de su nacimiento. La muestra incluye fragmentos de El arco y la lira (1956) y El mono gramático (1974) y se complementa con un dossier de poesía y el discurso de aceptación del Premio Nobel 1990.
Octavio Paz
(31 de marzo de 1914- 19 de abril de 1998)
Poesía y respiración
Etiemble sostiene que el placer poético acaso sea de origen fisiológico. Y más exactamente: muscular y respiratorio. Para justificar su afirmación subraya que la medida del alejandrino francés —el tiempo que tardamos en pronunciarlo— coincide con el ritmo de la respiración. Otro tanto ocurre con el endecasílabo español y con el italiano. No explica Etiemble, sin embargo, cómo y por qué también nos producen placer versos de medidas más cortas o más largas. Durante muchos siglos el octosílabo fue el verso nacional español, y todavía después de la reforma de Garcilaso, las ocho sílabas del romance siguen siendo recurso constante de poetas de nuestra lengua. ¿Puede negarse el placer con que escuchamos y decimos nuestro viejo octosílabo?; ¿y los largos versos de Whitman?; ¿y el verso blanco de los isabelinos? La medida parece más bien depender del ritmo del lenguaje común —esto es, de la música de la conversación, según ha mostrado Eliot en un ensayo muy conocido— que de la fisiología. La medida del verso se encuentra ya en germen en la de la frase. El ritmo verbal es histórico y la velocidad, lentitud o tonalidades que adquiere el idioma en este o aquel momento, en esta o aquella boca, tienden a cristalizar luego en el ritmo poético. El «ritmo de la época» es algo más que una expresión figurada y podría hacerse una suerte de historia de cada nación —y de cada hombre— a partir de su ritmo vital. Ese ritmo —el tiempo de la acción, del pensamiento y de la vida social— es también y sobre todo ritmo verbal.
La velocidad vertiginosa y alada de Lope de Vega se convierte en Calderón en majestuoso, enfático paseo por el idioma; la poesía de Huidobro es una serie de disparos verbales, según conviene a su temperamento y al de la generación de la primera posguerra, que acababa de descubrir la velocidad mecánica; el ritmo del verso de César Vallejo procede del lenguaje peruano… El placer poético es placer verbal y está fundado en el idioma de una época, una generación y una comunidad.
No niego que existe una relación indudable entre la respiración y el verso: todo hecho espiritual es también físico, Pero esa relación no es la única ni la determinante, pues de serlo realmente sólo habría versos de una misma medida en todos los idiomas. Todos sabemos que mientras los japoneses no practican sino los metros conos —cinco y siete sílabas—, árabes y hebreos prefieren los largos. Recitar versos es un ejercicio respiratorio, pero es un ejercicio que no termina en sí mismo. Respirar bien, plena, profundamente, no es sólo una práctica de higiene ni un deporte, sino una manera de unirnos al mundo y participar en el ritmo universal. Recitar versos es como danzar con el movimiento general de nuestro cuerpo y de la naturaleza. El principio de analogía o correspondencia desempeña aquí una función decisiva. Recitar fue —y sigue siendo— un rito. Aspiramos y respiramos el mundo, con el mundo, en un acto que es ejercicio respiratorio, ritmo, imagen y sentido en unidad inseparable. Respirar es un acto poético porque es un acto de comunión. En ella, y no en la fisiología, reside lo que Etiemble llama «el placer poético».
El mismo crítico señala que para André Spire —teórico del verso libre francés— el placer poético se reduce a una suerte de gimnasia, en la que intervienen los labios, la lengua y otros músculos de la boca y la garganta. Según esta ingeniosa doctrina, cada idioma exige para ser hablado una serie de movimientos musculares. Los versos nos producen placer porque provocan y suscitan movimientos agradables de los músculos. Esto explica que ciertos versos «suenan bien» mientras que otros, con el mismo número de sílabas, no «suenan»; para que el verso sea hermoso las palabras deben estar colocadas en la frase de tal manera que sea fácil el esfuerzo que requiere su pronunciación. Como en el caso del corredor de obstáculos, el recitador salta de palabra en palabra y el placer que se extrae de esta carrera, hecha de vueltas y saltos en un laberinto que irrita y adula los sentidos, no es de género distinto al del luchador o al del nadador. Todo lo dicho antes sobre la poesía como respiración es aplicable a estas ideas: el ritmo no es sonido aislado, ni mera significación, ni placer muscular sino todo junto, en unidad indisoluble.
El ritmo
Las palabras se conducen como seres caprichosos y autónomos. Siempre dicen «esto y lo otro» y, al mismo tiempo, «aquello y lo de más allá». El pensamiento no se resigna; forzado a usarlas, una y otra vez pretende reducirlas a sus propias leyes; y una y otra vez el lenguaje se rebela y rompe los diques de la sintaxis y del diccionario. Léxicos y gramáticas son obras condenadas a no terminarse nunca. El idioma está siempre en movimiento, aunque el hombre, por ocupar el centro del remolino, pocas veces se da cuenta de este incesante cambiar. De ahí que, como si fuera algo estático, la gramática afirme que la lengua es un conjunto de voces y que éstas constituyen la unidad más simple, la célula lingüística. En realidad, el vocablo nunca se da aislado; nadie habla en palabras sueltas. El idioma es una totalidad indivisible; no lo forman la suma de sus voces, del mismo modo que la sociedad no es el conjunto de los individuos que la componen. Una palabra aislada es incapaz de constituir una unidad significativa. La palabra suelta no es, propiamente, lenguaje; tampoco lo es una sucesión de vocablos dispuestos al azar. Para que el lenguaje se produzca es menester que los signos y los sonidos se asocien de tal manera que impliquen y transmitan un sentido. La pluralidad potencial de significados de la palabra suelta se transforma en la frase en una cierta y única, aunque no siempre rigurosa y unívoca, dirección. Así, no es la voz, sino la frase u oración, la que constituye la unidad más simple del habla. La frase es una totalidad autosuficiente; todo el lenguaje, como en un microcosmo, vive en ella. A semejanza del átomo, es un organismo sólo separable por la violencia. Y en efecto, sólo por la violencia del análisis gramatical la frase se descompone en palabras. El lenguaje es un universo de unidades significativas, es decir, de frases.
Basta observar cómo escriben los que no han pasado por los aros del análisis gramatical para comprobar la verdad de estas afirmaciones. Los niños son incapaces de aislar las palabras. El aprendizaje de la gramática se inicia enseñando a dividir las frases en palabras y éstas en sílabas y letras. Pero los niños no tienen conciencia de las palabras; la tienen, y muy viva, de las frases: piensan, hablan y escriben en bloques significativos y les cuesta trabajo comprender que una frase está hecha de palabras. Todos aquellos que apenas si saben escribir muestran la misma tendencia. Cuando escriben, separan o juntan al azar los vocablos: no saben a ciencia cierta dónde acaban y empiezan. Al hablar, por el contrario, los analfabetos hacen las pausas precisamente donde hay que hacerlas: piensan en frases. Asimismo, apenas nos olvidamos o exaltamos y dejamos de ser dueños de nosotros, el lenguaje natural recobra sus derechos y dos palabras o más se juntan en el papel, ya no conforme a las reglas de la gramática sino obedeciendo al dictado del pensamiento. Cada vez que nos distraemos, reaparece el lenguaje en su estado natural, anterior a la gramática. Podría argüirse que hay palabras aisladas que forman por sí mismas unidades significativas. En ciertos idiomas primitivos la unidad parece ser la palabra; los pronombres demostrativos de algunas de estas lenguas no se reducen a señalar a éste o aquél, sino a «este que está de pie», «aquel que está tan cerca que podría tocársele», «aquélla ausente», «éste visible», etc. Pero cada una de estas palabras es una frase. Así, ni en los idiomas más simples la palabra aislada es lenguaje. Esos pronombres son palabras-frase[1].
El poema posee el mismo carácter complejo e indivisible del lenguaje y de su célula: la frase. Todo poema es una totalidad cerrada sobre sí misma: es una frase o un conjunto de frases que forman un todo. Como el resto de los hombres, el poeta no se expresa en vocablos sueltos, sino en unidades compactas e inseparables. La célula del poema, su núcleo más simple, es la frase poética. Pero, a diferencia de lo que ocurre con la prosa, la unidad de la frase, lo que la constituye como tal y hace lenguaje, no es el sentido o dirección significativa, sino el ritmo. Esta desconcertante propiedad de la frase poética será estudiada más adelante; antes es indispensable describir de qué manera la frase prosaica —el habla común— se transforma en frase poética.
Nadie puede substraerse a la creencia en el poder mágico de las palabras. Ni siquiera aquellos que desconfían de ellas. La reserva ante el lenguaje es una actitud intelectual. Sólo en ciertos momentos medimos y pesamos las palabras; pasado ese instante, les devolvemos su crédito. La confianza ante el lenguaje es la actitud espontánea y original del hombre: las cosas son su nombre. La fe en el poder de las palabras es una reminiscencia de nuestras creencias más antiguas: la naturaleza está animada; cada objeto posee una vida propia; las palabras, que son los dobles del mundo objetivo, también están animadas. El lenguaje, como el universo, es un mundo de llamadas y respuestas; flujo y reflujo, unión y separación, inspiración y espiración. Unas palabras se atraen, otras se repelen y todas se corresponden. El habla es un conjunto de seres vivos, movidos por ritmos semejantes a los que rigen a los astros y las plantas.
Todo aquel que haya practicado la escritura automática —hasta donde es posible esta tentativa— conoce las extrañas y deslumbrantes asociaciones del lenguaje dejado a su propia espontaneidad. Evocación y convocación. «Les mots font l’amour», dice André Breton. Y un espíritu tan lúcido como Alfonso Reyes advierte al poeta demasiado seguro de su dominio del idioma: «Un día las palabras se coaligarán contra ti, se te sublevarán a un tiempo…». Pero no es necesario acudir a estos testimonios literarios. El sueño, el delirio, la hipnosis y otros estados de relajación de la conciencia favorecen el manar de las frases. La corriente parece no tener fin: una frase nos lleva a otra. Arrastrados por —el río de imágenes, rozamos las orillas del puro existir y adivinamos un estado de unidad, de final reunión con nuestro ser y con el ser del mundo. Incapaz de oponer diques a la marea, la conciencia vacila. Y de pronto todo desemboca en una imagen final. Un muro nos cierra el paso: volvemos al silencio.
Los estados contrarios —extrema tensión de la conciencia, sentimiento agudo del lenguaje, diálogos en que las inteligencias chocan y brillan, galerías transparentes que la introspección multiplica hasta el infinito— también son favorables a la repentina aparición de frases caídas del cielo. Nadie las ha llamado; son como la recompensa de la vigilia. Tras el forcejeo de la razón que se abre paso, pisamos una zona armónica. Todo se vuelve fácil, todo es respuesta tácita, alusión esperada. Sentimos que las ideas riman. Entrevemos entonces que pensamientos y frases son también ritmos, llamadas, ecos. Pensar es dar la nota justa, vibrar apenas nos toca la onda luminosa. La cólera, el entusiasmo, la indignación, todo lo que nos pone fuera de nosotros posee la misma virtud liberadora. Brotan frases inesperadas y dueñas de un poder eléctrico: «lo fulminó con la mirada», «echó rayos y centellas por la boca»… El elemento fuego preside todas esas expresiones. Los juramentos y malas palabras* estallan como soles atroces. Hay maldiciones y blasfemias que hacen temblar el orden cósmico. Después, el hombre se admira y arrepiente de lo que dijo. En realidad no fue él, sino «otro», quien profirió esas frases: estaba «fuera de sí». Los diálogos amorosos muestran el mismo carácter. Los amantes «se quitan las palabras de la boca». Todo coincide: pausas y exclamaciones, risas y silencios. El diálogo es más que un acuerdo: es un acorde. Y los enamorados mismos se sienten como dos rimas felices, pronunciadas por una boca invisible.
El lenguaje es el hombre, pero es algo más. Tal podría ser el punto de partida de una inquisición sobre estas turbadoras propiedades de las palabras. Pero el poeta no se pregunta cómo está hecho el lenguaje y si ese dinamismo es suyo o sólo es reflejo. Con el pragmatismo inocente de todos los creadores, verifica un hecho y lo utiliza: las palabras llegan y se juntan sin que nadie las llame; y estas reuniones y separaciones no son hijas del puro azar: un orden rige las afinidades y las repulsiones. En el fondo de todo fenómeno verbal hay un ritmo. Las palabras se juntan y separan atendiendo a cienos principios rítmicos. Si el lenguaje es un continuo vaivén de frases y asociaciones verbales regido por un ritmo secreto, la reproducción de ese ritmo nos dará poder sobre las palabras. El dinamismo del lenguaje lleva al poeta a crear su universo verbal utilizando las mismas fuerzas de atracción y repulsión. El poeta crea por analogía. Su modelo es el ritmo que mueve a todo idioma. El ritmo es un imán. Al reproducirlo —por medio de metros, rimas, aliteraciones, paronomasias y otros procedimientos— convoca las palabras. A la esterilidad sucede un estado de abundancia verbal; abiertas las esclusas interiores, las frases brotan como chorros o surtidores. Lo difícil, dice Gabriela Mistral, no es encontrar rimas sino evitar su abundancia. La creación poética consiste, en buena parte, en esta voluntaria utilización del ritmo como agente de seducción.
