Presentamos una crónica del poeta mexicano Josué Ramírez en torno al sismo del 19 de septiembre que sacudió Ciudad de México y otras localidades del país. Josué Ramírez (Ciudad de México, 1963). Es autor de siete libros de poesía. De 2000 a 2006 fue miembro de Sistema Nacional de Creadores de Arte. En 1997 obtuvo como director de proyecto la beca otorgada por la Fundación Rockefeller y el Conaculta. Imparte diplomados en Ensayo literario y Poesía mexicana contemporánea.
Día uno
Ayer, durante el sismo, me encontraba en una junta, en el sexto piso de la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México. Bajé, junto con otras personas, por la escalera de emergencia. (Había llegado ahí al cinco para las 11, por lo que al llegar me sumé al simulacro; no bajé las escaleras, pues me encontraba en el vestíbulo.) Dos horas y catorce minutos más tarde bajaba, como ya dije, junto con otras personas, en orden, pero con terror. Al llegar al nivel de calle saqué el cel. y le marqué primero a mi hija y después a mi hijo. Pensaba en ellos, en mi esposa. Mi hija en la secundaria y mi hijo, posiblemente, rumbo a la UNAM. La angustia y el miedo manifiestos en mis manos, que, por primera vez en mi vida (no recuerdo otra ocasión), me temblaban. No contestaron. En cuanto pasé al otro lado de la calle sonó mi cel. y vi en la caratula que era mi hija. Mi alivio fue pleno. Me preguntó cómo estás y yo a ella lo mismo. Minutos después entró un WhatsApp, donde mi hijo decía Todos bien. Le pedí a mi hijo me dijera cómo estaba su mamá. Bien, contestó.
Estuve con los compañeros de la secretaría. El miedo en las pupilas. Eduardo Vázquez Martín, secretario de cultura, indicó que todos nos fuésemos a nuestras casas y que nos mantuviésemos atentos a los protocolos de seguridad que dictara Protección Civil. También dijo que una brigada entraría al edificio a realizar la primera valoración de daños. Minutos después se estableció el orden en el que, por pisos, se entraría a recoger las pertenencias personales. Cuando le tocó al sexto piso subí por mi mochila y bajé de inmediato.
Entró una llamada, era Mar… Acordamos vernos en la escuela de nuestra hija, pero a al medio minuto recibí otro Whast’ de mi hijo donde me pidió que yo fuera sólo por su hermana, pues se había acordonado la calle donde vivimos: Mamá no puede salir y yo, escribió, estoy atendiendo la emergencia. Le respondí, Sí, así lo haré.
Inicié entonces ese trayecto que millones de personas compartimos como experiencia común, ayer, después del sismo: regresar a casa, intentando en lo posible mantener la calma, no estresarse de más. La intuición advertía que lo que acababa de ocurrir arrojaría una nueva realidad, la inmediata, la que importa, y todos tendríamos que enfrentarla bajo nuestras particulares circunstancias y con nuestros propios medios. Pasaron dos camiones, ninguno se detuvo, el tercero estaba detenido por el semáforo en rojo.
Avanzamos a vuelta de rueda de Miguel Ángel de Quevedo a donde inician los Viveros y deja de verse junto a la calle el Río Magdalena. Me apeé y caminé hasta Gabriel Mancera. Abracé a mi hija e intercambiamos mochilas, le dije: nos iremos caminando a casa. Nos contamos cada uno cómo y en qué parte vivimos el terremoto. Ambos habíamos bajado por escaleras de metal.
Mucha gente en la calle, el rudo tránsito detenido y la impaciencia a flor de piel, pero todos esforzados por no llegar a la desesperación ni al enojo ni a la ira ni a quítate tú para ponerme yo. Nos sabíamos todos metidos en la misma cápsula del tiempo, el mismo silencio, la misma incertidumbre, la misma sensación de vulnerabilidad.
Nos comimos unos tacos y escuchamos las mini crónicas del taquero y de las personas que pasaban o estaban ahí, junto a nosotros. Le platiqué a mi hija cómo viví el sismo de 1985, lo que hice, de cómo entonces estaba viviendo con unos amigos, pero que, como ellos se fueron a las casas de sus familiares, yo había vivido aquella experiencia solo, junto a otros solos con los que, durante tres noches, llevamos en mismo nombre: brigadista.
Faltaba poco para llegar; no nos tocó ver ningún edificio venido abajo, pero sí edificios dañados, cuando sin sentir la mínima sospecha, se detuvo una camioneta conducida por una mujer que nos preguntó si íbamos derecho; nos ofreció llevarnos, iba derecho. Nos subimos; una calle adelante invitamos a subir a otras dos personas que intentaban abordar un camión repleto y un hombre, como de mi edad, se subió atrás con mi hija. Nos dijo que iba a buscar a su hijo al colegio, también estudiante de secundaria. Nosotros nos bajamos en la Glorieta de Vértiz.
Cuando llegamos a Xola y Universidad vimos a mucha gente, un éxodo en ambos sentidos de la avenida. Todos compartiendo la misma ansia y la misma clama. Al llegar a casa vimos el edificio de enfrente y nos impactó el daño. Entremos a casa, abrazos y besos; dónde está mi hijo. No sé, se salió hace una hora; me ha enviado mensajes; ya fue a ver a los abuelos de su prima, a tu hermano, el edificio donde vive la mamá de Pablo; ya fue al metro Etiopía, está revisando la zona.
Reviso la casa, encuentro una fisuro diagonal, como de 35 grados de ángulo, en el cuarto de mi hija, y otras dos en el de mi hijo. Salí a la calle tratando de enterarme si ya han evacuado el edificio de enfrente, y llega mi hijo, como surgiendo de una nube de rostros. Me informa que ya recorrió de Obrero Mundial a Apartado Postal, de Tlalpan a Cuauhtémoc y son considerables los daños, que ha recibido noticias de que en la Condesa y la Roma han colapsado varios edificios, y también en el sur. Yo no dije mucho, no comenté ni le describí nada. Me dijo: tengo que ayudar. Mi actitud fue: hazlo.
¿A dónde más iba a ir mi hijo a ayudar sino a los vecinos de enfrente? Ellas y ellos, familias con las que nunca nos hemos saludado, con quienes sólo compartimos una avenida, una calle común, estaban shockeados. Mi hijo sacó las sillas de plástico del jardín y una mesa. Los atendía, los escuchaba; lo vi organizando el tránsito, junto con otros jóvenes a los que yo no había visto antes y resultaba que caminamos las misas calles todos los días.
Entretanto, Viviana Martínez había abierto un grupo del trabajo en WhatsApp y acordamos los protocolos a seguir: se suspenden labores, todos a sus casas, hasta nuevo aviso. Logré comunicarme con la jefa de custodios y con la restauradora Xochiquetzal; acuerdos estratégicos, una conciencia compartida ante la contingencia. Traté insistentemente de comunicarme con José María, imposible. Me quedé dormido diez minutos. Vi mucha gente en mi sueño caminando por las calles.
Me desperté angustiado, le marqué de nuevo a Chema y por fin contestó. Se dirigía con su familia a casa de su hijo mayor, los habían evacuado.
Salí de nuevo a la avenida por donde la gente tomaba, de paso, fotos del edificio. Entendí la logística: había que redireccionar a los transeúntes y el tránsito; mi hijo, junto con otras personas, habían colocado unas bancas, cintas amarillas, acordonado; Daniela les decía: no es el momento de tomar fotos, las fotos no ayudan, sigan su camino, respeten la desgracia de la gente.
Desde ese momento supe qué hacer: redireccionar el tráfico una calle antes, orientar a los transeúntes, dejar sólo pasar a las unidades de Metrobús, las ambulancias, la gente que traía ayuda a los damnificados, a los bomberos.
