Vicente Guedes, primer autor del Libro del Desasosiego

Vicente Guedes, primer autor de El libro del Desasosiego. Desde 1914 y hasta 1929, aparece en las anotaciones de Fernando Pessoa como el autor de una serie de breves prosas que el ortónimo irá publicando con su propio nombre, la primera de ellas, Na Floresta do Alheamento, en la revista A Águia de Porto en diciembre de 1913. Bernardo Soares aparece primero como cuentista, autor de varias ficciones desde 1929 y 1930, y en 1932, en una carta a João Gaspar Simões ya lo refiere Pessoa como el autor de El libro del desasosiego. En 1960 Jorge de Sena prepara para la colección Ática El libro del desasosiego, en la que registra el nombre de Vicente Guedes como el primer autor de éste. Al terminar la década Jorge de Sena abandona el proyecto que será finalmente terminado y publicado en 1984 por Jacinto de Prado Coelho, en una edición de dos tomos. En las ediciones modernas ya no se registra su nombre, aunque si se recuperan algunos de sus textos. Esta es la primera vez que se publica un texto de Guedes en español.

Mario Bojórquez

 

 

 

 

 

 

 

Diario Lúcido

por Vicente Guedes

 

 

Mi vida, tragedia caída bajo las patadas de los ángeles y de la cual se representó sólo el primer acto.

 

Amigos, ninguno. Sólo algunos conocidos que creen que simpatizan conmigo, y que tal vez tendrían pena si un tren me pasara por encima y el entierro fuera en día de lluvia.

 

El premio natural de mi alejamiento de la vida fue la incapacidad, que yo creí que era de los demás, de sentirme bien conmigo. En torno mío hay una aureola de frialdad, un halo de hielo que repele a los otros. Aunque nunca conseguí no sufrir con mi soledad. Tan difícil es obtener aquella distinción de espíritu que permita al aislamiento ser un reposo sin angustia.

 

Nunca di crédito a la amistad que me mostraron, como no lo habría dado al amor si me lo hubieran mostrado, lo que además sería imposible. Aunque tuviera ilusiones respecto de aquellos que se decían mis amigos, siempre sufrí desilusiones por ellos -tan complejo y sutil es mi destino de sufrir.

 

Nunca dudé que todos me pudieran traicionar; y siempre me sorprendí cuando me traicionaron. Cuando llegaba lo que esperaba, era siempre inesperado para mí.

 

Como nunca descubrí en mí cualidades que atrajeran a alguien, nunca pude creer que alguien se sintiera atraído por mí. La opinión sería de una estúpida modestia, si hechos sobre hechos -aquellos inesperados hechos que yo esperaba- no vinieran a confirmarla siempre.

 

Ni siquiera concibo que me estimen por compasión, porque aunque físicamente desaliñado e inaceptable, no tengo aquel grado de arrugamiento orgánico con el cual podría entrar en la órbita de la compasión ajena, ni aun aquella simpatía que la atrae cuando no es patentemente merecida; y para lo que en mí merece piedad, no la puede haber, porque nunca hay piedad para los lastimados de espíritu. De modo que caí en aquel centro de gravedad del desdén ajeno, en que no me inclino hacia la simpatía de nadie.

 

Toda mi vida ha sido querer adaptarme a esto sin sentir demasiado la crueldad y la abyección.

 

Es necesario cierto coraje intelectual para que un individuo reconozca, sin temor, que no pasa de ser un harapo humano, aborto sobreviviente, loco aún fuera de las fronteras de la internabilidad; pero es necesario aún más coraje de espíritu para, reconocido esto, crear una adaptación perfecta a su destino, aceptar sin discusión, sin resignación, sin gesto alguno o esbozo de gesto, la maldición orgánica que la Naturaleza le impuso. Querer que no sufra por esto es más de lo que puedo soportar, porque no cabe en el alma humana la aceptación del mal, viéndole bien, y llamándole bien; y, después, tras aceptarlo finalmente como mal, no es posible no sufrir con ello.

 

Observarme desde afuera fue mi desgracia -la desgracia de mi felicidad. Me vi como los otros me ven, y comencé a despreciarme -no tanto porque reconociera en mí un orden de cualidades por las cuales mereciera desprecio, sino porque comencé a verme como los otros me ven y a sentir el mismo desprecio que ellos sienten por mí. Sufrí la humillación de conocerme a mí mismo. Como este calvario no tiene nobleza, ni resurrección días después, no pude sino sufrir la ignominia de todo esto.

 

Comprendí que era imposible que alguien me amara, a no ser que le faltara del todo el sentido estético -y entonces yo le despreciaría por eso; igualmente simpatizar conmigo no podría pasar de ser un capricho de la indiferencia ajena.

 

¡Ver claro en nosotros mismos y en cómo nos ven los otros! ¡Ver esta verdad frente a frente! Y al final el grito de Cristo en el calvario, cuando vio frente a frente su verdad: Señor, señor, ¿por qué me has abandonado?

Traducción de Mario Bojórquez

 

 

 

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