La operación poética no es diversa del conjuro, el hechizo y otros procedimientos de la magia. Y la actitud del poeta es muy semejante a la del mago. Los dos utilizan el principio de analogía; los dos proceden con fines utilitarios e inmediatos: no se preguntan qué es el idioma o la naturaleza, sino que se sirven de ellos para sus propios fines. No es difícil añadir otra nota: magos y poetas, a diferencia de filósofos, técnicos y sabios, extraen sus poderes de sí mismos. Para obrar no les basta poseer una suma de conocimientos, como ocurre con un físico o con un chofer. Toda operación mágica requiere una fuerza interior, lograda a través de un penoso esfuerzo de purificación. Las fuentes del poder mágico son dobles: las fórmulas y demás métodos de encantamiento, y la fuerza psíquica del encantador, su afinación espiritual que le permite acordar su ritmo con el del cosmos. Lo mismo ocurre con el poeta. El lenguaje del poema está en él y sólo a él se le revela. La revelación poética implica una búsqueda interior. Búsqueda que no se parece en nada a la introspección o al análisis; más que búsqueda, actividad psíquica capaz de provocar la pasividad propicia a la aparición de las imágenes.
Con frecuencia se compara al mago con el rebelde. La seducción que todavía ejerce sobre nosotros su figura procede de haber sido el primero que dijo No a los dioses y Sí a la voluntad humana. Todas las otras rebeliones —ésas, precisamente, por las cuales el hombre ha llegado a ser hombre— parten de esta primera rebelión. En la figura del hechicero hay una tensión trágica, ausente en el hombre de ciencia y en el filósofo. Éstos sirven al conocimiento y en su mundo los dioses y las fuerzas naturales no son sino hipótesis e incógnitas. Para el mago los dioses no son hipótesis, ni tampoco, como para el creyente, realidades que hay que aplacar o amar, sino poderes que hay que seducir, vencer o burlar. La magia es una empresa peligrosa y sacrílega, una afirmación del poder humano frente a lo sobrenatural. Separado del rebaño humano, cara a los dioses, el mago está solo. En esa soledad radica su grandeza y, casi siempre, su final esterilidad. Por una parte, es un testimonio de su decisión trágica. Por la otra, de su orgullo, En efecto, toda magia que no se trasciende —esto es, que no se transforma en don, en filantropía— se devora a sí misma y acaba por devorar a su creador. El mago ve a los hombres como medios, fuerzas, núcleos de energía latente. Una de las formas de la magia consiste en el dominio propio para después dominar a los demás. Príncipes, reyes y jefes se rodean de magos y astrólogos, antecesores de los consejeros políticos. Las recetas del poder mágico entrañan fatalmente la tiranía y la dominación de los hombres. La rebelión del mago es solitaria, porque la esencia de la actividad mágica es la búsqueda del poder. Con frecuencia se han señalado las semejanzas entre magia y técnica y algunos piensan que la primera es el origen remoto de la segunda. Cualquiera que sea la validez de esta hipótesis, es evidente que el rasgo característico de la técnica moderna —como el de la antigua magia— es el culto del poder. Frente al mago se levanta Prometeo, la figura más alta que ha creado la imaginación occidental. Ni mago, ni filósofo, ni sabio: héroe, robador del fuego, filántropo. La rebelión prometeica encarna la de la especificación. En la soledad del héroe encadenado late, implícito, el regreso al mundo de los hombres. La soledad del mago es soledad sin retorno. Su rebelión es estéril porque la magia —es decir: la búsqueda del poder por el poder— termina aniquilándose a sí misma. No es otro el drama de la sociedad moderna.
La ambivalencia de la magia puede condensarse así: por una parte, trata de poner al hombre en relación viva con el cosmos, y en este sentido es una suerte de comunión universal; por la otra, su ejercicio no implica sino la búsqueda del poden El ¿para qué? es una pregunta que la magia no se hace y que no puede contestar sin transformarse en otra cosa: religión, filosofía, filantropía. En suma, la magia es una concepción del mundo pero no es una idea del hombre. De ahí que el mago sea una figura desgarrada entre su comunicación con las fuerzas cósmicas y su imposibilidad de llegar al hombre, excepto como una de esas fuerzas. La magia afirma la fraternidad de la vida —una misma corriente recorre el universo— y niega la fraternidad de los hombres.
Ciertas creaciones poéticas modernas están habitadas por la misma tensión. La obra de Mallarmé es, acaso, el ejemplo máximo. Jamás las palabras han estado más cargadas y plenas de sí mismas; tanto, que apenas si las reconocemos, como esas flores tropicales negras a fuerza de encarnadas. Cada palabra es vertiginosa, tal es su claridad. Pero es una claridad mineral: nos refleja y nos abisma, sin que nos refresque o caliente. Un lenguaje a tal punto excelso merecía la prueba de fuego del teatro. Sólo en la escena podría haberse consumido y consumado plenamente y, así, encarnar de veras. Mallarmé lo intentó. No sólo nos ha dejado varios fragmentos poéticos que son tentativas teatrales, sino una reflexión sobre ese imposible y soñado teatro. Mas no hay teatro sin palabra poética común. La tensión del lenguaje poético de Mallarmé se consume en ella misma. Su mito no es filantrópico; no es Prometeo, el que da fuego a los hombres, sino Igitur: el que se contempla a sí mismo. Su claridad acaba por incendiarlo. La flecha se vuelve contra el que la dispara, cuando el blanco es nuestra propia imagen interrogante. La grandeza de Mallarmé no consiste nada más en su tentativa por crear un lenguaje que fuese el doble mágico del universo —la Obra concebida como un Cosmos— sino sobre todo en la conciencia de la imposibilidad de transformar ese lenguaje en teatro, en diálogo con el hombre. Si la obra no se resuelve en teatro, no le queda otra alternativa que desembocar en la página en blanco. El acto mágico se trasmuta en suicidio. Por el camino del lenguaje mágico el poeta francés llega al silencio. Pero todo silencio humano contiene un habla. Callamos, decía sor Juana, no porque no tengamos nada que decir, sino porque no sabemos cómo decir todo lo que quisiéramos decir. El silencio humano es un callar y, por tanto, es implícita comunicación, sentido latente. El silencio de Mallarmé nos dicenada, que no es lo mismo que nada decir. Es el silencio anterior al silencio.
El poeta no es un mago, pero su concepción del lenguaje como una «society of life» —según define Cassirer la visión mágica del cosmos— lo acerca a la magia. Aunque el poema no es hechizo ni conjuro, a la manera de ensalmos y sortilegios el poeta despierta las fuerzas secretas del idioma. El poeta encanta al lenguaje por medio del ritmo. Una imagen suscita a otra. Así, la función predominante del ritmo distingue al poema de todas las otras formas literarias. El poema es un conjunto de frases, un orden verbal, fundado en el ritmo.
Si se golpea un tambor a intervalos iguales, el ritmo aparecerá como tiempo dividido en porciones homogéneas. La representación gráfica de semejante abstracción podría ser la línea de rayas: — — — — — — — — — —. La intensidad rítmica dependerá de la celeridad con que los golpes caigan sobre el parche del tambor. A intervalos más reducidos corresponderá redoblada violencia. Las variaciones dependerán también de la combinación entre golpes e intervalos. Por ejemplo: —I— —I—I— —I—I— —I—I— —I—I— —, etc. Aun reducido a ese esquema, el ritmo es algo más que medida, algo más que tiempo dividido en porciones. La sucesión de golpes y pausas revela una cierta intencionalidad, algo así como una dirección. El ritmo provoca una expectación, suscita un anhelar. Si se interrumpe, sentimos un choque. Algo se ha roto. Si continúa, esperamos algo que no acertamos a nombrar. El ritmo engendra en nosotros una disposición de ánimo que sólo podrá calmarse cuando sobrevenga «algo». Nos coloca en actitud de espera. Sentimos que el ritmo es un ir hacia algo, aunque no sepamos qué pueda ser ese algo. Todo ritmo es sentido de algo. Así pues, el ritmo no es exclusivamente una medida vacía de contenido sino una dirección, un sentido. El ritmo no es medida, sino tiempo original. La medida no es tiempo sino manera de calcularlo. Heidegger ha mostrado que toda medida es una «forma de hacer presente el tiempo». Calendarios y relojes son maneras de marcar nuestros pasos. Esta presentación implica una reducción o abstracción del tiempo original: el reloj presenta al tiempo y para presentarlo lo divide en porciones iguales y carentes de sentido. La temporalidad —que es el hombre mismo y que, por tanto, da sentido a lo que toca— es anterior a la presentación y lo que la hace posible.
El tiempo no está fuera de nosotros, ni es algo que pasa frente a nuestros ojos como las manecillas del reloj: nosotros somos el tiempo y no son los años sino nosotros los que pasamos. El tiempo posee una dirección, un sentido, porque es nosotros mismos. El ritmo realiza una operación contraria a la de relojes y calendarios: el tiempo deja de ser medida abstracta y regresa a lo que es: algo concreto y dotado de una dirección. Continuo manar, perpetuo ir más allá, el tiempo es permanente trascenderse. Su esencia es el más —y la negación de ése más. El tiempo afirma el sentido de un modo paradójico: posee un sentido —el ir más allá, siempre fuera de sí— que no cesa de negarse a sí mismo como sentido. Se destruye y, al destruirse, se repite, pero cada repetición es un cambio. Siempre lo mismo y la negación de lo mismo. Así, nunca es medida sin más, sucesión vacía. Cuando el ritmo se despliega frente a nosotros, algo pasa con él: nosotros mismos. En el ritmo hay un «ir hacia», que sólo puede ser elucidado si, al mismo tiempo, se elucida qué somos nosotros. El ritmo no es medida, ni algo que está fuera de nosotros, sino que somos nosotros mismos los que nos vertemos en el ritmo y nos disparamos hacia «algo». El ritmo es sentido y dice «algo». Así, su contenido verbal o ideológico no es separable. Aquello que dicen las palabras del poeta ya está diciéndolo el ritmo en que se apoyan esas palabras. Y más: esas palabras surgen naturalmente del ritmo, como la flor del tallo. La relación entre ritmo y palabra poética no es distinta a la que reina entre danza y ritmo musical: no se puede decir que el ritmo es la representación sonora de la danza; tampoco que el baile sea la traducción corporal del ritmo. Todos los bailes son ritmos; todos los ritmos, bailes. En el ritmo está ya la danza; y a la inversa.
Rituales y relatos míticos muestran que es imposible disociar al ritmo de su sentido. El ritmo fue un procedimiento mágico con una finalidad inmediata: encantar y aprisionar ciertas fuerzas, exorcizar otras. Asimismo, sirvió para conmemorar o, más exactamente, para reproducir ciertos mitos: la aparición de un demonio o la llegada de un dios, el fin de un tiempo o el comienzo de otro. Doble del ritmo cósmico, era una fuerza creadora, en el sentido literal de la palabra, capaz de producir lo que el hombre deseaba: el descenso de la lluvia, la abundancia de la caza o la muerte del enemigo. La danza contenía ya, en germen, la representación; el baile y la pantomima eran también un drama y una ceremonia: un ritual El ritmo era un rito. Sabemos, por otra parte, que rito y mito son realidades inseparables. En todo cuento mítico se descubre la presencia del rito, porque el relato no es sino la traducción en palabras de la ceremonia ritual: el mito cuenta o describe el rito. Y el rito actualiza el relato; por medio de danzas y ceremonias el mito encarna y se repite: el héroe vuelve una vez más entre los hombres y vence a los demonios, se cubre de verdor la tierra y aparece el rostro radiante de la desenterrada, el tiempo que acaba renace e inicia un nuevo ciclo. El relato y su representación son inseparables. Ambos se encuentran ya en el ritmo, que es drama y danza, mito y rito, relato y ceremonia. La doble realidad del mito y del rito se apoya en el ritmo, que los contiene. De nuevo se hace patente que, lejos de ser medida vacía y abstracta, el ritmo es inseparable de un contenido concreto. Otro tanto ocurre con el ritmo verbal: la frase o «idea poética» no precede al ritmo, ni éste a aquélla. Ambos son la misma cosa. En el verso ya late la frase y su posible significación. Por eso hay metros heroicos y ligeros, danzantes y solemnes, alegres y fúnebres.