Traté de comunicarme con mis amigas y mis amigos, a través de las redes sociales, llamándoles por el cel. a su cel. pero ninguno contestaba. ¿Cómo estará Paola, Andrea y su mamá? ¿Cómo están Mario y Ana? ¿Dónde está Axel? ¿Y Claudia, estará en Tepoz? ¿Diana y su hija, cómo están? ¿Cómo están Brenda, Fernando, Judith, Naim, Viviana y Roberto? De pronto recibo un chat de José Luis Rivas, que me pregunta por mí y mi familia y los cuates. Rápido y brevemente le cuento lo que aquí sintetizo y torpemente relato. Tendremos que reconstruir muchas cosas, me dice.
Pasaba el tiempo como la gente y el tránsito, las sirenas y los motociclistas. Todos hacia algún lugar, todos mirando lo que había ocurrido. Más tarde terminaba la tarde y el ocaso con su larga agonía deslucía un día largo y terrible. Mis hijos, mi esposa, mi hermano y su hijo, estábamos cada uno en algún punto de la calle ayudando en alguna responsabilidad ciudadana. La noche, con su manto de oscuridad, acentuó la fragilidad de nuestra condición.
Las noticias eran terribles: es un desastre que se suma a los desastres ocurridos las semanas pasadas: los huracanes, el sismo del 7 de septiembre, y, además, las terribles noticias de la estafa maestra, los secuestros y feminicidios perpetrados bajo el cobijo de la impunidad; después una marcha digna y necesaria, manchada por la provocación amañada de un comunicador que también resultó otra estafa maestra.
Pasada la media noche pude por fin comunicarme con mis amigas y amigos, que son esa extensión natural de mi familia. Descanso y orgullo de pertenecer, de ser parte de una sociedad civil que supera en mucho al Estado y a los gobiernos que se disputas por las buenas y por las malas nuestros votos. Habíamos tomado las calles y atendíamos la urgencia con mucha capacidad organizativa, espontánea y a la vez con experiencia, con una memoria histórica pegada al cuerpo, convertida en nuestra piel.
A las 3:30 vi llegar en dos motocicletas a tres tipos que venían a tomar fotos, sin duda, eran ladrones. No los dejé de ver, de seguirlos. Se largaron un rato después y cuidé que mi hijo no se les acercara. (Olfateo el peligro, es un instinto que se desarrolla cuando creces en un ámbito violento, donde el único lugar armónico es la familia.)
Le dije a mi hijo descansa, tienes que descansar para estar fuerte mañana. Media hora después de que él se metió a la casa yo me fui a dormir, eran cerca de las cuatro de la madrugada. Al despertar leí un WhatsApp: Si cuando te despiertes no me encuentras es porque fui a ayudar. Salí a buscarlo, no estaba; los vecinos, que ya lo identificaban, me dijeron que había ido al parque Las Américas.
Mi hija me pidió ir a ayudar a la calle de Torreón esquina Viaducto; se necesitan manos, me dijo. Le dije que de hecho estaba preocupado porque precisamente en esa calle vive Lourdes y Roberto me dijo anoche por FB que no sabía nada de ella, que si tenía chance la fuera a buscar. Cuando llegamos a ese punto vi que tres o cuatro edificios contiguos, de donde vive Lourdes, había colapsado un edificio. Rescatistas, cadenas de vida, jóvenes de todo tipo, elementos del ejército y de diferentes cuerpos policíacos, locales y federales. Un complejo que puede perder su virtud cuando la palabra desorganización se filtra como una humedad en el muro que es su fortaleza.
De vuelta en la calle donde está nuestra casa, retomamos nuestras tareas, a las que se agregó cargar la ayuda que llegaba y sigue llegando. Vi al de los esquites repartiendo a toda la gente un vaso para cada quien con cuchara y su rebanada de limón. Entretanto, había que seguir organizando por teléfono cómo vamos a organizar el trabajo mañana, pasado mañana, los días que siguen.
Me doy cuenta de que somos frágiles pero que nuestro peso es la plomada necesaria para sacar los niveles.
Ahora duermen mis hijos y mi esposa, escucho hablar a los relevos de guardia en el improvisado campamento junto a la casa, los vecinos de los tres edificios pernoctan en el salón de usos múltiples que otros vecinos les han prestado. La torreta de la patrulla brinda una extraña seguridad y alumbra intermitentemente el enorme edificio averiado, que, como me dijo el arquitecto Fausto, no se ve nada bien.
Estos esbozos, memoria de los filos de un instante compartido con millones de personas, son el ejercicio de un derecho que, hace unos días, apesadumbrado, había olvidado. Le decía a Mar: están las cosas de la chingada, muy mal. Y mi hijo, que me escuchó me dijo, irónico, entonces por qué me trajiste a este mundo. Le dije, apesadumbrado, diciendo no con la palma de la mano, no me preguntes eso. Y él me dijo: ¿Quieres que te lo recuerde? Y contestó solo: Para cambiar el mundo.
Es hora de dormir. Mañana seremos de nuevo el relevo de un trabajo que será largo, muy largo y sin duda pondrá a prueba a la sociedad toda, a los gobernantes, que siempre tratan de sacar tajada política pero que muestran su ineptitud cuando la virtud llamada solidaridad civil aflora y colorea la realidad colmando el pecho de esperanza.
Día dos
Al despertar vi que mi hijo ya no estaba en su cuarto. Eran las 7:05 de una mañana nublada y fresca de un septiembre duro en la Ciudad de México.
Hay que ir a ayudar: Brenda nos escribió en el WhatsApp que en Casa Refugio se necesitan manos. Después de desayunar decidimos las rutas: mi hijo reiteró que continuaría ayudando a nuestra comunidad inmediata, los vecinos; Mar que iría a la cafetería de Katya, organizada como centro de acopio; mi hija y yo a la Condesa.
Viajamos en metro; pocos pasajeros, pocas conversaciones. Al salir en metro Chilpancingo los transeúntes parecían los de siempre (durante un tiempo Mar y yo vivimos a dos calles de esa estación): oficinistas, comerciantes, estudiantes, vagos, turistas, vecinos… etc. Conforme nos fuimos adentrando vimos edificios dañados y, en efecto, que algunos restaurantes habían dado el giro momentáneo de ser negocios a comedores comunitarios.
Al llegar a Casa Refugio nos sumamos de inmediato a la cadena de víveres. Las voces organizadoras indicaban: agua; despensas; medicamentos; papel de baño… vi a mi hija integrarse de inmediato. Al término de la primera tanda saludé a Mari Carmen y le presenté a mi hija y MC sonriendo dulcemente le dijo mucho gusto, sé que cantas muy bonito. Mi hija tenía esa luz en el rostro de quien sin vanidad se siente reconocido y agradece ese gesto. Pasamos al fondo de la casa y vimos cómo estaba ahí todo organizado por secciones y brigadas.
Saludamos a Brenda, a Omar, a Luis, a Marlene… todos partes activas de la comunidad cultural, que hemos asumimos roles de responsabilidad pública, desde la administración burocrática, hace ya muchos años.
Llegaba o salía la ayuda; los jóvenes voluntarios, incansables, atentos, asumidos con claridad en ese papel que la historia les dio a partir de las 13:14 horas del 19 de septiembre de 2017: ser parte de ese sujeto colectivo llamado sociedad civil. Bolsas, cajas, cobijas, palas, cubetas que una vez pasadas por el anonimato de sus manos, voluntarias, de brigadistas, adquieren un valor único, una carga de emoción y pasión racional: ser el otro, saber que por el otro va todo y todo con el otro adquiere sentido.
Recibí llamadas y WhatsApp porque habrá que reanudar las actividades en el museo, organizar desde este nuevo punto de partida. En la cadena humana uno cambia de lugar constantemente, a veces está al principio, en medio, al final, pero siempre carga el mismo peso que los otros.