El ritmo no es medida: es visión del mundo. Calendarios, moral, política, técnica, artes, filosofías, todo, en fin, lo que llamamos cultura hunde sus raíces en el ritmo. Él es la fuente de todas nuestras creaciones. Ritmos binarios o terciarios, antagónicos o cíclicos alimentan las instituciones, las creencias, las artes y las filosofías. La historia misma es ritmo. Y cada civilización puede reducirse al desarrollo de un ritmo primordial. Los antiguos chinos veían (acaso sea más exacto decir: oían) al universo como la cíclica combinación de dos ritmos: «Una vez Yin —otra vez Yang: eso es el Tao». Yin y Yang no son ideas, al menos en el sentido occidental de la palabra, según observa Granet; tampoco son meros sonidos y notas: son emblemas, imágenes que contienen una representación concreta del universo. Dotados de un dinamismo creador de realidades, Yin y Yang se alternan y alternándose engendran la totalidad. En esa totalidad nada ha sido suprimido ni abstraído; cada aspecto está presente, vivo y sin perder sus particularidades. Yin es el invierno, la estación de las mujeres, la casa y la sombra. Su símbolo es la puerta, lo cerrado y escondido que madura en la oscuridad. Yang es la luz, los trabajos agrícolas, la caza y la pesca, el aire libré, el tiempo de los hombres, abierto. Calor y frío, luz y oscuridad; «tiempo de plenitud y tiempo de decrepitud: tiempo masculino y tiempo femenino —un aspecto dragón y un aspecto serpiente—, tal es la vida». El universo es un sistema bipartido de ritmos contrarios, alternantes y complementarios. El ritmo rige el crecimiento de las plantas y de los imperios, de las cosechas y de las instituciones. Preside la moral y la etiqueta. El libertinaje de los príncipes altera el orden cósmico; pero también lo altera, en ciertos períodos su castidad. La cortesía y el buen gobierno son formas rítmicas, como amor y él tránsito de las estaciones. El ritmo es imagen viva del universo, encarnación visible de la legalidad cósmica: Yi Yin — Yi Yang: «Una vez Yin — otra vez Yang: eso es el Tao»[2].
El pueblo chino que ha sentido el universo como unión, separación y reunión «ritmos». Todas las concepciones cosmológicas del hombre brotan de la intuición de un ritmo original. En el fondo de toda cultura se encuentra una actitud fundamental ante la vida que, antes de expresarse en creaciones religiosas, estéticas o filosóficas, se manifiesta como ritmo. Yin y Yang para los chinos; ritmo cuaternario para los aztecas; dual para los hebreos. Los griegos conciben el cosmos como lucha y combinación de contrarios. Nuestra cultura está impregnada de ritmos ternarios. Desde la lógica y la religión hasta la política y la medicina parecen regirse por dos elementos que se funden y absorben en una unidad: padre, madre, hijo; tesis, antítesis, síntesis; comedia, drama, tragedia; infierno, purgatorio, cielo; temperamentos sanguíneo, muscular y nervioso; memoria, voluntad y entendimiento; reinos mineral, vegetal y animal; aristocracia, monarquía y democracia… No es ésta ocasión para preguntarse si el ritmo es una expresión de las instituciones sociales primitivas, del sistema de producción o de otras «causas» o si, por el contrarío, las llamadas estructuras sociales no son sino manifestaciones de esta primera y espontánea actitud del hombre ante la realidad. Semejante pregunta, acaso la esencial de la historia, posee el mismo carácter vertiginoso de la pregunta sobre el ser del hombre —porque ese ser parece no tener sustento o fundamento, sino que, disparado o exhalado, diríase que se asienta en su propio sinfín. Pero si no podemos dar una respuesta a este problema, al menos sí es posible afirmar que el ritmo es inseparable de nuestra condición. Quiero decir: es la manifestación más simple, permanente y antigua del hecho decisivo que nos hace ser hombres: ser temporales, ser mortales y lanzados siempre hacia «algo», hacia lo «otro»: la muerte, Dios, la amada, nuestros semejantes.
La constante presencia de formas rítmicas en todas las expresiones humanas no podía menos de provocar la tentación de edificar una filosofía fundada en el ritmo. Pero cada sociedad posee un ritmo propio. O más exactamente: cada ritmo es una actitud, un sentido y una imagen del mundo, distinta y particular. Del mismo modo que es imposible reducir los ritmos a pura medida, dividida en espacios homogéneos, tampoco es posible abstraerlos y convertirlos en esquemas racionales. Cada ritmo implica una visión concreta del mundo. Así, el ritmo universal de que hablan algunos filósofos es una abstracción que apenas si guarda relación con el ritmo original, creador de imágenes, poemas y obras. El ritmo, que es imagen y sentido, actitud espontánea del hombre ante la vida, no está fuera de nosotros: es nosotros mismos, expresándonos. Es temporalidad concreta, vida humana irrepetible. El ritmo que Dante percibe y que mueve las estrellas y las almas se llama Amor; Laotsé y Chuangtsé oyen otro ritmo, hecho de contrarios relativos; Heráclito lo sintió como guerra. No es posible reducir todos estos ritmos a unidad sin que al mismo tiempo se evapore el contenido particular de cada uno de ellos. El ritmo no es filosofía, sino imagen del mundo, es decir, aquello en que se apoyan las filosofías.
En todas las sociedades existen dos calendarios. Uno rige la vida diaria y las actividades profanas; otro, los períodos sagrados, los ritos y las fiestas. El primero consiste en una división del tiempo en porciones iguales: horas, días, meses, años. Cualquiera que sea el sistema adoptado para la medición del tiempo, éste es una sucesión cuantitativa de porciones homogéneas. En el calendario sagrado, por el contrario, se rompe la continuidad. La fecha mítica adviene si una serie de circunstancias se conjugan para reproducir el acontecimiento. A diferencia de la fecha profana, la sagrada no es una medida sino una realidad viviente, cargada de fuerzas sobrenaturales, que encarna en sitios determinados. En la representación profana del tiempo, el 1 de enero sucede necesariamente al 31 de diciembre. En la religiosa, puede muy bien ocurrir que el tiempo nuevo no suceda al viejo. Todas las culturas han sentido el horror del «fin del tiempo». De ahí la existencia de «ritos de entrada y salida». Entre los antiguos mexicanos los ritos del fuego —celebrados cada fin de año y especialmente al terminar el ciclo de 52 años— no tenían más propósito que provocar la llegada del tiempo nuevo. Apenas se encendían las fogatas en el Cerro de la Estrella, todo el Valle de México, hasta entonces sumido en sombras, se iluminaba. Una vez más el mito había encarnado. El tiempo —un tiempo creador de vida y no vacía sucesión— había sido reengendrado. La vida podía continuar hasta que ese tiempo, a su vez, se desgastase. Un admirable ejemplo plástico de esta concepción es el Entierro del Tiempo, pequeño monumento de piedra que se encuentra en el Museo de Antropología de México: rodeados de calaveras, yacen los signos del tiempo viejo: de sus restos brota el tiempo nuevo. Pero su renacer no es fatal. Hay mitos, como el del Grial, que aluden a la obstinación del tiempo viejo, que se empeña en no morir, en no irse: la esterilidad impera; los campos se agostan; las mujeres no conciben; los viejos gobiernan. Los «ritos de salida» —que casi siempre consisten en la intervención salvadora de un joven héroe— obligan al tiempo viejo a dejar el campo a su sucesor.
Si la fecha mítica no se inserta en la pura sucesión, ¿en qué tiempo pasa? La respuesta nos la dan los cuentos: «Una vez había un rey…». El mito no se sitúa en una fecha determinada, sino en «una vez…», nudo en el que espacio y tiempo se entrelazan. El mito es un pasado que también es un futuro. Pues la región temporal en donde acaecen los mitos no es el ayer irreparable y finito de todo acto humano, sino un pasado cargado de posibilidades, susceptible de actualizarse. El mito transcurre en un tiempo arquetípico. Y más: es tiempo arquetípico, capaz de reencarnar. El calendario sagrado es rítmico porque es arquetípico. El mito es un pasado que es un futuro dispuesto a realizarse en un presente. En nuestra concepción cotidiana del tiempo, éste es un presente que se dirige hacia el futuro pero que fatalmente desemboca en el pasado. El orden mítico invierte los términos: el pasado es un futuro que desemboca en el presente. El calendario profano nos cierra las puertas de acceso al tiempo original que abraza todos los tiempos, pasados o futuros, en un presente, en una presencia total. La techa mítica nos hace entrever un presente que desposa el pasado con el futuro. El mito, así, contiene a la vida humana en su totalidad: por medio del ritmo actualiza un pasado arquetípico, es decir, un pasado que potencialmente es un futuro dispuesto a encarnar en un presente. Nada más distante de nuestra concepción cotidiana del tiempo. En la vida diaria nos aterramos a la representación cronométrica del tiempo, aunque hablemos de «mal tiempo» y de «buen tiempo» y aunque cada treinta y uno de diciembre despidamos al año viejo y saludemos la llegada del nuevo. Ninguna de estas actitudes —residuos de la antigua concepción del tiempo— nos impide arrancar cada día una hoja al calendario o consultar la hora en el reloj. Nuestro «buen tiempo» no se desprende de la sucesión; podemos suspirar por el pasado —que tiene fama de ser mejor que el presente— pero sabemos que el pasado no volverá. Nuestro «buen tiempo» muere de la misma muerte que todos los tiempos: es sucesión. En cambio, la fecha mítica no muere: se repite, encarna. Así, lo que distingue al tiempo mítico de toda otra representación del tiempo es el ser un arquetipo. Pasado susceptible siempre de ser hoy, el mito es una realidad flotante, siempre dispuesta a encarnar y volver a ser.
La función del ritmo se precisa ahora con mayor claridad: por obra de la repetición rítmica el mito regresa. Hubert y Mauss, en su clásico estudio sobre este tema, advierten el carácter discontinuo del calendario sagrado y encuentran en la magia rítmica el origen de esta discontinuidad: «La representación mítica del tiempo es esencialmente rítmica. Para la religión y la magia el calendario no tiene por objeto medir, sino ritmar, el tiempo»[3]. Evidentemente no se trata de «ritmar» el tiempo —resabio positivista de estos autores— sino de volver al tiempo original. La repetición rítmica es invocación y convocación del tiempo original. Y es exactamente: recreación del tiempo arquetípico. No todos los mitos son poemas pero todo poema es mito. Como en el mito, en el poema el tiempo cotidiano sufre una transmutación: deja de ser sucesión homogénea y vacía para convertirse en ritmo. Tragedia, epopeya, canción, el poema tiende a repetir y recrear un instante, un hecho o conjunto de hechos que, de alguna manera, resultan arquetípicos. El tiempo del poema es distinto al tiempo cronométrico. «Lo que pasó, pasó», dice la gente. Para el poeta lo que pasó volverá a ser, volverá a encarnar. El poeta, dice el centauro Quirón a Fausto, «no está atado por el tiempo». Y éste le responde: «Fuera del tiempo encontró Aquiles a Helena». ¿Fuera del tiempo? Más bien en el tiempo original. Incluso en las novelas históricas y en las de asunto contemporáneo el tiempo del relato se desprende de la sucesión. El pasado y el presente de las novelas no es el de la historia, ni el del reportaje periodístico. No es lo que fue, ni lo que está siendo, sino lo que se está haciendo: lo que se está gestando. Es un pasado que reengendra y reencarna. Y reencarna de dos maneras; en el momento de la creación poética, y después, como recreación, cuando el lector revive las imágenes del poeta y convoca de nuevo ese pasado que regresa. El poema es tiempo arquetípico, que se hace presente apenas unos labios repiten sus frases rítmicas. Esas frases rítmicas son los que llamamos versos y su función consiste en re-crear el tiempo.
Al tratar el origen de la poesía, dice Aristóteles; «En total, dos parecen haber sido las causas especiales del origen de la poesía, y ambas naturales: primero, ya desde niños es connatural a los hombres reproducir imitativamente; y en esto se distingue de los demás animales en que es muy más imitador el hombre que todos ellos y hace sus primeros pasos en el aprendizaje mediante imitación; segundo, en que todos se complacen en las reproducciones imitativas»[4]. Y más adelante agrega que el objeto propio de esta reproducción imitativa es la contemplación por semejanza o comparación: la metáfora es el principal instrumento de la poesía, ya que por medio de la imagen —que acerca y hace semejantes a los objetos distantes u opuestos— el poeta puede decir que esto sea parecido a aquello. La poética de Aristóteles ha sufrido muchas críticas. Sólo que, contra lo que uno se sentiría inclinado a pensar instintivamente, lo que nos resulta insuficiente no es tanto el concepto de reproducción imitativa como su idea de la metáfora y, sobre todo, su noción de naturaleza.
Según explica García Bacca en su Introducción a la Poética «imitar no significa ponerse a copiar un original… sino toda acción cuyo efecto es una presencialización». Y el efecto de tal imitación, «que, al pie de la letra, no copia nada, será un objeto original y nunca visto, o nunca oído, como una sinfonía o una sonata». Mas ¿de dónde saca el poeta esos objetos nunca vistos ni oídos? El modelo del poeta es la naturaleza, paradigma y fuente de inspiración para todos los griegos. Con más razón que al de Zola y sus discípulos, se puede llamar naturalista al arte griego. Pues bien, una de las cosas que nos distinguen de los griegos es nuestra concepción de la naturaleza. Nosotros no sabemos cómo es, ni cuál es su figura, si alguna tiene. La naturaleza ha dejado de ser algo animado, un todo orgánico y dueño de una forma. No es, ni siquiera, un objeto, porque la idea misma de objeto ha perdido su antigua consistencia. Si la noción de causa está en entredicho, ¿cómo no va a estarlo la de naturaleza con sus cuatro causas? Tampoco sabemos en dónde termina lo natural y empieza lo humano. El hombre, desde hace siglos, ha dejado de ser natural. Unos lo conciben como un haz de impulsos y reflejos, esto es, como un animal superior. Otros han transformado a este animal en una serie de respuestas a estímulos dados, es decir, en un ente cuya conducta es previsible y cuyas reacciones no son diversas a las de un aparato: para la cibernética el hombre se conduce como una máquina. En el extremo opuesto se encuentran los que nos conciben como entes históricos, sin más continuidad que la del cambio. No es eso todo. Naturaleza e historia se han vuelto términos incompatibles, al revés de lo que ocurría entre los griegos. Si el hombre es un animal o una máquina, no veo cómo pueda ser un ente político, a no ser reduciendo la política a una rama de la biología o de la física. Y a la inversa: si es histórico, no es natural ni mecánico. Así pues, lo que nos parece extraño y caduco —como muy bien observa García Bacca— no es la poética aristotélica, sino su ontología. La naturaleza no puede ser un modelo para nosotros, porque el término ha perdido toda su consistencia.
No menos insatisfactoria parece la idea aristotélica de la metáfora. Para Aristóteles la poesía ocupa un lugar intermedio entre la historia y la filosofía. La primera reina sobre los hechos; la segunda rige el mundo de lo necesario. Entre ambos extremos la poesía se ofrece «como lo optativo». «No es oficio del poeta —dice García Bacca— contar las cosas como sucedieron, sino cual desearíamos que hubiesen sucedido». El reino de la poesía es el «ojalá». El poeta es «varón de deseos». En efecto, la poesía es deseo. Mas ese deseo no se articula en lo posible, ni en lo verosímil. La imagen no es lo «imposible inverosímil», deseo de imposibles: la poesía es hambre de realidad. El deseo aspira siempre a suprimir las distancias, según se ve en el deseo por excelencia: el impulso amoroso. La imagen es el puente que tiende el deseo entre el hombre y la realidad. El mundo del «ojalá» es el de la imagen por comparación de semejanzas y su principal vehículo es la palabra «como»: esto es como aquello. Pero hay otra metáfora que suprime el «como» y dice: esto es aquello. En ella el deseo entra en acción: no compara ni muestra semejanzas sino que revela —y más: provoca— la identidad última de objetos que nos parecían irreductibles.
Entonces, ¿en qué sentido nos parece verdadera la idea de Aristóteles? En el de ser la poesía una reproducción imitativa, si se entiende por esto que el poeta recrea arquetipos, en la acepción más antigua de la palabra: modelos, mitos. Aun el poeta lírico al recrear su experiencia convoca un pasado que es un futuro. No es paradoja afirmar que el poeta —como los niños, los primitivos y, en suma, como todos les hombres cuando dan rienda suelta a su tendencia más profunda y natural— es un imitador de profesión. Esa imitación es creación original: evocación, resurrección y recreación de algo que está en el origen de los tiempos y en el fondo de cada hombre, algo que se confunde con el tiempo mismo y con nosotros, y que siendo de todos es también único y singular. El ritmo poético es la actualización de ese pasado que es un futuro que es un presente: nosotros mismos. La frase poética es tiempo vivo, concreto: es ritmo, tiempo original, perpetuamente recreándose. Continuo renacer y remorir y renacer de nuevo. La unidad de la frase, que en la prosa se da por el sentido o significación, en el poema se logra por gracia del ritmo. La coherencia poética, por tanto, debe ser de orden distinto a la prosa. La frase rítmica nos lleva así al examen de su sentido. Sin embargo, antes de estudiar cómo se logra la unidad significativa de la frase poética, es necesario ver más de cerca las relaciones entre verso y prosa.
[1] La lingüística moderna parece contradecir esta opinión. No obstante, como se verá, la contradicción no es absoluta. Para Roman Jakobson, «la palabra es una parte constituyente de un contexto superior, la frase, y simultáneamente es un contexto de otros constituyentes más pequeños, los morfemas (unidades mínimas dotadas de significación) y los fonemas». A su vez los fonemas son haces o manojos de rasgos diferenciales. Tanto cada rasgo diferencial como cada fonema se constituyen frente a las otras partículas en una relación de oposición o contraste: los fonemas «designan una mera alteridad». Ahora bien, aunque carecen de significación propia, los fonemas «participan de la significación» ya que su «función consiste en diferenciar, cimentar, separar o destacar» los morfemas y de tal modo distinguirlos entre sí. Por su parte, el morfema no alcanza efectiva significación sino en la palabra y ésta en la frase o en la palabra-frase. Así pues, rasgos diferenciales, fonemas, morfemas y palabras son signos que sólo significan plenamente dentro de un contexto. Por último, el contexto significa y es inteligible sólo dentro de una clave común al que habla y al que oye: el lenguaje. Las unidades semánticas (morfemas y palabras) y las fonológicas (rasgos diferenciales y fonemas) son elementos lingüísticos por pertenecer a un sistema de significados que los engloba. Las unidades lingüísticas no constituyen el lenguaje sino a la inversa: el lenguaje las constituye. Cada unidad, sea en el nivel fonológica o en el significativo, se define por su relación con las otras partes: «el lenguaje es una totalidad indivisible».
[2] Marcel Granet, La pensée chinoise. París, 1938.
[3] H. Hubert y M. Mauss, Mélanges d’histoire des religions, París, 1929.
[4] Aristóteles: Poética. Versión directa, introducción y notas por Juan David García Bacca, México, 1945
La consagración del instante
En páginas anteriores se intentó distinguir el acto poético de otras experiencias colindantes. Ahora se hace necesario mostrar cómo ese acto irreductible se inserta en el mundo. Aunque la poesía no es religión, ni magia, ni pensamiento, para realizarse como poema se apoya siempre en algo ajeno a ella. Ajeno, mas sin lo cual no podría encarnar. El poema es poesía y, además, otra cosa. Y esteademás no es algo postizo o añadido, sino un constituyente de su ser. Un poema puro sería aquél en el que las palabras abandonasen sus significados particulares y sus referencias a esto o aquello, para significar sólo el acto de poetizar —exigencia que acarrearía su desaparición, pues las palabras no son sino significados de esto y aquello, es decir, de objetos relativos e históricos. Un poema puro no podría estar hecho de palabras y seria, literalmente, indecible. Al mismo tiempo, un poema que no luchase contra la naturaleza de las palabras, obligándolas a ir más allá de sí mismas y de sus significados relativos, un poema que no intentase hacerlas decir lo indecible, se quedaría en simple manipulación verbal. Lo que caracteriza al poema es su necesaria dependencia de la palabra tanto como su lucha por trascenderla. Esta circunstancia permite una investigación sobre su naturaleza como algo único e irreductible y, simultáneamente, considerarlo como una expresión social inseparable de otras manifestaciones históricas. El poema, ser de palabras, va más allá de las palabras y la historia no agota el sentido del poema; pero el poema no tendría sentido —y ni siquiera existencia— sin la historia, sin la comunidad que lo alimenta y a la que alimenta.
Las palabras del poeta, justamente por ser palabras, son suyas y ajenas. Por una parte, son históricas: pertenecen a un pueblo y a un momento del habla de ese pueblo: son algo fechable. Por la otra, son anteriores a toda fecha: son un comienzo absoluto. Sin el conjunto de circunstancias que llamamos Grecia no existirían La Iliada ni La Odisea; pero sin esos poemas tampoco habría existido la realidad histórica que fue Grecia. El poema es un tejido de palabras perfectamente fechables y un acto anterior a todas las fechas: el acto original con el que principia toda historia social o individual; expresión de una sociedad y, simultáneamente, fundamento de esa sociedad, condición de su existencia. Sin palabra común no hay poema; sin palabra poética, tampoco hay sociedad, Estado, Iglesia o comunidad alguna. La palabra poética es histórica en dos sentidos complementarios, inseparables y contradictorios: en el de constituir un producto social y en el de ser una condición previa a la existencia de toda sociedad.
El lenguaje que alimenta al poema no es, al fin de cuentas, sino historia, nombre de esto o aquello, referencia y significación que alude a un mundo histórico cerrado y cuyo sentido se agota con el de su personaje central: un hombre o un grupo de hombres. Al mismo tiempo, todo ese conjunto de palabras, objetos, circunstancias y hombres que constituyen una historia arranca de un principio, esto es, de una palabra que lo funda y le otorga sentido. Ese principio no es histórico ni es algo que pertenezca al pasado sino que siempre está presente y dispuesto a encarnar. Lo que nos cuenta Hornero no es un pasado fechable y, en rigor, ni siquiera es pasado: es una categoría temporal que flota, por decirlo así, sobre el tiempo, con avidez siempre de presente. Es algo que vuelve a acontecer apenas unos labios pronuncian los viejos hexámetros, algo que siempre está comenzando y que no cesa de manifestarse. La historia es el lugar de encarnación de la palabra poética.
El poema es mediación entre una experiencia original y un conjunto de actos y experiencias posteriores, que sólo adquieren coherencia y sentido con referencia a esa primera experiencia que el poema consagra. Y esto es aplicable tanto al poema épico como al lírico y dramático. En todos ellos el tiempo cronológico —la palabra común, la circunstancia social o individual— sufre una transformación decisiva: cesa de fluir, deja de ser sucesión, instante que viene después y antes de otros idénticos, y se convierte en comienzo de otra cosa. El poema traza una raya que separa al instante privilegiado de la corriente temporal: en ese aquí y en ese ahora principia algo: un amor, un acto heroico, una visión de la divinidad, un momentáneo asombro ante aquel árbol o ante la frente de Diana, lisa como una muralla pulida. Ese instante está ungido con una luz especial: ha sido consagrado por la poesía, en el sentido mejor de la palabra consagración. A la inversa de lo que ocurre con los axiomas de los matemáticos, las verdades de los físicos o las ideas de los filósofos, el poema no abstrae la experiencia: ese tiempo está vivo, es un instante henchido de toda su particularidad irreductible y es perpetuamente susceptible de repetirse en otro instante, de reengendrarse e iluminar con su luz nuevos instantes, nuevas experiencias. Los amores de Safo, y Safo misma, son irrepetibles y pertenecen a la historia; pero su poema está vivo, es un fragmento temporal que, gracias al ritmo, puede reencarnar indefinidamente. Y hago mal en llamarlo fragmento, pues es un mundo completo en sí mismo, tiempo único, arquetípico, que ya no es pasado ni futuro sino presente. Y esta virtud de ser ya para siempre presente, por obra de la cual el poema se escapa de la sucesión y de la historia, lo ata más inexorablemente a la historia. Si es presente, sólo existe en este ahora y aquí de su presencia entre los hombres. Para ser presente el poema necesita hacerse presente entre los hombres, encarnar en la historia. Como toda creación humana, el poema es un producto histórico, hijo de un tiempo y un lugar; pero también es algo que trasciende lo histórico y se sitúa en un tiempo anterior a toda historia, en el principio del principio. Antes de la historia, pero no fuera de ella. Antes, por ser realidad arquetípica, imposible de fechar, comienzo absoluto, tiempo total y autosuficiente. Dentro de la historia —y más: historia— porque sólo vive encarnado, reengendrándose, repitiéndose en el instante de la comunión poética. Sin la historia —sin los hombres, que son el origen, la substancia y el fin de la historia— el poema no podría nacer ni encarnar; y sin el poema tampoco habría historia, porque no habría origen ni comienzo.
Puede concluirse que el poema es histórico de dos maneras: la primera, como producto social; la segunda, como creación que trasciende lo histórico pero que, para ser efectivamente, necesita encarnar de nuevo en la historia y repetirse entre los hombres. Y esta segunda manera le viene de ser una categoría temporal especial: un tiempo que es siempre presente, un presente potencial y que no puede realmente realizarse sino haciéndose presente de una manera concreta en un ahora y un aquí determinados. El poema es tiempo arquetípico; y, por serlo, es tiempo que encarna en la experiencia concreta de un pueblo, un grupo o una secta. Esta posibilidad de encarnar entre los hombres lo hace manantial, fuente: el poema da de beber el agua de un perpetuo presente que es, asimismo, el más remoto pasado y el futuro más inmediato. La segunda manera de ser histórico del poema es, por tanto, polémica y contradictoria: aquello que lo hace único y separa del resto de las obras humanas es su trasmutar el tiempo sin abstraerlo; y esa misma operación lo lleva, para cumplirse plenamente, a regresar al tiempo.