En determinado momento decidí ir al cajero y aprovechar para caminar por Ámsterdam y vi a cientos de jóvenes sacando escombro, rompiendo con mazo, llenando a pala carretillas y cubetas. A mi hija le dije regreso en 15 minutos. Esos minutos le serían muy especiales. Seguiría siendo parte de la cadena humana que pasa la ayuda, pero estaría sin mí y se sentiría en la enorme dimensión humana a sus trece años. Y así fue. Al volver escuchamos decir a una de las organizadoras: hacen falta cajas y bolsas. Le dije a mi hija yo sé dónde venden cajas y caminamos hasta la calle Astrónomos; compramos cajas y ella cargó con dificultades y al llegar a Nuevo León pedí un aventón. Nos recogió un joven en un Audi, nos dijo que vive en Santa Fe y andaba sumándose. Le sugerí que podría ayudar trasladando despensas, medicamentos, cobijas, a Xochimilco, a Morelos… que se sumara a Casa Refugio. Mi hija y yo entregamos las cajas que de inmediato uno de los jóvenes empezó a armar.
A las 2:30 mi hija me sugirió volver a casa. Así, emprendimos el regreso y en el camino nos encontramos con Ernesto, quien nos contó sobre las afectaciones en el edificio donde vive y los más severos en el edificio donde vive su mamá. Nos despedimos asegurándonos seguir juntos en esto, aun cuando retomemos el ritmo cotidiano de nuestras vidas.
Del metro Etiopía al Eje Central me entró el cansancio. Pero ir al lado de tu descendencia te hace recuperar el aliento de inmediato. Al pasar el eje vi a mi hijo hablando entre un grupo de policías federales y los vecinos del edificio afectado. Al pasar junto a ellos me habló por mi nombre y le preguntó a su hermana cómo estaba funcionando el centro de acopio, que había corrido la voz a los que están apoyando trasportando la ayuda. Estás bien sudado, me dijo, cotorreándome.
Descansé un rato. Continué la comunicación con las y los compañeros de trabajo. Llamadas y chats, una constante de la vida actual. Bajamos a comer con los abuelos y el abuelo le pidió a su nieta que le hiciera la crónica de todo lo visto, oído, percibido; mi hija fue paso por paso. Todo es parte a parte. Después de comer leí unos poemas de Antonio Colinas y me quedé brevemente dormido.
Salí a la calle y me di cuenta de que el papel de mi hijo era el de la intermediación. Los vecinos queriendo entrar por pertenencias, la policía federal argumentando que corrían riesgos… No me metí, mi hijo lo estaba haciendo bien, pero pensé que no estaría de más recordarle que en estos casos importa la prudencia. Pero cómo detiene uno la fuerza radical, creativa y sensible, de un joven de 18 años, sin aparecer como un adulto torpe.
Pasaron las horas de la tarde; lo vi desde la azotea, desempañando roles muy claros, pidiéndole a los transeúntes no tomarse la selfie con el edificio averiado como fondo; no obstruir el paso; lo vi hablar con los condóminos, quitarse el chaleco para que otro se lo pusiera antes de subir al edificio por sus pertenencias: papeles, dinero, qué sé yo.
Llegó de nuevo la noche. Prendí la tele y me enteré de que lo de la niña Frida Sofía era otro fraude de Televisa, montado para atraer más rating. Estúpidos sinvergüenzas, lo único que les interesa es el dinero, como dice Axel: conservar su yate, sus residencias, sus drogas, su maldito poder. Me dio enojo y de nuevo esa rabia impotente, esa furia frustrada.
Al rato subió a casa mi hijo. Un baño. La hija leyendo y Mar vuelve a casa empapada y nos cuenta que llogó mucha ayuda y la clasificaron y mucha gente con sus camionetas para llevarlas, de forma ordenada, disciplinadamente, a los lugares en que se necesita.
No. No tengo fe y creo que todo camino debe ser escrutado, que la autocrítica es un instrumento, una herramienta, como la democracia, para autoevaluarnos, autogobernarnos, aprendiendo a hacer comunidad. Porque somos el otro.
Día tres
Hoy nos despertamos todos a la misma hora.
¿Qué vas a hacer hoy? Seguir ayudando. ¿Cómo, de qué manera? Esto aún no termina, papá, los vecinos necesitan ayuda. La policía no va a hacer nada, salvo, con el débil argumento de no poner una vida en riesgo, no dejar pasar a los inquilinos del condominio a sus departamentos para sacar lo que puedan. Hijo, sólo recuerda que hay límites, que tenemos límites. ¿Tú qué harás? Ir al museo, hoy se retoman las labores de la obra, y debo ver lo del aire acondicionado. ¿Quiénes irán? Los custodios, intendencia y la gente de la obra, desde el contratista hasta los del elevador, pasando por albañiles, carpinteros, electricistas y plomeros. ¿Y del museo? Ya te dije, custodios e intendencia. Y yo. Chema estará pendiente del dictamen de los peritos sobre el edificio donde vive, e irá a una junta. Los sindicalizados no, porque tienen la orden de no volver hasta que existan las condiciones de “no riesgo”, por la obra y, ahora, por el sismo. Mancera publicó una declaratoria de desastre en la CDMX. Eso significa que hasta nuevo aviso se regresa a los centros de trabajo. Mamá y tu hermana seguirán clasificando en el café de Katya, alimentos, medicamentos, herramientas…
De camino al museo miro las nubes color gris metálico, corren hacia el noreste, y un ligero viento me refresca la cara. Me siento bien, fuerte. Paso a tomarme un jugo, y el de la juguería me narra cómo vivió el sismo. Casi todos contamos la misma historia, incluso parece que seguimos un guion. En el museo me reúno con Ana, jefa de custodios, y Xochiquetzal, restauradora y directora de la obra. Hablamos de cómo vivimos el sismo, esos dos minutos que nos hacen iguales, como la conciencia de una guerra atómica. Xochiquetzal nos muestra una gráfica con la que explica en clase cuáles tipos de grietas son las peligrosas y cuáles no. Le muestro la que se observa en el edificio de enfrente de mi casa y me advierte que no puedo opinar a la ligera, pero que no se ve nada bien. Ayer oí lo mismo y lo contrario siete veces, cuatro coincidentes con su punto de vista y tres que dicen que no hay daño estructural. Pasamos a la orden del día, acordamos recorrer el edificio juntos y anotar pendientes.
Al rato de estar revisando por milésima vez un presupuesto, me llaman en la puerta, es un perito que viene a revisar un mural. Le digo que ya lo ha visto el restaurador Alejandro y que quisiéramos continuar sólo con su dictamen. Cuando se marcha pienso que lo más recomendable es contar siempre con otro punto de vista. Pero a veces eso más que claridad crea incertidumbre. ¿Pero es confiable la mirada del experto? El punto de vista único suena como una política de estado dura, no fuerte sino dura, como la que rige en los estados totalitarios. Pienso en la unicidad, en el pensamiento único y mientras estoy en esas cavilaciones, doy seguimiento paralelo a varios temas: un censo (del cual se encarga Viviana); recabar dos firmas (de lo cual se encargará Fernando); y así, un punto de vinculación es mi existencia. Poner en contacto, establecer enlaces, dar seguimiento fijándome en los detalles, en los tejidos finos. Es un hábito de poeta, de artista, en general, de todo el que hace de lo que hace un arte. Pero yo sé que no existe la perfección, sólo la aspiración a la excelencia. Lo sé desde hace mucho, cuando supo que dedicarle 10mil horas de tu vida a algo en específico te convierte en experto, pero jamás alcanzas la perfección. Sólo las máquinas, que repiten y repiten y repiten. No fallan, pero de un momento a otro terminan su ciclo de duración y colapsan.
Así es el sistema, por eso se busca a perpetuidad perfeccionarlo. Que se repita. De pronto suena el timbre que avisa que he sido etiquetado en un estatus en FB. Es de Giovanna. Se trata de un poema, empiezo a leerlo como suyo, lo encuentro bello, casi excelente, pero cuando pienso en esos dos calificativos recuerdo que ya no soy su maestro, sino que ahora somos colegas; sin embargo, hay algo que no me gusta. Lo encuentro largo y retórico, efectista, me extraña, no la reconozco y cuando llego al final del poema, el cual leo en mi cel., veo que es un poema de Juan Villoro. Zas. Chin, Juan es uno de mis autores favoritos, como lo es de muchas personas que conozco y muchas más que no conozco. Mmm. ¿Por qué un poema en lugar de una crónica? No sé. Bueno. Está padre, me digo, y sigo atendiendo, avanzando, revisando, una y otra vez. Llamadas, e-mails, chats. Un ritmo de lectura y escritura rápida, momentánea, acumulativa, efímera, y de pronto me doy cuenta de que por un momento estoy metido del todo en mi vida profesional diaria, que dejé de estar atento a la situación que apremia, que nos ocupa, que nos estratifica, nos divide y a algunos nos da con el puño de la angustia justo en las ingles. Vuelvo a pensar en el poema de Villoro y recuero el verso que más o menos dice que la tierra se separa y la sociedad se une.
Vuelvo entonces a las noticias, urgen dos cosas principalmente, que no se desvíen los víveres, que no se lucre políticamente con la posibilidad de que los partidos cedan parte del presupuesto asignado a las campañas del año próximo a los damnificados. Pero un tercer punto aflora en boca de algunas personas que son un TODOS contundente: que no entren las máquinas a retirar escombros hasta no estar seguros de que ya es imposible rescatar a una víctima con vida o se recupere el cuerpo sin vida de otra. Pensar en ello estremece, pero no a todos. Hay una rumorosa y mustia actitud callada de complicidad en muchos sectores de la sociedad que clama por volver a la normalidad. Las dos orillas estremecen, una dignifica y la otra indigna.
En ese momento suena que hay un chat en el grupo del Wats, y leo que urge contactar a los familiares de un joven brigadista que ha estado muy activo en las labores de rescate en Rébsamen. Su apellido materno coincide con el mío. Le ha caído encima un pedazo de techo y lo han llevado a traumatología; pienso en mi hijo y, en ese momento, suena el cel: es Mar, no puede hablar, el llanto la enmudece y seguro le nubla la mirada, le pregunto qué ocurre, le digo respira, por favor, es nuestro hijo, qué, le digo, se ha metido a ayudar a sacar las pertenencias de los vecinos. Cuelgo de inmediato, le marco a mi hijo, no contesta. Le marco a Mar, no contesta. Le marco a mi hijo, no contesta. Le marco a Mar y dice el número está ocupado. Hablo con Ana y le pido que se quede al frente; a Fernando le pido que esté atento por si Ana necesita apoyo. Salgo y paro un taxi. Al conductor se le ha caído el cel. y lo busca; lo ayudo a buscar debajo del asiento, me pide que le marque y le marco y se escucha su aparato debajo del asiento del copiloto. Insisto en comunicarme con mi hijo, imposible; con Mar, imposible. El puño de la angustia me golpea una y otra vez.
El trayecto a casa lo hacemos rápido, me apeo del taxi a una calle de la casa. Al llegar busco entre la gente a mi hijo. Lo veo empapado de sudor, platicando con los que junto con él coordinan la entrada al edificio, para recuperar pertenencias. Le llamo por su nombre y le pido que me permita hablar con él. Me mira a los ojos con dureza. Yo no sé qué mirada tengo, pero seguro no es la de un padre que reprueba sino la mirada de un padre que se debate entre dos sentimientos: el orgullo y el miedo. ¿Qué pasa? Dime tú. Dime qué estás haciendo. Ayudo. Sí, lo sé, pero a qué costo. Ninguno. Pues eso mismo. Para mí no es ninguno. Necesito que hablemos. Para qué. Para quedar en algo. No tengo que pedirte permiso. Lo sé. Pero sí debemos acordar algo. Paso a la casa de los abuelos, hablo con la abuela, me dice te ves angustiado. Lo estoy. Necesito tomar limón, el jugo de un limón. Sería mejor una toronja, ¿tiene una toronja? No. ¿No quieres mejor un pan? Hay bolillo. No, gracias. Necesito algo amargo.
Salí y le dije, hijo, necesito hablar contigo. ¿Me acompañas, por favor? Él se disculpó con las personas con quienes platicaba. Me fui a la calle siguiente, a la mitad del eje, y le dije, mirándolo en los ojos: Quiero que acordemos algo. ¿Vas a volver a entrar ahí? Porque si es así quiero saberlo, quiero que me digas que estás dispuesto a correr ese riesgo. No veo que tengas escrito en el brazo tu nombre y tu número de cel. Tampoco creo que te hayas vacunada contra el tétanos. Y quiero suponer que sería mejor entrar acompañado de un profesional, un rescatista o topo, con un bombero. No trajeron los polines ni las vigas ni las cimbras para crear el túnel de seguridad; no hay personas atrapadas ahí dentro y lo único que necesitan y quieren nuestros vecinos es recuperar parte de sus pertenencias. Así que dime, si pasa algo mal allá adentro, ¿crees que valga la pena? Me estás manipulando. No. Sí, me chantajeas. No, no es así, Te presento lo que pienso y siento. Y sí, sí tengo miedo al tiempo que me llena de orgullo tu capacidad de solidarizarte con los otros. Así que si vas a entrar quiero que sepas que voy a estar aquí afuera y si algo sucede entraré sin duda. No, tú debes estar con mamá y mi hermana. No. Así como tú yo estoy donde decido estar. Así que dime, qué pactamos. Está bien. No entraré de nuevo. Ok. Pero nos damos la mano y nos abrazamos. Ay Josué. No me digas Josué. Por qué no. Está bien.
Caminé detrás suyo y lo vi alto y fuerte, con una mirada determinante. Busca a otro coordinador; un hombre de más o menos 40 años y veo que le dice que ha llegado conmigo a un acuerdo. Cuando me acerco a la casa veo a Mar y me abraza, llora un poco; mi hija se acerca y me dice espero que no hayas discutido con mi hermano frente a la gente. No digo nada. Me siento incluso desorientado, dudo si hice bien y escucho que le dicen a Mar que nuestro hijo es un héroe, que lleva tres días atendiendo, ayudando, intercediendo, generado acuerdos, planeando, vigilando, haciendo guardia. Le llamo sin pensar a mi hermano Noé, no lo encuentro; le llamo a mi hermano Antonio y me pregunta cómo estás, y balbuceo, me dice no balbucees, me pones nervioso; sintetizo y le pido que hable con mi hijo. La conversación entre ambos es cordial, amable, emocionante.
Estoy en la esquina, mirando cómo ayuda, de la puerta del estacionamiento del edificio a la esquina donde hay una sucursal bancaria, llevando las cosas que los vecinos, recuperando algunas cosas de sus departamentos. Veo que hay en la cadena humana pocos jóvenes y muchos otros jóvenes del otro lado de la avenida miran. Por qué no están ayudando. En la Condesa, en la Roma, en la del Valle y en el centro he contado cientos de jóvenes. ¿Es que están en el shock postraumático? No lo sé. Decido no moverme, quedarme ahí, mirando cómo los policías no hacen más que delimitar un perímetro, las acciones les corresponden a los ciudadanos.
Llega un correo, lo reviso, es Viviana, me ha enviado el directorio con el censo de cuáles compañeros han sido afectados por el sismo. Entro a casa, leo el documento, hago algunas precisiones. Agrego. Quito. Puntualizo. Le llamo a Paola; dudo si estuve bien. Salgo a la calle y decido volver al trabajo, hay que verificar algunas cosas. Pienso en las personas que siguen debajo de los escombros, en los familiares de las personas que, seguro, ya han muerto, pero sus familiares necesitan recuperar sus cuerpos.
Voy rumbo al centro, la ciudad es un laberinto. Una vez que dejas de ver la escena de enfrente esa realidad desaparece, dejar de existir. Uno se pierde en un laberinto, uno puede estar al otro lado de una barda, un muro, una verja, una puerta, una ventana, a la vuelta de la esquina, y no volver a verse nunca más. Los vecinos no nos saludamos, no sabemos quiénes somos, no estamos unidos. Se abre la tierra y se une la gente, recuerdo el verso del poema de Villoro. Pienso en la eficacia del lugar común, de la verdad que entraña. En el trayecto al centro le pregunto por chat al padrino de mi hijo si fui un cobarde, si obstruí su deseo de aventura, su reto al peligro. Me dice con un signo que su sonrisa es chueca. Es más, una mueca que una sonrisa. Hace unas semanas que se inundó la casa de los abuelos, y Mar, mi hijo y yo acudimos al auxilio. Entonces pensé: mi hijo ya puede hacer frente a cualquier circunstancia.