Vistas desde el exterior, las relaciones entre poema e historia no presentan fisura alguna: el poema es un producto social. Incluso cuando reina la discordia entre sociedad y poesía —según ocurre en nuestra época— y la primera condena al destierro a la segunda, el poema no escapa a la historia: continúa siendo, en su misma soledad, un testimonio histórico. A una sociedad desgarrada corresponde una poesía como la nuestra. A lo largo de los siglos, por otra parte, Estados e Iglesias confiscan para sus fines la voz poética. Casi nunca se trata de un acto de violencia: los poetas coinciden con esos fines y no vacilan en consagrar con su palabra las empresas, experiencias e instituciones de su época. Sin duda San Juan de la Cruz creía servir a su fe —y en efecto la servía— con sus poemas, pero ¿podemos reducir el infinito hechizo de su poesía a las explicaciones teológicas que nos da en sus comentarios? Basho no habría escrito lo que escribió si no hubiese vivido en el siglo XVII japonés; pero no es necesario creer en la iluminación que predica el budismo Zen para abismarse en la flor inmóvil que son los tres versos de su hai-ku. La ambivalencia del poema no proviene de la historia, entendida como una realidad unitaria y total que engloba todas las obras, sino que es consecuencia de la naturaleza dual del poema. El conflicto no está en la historia sino en la entraña del poema y consiste en el doble movimiento de la operación poética: transmutación del tiempo histórico en arquetípico y encarnación de un arquetipo en un ahora determinado e histórico. Este doble movimiento constituye la manera propia y paradójica de ser de la poesía. Su modo de ser histórico es polémico. Afirmación de aquello mismo que niega: e) tiempo y la sucesión.
La poesía no se siente: se dice. O mejor: la manera propia de sentir la poesía es decirla. Ahora bien, todo decir es siempre un decir de algo, un hablar de esto y aquello. El decir poético no difiere en esto de las otras maneras de hablar. El poeta habla de las cosas que son suyas y de su mundo, aun cuando nos hable de otros mundos: las imágenes nocturnas están hechas de fragmentos de las diurnas, recreadas conforme a otra ley. El poeta no escapa a la historia, incluso cuando la niega o la ignora. Sus experiencias más secretas o personales se transforman en palabras sociales, históricas. Al mismo tiempo, y con esas mismas palabras, el poeta dice otra cosa: revela al hombre. Esa revelación es el significado último de todo poema y casi nunca está dicha de manera explícita, sino que es el fundamento de todo decir poético. En las imágenes y ritmos se transparenta, más o menos acusadamente, una revelación que no se refiere ya a aquello que dicen las palabras, sino a algo anterior y en lo que se apoyan todas las palabras del poema: la condición última del hombre, ese movimiento que lo lanza sin cesar adelante, conquistando siempre nuevos territorios que apenas tocados se vuelven ceniza, en un renacer y remorir y renacer continuos. Pero esta revelación que nos hacen los poetas encarna siempre en el poema y, más precisamente, en las palabras concretas y determinadas de este o aquel poema. De otro modo no habría posibilidad de comunión poética: para que las palabras nos hablen de esa «otra cosa» de que habla todo poema es necesario que también nos hablen de esto y aquello.
La discordia latente en todo poema es una condición de su naturaleza y no se da como desgarradura. El poema es unidad que sólo logra constituirse por la plena fusión de los contrarios. No son dos mundos extraños los que pelean en su interior: el poema está en lucha consigo mismo. Por eso está vivo. Y de esta continua querella —que se manifiesta como unidad superior, como lisa y compacta superficie— procede también lo que se ha llamado la peligrosidad de la poesía. Aunque comulgue en el altar social y comparta con entera buena fe las creencias de su época, el poeta es un ser aparte, un heterodoxo por fatalidad congénita: siempre dice otra cosa, incluso cuando dice las mismas cosas que el resto de los hombres de su comunidad. La desconfianza de los Estados y las Iglesias ante la poesía nace no sólo del natural imperialismo de estos poderes: la índole misma del decir poético provoca el recelo. No es tanto aquello que dice el poeta, sino lo que va implícito en su decir, su dualidad última e irreductible, lo que otorga a sus palabras un gusto de liberación. La frecuente acusación que se hace a los poetas de ser ligeros, distraídos, ausentes, nunca del todo en este mundo, proviene del carácter de su decir. La palabra poética jamás es completamente de este mundo: siempre nos lleva más allá, a otras tierras, a otros cielos, a otras verdades. La poesía parece escapar a la ley de gravedad de la historia porque su palabra nunca es enteramente histórica. Nunca la imagen quiere decir esto o aquello. Más bien sucede lo contrario, según se ha visto: la imagen dice esto y aquello al mismo tiempo. Y aun: esto es aquello.
La condición dual de la palabra poética no es distinta a la de la naturaleza del hombre, ser temporal y relativo pero lanzado siempre a lo absoluto. Ese conflicto crea la historia. Desde esta perspectiva, el hombre no es mero suceder, simple temporalidad. Si la esencia de la historia consistiese sólo en el suceder un instante a otro, un hombre a otro, una civilización a otra, el cambio se resolvería en uniformidad, y la historia sería naturaleza. En efecto, cualesquiera que sean sus diferencias específicas, un pino es igual a otro pino, un perro es igual a otro perro; con la historia ocurre lo contrario: cualesquiera que sean sus características comunes, un hombre es irreductible a otro hombre, un instante histórico a otro instante. Y lo que hace instante al instante, tiempo al tiempo, es el hombre que se funde con ellos para hacerlos únicos y absolutos. La historia es gesta, acto heroico, conjunto de instantes significativos porque el hombre hace de cada instante algo autosuficiente y separa así al hoy del ayer. En cada instante quiere realizarse como totalidad y cada una de sus horas es monumento de una eternidad momentánea. Para escapar de su condición temporal no tiene más remedio que hundirse más plenamente en el tiempo. La única manera que tiene de vencerlo es fundirse con él. No alcanza la vida eterna, pero crea un instante único e irrepetible y así da origen a la historia. Su condición lo lleva a ser otro; sólo, siéndolo puede ser él mismo plenamente. Es como el Grifón mítico de que habla el canto XXXI del Purgatorio: «Sin cesar de ser él mismo se transforma en su imagen».
La experiencia poética no es otra cosa que revelación de la condición humana, esto es, de ese trascenderse sin cesar en el que reside precisamente su libertad esencial. Si la libertad es movimiento del ser, trascenderse continuo del hombre, ese movimiento deberá estar referido siempre a algo. Y así es: es un apuntar hacia un valor o una experiencia determinada. La poesía no escapa a esta ley, como manifestación de la temporalidad que es. En efecto, lo característico de la operación poética es el decir, y todo decir es decir de algo. ¿Y qué puede ser ese algo? En primer término, ese algo es histórico y fechable: aquello de que efectivamente habla el poeta, trátese de sus amores con Galatea, del sitio de Troya, de la muerte de Hamlet, del sabor del vino una tarde o del color de una nube sobre el mar. El poeta consagra siempre una experiencia histórica, que puede ser personal, social o ambas cosas a un tiempo. Pero al hablarnos de todos esos sucesos, sentimientos, experiencias y personas, el poeta nos habla de otra cosa: de lo que está haciendo, de lo que se está siendo frente a nosotros y en nosotros. Nos habla del poema mismo, del acto de crear y nombrar. Y más: nos lleva a repetir, a recrear su poema, a nombrar aquello que nombra; y al hacerlo, nos revela lo que somos. No quiero decir que el poeta haga poesía de la poesía —o que en su decir sobre esto o aquello de pronto se desvíe y se ponga a hablar sobre su propio decir— sino que, al recrear sus palabras, nosotros también revivimos su aventura y ejercitamos esa libertad en la que se manifiesta nuestra condición. También nosotros nos fundimos con el instante para traspasarlo mejor, también, para ser nosotros mismos, somos otros. La experiencia descrita en los capítulos anteriores la repite el lector. Esta repetición no es idéntica, por supuesto. Y precisamente por no serlo, es valedera. Es muy posible que el lector no comprenda con entera rectitud lo que dice el poema: hace muchos años o siglos fue escrito y la lengua viva ha variado; o fue compuesto en una región alejada, donde se habla de un modo distinto. Nada de esto importa. Si la comunión poética se realiza de veras, quiero decir, si el poema guarda aún intactos sus poderes de revelación y si el lector penetra efectivamente en su ámbito eléctrico, se produce una recreación. Como toda recreación, el poema del lector no es el doble exacto del escrito por el poeta. Pero si no es idéntico por lo que toca al esto y al aquello, sí lo es en cuanto al acto mismo de la creación: el lector recrea el instante y se crea a sí mismo.
El poema es una obra siempre inacabada, siempre dispuesta a ser completada y vivida por un lector nuevo. La novedad de los grandes poetas de la Antigüedad proviene de su capacidad para ser otros sin dejar de ser ellos mismos. Así, aquello de que habla el poeta (el esto y el aquello: la rosa, la muerte, la tarde soleada, el asalto a las murallas, la reunión de los estandartes) se convierte, para el lector, en eso que está implícito en todo decir poético y que es el núcleo de la palabra poética: la revelación de nuestra condición y su reconciliación consigo misma. Esta revelación no es un saber de algo o sobre algo, pues entonces la poesía sería filosofía. Es un efectivo volver a ser aquello que el poeta revela que somos; por eso no se produce como un juicio: es un acto inexplicable excepto por sí mismo y que nunca asume una forma abstracta. No es una explicación de nuestra condición, sino una experiencia en la que nuestra condición, ella misma, se revela o manifiesta. Y por eso también está indisolublemente ligada a un decir concreto sobre esto o aquello. La experiencia poética —original o derivada de la lectura— no nos enseña ni nos dice nada sobre la libertad: es la libertad misma desplegándose para alcanzar algo y así realizar, por un instante, al hombre. La infinita diversidad de poemas que registra la historia procede del carácter concreto de la experiencia poética, que es experiencia de esto y aquello; pero esta diversidad también es unidad, porque en todos estos y aquéllos se hace presente la condición humana. Nuestra condición consiste en no identificarse con nada de aquello en que encarna, sí, pero también en no existir sino encarnando en lo que no es ella misma.
El carácter personal de la lírica parece ajustarse más a estas ideas que la épica o la dramática. Épica y teatro son formas en las cuales el hombre se reconoce como colectividad o comunidad, en tanto que en la lírica se ve como individuo. De ahí que se piense que en las dos primeras la palabra común —el decir sobre esto o aquello— ocupa todo el espacio y no deja lugar para que la «otra voz» se manifieste. El poeta épico no habla de sí mismo, ni de su experiencia: habla de otros y su decir no tolera ambigüedad alguna. La objetividad de lo que cuenta lo vuelve impersonal. Las palabras del teatro y de la épica coinciden enteramente con las de su comunidad y no es fácil —excepto en el caso de un teatro polémico, como el de Eurípides o el moderno— que revelen verdades distintas o contrarias a las de su mundo histórico. La forma épica —y, en menor grado, la dramática no ofrecen posibilidad de decir cosas distintas de las que expresamente dicen; la libertad interior que, al desplegarse, permite la revelación de la condición paradójica del nombre, no se da en ellas, por tanto, no se establece ese conflicto entre historia y poesía que más arriba se ha tratado de describir y que parecía constituir la esencia del poema. La coincidencia entre historia y poesía, entre palabra común y palabra poética, es tan perfecta que no deja resquicio alguno por donde puede colarse una verdad que no sea histórica. Es indispensable examinar esta opinión, que contradice en parte todo lo dicho.
Épica y teatro son ante todo obras con héroes, protagonistas o personajes. No es aventurado afirmar que precisamente en los héroes —acaso con mayor plenitud que en el monólogo del poeta lírico— se da esa revelación de la libertad que hace de la poesía, simultánea e indisolublemente, algo que es histórico y que, siéndolo, niega y trasciende la historia. Y más: ese conflicto o nudo de contradicciones que es todo poema se manifiesta con mayor y más entera objetividad en la épica y la tragedia. En ellas, a la inversa de lo que sucede en la lírica, el conflicto deja de ser algo latente, jamás explícito del todo y se desnuda y muestra con toda crudeza. La tragedia y la comedia muestran en forma objetiva el conflicto entre los hombres y el destino y, así, la lucha entre poesía e historia. La épica, por su parte, es la expresión de un pueblo como conciencia colectiva, pero también lo es de algo anterior a la historia de esa comunidad: los héroes, los fundadores. Aquiles está antes, no después, de Grecia. En fin, en los personajes del teatro y de la epopeya encarna el misterio de la libertad y por ellos habla la «otra voz».