Al volver a casa mi hija me dice que su mamá está en el centro de acopio; le pregunto por su hermano, me dice ya duerme. Me pongo a escribir en tiempo presente, el pasado aún no pasa. Recuerdo que posteé hace unas horas que hace 32 años se rescataron a más de quince días personas vivas, rescates considerados milagros.
A las 11:35 de la noche voy a pie por Mar al centro de acopio y de vuelta a casa me cuenta que la señora a la que mi hijo le ayudó a recuperar sus pertenencias (ropa, pantallas, micro, aparato de sonido, documentos, fotografías…) le contó que hace dos años murió su hijo en un accidente automovilístico, a los 19 años, y que hace unas dos semanas soñó que temblaba y que su hijo la tomó del brazo y le dijo, tranquila, todo va a salir bien.
Día cuatro
El sismo de intensidad de 6.4 grados a las 7:53 de la mañana, me sorprende dormido, como si fuera un relámpago. Mar me despierta: ¡Josué! ¡Levántate, está sonando la alarma sísmica! Pregunto por mi hija y ella misma responde: Ya voy al patio. Le echo un grito a mi hermano, que vive en el edificio colindante de la calle perpendicular a la nuestra. No alcanzo a escuchar del todo la alarma. Estoy obnubilado. Por un momento dudo si está temblando. Son los efectos del sueño. En el jardín miramos cuatro referentes: un peligroso espectacular sobre un poste enorme, el edificio del Potzoscalli, el poste con trasformador y el fresno. Todo oscila larga y lentamente.
Se escuchan gritos en la calle: nombres propios e indicaciones. No pasa nada, se está moviendo la tierra. Todos vemos a los gigantes de concreto, hierro, acero, vidrio y aluminio; bailan al ritmo del movimiento telúrico. En la boca el Dios mío, el tranquilos, ya está pasando. En la boca los ojos que perciben la transparencia de la realidad en una situación límite, increíble. Las hojas del fresno se detienen poco a poco, junto con edificios, postes y cables.
Salgo a la calle y veo a la gente mirando el edificio de siete pisos. Están en la esquina: es una mezcla de vecinos con transeúntes, los habituales de esta avenida. Mi hijo sale después de mí y saluda a uno de los vecinos que le estrecha la mano, se saludan por sus nombres y se dan un abrazo. Mi hermano me saluda con los nudillos y pasa a la casa con la urgencia de mear. Yo camino hasta la esquina, veo a los policías asustados; vuelve el miedo a nuestros rostros, abriéndonos las pupilas, hasta dejarnos a todos con los ojos negros.
Hoy voy a ir a Taxqueña. ¿Vienes conmigo? No. Iré con Diego a Morena. ¿Cómo está la UNAM; sabes algo? Sí, ya está organizado el acopio. A varios amigos los han regresado. En la cocina me pongo de acuerdo con Mar, vendrá el maestro Raúl a hacer unas calas y repasamos las fisuras que hemos encontrado en la casa. También en la de los abuelos. Antes de salir hablo con mis hijos, repasamos, estamos en una emergencia. Tomo el cel., mis lentes y las llaves y reparto besos y abrazos. También a los dos labradores, uno negro y el otro dorado, los froto diciéndoles que los quiero.
Salgo cerca del mediodía, está nublado, las nubes son altas, parecen estar quietas, pero no, siempre están en movimiento, como las ciudades, transformándose. Hay poca gente en la calle. A unas calles pasa una joven, más adelante cruza la calle una pareja, han abierto el señor de los marcos y las de las estéticas, no hay puesto de periódicos ni sastre ni bancos, tampoco fondas.
En Tlalpan, a la entrada del metro veo a un hombre que desde hace unos meses encuentro, es gordo y muestra la tibia de su pierna izquierda lacerada, se ve el hueso, la herida ya está reseca, tiene una suerte de gorra tirada enfrente donde le arrojan monedas, farfulla alguna frase que ya es una abstracción, una fusión de palabras continuas. Dentro del andén no hay muchos pasajeros. Sobre la enorme calzada cuento los centros de acopio, a donde nadie llega a descargar un coche; en moto o bicicleta a estregar una carga. Las sexoservidoras y los travestis están trabajando. No las veo más como los mentados pilares de la noche vana. Antes del metro portales hay un edificio acordonado, un hombre detrás del zaguán enrejado. El costado sur del edificio, en el tercer o cuarto piso, hay un hoyo por donde se ve una cama tendida con un cobertor blanco. ¿Volverá a dormir alguien ahí? El metro se detiene una y otra vez bruscamente.
Cruzo el puente peatonal sobre calzada Taxqueña y abajo un hombre de unos treinta o más años, con un tubo en mano, se pasa la avenida saltando el muro de contención y golpeando con el tubo en enrejado, del otro lado de la calzada golpea el parabús. Al descender las escaleras del puente veo a unos muchachos en situación de calle sentados en una sala arrumbada y comen desesperadamente con la mano.
Los cordones civiles no permiten acercarse al lugar siniestrado, se han organizado para detener la entrada de maquinaria pesada, los que organizan nos comunican a los que nos hemos congregado en este punto que desde el sismo de hoy al amanecer se detuvieron los trabajos de rescate. Son, en su mayoría, personas que van de los treinta a los cuarenta años. Uno, con huellas de haber estado sacando escombro, metido al rescate, dice que la maquinaria pesada es necesaria para mover trozos de concreto que ni entre varios hombres es posible mover. La mayoría no está de acuerdo. Él ya se va, ha estado ahí trabajando no sé cuánto tiempo y es el momento de marcarse. Un joven moreno, de baja estatura, avisa que va a darse un mensaje, el cual nos pide viralizar. El mensaje proviene del comité vecinal, ellos serán los que decidan qué sigue.
Pasan minutos, a la media hora otro hombre pregunta si hay carpinteros y herreros, levantan la mano tres, cuatro personas que, se ve, vienen de sus centros de trabajo; traen colgadas sus mochilas y adivino en ellas sus herramientas. ¿Sabes apuntalar? Sí. Pasa. Hey, se necesitan herreros. Dos levantan la mano. Bajen la cuerda, vehículo, pasa un camión con soldados, se retiran, algunas mujeres los abuchean, alguna persona les dice no vuelvan, otro les mienta la madre. Los jóvenes organizadores piden no insultarlos, también son mexicanos.
Pasan minutos. De nuevo: hey, bajen la cuerda, pasa un camión con granaderos. Llega corriendo desde el otro retén civil un joven que increpa agitado: ¿Por qué los dejaron pasar? Escucho que discuten entre ellos, que fue así como detuvieron los trabajos de rescate en el centro, que no debimos dejarlos pasar y se dirige a nosotros, los aglomerados, nos advierte que el gobierno (no especifica cuál de los dos) quiere detener los trabajos de rescate y se va a imponer mandando escuadrones de soldados y policías. Los aglomerados guardamos silencio.
Otro joven da la instrucción de que pasemos más adelante, para reforzar el retén más próximo al área siniestrada. Algunos avanzamos y otros son detenidos por otro joven que opina lo contrario. Llego entonces al área del estacionamiento de los condominios y veo que ahí están las casas de campaña de los vecinos damnificados, hay un centro de acopio y un área médica, un comedor bajo una pancarta, un área de juegos para los niños.
He pasado por ese lugar muchas veces a kilómetros por hora, nunca a pie. Las nubes adquieren un brillo plateado, se ven el Ajusco y la cañada de Contreras, el pico de Cruz Blanca. Hay nitidez en el aire. El tránsito, lento y constante, corre hacia al sur.
Pasan minutos, pasa una hora y entonces se avisa que se dará un mensaje: nos piden que viralicemos lo siguiente: todos a las 4 de la tarde en los sitios siniestrados, para formar cordones humanos, oponer resistencia a la entrada de maquinaria pesada, soldados y policías. Todos tecleamos en nuestros celulares el mensaje. De nuevo quedamos repartidos en dos demarcaciones.
Están ahí grupos de personas, que poco a poco voy entendiendo se han conocido ahí, que no vienen juntos, que ahí se han juntado. Pasan minutos, acepto un vaso de agua, me siento en la banqueta y un hombre trata de hacerme la plática. No entiendo su comentario, pongo atención, pero decide marcharse.
Estoy atento al derecho de admisión: gente que trabaja en obra: albañiles, plomeros, carpinteros, herreros, electricistas, arquitectos e ingenieros, tienen por fuerza que venir equipados, con herramienta, casco y botas de casquillo. Todo tiene sentido práctico, cada minuto como cada centímetro, son parte de un cuerpo vivo que lucha por la vida de los posibles sobrevivientes. De ahí las restricciones. Los curiosos no son bienvenidos, aunque toda la gente es necesaria para formar la resistencia contra la entrada de maquinaria pesada. Hay, también, otros gremios: psicólogas y monjas, trabajadoras sociales, cocineras. De un momento a otro se solicitan a dos mujeres jóvenes que traigan el equipo reglamentario: casco, botas de casquillo, guantes de asbesto. Déjame pasar, pide una chica que lo único que le falta son las botas de casquillo. La mira el seleccionador y ella suplica, tiene muchas ganas de ayudar, está dispuesta a correr el riesgo. La respuesta es No.
Pasan minutos, voy y me siento sobre una caja de cartón extendido junto al muro de contención del carril exclusivo del Tren Ligero. Ahí leo que entre la comunidad poética se ha desatado una polémica; se critica el poema que Juan Villoro publicó ayer en el periódico Reforma. Recuerdo que, en 1985, en el semanario Proceso, José Emilio Pacheco publicó un poema dedicado al devastador terremoto del 19 de septiembre. Recuerdo que se discutía en las mesas de café, si era o no un buen poema, que si era o no vil oportunismo. Ahora se discute en las redes.
Para mí el poema de Villoro cumple una función social, da voz a quien no la tiene. Es una fórmula retórica, eso de dar voz a quien no la tiene. Es una fórmula redentora y eficaz, que tiene sentido porque cumple una función. El poema no es muy bueno; es un poema de circunstancia donde su autor vierte, desde su conocimiento y manejo del sentido común, la sensibilidad poética del momento. Lo ha hecho no sólo bien sino con brillo y se ha salido de los géneros literarios que ha cultivado desde hace mucho, la crónica, el relato, la novela, el ensayo. El poema cuenta y canta un sentir presente en estos días, y gusta. Le gusta a profesores y estudiantes, a amas de casa y trabajadores.
Juan Villoro es uno de los autores del momento y es muy querido; millenials o no, los jóvenes leen el poema y se sienten identificados. Me consta. Pero hay colegas poetas que se reservan el derecho de admisión; ponen su lazo y le prohíben el paso al narrador, al cronista. Ya es demasiado, parecen decir. Me descubro riendo, ahí sentado, sobre una caja de cartón extendida, sobre el escaso pasto que crece junto al muro de contención de los carriles exclusivos por donde corre el Tren Ligero. Concluyo que sienten envidia, porque los poetas son envidiosos, no me cuento entre ellos. Yo no siento envidia, no cierro el puño con el pulgar dentro sino afuera, no leo sin placer. Me parece una tontería, pero es revelador cómo sucede.
Mi tocayo arquitecto no sólo reproduce en su muro el poema sino, además, nos brinda el audio: el poema leído en voz alta. Sonrío cuando leo los comentarios críticos e irónicos de María Rivera y Luigi Amara. El poema dice que el sujeto poético salvó la vida porque llegó tarde. Así que Juan Villoro llega tarde al festín verbal de los poetas y salva la vida, coloca entre nosotros un poema que ya es parte del tejido de estos días, de nuestra memoria.
Corro al primer retén, van a dar un mensaje. Decido videar en directo, lo reproducen 17 amigas y amigos. Ahí se comunica lo que se está haciendo y lo que hay que hacer en los días subsiguientes. Después silencio. La pila del cel. se agota, ya tengo hambre, no voy a donde sirven sopa, tamales y chilaquiles por pudor, yo no estoy trabajando como lo hacen ellos, yo he venido sólo a percibir, a empaparme de esto, como frente a mi casa, como en la Condesa, como en la Roma, como en.… toda la ciudad que, en su enorme mayoría transcurre en sus ritmos de producción, con perfil bajo, pero produce.
Van a dar otro mensaje, aún queda un poco de pila, gravo en directo, el de la voz le da la palabra a quienes no la tienen, hay opiniones, quejas, reclamos, sugerencias y, sobre todo, testimonios de personas que han estado en los dos 19-S, con los que comparto esa experiencia. No aguanto más y pido en megáfono y les digo:
Esto que voy a decir es importante. No porque lo diga yo sino porque lo es en sí mismo. Escriban, den testimonio de lo que está pasando, tenemos derecho a la memoria y en este momento histórico tenemos la oportunidad de dar, aportar nuestro testimonio, decir lo que vemos y los que sentimos, nuestros pensamientos (y me dirijo a un joven que antes que yo ha dado un testimonio; ha estado sacando escombro, colaborando en el rescate), como tú, que nos has compartido tu experiencia. Escriban, todos juntos estamos haciendo la historia, escribiendo el libro de este momento.
Veo que me miran asintiendo y siento que ya debo callar y digo gracias y devuelvo el megáfono. Entonces llaga otro joven corriendo y dice, Puño en alto. Organicen grupos y vayan a parar el tránsito.
Me voy junto con otros a la calzada Taxqueña y con el puño en alto detenemos en tránsito, camiones, autos, motos, camionetas, trasporte, y escucho el silencio y la garganta me duele, con el puño en alto le pedimos a los conductores que apaguen por un momento el motor se sus máquinas; al chofer del camión que parte de la Central del Sur, al del pesero, Escuchamos el silencio y en mi mente resuena Prueba de Vida, se espera escuchar una Prueba de Vida, de alguien que posiblemente ha sobrevivido ahí abajo, en la oscuridad, bebiendo sus propios orines para saciar un poco de su sed, sin saber ya su nombre, ni la hora ni la fecha ni si está despierto o dormido, alguien, sí, que merece nuestro apoyo, el silencio con el Puño en alto.
Día cinco
Ahora sigue la crisis. La expectativa de encontrar a personas con vida es una vela que el viento de la adversidad no apaga. La sociedad civil es esa vela. En las redes sociales se insiste en lograr que las autoridades no ingresen máquinas para demolición y extraer el cascajo hasta no estar completamente seguros de que ya no queda nadie ahí, ni vivo ni muerto.
Nunca amanece tarde ni se retrasa el crepúsculo seguido del ocaso con su noche. Es una regla cíclica. Y me queda claro que entre la luz y la sombra los matices exigen una mirada precisa, puntual. Sociedad civil, luz del alba, del amanecer, la mañana, el mediodía y toda la tarde, el atardecer hasta el crepúsculo y el agónico ocaso. La noche oculta a los culpables, constructores y autoridades corruptas, que tranzan, que no hacen bien su trabajo, que nada les importa más que el dinero. El símil no me parece justo, aunque lo uso consciente de la simplicidad de dividir los hombres de la luz y los hombres de la sombra. No. No es un simplismo. Ocurre y es nombrado así desde el inicio de la las civilizaciones.