Todo poema, cualquiera que sea su índole: lírica, épica o dramática, manifiesta una manera peculiar de ser histórico; mas para asir realmente esta singularidad no basta con enunciarla en la forma abstracta en que hasta ahora lo hemos hecho sino acercarnos al poema en su realidad histórica y ver de manera más concreta cuál es su función dentro de una sociedad dada. Así, los capítulos que siguen tendrán por tema la tragedia y la épica griegas, la novela, y la poesía lírica de la edad moderna. No es casual la elección de épocas y géneros. En los héroes del mito griego y, en otro sentido, en los del teatro español e isabelino, es posible percibir las relaciones entre la palabra poética y la social, la historia y el hombre. En todos ellos el tema central es la libertad humana. La novela, por su parte, según se ha dicho muchas veces, es la épica moderna; asimismo, es una anomalía dentro del género épico y de ahí que merezca una meditación especial. Finalmente, la poesía moderna constituye, como la novela, otra excepción: por primera vez en la historia la poesía deja de servir a otros poderes y quiere rehacer el mundo a su imagen. Sin duda los poemas de Baudelaire no son esencialmente distintos, en la medida en que son poemas, a los de Li-Po, Dante o Safo. Lo mismo puede decirse del resto de los poetas modernos, en cuanto creadores de poemas. Pero la actitud de estos poetas —y la de la sociedad que los rodea— es radicalmente diferente a la de los antiguos. En todos ellos, con mayor o menor énfasis, el poeta se alía al teórico, el creador al profeta, el artista al revolucionario o al sacerdote de una nueva fe. Todos se sienten seres aparte de la sociedad y algunos se consideran fundadores de una historia y de un hombre nuevos. De ahí que, para los fines de este trabajo, se les estudie más bien en este aspecto que como simples creadores de poemas.
Antes de inclinarnos sobre el significado del héroe, parece necesario preguntarse en dónde se ha dado con mayor pureza el carácter heroico. Hasta hace poco, todos hubieran contestado sin vacilar: Grecia. Pero cada día se descubren más y más textos épicos, pertenecientes a todos los pueblos, desde la epopeya de Gilgamesh hasta la leyenda de Quetzalcóatl, que entre nosotros ha reconstruido el padre Ángel María Garibay K. Estos descubrimientos obligan a justificar nuestra elección. Cualesquiera que sean las relaciones entre poesía épica, dramática y lírica, es evidente que las primeras se distinguen de la última por su carácter objetivo. La épica cuenta; la dramática presenta. Y presenta de bulto. Ambas, además, no tienen por objeto al hombre individual sino a la colectividad o al héroe que la encarna. Por otra parte, teatro y épica se distinguen entre sí por lo siguiente: en la épica, el pueblo se ve como origen y como futuro, es decir, como un destino unitario, al que la acción heroica ha dotado de un sentido particular (ser digno de los héroes es continuarlos, prolongarlos, asegurar un futuro a ese pasado que siempre se presenta a nuestros ojos como un modelo); en el teatro, la sociedad no se ve como un todo sino desgarrada por dentro, en lucha consigo misma. En general, toda épica representa a una sociedad aristocrática y cerrada; el teatro —por lo menos en sus formas más altas: la comedia política y la tragedia— exige como atmósfera la democracia, esto es, el diálogo: en el teatro la sociedad dialoga consigo misma. Y así, mientras sólo en momentos aislados los héroes épicos son problemáticos, los del teatro lo son continuamente, salvo en el instante en que la crisis se desenlaza. Sabemos lo que hará el héroe épico, pero el personaje dramático se ofrece como varias posibilidades de acción, entre las que tiene que escoger. Estas diferencias revelan que hay una suerte de filialidad entre épica y teatro. El héroe épico parece que está destinado a reflexionar sobre sí mismo en el teatro, y de ahí que Aristóteles afirme que los poetas dramáticos toman sus mitos —esto es, sus argumentos o asuntos— de la materia épica. La epopeya crea a los héroes como seres de una sola pieza; la poesía dramática recoge esos caracteres y los vuelve, por decirlo así, sobre sí mismos: los hace transparentes, para que nos contemplemos en sus abismos y contradicciones. Por eso el carácter heroico sólo puede estudiarse plenamente si el héroe épico es también héroe dramático, es decir, en aquella tradición poética que hace de la primitiva materia épica objeto de examen y diálogo.
No es muy seguro que todas las grandes civilizaciones posean una épica, en el sentido de las grandes epopeyas indoeuropeas. El libro de los cantos, en China, y el Manyoshu, en el Japón, son recopilaciones predominantemente líricas. En otros casos, una gran poesía dramática desdeña su tradición épica: Corneille y Racine buscaron héroes fuera de la materia épica francesa. Esta circunstancia no hace menos franceses a sus personajes, pero sí revela una ruptura en la historia espiritual de Francia. El «gran siglo» da la espalda a la tradición medieval y la elección de temas hispanos y griegos revela que esa sociedad había decidido cambiar sus modelos y arquetipos heroicos por otros. Ahora bien, si concebimos el teatro como el diálogo de la sociedad consigo misma, como un examen de sus fundamentos, no deja de ser sintomático que en el teatro francés el Cid y Aquiles suplanten a Rolando, y Agamenón a Carlomagno.
Si el mito épico constituye la sustancia de la creación dramática, debe haber una necesaria relación de filialidad entre épica y teatro, según acontece entre griegos, españoles e ingleses. En la epopeya el héroe aparece como unidad de destino; en el teatro, como conciencia y examen de ese mismo destino. Pero la problematicidad del héroe trágico sólo puede desplegarse ahí donde el diálogo se cumple efectiva y libremente, es decir, en el seno de una sociedad en donde la teología no constituye el monopolio de una burocracia eclesiástica y, por otra parte, ahí donde la actividad política consiste sobre todo en el libre intercambio de opiniones. Todo nos lleva a estudiar el carácter heroico en Grecia, porque sólo entre los griegos la épica es la materia prima de la teología y sólo entre ellos la democracia permitió que los personajes trágicos reviviesen como conflictos teatrales los supuestos teológicos que animaban a los héroes de la epopeya. Así pues, sin negar otras epopeyas ni un teatro como el No japonés, es evidente que Grecia debe ser el centro de nuestra reflexión sobre la figura del héroe. Sólo entre los griegos —y en esto radica el carácter excepcional de su cultura— se dan todas las condiciones que permiten el pleno despliegue del carácter heroico: los héroes épicos son también héroes trágicos; la reflexión que sobre sí mismo hace el héroe trágico no está limitada por una coacción eclesiástica o filosófica; y, en fin, esa reflexión se refiere a los fundamentos mismos del hombre y del mundo, porque en Grecia la épica es, simultáneamente, teogonía y cosmogonía y constituye el sustento común del pensamiento filosófico y de la religión popular. La reflexión del héroe trágico, y su conflicto mismo, son de orden religioso, político y filosófico. El tema único del teatro griego es el sacrilegio, o sea: la libertad, sus límites y sus penas. La concepción griega de la lucha entre la justicia cósmica y la voluntad humana, su armonía final y los conflictos que desgarran el alma de los héroes, constituye una revelación del ser y, así, del hombre mismo. Un hombre que no está fuera del cosmos, como un extraño huésped de la tierra, según ocurre en la idea del hombre que nos presenta la filosofía moderna; tampoco un hombre inmerso en el cosmos, como uno de sus ciegos componentes, mero reflejo de la dinámica de la naturaleza o de la voluntad de los dioses. Para el griego, el hombre forma parte del cosmos, pero su relación con el todo se funda en su libertad. En esta ambivalencia reside el carácter trágico del ser humano. Ningún otro pueblo ha acometido, con semejante osadía y grandeza, la revelación de la condición humana.
El mono gramático
Hanuman o Hanumat o Janumat
«Es un famoso jefe de los monos que era capaz de volar y una
figura notable del Ramayana: Hanuman saltaba de la India
a Ceylán en un sólo movimiento; arrancaba árboles, cargaba
a los Himalayas, agarraba las nubes y realizaba muchas
otras hazañas prodigiosas. Entre otras facultades, Hanuman
tenía la de ser un gramático, y de él dice el Ramayana: “El
jefe de los monos es perfecto; nadie lo iguala en los sastras
ni en erudición ni en su capacidad de descifrar el sentido
de las escrituras (o en modificarlas a voluntad). Es cosa
bien sabida que Hanuman fue el noveno autor de la gramática”»
John Dowson, M. R. A. S.
A Classical Dictionary of Hindu Mythology
1
lo mejor será escoger el camino de Galta, recorrerlo de nuevo (inventarlo a medida que lo recorro) y sin darme cuenta, casi insensiblemente, ir hasta el fin -sin preocuparme por saber qué quiere decir «ir hasta el fin» ni qué es lo que yo he querido decir al escribir esa frase. Cuando caminaba por el sendero de Galta, ya lejos de la carretera, una vez pasado el paraje de los banianos y los charcos de agua podrida, traspuesto el Portal en ruinas, al penetrar en la plazuela rodeada de casas desmoronadas precisamente al comenzar la caminata, tampoco sabía adónde iba ni me preocupaba saberlo. No me hacía preguntas: caminaba, nada más caminaba, sin rumbo fijo. Iba al encuentro… ¿de qué iba al encuentro? Entonces no lo sabía y no lo sé ahora. Tal vez por eso escribí «ir hasta el fin»: para saberlo, para saber qué hay detrás del fin. Una trampa verbal; después del fin no hay nada pues si algo hubiese el fin no sería fin. y, no obstante, siempre caminamos al encuentro de… , aunque sepamos que nada ni nadie nos aguarda. Andamos sin dirección fija pero con un fin (¿cuál?) y para llegar al fin. Búsqueda del fin, terror ante el fin: el haz y el envés del mismo acto. Sin ese fin que nos elude constantemente ni caminaríamos ni habría caminos. Pero el fin es la refutación y la condenación del camino: al fin el camino se disuelve, el encuentro se disipa. Y el fin -también se disipa. Volver a caminar, ir de nuevo al encuentro: el camino estrecho que sube y baja serpeando entre rocas renegridas y colinas adustas color camello; colgadas de las peñas, como si estuviesen a punto de desprenderse y caer sobre la cabeza del caminante, las casas blancas; el olor a pelambre trasudada y a excremento de vaca; el zumbar de la tarde; los gritos de los monos saltando entre las ramas de los árboles o corriendo por las azoteas o balanceándose en los barrotes de un balcón; en las alturas, los círculos de los pájaros y el humo azulenco de las cocinas; la luz casi rosada sobre las piedras; el sabor de sal en los labios resecos; el rumor de la tierra suelta al desmoronarse bajo los pies; el polvo que se pega a la piel empapada de sudor, enrojece los ojos y no deja respirar; las imágenes, los recuerdos, las figuraciones fragmentarias -todas esas sensaciones, visiones y semipensamientos que aparecen y desaparecen en el espacio de un parpadeo, mientras se camina al encuentro de… El camino también desaparece mientras lo pienso, mientras lo digo.