Es un día largo y lento. Es domingo. Frente a la casa los vecinos del edificio afectado recuperan bienes, pertenencias. Las cadenas humanas están conformadas por policías y mujeres que traen el chaleco color rosa con la leyenda Capital Social. Aquí estamos mis hijos y yo, como parte de estas cadenas que sacan bolsas y cajas, algunos pequeños muebles. Mar se ha ido de nuevo al centro de acopio: tacha los códigos de barra, clasifica, embolsa. Cada vez que una familia termina de sacar sus pertenencias aplaudimos. Los vecinos siguen en shock. ¿Qué sigue?
Sigue la crisis, ahí viene la crisis de los sin casa, de los créditos y ayudas económicas que no corresponden a valor del inmueble. Llega un joven del departamento de cobranza de una cadena de cable. Me enfada verlo insistir en hablar con los inquilinos. No se pueden ir sin pagar. Ahora los damnificados pasan a ser delincuentes; si antes fueron morosos no lo sé, pero ahora me queda claro que los bancos, las tiendas departamentales, las agencias de autos y de servicio de cable, los ven como delincuentes. El desastre que los obnubila y golpea con el puño de la angustia no justificará su falta de pago.
Demoler un edificio es un gasto que les corresponde a ellos. La demolición y el retiro del cascajo son tan caros como el valor mismo del inmueble que fue con tanto orgullo su patrimonio. Las instancias de los gobiernos, el federal y el local, les ofrecen créditos y apoyos básicos, sustantivos, pero no alcanzan el precio que ellos imaginan o suponían tenía su propiedad.
La crisis trae consigo la especulación. De un edificio de 7 pisos con 38 departamentos lo único que se paga es el terreno. Los departamentos son aire, un vacío en el paisaje. No pisan tierra sino una loza que es el techo del vecino de abajo, con el que pocas coincidencias tienen, con el que se saludan a veces, con el que por sus propios intereses nunca hicieron comunidad sino acuerdos que un comité de administración se encarga de organizar.
Trato de descansar después de comer, pero primero llevamos una nueva despensa al centro de acopio. Mi hija y yo platicamos sobre uno de sus amigos que se quedó sin casa, su familia ha tenido que mudarse temporalmente a casa del hermano del papá de su amigo. ¿Cuánto tiempo tardarán en reponerse? Mucho. ¿Por qué el gobierno no les paga lo que cuesta su propiedad? Es algo complejo, hija, no es fácil. Los programas tienen que estudiar el valor de la propiedad por zona, y después ver el porcentaje que se pueda dar.
De vuelta en casa veo noticieros, tres de ellos avisan que se trata de una cobertura especial. Me detengo en el que Carlos Loret de Mola y Denisse Maerker se deslindan de la mentira creada para aumentar el rating: “La información dada en este noticiero se basó exclusivamente en fuentes oficiales identificables y en las entrevistas, y los voluntarios ciudadanos”, dice desenfadas Denisse, habla sobre el caso de la inexistente Frida Sofía en el Colegio Rébsamen. Los sinvergüenzas proceden así, con un cinismo digno, orgulloso, incapaz de ser autocrítico. Cambio de inmediato. Me entero de que en Xochimilco los chinamperos lo han perdido todo; son los que surten de lechuga a la Ciudad de México y se sienten solos, apoyados por la sociedad civil, pero solos. Una y otras historias agregan al crisol del desastre un aspecto que ensancha la crisis.
Debo dormir porque me ha toca hacer la guardia en Casa Refugio Citlaltépetl. En el camino me voy a pie de la estación Nuevo León a la casa que casi hace esquina con la calle Ámsterdam, en la Condesa. Hay poca gente. La noche es un espacio necesario para todo poeta, la noche en la ciudad es esencial para la maduración de su sensibilidad. Ya he recorrido muchas veces ese camino; hace 32 años caminé las mismas calles, entonces y hoy es muy distinto. En 1985 sentía mayor incertidumbre que ahora y fui brigadista, levanté trozos de muros y fui de la Roma Norte al Centro Médico. Por entonces la sociedad civil nacía y hoy esa sociedad civil tiene edad adulta: pasó por un proceso que va de 1985 a 1986 con el movimiento del CEU, en busca de un diálogo crítico con Rectoría y el gobierno. Los jóvenes de entonces fuimos la fuerza principal para el nacimiento del PRD.
Muchos, como yo, que nunca hemos militado en partido político alguno, saludamos con esperanza en nacimiento de una corriente democrática que buscaba la alternancia en el poder desde la izquierda. Cuando se consumó el fraude en contra de Cuauhtémoc Cárdenas, habían pasado sólo tres años de aquella tragedia, donde la sociedad civil buscó otras maneras de su naturaleza política, no de la vida política, sino del ser político que cada individuo consciente tiene, de su condición colectiva. Y en esa cimiente, surgida de los rescatados con vida y de los cuerpos recuperados sin vida, de los desaparecidos del terremoto de 1985, vino la fuerza que en 1997 logró sacar al PRI del poder del Distrito Federal. Los jóvenes de entonces tuvimos a los hijos que ahora han reaccionado con capacidad organizativa y compromiso social y han salvado vidas, recuperado cuerpos, detenido a las máquinas.
En Casa Refugio paso la noche platicando don Bertha y Víctor, hablamos de lo que viene, de lo que todavía es una emergencia, de la necesidad de contar con talentos e inteligencias dispuestas a reconstruir y renovar, de llegar a una nueva circunstancia, de cómo habremos de hacer para fortalecer instituciones y generar conciencia crítica en los jóvenes que ya lo son en sí mismos, además de estar en esa edad biológica en que se alcanza el brillo del genio. Es y no cuestión de esperanza, de una esperanza que no espera, sino que pone en práctica convicciones y construye una visión, un mundo posible. Nos exacerba enterarnos que los miserables delincuentes ya roban acopios, que la rapiña les parece una parte de la tragedia y el desastre. A las tres de la madrugada llegan a la Casa una pareja; él es periodista, además de fotógrafo, de su pareja no me entero más que ha grabado un video. Vienen de Álvaro Obregón, donde el número de familias que esperan resultados son el mismo número de personas que se encuentran ahí atrapados, vivos o muertos.
La noche es un cobijo para los hijos del terror, los que miran en el espejo de su alma los claroscuros de los comportamientos humanos. Con Víctor la plática va sobre la ridícula fórmula del autor posmoderno, esa que establece que un autor actual es sin duda un mercader de libros de éxito; él no cree que pueda haber autor, discutimos a fondo, vamos del concepto de ser original al derecho de autor. Yo juego, me gusta hacerlo, y voy del romanticismo a Homero, a los homeros; hablamos de Mallarmé y de Foucault, de Eliot y Pound. Reímos. Fumamos. Durante el conticinio le expongo a Víctor mi amalgama teórica donde vinculo a R. Rocker y E. Morán, a Capra e Ilich.
Llegan al albergue cuatro brigadistas y otros errantes que la noche arrastra. De pronto una anciana y su hija, que más o menos es de mi edad, frágiles y delgadas, salen de la sala y la anciana me dice que el hombre que dormía al pie de la ventana se ha cambiado de lugar, cerca de ella y le da miedo. Le digo no se preocupe y veo cómo resolver la situación. Decido colocar una fila de sillas al lado de la anciana, que de inmediato se duerme. Delimitar el espacio nos da seguridad y a ese par de mujeres, prejuzgo, el terremoto les ha arrebatado los muros que delimitaban su espacio y el de los otros, el mundo.
El amanecer llegó puntualmente y nos fuimos cada uno a su casa.