9
Frases que son lianas que son manchas de humedad que son sombras proyectadas por el fuego en una habitación no descrita que son la masa obscura de la arboleda de las hayas y los álamos azotada por el viento a unos trescientos metros de mi ventana que son demostraciones de luz y sombra a propósito de una realidad vegetal a la hora del sol poniente por las que el tiempo en una alegoría de sí mismo nos imparte lecciones de sabiduría tan pronto formuladas como destruidas por el más ligero parpadeo de la luz o de la sombra que no son sino el tiempo en sus encarnaciones y des encarnaciones que son las frases que escribo en este papel y que conforme las leo desaparecen: no son las sensaciones, las percepciones, las imaginaciones y los pensamientos que se encienden y apagan aquí, ahora, mientras escribo o mientras leo lo que escribo: no son lo que veo ni lo que vi, son el reverso de lo visto y de la vista pero no son lo invisible: son el residuo no dicho, no son el otro lado de la realidad sino el otro lado del lenguaje, lo que tenemos en la punta de la lengua y se desvanece antes de ser dicho, el otro lado que no puede ser nombrado porque es lo contrario del nombre: lo no dicho no es esto o aquello que callamos, tampoco es ni-esto-ni-aquello: no es el árbol que digo que veo sino la sensación que siento al sentir que lo veo en el momento en que voy a decir que lo veo, una congregación insubstancial pero real de vibraciones y sonidos y sentidos que al combinarse dibujan una configuración de una presencia verde-bronceada-negra-leñosa-hojosa -sonoro-silenciosa; no, tampoco es esto, si no es un nombre menos puede ser la descripción de un nombre ni la descripción de la sensación del nombre ni el nombre de la sensación; el árbol no es el nombre árbol, tampoco es una sensación de árbol: es la sensación de una percepción de árbol que se disipa en el momento mismo de la percepción de la sensación de árbol; los nombres, ya lo sabemos, están huecos, pero lo que no sabíamos o, si lo sabíamos, lo habíamos olvidado, es que las sensaciones son percepciones de sensaciones que se disipan, sensaciones que se disipan al ser percepciones, pues si no fuesen percepciones ¿cómo sabríamos que son sensaciones?; sensaciones que no son percepciones no son sensaciones, percepciones que no son nombres ¿qué son? si no lo sabías, ahora lo sabes: todo está hueco; y apenas digo todo-está-hueco, siento que caigo en la trampa: si todo está hueco, también está hueco el todo-está-hueco; no, está lleno y repleto, todo-está-hueco está henchido de sí, lo que tocamos y vemos y oímos y gustamos y olemos y pensamos, las realidades que inventamos y las realidades que nos tocan, nos miran, nos oyen y nos inventan, todo lo que tejemos y destejemos y nos teje y desteje, instantáneas apariciones y desapariciones, cada una distinta y única, es siempre la misma realidad plena, siempre el mismo tejido que se teje al destejerse: aun el vacío y la misma privación son plenitud (tal vez son el ápice, el colmo y la calma de la plenitud), todo está lleno hasta los bordes, todo es real, todas esas realidades inventadas y todas esas invenciones tan reales, todos y todas, están llenos de sí, hinchados de su propia realidad; y apenas lo digo, se vacían: las cosas se vacían y los nombres se llenan, ya no están huecos, los nombres son plétoras, son dadores, están henchidos de sangre, leche, semen, savia, están henchidos de minutos, horas, siglos, grávidos de sentidos y significados y señales, son los signos de inteligencia que el tiempo se hace a sí mismo, los nombres les chupan los tuétanos a las cosas, las cosas se mueren sobre esta página pero los nombres medran y se multiplican, las cosas se mueren para que vivan los nombres: entre mis labios el árbol desaparece mientras lo digo y al desvanecerse aparece: míralo, torbellino de hojas y raíces y ramas y tronco en mitad del ventarrón, chorro de verde bronceada sonora hojosa realidad aquí en la página: míralo allá, en la eminencia del terreno, míralo: opaco entre la masa opaca de los árboles, míralo irreal en su bruta realidad muda, míralo no dicho: la realidad más allá del lenguaje no es del todo realidad, realidad que no habla ni dice no es realidad; y apenas lo digo, apenas escribo con todas sus letras que no es realidad la desnuda de nombres, los nombres se evaporan, son aire, son un sonido engastado en otro sonido y en otro y en otro, un murmullo, una débil cascada de significados que se anulan: el árbol que digo no es el árbol que veo, árbol no dice árbol, el árbol está más allá de su nombre, realidad hojosa y leñosa: impenetrable, intocable, realidad más allá de los signos, inmersa en sí misma, plantada en su propia realidad: puedo tocarla pero no puedo decirla, puedo incendiarla pero si la digo la disipo: el árbol que está allá entre los árboles no es el árbol que digo sino una realidad que está más allá de los nombres, más allá de la palabra realidad, es la realidad tal cual, la abolición de las diferencias y la abolición también de las semejanzas; el árbol que digo no es el árbol y el otro, el que no digo y que está allá, tras mi ventana, ya negro el tronco y el follaje todavía inflamado por el. sol poniente, tampoco es el árbol sino la realidad inaccesible en que está plantado: entre uno y otro se levanta el único árbol de la sensación que es la percepción de la sensación de árbol que se disipa, pero ¿quién percibe, quién siente, quién se disipa al disiparse las sensaciones y las percepciones? ahora mismo mis ojos, al leer esto que escribo con cierta prisa por llegar al fin (¿cuál, qué fin?) sin tener que levantarme para encender la luz eléctrica, aprovechando todavía el sol declinante que se desliza entre las ramas y las hojas del macizo de las hayas plantadas sobre una ligera eminencia (podría decirse que es el pubis del terreno, de tal modo es femenino el paisaje entre los domos de los pequeños observatorios astronómicos y el ondulado campo deportivo del Colegio, podría decirse que es el pubis de Esplendor que se ilumina y se obscurece, mariposa doble, según se mueven las llamas de la chimenea, según crece y decrece el oleaje de la noche), ahora mismo mis ojos, al leer esto que escribo, inventan la realidad del que escribe esta larga frase, pero no me inventan a mí, sino a una figura del lenguaje: al escritor, una realidad que no coincide con mi propia realidad, si es que yo tengo alguna realidad que pueda llamar propia no, ninguna realidad es mía, ninguna me (nos) pertenece, todos habitamos en otra parte, más allá de donde estamos, todos somos una realidad distinta a la palabra yo o a la palabra nosotros, nuestra realidad más íntima está fuera de nosotros y no es nuestra, tampoco es una sino plural, plural e instantánea, nosotros somos esa pluralidad que se dispersa, el yo es real quizá, pero el yo no es yo ni tú ni él, el yo no es mío ni es tuyo, es un estado, un parpadeo, es la percepción de una sensación que se disipa, pero ¿quién o qué percibe, quién siente?, los ojos que miran lo que escribo ¿son los mismos ojos que yo digo que miran lo que escribo? vamos y venimos entre la palabra que se extingue al pronunciarse y la sensación que se disipa en la percepción -aunque no sepamos quién es el que pronuncia la palabra ni quién es el que percibe, aunque sepamos que aquel que percibe algo que se disipa también se disipa en esa percepción: sólo es la percepción de su propia extinción, vamos y venimos: la realidad más allá de los nombres no es habitable y la realidad de los nombres es un perpetuo desmoronamiento, no hay nada sólido en el universo, en todo el diccionario no hay una sola palabra sobre la que reclinar la cabeza, todo es un continuo ir y venir de las cosas a los nombres a las cosas, no, digo que voy y vengo sin cesar pero no me he movido, como el árbol no se ha movido desde que comencé a escribir, otra vez las expresiones inexactas: comencé, escribo, ¿quién escribe esto que leo?, la pregunta es reversible: ¿qué leo al escribir: quién escribe esto que leo?, la respuesta es reversible, las frases del fin son el revés de las frases del comienzo y ambas son las mismas frases que son lianas que son manchas de humedad sobre un muro imaginario de una casa destruida de Galta que son las sombras proyectadas por el fuego de una chimenea encendida por dos amantes que son el catálogo de un jardín botánico tropical que son una alegoría de un capítulo de un poema épico que son la masa agitada de la arboleda de las hayas tras mi ventana mientras el viento etcétera lecciones etcétera destruidas etcétera el tiempo mismo etcétera, las frases que escribo sobre este papel son las sensaciones, las percepciones, las imaginaciones, etcétera, que se encienden y apagan aquí, frente a mis ojos, el residuo verbal: lo único que queda de las realidades sentidas, imaginadas, pensadas, percibidas y disipadas, única realidad que dejan esas realidades evaporadas y que, aunque no sea sino una combinación de signos, no es menos real que ellas: los signos no son las presencias pero configuran otra presencia, las frases se alinean una tras otra sobre la página y al desplegarse abren un camino hacia un fin provisionalmente definitivo, las frases configuran una presencia que se disipa, son la configuración de la abolición de la presencia, sí, es como si todas esas presencias tejidas por las configuraciones de los signos buscasen su abolición para que aparezcan aquellos árboles inaccesibles, inmersos en sí mismos, no dichos, que están más allá del final de esta frase, en el otro lado, allá donde unos ojos leen esto que escribo y, al leerlo, lo disipan.
12
En el muro de la terraza las proezas de Hanuman en Lanka se resuelven en una borrasca de trazos que se confunden con las manchas violáceas de la humedad. Unos pocos metros más adelante el lienzo de la pared termina en un montón de escombros. Por la gran brecha puede verse la tierra de Galta: al frente, colinas ceñudas y peladas que poco a poco se disuelven en una llanura amarillenta y reseca, cuenca desolada que gobierna una luz tajante; a la izquierda, hondonadas, ondulaciones y entre los declives o sobre las cimas las aglomeraciones de las ruinas, unas habitadas por los monos y otras por familias de parias, casi todas pertenecientes a la casta Balmik (barren y lavan los pisos, recogen la basura, acarrean las inmundicias, son los especialistas del polvo, los desechos y los excrementos, pero aquí, instalados en los despojos y cascajos de las mansiones abandonadas, cultivan también la tierra en las granjas cercanas y en las tardes se reúnen en los patios y terrazas para compartir la hooka, discutir y contarse historias); a la derecha, las vueltas y revueltas del camino que lleva al santuario en la cumbre de la montaña. Terreno erizado y ocre, mezquina vegetación espinosa y, desparramadas aquí y allá, grandes piedras blancas pulidas por el viento. En los recodos del camino, solitarios o en grupo, árboles poderosos: pipales de raíces colgantes, brazos nervudos y correosos con que durante siglos estrangulan a otros árboles, rompen piedras y derriban muros y edificios; eucaliptos de troncos veteados y follajes balsámicos; los nim de rugosa corteza mineral -en sus hendeduras y horquetas, ocultos por el verde amargo de las hojas, hay pueblos de ardillas diminutas y colas inmensas, lechuzas anacoretas, pandillas de cuervos. Cielos imperturbables, indiferentes y vacíos, salvo por las figuras que dibujan los pájaros: círculos y espirales de aguiluchos y buitres, manchas de tinta de cuervos y mirlos, disparos verdes y zigzagueantes de los pericos. Rumor obscuro de piedras cayendo en un torrente: la polvareda del hato de cabritos negros y bayos guiados por dos pastorcitos; uno toca una tonada en un organillo de boca y el otro tararea la canción. El ruido fresco de las pisadas, las voces y las risas de una banda de mujeres que baja del santuario, cargadas de niños como si fuesen árboles frutales, sudorosas y descalzas, los brazos y tobillos cubiertos de ajorcas y brazaletes sonoros de plata -el tropel polvoso de las mujeres y el centelleo de sus vestidos vehemencias rojas y amarillas, su andar de potros, el cascabeleo de sus risas, la inmensidad en sus ojos. Más arriba, a unos cincuenta metros del torreón decrépito, linde de la antigua ciudad, invisible desde aquí (hay que torcer hacia la izquierda y rodear una roca que obstruye el paso), el terreno se quiebra: hay una barrera de peñascos y a sus pies un estanque rodeado de construcciones irregulares. Allí los peregrinos descansan después de hacer sus abluciones. El lugar también es hostería de ascetas errantes. Entre las rocas crecen dos pipales muy venerados. El agua de la cascada es verde y el ruido que hace al caer me hace pensar en el de los elefantes a la hora del baño. Son las seis de la tarde; en estos momentos el sadhu que vive en unas ruinas cercanas deja su retiro y, completamente desnudo, se encamina hacia el tanque. Desde hace años, incluso en los fríos días de diciembre y enero, hace sus abluciones a la luz del alba y a la del crepúsculo. Aunque tiene más de sesenta años, su cuerpo es el de un muchacho y su mirada es límpida. Después del baño, cada tarde, dice sus plegarias, come la cena que le aportan los devotos, bebe una taza de té y da unas bocanadas de hachís en su pipa o ingiere un poco de bhang en una taza de leche -no para estimular su imaginación, dice, sino para calmarla. Busca la ecuanimidad, el punto donde cesa la oposición entre la visión interior y la exterior, entre lo que vemos y lo que imaginamos. A mí me gustaría hablar con el sadhu pero ni él entiende mi lengua ni yo hablo la suya. Así, de vez en cuando me limito a compartir su té, su bhang y su quietud. ¿Qué idea se hará de mí? Quizá él se hace ahora la misma pregunta, si es que por casualidad piensa en mí. Me siento observado y me vuelvo: en el otro extremo de la terraza la banda de monos me espía. Camino hacia ellos en línea recta, sin prisa y con mi vara en alto; mi acción parece no inquietarlos y, sin moverse apenas, mientras yo avanzo, continúan mirándome con su acostumbrada, irritante curiosidad y su no menos acostumbrada, impertinente indiferencia. En cuanto me sienten cerca, saltan, echan a correr y desaparecen detrás de la balaustrada. Me aproximo al borde opuesto de la terraza y desde allí veo, a lo lejos, el espinazo del monte dibujado con una precisión feroz. Abajo, la calle y la fuente, el templo y sus dos sacerdotes, los tendajones y sus viejos, los niños que saltan y gritan, unas vacas hambrientas, más monos, un perro cojo. Todo resplandece: las bestias, las gentes, los árboles, las piedras, las inmundicias. Un resplandor sin violencia y que pacta con las sombras y sus repliegues. Alianza de las claridades, templanza pensativa: los objetos se animan secretamente, emiten llamadas, responden a las llamadas, no se mueven y vibran, están vivos con una vida distinta de la vida. Pausa universal: respiro el aire, olor acre de estiércol quemado, olor de incienso y podredumbre. Me planto en este momento de inmovilidad: la hora es un bloque de tiempo puro.