Día seis
¿Volver a la normalidad? ¿Cuál es nuestra normalidad? ¿Crímenes, desapariciones, violaciones, corrupción, impunidad? ¿Una sociedad indiferente, racista, clasista, déspota, arrogante y ególatra? ¿Cuál es nuestra normalidad? ¿La envidia entre colegas, la tranza en todos los niveles y desde cualquier rincón, debajo de la mesa, bajita la mano? ¿Nuestra normalidad es que en las negociaciones del TLC México es un país miserable, incapaz de aumentar el sueldo mínimo? ¿Nuestra normalidad es hablar sin hacer, acusar a los otros y darse baños en las aguas inmaculadas de la indiferencia? La normalidad más normal la encuentro en el esfuerzo. Pero no, así no pasa. La normalidad es una angustia, un desasosiego, una incertidumbre que transcurre en la cotidianidad que busca en las circunstancias de cada uno, desde su condición social, lo que le toca: pobres y ricos, medio pobres o medio ricos, todos metidos en la olla de un hervor continuo, a punto de desbordarse, a punto de progresar, a punto de lograr hacer de la democracia un instrumento, del gobierno un instrumento. ¿La normalidad es el cinismo, los memes como corona de la estupidez? ¿La normalidad es la carcajada de la calaca que busca poner la flor del humor en la entrepierna de la mujer violada? ¿Qué normalidad es normal? ¿Normal que asalten los centros de acopio? ¿Normal que nos veamos los unos a los otros con desconfianza? ¿Qué normalidad es esta, donde el dolor de los otros incomoda? ¿Normal el olvido? ¿Normal la pereza? ¿Es normal la cobardía de los apáticos? Todo es normal porque todo es deforme. Las riñas, los engaños, el fraude, las mentiras… Así, el lunes al mediodía, voy rumbo al museo, y en la estación Pino Suárez, en la plaza que está alrededor de la pirámide circular, recuerdo los versos de Ramón López Velarde: “los gatos que erizan el ruido / y forjan una patria espeluznante”.
Día trece
La triste belleza del olvido
Es cobarde el sentimiento de culpa que embarga
a quienes no saben deshacerse de sus despensas;
pero mi alma exacerbada no es menos torpe
que su debilidad maquillada de empatía.
No soy el sabio sino el monstruo que deambula
entre los escombros de una cotidianidad rota
pasado el mediodía del 19 de septiembre, por segunda
vez, como una suerte de círculo que busca mi conciencia.
Seré, al igual que todos, polvo en el viento, piedra
bajo la rueda; sin asidero en mi yo escucharé
los memes de una cultura que sacia su arrogancia
como los asesinos sus pesadillas incurables.
Ah mi infame cerebro que no puede concebir
una salida inteligente a este tejido enmarañado
y sólo siente alivio, mientras escucha a la jovencita
cantar en su cuarto Let it be y la lluvia abundante cae
inundado este domingo de infortunios.
¿Dónde está el descanso del ánimo insurrecto
sino en los momentos decisivos, que encuentran
su naturaleza de ecos infecundos en las redes sociales?
Recorro los mismos recovecos desde hace treinta y dos años
y bajo los tejabanes, en los mismos pórticos,
he pensado en los asesinatos incomparables,
como en un concurso donde se esfuerzan los hipócritas.
Una suma de motivos sea la causa única de un canto
que en el relato de su crónica se ríe de su inquietud
y no acepta la versión oficial de una realidad dudosa
que la bruma de la hiperinformación envuelve y justifica.
Dejemos de contemplar, viejos y viejas amigas, el espectáculo
sombrío que hemos de heredar a nuestros descendientes,
dando tan sólo un rato la espalda a nuestros placeres
para mirar lejos, como la innoble estatua que sintetiza México.
Las lágrimas bajo la lluvia son la triste belleza del olvido.
El hijo brigadista
Los que no esperan actúan sin pensar, no saben
lo que están haciendo y sí lo saben, el instinto
los lleva a buscar sobrevivientes, muy alertas
sus sentidos se agudizan: “No pienso en nada,
papá, cuando voy y rescato de la muerte
a mi semejante, cuando lo ayudo a encontrar
sus documentos; no pienso en ti, en mi madre
ni en mi hermana; me siento fuerte, estoy seguro”.
La columna fracturada, la trabe vencida y los muros
hechos pedazos, son la imagen fija que nos hace
retroceder; pero algo nos recuerda escuchar el corazón
que nada lo amedrenta, salvo dejar de oír su ritmo.
“Sabré dar mi vida por el otro, como me enseñaste;
no temas, ya llegará el momento de lo fatal para nosotros.”
Día catorce
De pronto lo que pasó hace 32, 31 años viene a presentarse como un punto de partida donde las personas que ahora somos ya estábamos ahí, cargados de convicciones; se fundan en el amor y la libertad, la igualdad y la alegría, la creatividad y la fuerza…
Día dieciséis
No me acostumbro a ver los edificios rotos, todos los días, cuando salgo o vuelo a casa.
Es larga la reconstrucción y tan breve el desastre.
Anoche buscamos una palabra y dimos con el término “desamparo”. No es depresión.
Hasta ahora no hay apoyos a damnificados.
No está claro cómo ayudará la Cruz Roja a la reconstrucción.
No hay nada claro con base en lo dicho por los presidentes de los partidos políticos.
No hay nada claro. Una vez más bla bla bla.
Hay gente durmiendo en casas de familiares y en estacionamientos o camellones. Velan por sus propiedades.
Lo que sí sucede es lo que la gente hace por la gente.
Día diecinueve
Soy libre
En las noches de insomnio me doy cuenta
que una estrella me mira desde el sur;
puede nacer lo oscuro desde dentro
o provenir de todas partes, mustio.
La voluntad me lleva; la razón
me ata, me regresa, me confronta;
a dos fuerzas me debo, como todos:
unidas luz y sombra son destino.
Entretanto transcurres, madrugada,
tiempo en mi corazón depositado,
un poeta olvidado de mentiras.
Realidad me exige una mirada
crítica, sin caer en complacencias
de cómplices estúpidos; soy libre.
Día veinte
Me queda claro: los que donaron desde el extranjero para la reconstrucción (no de México, sí de los damnificados por los sismos del 7 y 19 de septiembre pasado) no tienen la más mínima confianza en el gobierno que encabeza EPN. Ni un quinto registra Hacienda.
Me queda claro: Margarita Zavala es el plan B del PRI, que ve perdidas las elecciones de 2018.
Me queda claro: si AMLO no se abre al diálogo con los pueblos indígenas de nuestro país, que ahora tienen en Marichuy a su portavoz, las pérdidas empiezan a contabilizarse.
Me queda claro: todos opinamos; pocos lo hacen de fondo. Una mayoría que no nos reconocemos como mayoría, expresamos impresiones, balbuceamos nuestro árbol emocional tan voluble como efímero y nos creemos críticos. Un carnaval de disfraces y no una sociedad crítica somos.
Me queda claro: o las instituciones se reinventan o el estertor en el que se encuentran llegará a término. El desenlace es la muerte de un país, porque sus instituciones (las personas que ahí trabajamos) no logramos dar respiración de boca a boca al cuerpo que hemos sacado del agua.
Me queda claro: la comunidad poética, en su escandalosa mayoría, escribe fórmulas efectistas y se creen novedosos y sólo se autocomplacen unos a otros.
Me queda claro: la comunidad plástica plasma impresiones y no profundiza. Quizá esa es su fatalidad y es inevitable.
Me queda claro: la frivolidad sensible es exquisita y vana su gloria.
Me queda claro: la comunidad intelectual no logra convencer a sus semejantes porque en realidad no está dando ideas nuevas sino revistiendo con estilo lo que ya se ha repetido hasta la náusea.
Me queda claro: toda mi claridad tiene su lado oscurecido, es decir, admite que se siente en la orfandad.
Me queda claro: el mundo, esta realidad que creamos y que cambia a cada segundo, repitiéndose inevitablemente, nunca ha sido una utopía.
Me queda claro: no es lo mismo autonomía que independencia y que a ojos vistas no hay en Cataluña ni en España propuesta política.
Me queda claro: es domingo y leeré periódicos y planearé la semana de trabajo donde los pendientes deben avanzar en paralelo y la máxima del máximo esfuerzo esperando el mínimo resultado está grabado en mi mente.
Me queda claro: no soy nadie, no puedo ser más que nadie, a parte de esta convicción tengo el pecho tan lleno como un cofre que no puede cerrarse.
Me queda claro: la vida nos espera todavía.
Día veinticuatro
Madre, manejando:
—Parece que volvemos a la normalidad.
Hija, programando la música:
—Sí, pero ya no somos los mismos.