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Maleza de líneas, figuras, formas, colores: los lazos de los trazos, los remolinos de color donde se anega el ojo, la sucesión de figuras enlazadas que se repiten en franjas horizontales y que extravían al entendimiento, como si renglón tras renglón el espacio se cubriese paulatinamente de letras, cada una distinta pero asociada a la siguiente de la misma manera y como si todas ellas, en sus diversas conjunciones, produjesen invariablemente la misma figura, la misma palabra. Y no obstante, en cada caso la figura (la palabra) posee una significación distinta. Distinta y la misma. Arriba, la tierra inocente de la copulación animal. Un llano de hierba rala y requemada, sembrado de flores del tamaño de un árbol y de árboles del tamaño de una flor, limitado a lo lejos por un delgado horizonte rojeante -casi la línea de una cicatriz todavía fresca: es el alba o el crepúscu1o donde se funden o disuelven vagas y diminutas manchas blancas, indecisas mezquitas y palacios que son tal vez nubes. Y sobre este paisaje anodino llenándolo completamente con su furia obsesiva y repetida, la lengua de fuera, los dientes muy blancos, los inmensos ojos fijos y abiertos, parejas de tigres, ratas, camellos, elefantes, mirlos, cerdos, conejos, panteras, cuervos, perros, asnos, ardillas, caballo y yegua, toro y vaca -las ratas grandes como elefantes, los camellos del tamaño de las ardillas- todos acoplados, el macho montado sobre la hembra. Universal copulación extática. Abajo: el suelo no es amarillo ni parduzco sino verde perico. No la tierra-tierra de las bestias sino el prado- alfombra del deseo, superficie brillante salpicada de florecitas rojas, azules y blancas, flores-astros-signos (prado: tapicería: zodíaco: caligrafía), jardín inmóvil que copia el fijo cielo nocturno que se refleja en el dibujo de la alfombra que se transfigura en los trazos del manuscrito. Arriba: el mundo en sus repeticiones; abajo: el universo es analogía. Pero también es excepción, ruptura, irregularidad: como en la parte superior, ocupando casi todo el espacio, fuentes de violencias, grandes exclamaciones, impetuosos chorros rojos y blancos, cinco veces en la hilera de arriba y cuatro en la de abajo, nueve flores enormes, nueve planetas, nueve ideogramas carnales: una nayika, siempre la misma, a la manera de la multiplicación de las figuras luminosas en los juegos de la pirotecnia, emergiendo nueve veces del círculo de su falda, corola azul tachonada de puntos rojos o corola roja espolvoreada de crucecitas negras y azules (el cielo como un prado y ambos reflejados en la falda femenina) -una nayika recostada en el jardín-alfombra-zodíaco-caligrafía, tendida sobre una almohada de signos, la cabeza echada hacia atrás y cubierta a medias por un velo transparente y que deja ver el pelo negrísimo y aceitado, el perfil vuelto ídolo por los pesados adornos -pendientes de oro y rubíes, diademas de perlas en la frente, nariguera de diamantes, cintas y collares de piedras verdes y azules-, en los brazos los ríos centelleantes de las pulseras, los senos grandes y puntiagudos bajo el choli anaranjado, desnuda de la cintura para abajo, muy blancos los muslos y el vientre, el pubis rasurado y rosado, la vulva eminente, los tobillos ceñidos por ajorcas de cascabeles, las palmas de las manos y de los pies teñidas de rojo, las piernas al aire enlazando a su pareja nueve veces –y siempre es la misma nayika, nueve veces poseída simultáneamente en dos hileras, cinco arriba y cuatro abajo, por nueve amadores: un jabalí, un macho cabrío, un mono, un garañón, un toro, un elefante, un oso, un pavo real y otra nayika -otra vestida como ella, con sus mismas joyas y atavíos, sus mismos ojos de pájaro, su misma nariz grande y noble, su misma boca gruesa y bien dibujada, su misma cara, su misma redonda blancura -otra ella misma montada sobre ella, un consolador bicéfalo encajado en las vulvas gemelas. Asimetría entre las dos partes: arriba, copulación entre machos y hembras de la misma especie; abajo, copulación de una hembra humana con machos de varias especies animales y con otra hembra humana -nunca con el hombre. ¿Por qué? Repetición, analogía, excepción. Sobre el espacio inmóvil -muro, cielo, página, estanque, jardín- todas esas figuras se enlazan, trazan el mismo signo y parecen decir lo mismo pero ¿qué dicen?
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La arboleda se ha ennegrecido y se ha vuelto un gigantesco amontonamiento de sacos de carbón abandonados no se sabe por quién ni por qué en mitad del campo. Una realidad bruta que no dice nada excepto que es (pero ¿qué es?) y que a nada se parece, ni siquiera a esos inexistentes sacos de carbón con que, ineptamente, acabo de compararla. Mi excusa: los gigantescos sacos de carbón son tan improbables como la arboleda es ininteligible. Su ininteligibilidad -una palabra como un ferrocarril a punto siempre de descarrilarse o de perder un furgón- le viene de su exceso de realidad. Es una realidad irreductible a las otras realidades. La arboleda es intraducible: es ella y sólo ella. No se parece a las otras cosas ni a las otras arboledas; tampoco se parece a ella misma: cada instante es otra. Tal vez exagero: después de todo, siempre es la misma arboleda y sus cambios incesantes no la transforman ni en roca ni en locomotora; además, no es única: el mundo está lleno de arboledas como ella. ¿Exagero? Sí, esta arboleda se parece a las otras pues de otra manera no se llamaría arboleda sino que tendría un nombre propio; al mismo tiempo, su realidad es única y merecería tener de veras un nombre propio. Todos merecen (merecemos) un nombre propio y nadie lo tiene. Nadie lo tendrá y nadie lo ha tenido. Ésta es nuestra verdadera condenación, la nuestra y la del mundo. Y en esto consiste lo que llaman los cristianos el estado de «naturaleza caída». El paraíso está regido por una gramática ontológica: las cosas y los seres son sus nombres y cada nombre es propio. La arboleda no es única puesto que tiene un nombre común (es naturaleza caída), pero es única puesto que ningún nombre es verdaderamente suyo (es naturaleza inocente). Esta contradicción desafía al cristianismo y hace añicos su lógica. El que la arboleda no tenga nombre y no el que la vea desde mi ventana, al declinar la tarde, borrón contra el cielo impávido del otoño naciente, mancha que avanza poco a poco sobre esta página y la cubre de letras que simultáneamente la describen y la ocultan-el que no tenga nombre y el que no pueda tenerlo nunca es lo que me impulsa a hablar de ella. El poeta no es el que nombra las cosas, sino el que disuelve sus nombres, el que descubre que las cosas no tienen nombre y que los nombres con que las llamamos no son suyos. La crítica del paraíso se llama lenguaje: abolición de los nombres propios; la crítica del lenguaje se llama poesía: los nombres se adelgazan hasta la transparencia, la evaporación. En el primer caso, el mundo se vuelve lenguaje; en el segundo, el lenguaje se convierte en mundo. Gracias al poeta el mundo se queda sin nombres. Entonces, por un instante, podemos verlo tal cual es -en azul adorable. Y esa visión nos abate, nos enloquece; si las cosas son pero no tienen nombre: sobre la tierra no hay medida alguna. Hace un instante, mientras ardía en el brasero solar, la arboleda no parecía ser una realidad ininteligible sino un emblema, una configuración de símbolos. Un criptograma ni más ni menos indescifrable que los enigmas que inscribe el fuego en la pared con las sombras de dos amantes, la maraña de árboles que vio Hanuman en el jardín de Ravana en Lanka y que Valmiki convirtió en un tejido de nombres que leemos ahora como un fragmento del Ramayana, el tatuaje de los monzones y los soles en el muro de la terraza de aquel palacete de Galta o la pintura que describe los acoplamientos bestiales y lesbianos de la nayika como una excepción (¿o una analogía 7) del amor universal. Transmutación de las formas y sus cambios y movimientos en signos inmóviles: escritura; disipación de los signos: lectura. Por la escritura abolimos las cosas, las convertimos en sentido; por la lectura, abolimos los signos, apuramos el sentido y, casi inmediatamente, lo disipamos: el sentido vuelve al amasijo primordial. La arboleda no tiene nombre y estos árboles no son signos: son árboles. Son reales y son ilegibles. Aunque aludo a ellos cuando digo: estos árboles son ilegibles, ellos no se dan por aludidos. N o dicen, no significan: están allí, nada más están. Yo los puedo derribar, quemar, cortar, convertir en mástiles, sillas, barcos, casas, ceniza; puedo pintarlos, esculpirlos, describirlos, convertirlos en símbolos de esto o de aquello (inclusive de ellos mismos) y hacer otra arboleda, real o imaginaria, con ellos; puedo clasificarlos, analizarlos, reducirlos a una fórmula química o a una proporción matemática y así traducirlos, convertirlos en lenguaje -pero estos árboles, estos que señalo y que están más allá, siempre más allá, de mis signos y de mis palabras, intocables inalcanzables impenetrables, son lo que son y ningún nombre, ninguna combinación de signos los dice. Y son irrepetibles: nunca volverán a ser lo que ahora mismo son. La arboleda ya es parte de la noche. Su parte más negra, más noche. Tanto lo es que, sin remordimientos, escribo que es una pirámide de carbón, una puntiaguda geometría de sombras rodeada por un mundo de vagas cenizas. En el patio de los vecinos todavía hay luz. Impersonal, póstuma y a la que conviene admirablemente la palabra fijeza, aunque sepamos que sólo durará unos minutos, porque es una luz que parece oponerse al cambio incesante de las cosas y de ella misma. Claridad final e imparcial de ese momento de transparencia en que las cosas se vuelven presencias y coinciden con ellas mismas. Es el fin (provisional, cíclico) de las metamorfosis. Aparición: sobre el cemento cuadriculado del patio, prodigiosamente ella misma sin ostentación ni vergüenza, la mesita de madera negra sobre la que (hasta ahora lo descubro) se destaca, en un ángulo, una mancha oval atigrada, estriada por afiladas líneas rojizas. En el rincón opuesto, el entreabierto bote de basura arde en una llamarada quieta, casi sólida. La luz resbala por el muro de ladrillo como si fuese agua. Un agua quemada, un aguafuego. El bote de basura desborda de inmundicias y es un altar que se consume en una exaltación callada: los detritos son una gavilla de llamas bajo el resplandor cobrizo de la cubierta oxidada. Transfiguración de los desperdicios -no, no transfiguración: revelación de la basura como lo que es realmente: basura. No puedo decir «gloriosa basura» porque el adjetivo la mancharía. La mesita de madera negra, el bote de basura: presencias. Sin nombre, sin historia, sin sentido, sin utilidad: porque sí. Las cosas reposan en sí mismas, se sientan en su realidad y son injustificables. Así se ofrecen a los ojos, al tacto, al oído, al olfato -no al pensamiento. N o pensar: ver, hacer del lenguaje una transparencia. Veo, oigo los pasos de la luz en el patio; poco a poco se retira del muro de enfrente, se proyecta en el de la izquierda y lo cubre con un manto translúcido de vibraciones apenas perceptibles: transubstanciación del ladrillo, combustión de la piedra, instante de incandescencia de la materia antes de despeñarse en su ceguera -en su realidad. Veo, oigo, toco la paulatina petrificación del lenguaje que ya no significa, que sólo dice: «mesa», «bote de basura», sin decirlos realmente, mientras la mesa y el bote desaparecen en el patio completamente a obscuras… La noche me salva. No podemos ver sin peligro de enloquecer: las cosas nos revelan, sin revelar nada y por su simple estar ahí frente a nosotros, el vacío de los nombres, la falta de mesura del mundo, su mudez esencial. Y a medida que la noche se acumula en mi ventana, yo siento que no soy de aquí, sino de allá, de ese mundo que acaba de borrarse y aguarda la resurrección del alba. De allá vengo, de allá venimos todos y allá hemos de volver. Fascinación por el otro lado, seducción por la vertiente no humana del universo: perder el nombre, perder la medida. Cada individuo, cada cosa, cada instante: una realidad única, incomparable, inconmensurable. Volver al mundo de los nombres propios.
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En los vericuetos del camino de Galta aparece y desaparece el Mono Gramático: el monograma del Simio perdido entre sus símiles.
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Hanuman: mono/grama del lenguaje, de su dinamismo y de su incesante producción de invenciones fonéticas y semánticas. Ideograma del poeta, señor/servidor de la metamorfosis universal: simio imitador, artista de las repeticiones, es el animal aristotélico que copia del natural pero asimismo es la semilla semántica, la semilla- bomba enterrada en el subsuelo verbal y que nunca se convertirá en la planta que espera su sembrador, sino en la otra, siempre otra. Los frutos sexuales y las flores carnívoras de la alteridad brotan del tallo único de la identidad.
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El camino es escritura y la escritura es cuerpo y el cuerpo es cuerpos (arboleda). Del mismo modo que el sentido aparece más allá de la escritura como si fuese el punto de llegada, el fin del camino (un fin que deja de serlo apenas llegamos, un sentido que se evapora apenas lo enunciamos), el cuerpo se ofrece como una totalidad plenaria, igualmente a la vista e igualmente intocable: el cuerpo es siempre un más allá del cuerpo. Al palparlo, se reparte (como un texto) en porciones que son sensaciones instantáneas: sensación que es percepción de un muslo, un lóbulo, un pezón, una uña, un pedazo caliente de la ingle, la nuca como el comienzo de un crepúsculo. El cuerpo que abrazamos es un río de metamorfosis, una continua división, un fluir de visiones, cuerpo descuartizado cuyos pedazos se esparcen, se diseminan, se congregan en una intensidad de relámpago que se precipita hacia una fijeza blanca, negra, blanca. Fijeza que se anula en otro negro relámpago blanco; el cuerpo es el lugar de la desaparición del cuerpo. La reconciliación con el cuerpo culmina en la anulación del cuerpo (el sentido). Todo cuerpo es un lenguaje que, en el momento de su plenitud, se desvanece; todo lenguaje, al alcanzar el estado de incandescencia, se revela como un cuerpo ininteligible. La palabra es una desencarnación del mundo en busca de su sentido; y una encarnación: abolición del sentido, regreso al cuerpo. La poesía es corporal: reverso de los nombres.