Presentamos un recorrido por la poesía de Enrique Winter (Santiago de Chile, 1982), perteneciente a las últimas promociones de la poesía chilena. Por Atar las naves recibió en 2003 el Premio Festival de Todas las Artes Víctor Jara.
7 de ATAR LAS NAVES entre 12 de RASCACIELOS
Polaca
De un pasado dudosamente noble
como todo pasado noble. Modzelewska por padre,
Wyrzykowska por madre. Es huérfana y de quince años,
mil novecientos treinta y nueve:
pide pega en la industria intervenida.
El patrón frisa los cuarenta, arrancan
juntos a Viena por los rusos. Por los celos de Müller cae presa,
acusada a los nazis para casarlo con su hermana.
Son más de tres los meses. La liberan los gringos, camina días a Salzburgo
y en la plaza tras una alarma ve correr a su jefe. ―¡Papa!, chilla.
Se casan a escondidas para que nunca la bese en la boca.
Doméstica de su cuñado, duerme en la pieza de servicio
tal como en Chile. Donde trajo a Goethe
y un par de pilchas, para hacer del barquito de pesca
uno con capitán y marineros.
Un hijo. Viuda. Gatos. Perros. Pájaros
que huelen como ella o viceversa.
No está ni ahí con ver a sus nietos, le reclama mi padre.
Toco el timbre y no suena, grito y no responde,
seis perros gordos y furiosos ladran sobre la reja.
Soltar la cuerda
Nunca aprendimos a saltar la cuerda.
Mis padres la olvidaron
en el bazar de Presidente Errázuriz
dos nueve cero uno.
Al techo del lugar sigue amarrada,
balanceando a mi abuelo.
Este cassette toca su vida
Luego de cinco órdenes de arresto
mi mamá invita a mi papá a la casa,
se pone linda, le cocina rico.
Con tres borgoñas y solos
mi papá me confiesa lo que eso indica: que lo ha hecho bien,
que las piernas que abre se mantienen abiertas.
Lo dice porque le conté del viernes:
cinco años sin verla y me tomó la mano.
Este cassette toca su vida
vida que rozo apenas
si con el dedo rebobino.
Mi papá y yo seguimos solos.
Exordio a soltar la cuerda
(tendencia a la afonía)
Y a estos ojos blancos, a echar la puerta abajo
a camionazos del Goliat.
A cincelar en la garganta bordes
del pasillo de rugby. Padre envuelto en banderas.
Dolor de cuello, afuera la lengua y balbuceos,
gringo proleta o vieja solterona
limando sus perfectos muebles. Flaco,
tendencia a la afonía y al bostezo.
A inflamar estas naves, las amígdalas
y las palabras graves. Modulación en falta.
Tendencia al yeso y a perder papeles,
al mal riego sanguíneo. A caerse en canales.
Perdimos nuestras fichas de ludo. Se atoraron
con dulces nuestras cuerdas. Y para este jueguito
del amor, nudos en la tráquea.
Mantra
Con las heridas de los dedos pinto
unos cuadros que compran a buen precio
quienes me las hicieron.
Maestranza
Bajo la superficie de los mares
hay espacios en blanco.
Las crestas de las olas alcanzan caracteres
que sólo imprimen en mareas altas.
Estas dos hojas diarias se suman a otros mundos
y nuestra Vía Láctea lee.
Los juzga a todos malos, los arruga y los lanza.
Los agujeros negros: pura tinta perdida.
Un muro es un muro aunque le pinten flores
Un muro es un muro aunque le pinten flores
aunque las pinten nueve
compañeros de La Legua Emergencia
un sábado en la tarde: sus pañuelos, sus barbas,
mientras las lacrimógenas caen como el rocío
en la cuadra siguiente.
Terminales comunes
Sólo la vuelta de otras niñas en bicicleta
da origen a la plaza en donde puedo escribirte.
Los círculos concéntricos del cielo
trazan decenas de gaviotas
mientras tu mano se esculpe a sí misma
(vuelos de águila sobre el tocador).
Estos retoques a la piel del mar
hacen de los pelícanos cucharas
en las pestañas del océano.
El agua es tu perfil,
oculto por la niebla de los puertos
girando en bicicleta.
Brenda en el bus pirata
No puedo salir sola ni en Juárez ni en Laredo
la cuatrocientos quince fue mi hermana.
Nunca he tenido sexo con chavos que estén sobrios
mi mirada derrumba los andamios.
Cargo y descargo bolsos más grandes que diosito
para la cuarta revisión de polis.
Pongo ojos de cuándo volverá mi turista
y cada noche me despido en serio.
El Alexander
―Mañana le voy a quitarle el niño― últimas palabras del
hijo pastabasero a su madre (i. Los pastabaseros se vuelven locos,
me ha levantado las manos dos veces ya ii. Hace pipas delante mío
para provocarme iii. Tira en pelotas en el patio iv. Quiso quemar mi casa).
Al crespito centro de la discusión le brillan los ojos,
en ellos repite la hiedra de afuera. Imagínatelo en los cerros,
cómo reflejaría las luces naranjas de la noche:
indistinguibles las casas de las calles de los autos
su anemia de su quiste de su sífilis.
Con fruición toma mamadera
mira los pechos de quien vive con él, su aparente tía (informa
sobre ella el Servicio Nacional de Menores, SENAME:
fuerte sentimiento de abandono y soledad / con relaciones instrumentales, no
desarrolla vínculos profundos / exacerba sentimientos de tristeza).
Igual la tía tiene apoyo, no así la abuela (la de las cuatro citas sobre pastabaseros)
que mira a la ventana cada tarde
alerta para que su hijo no se aparezca.
Esboza
Las instantáneas he velado y presumo en ellas una nueva
Geografía de Chile. Puse una a una las transparencias,
de la cantiga de pequeños pechos a la gitana tierna.
Su danza surca los quince años. Persiguiendo al que siempre escapa:
otro que fui en los parques, la sombrilla que somos en la playa.
Casas rodantes frente al lago giran a un cuerpo con sus calas
y arisca la nariz sobre mi cuello quien me ha vuelto remiso
tras saber cómo se abren las castañas, vello y valles distintos
cuando son greda las caderas. Como en vasijas, lo llovido
se apoza en los bolsillos de la colegiala de aquel Mapocho.
Y a la universitaria empapa a falta de besos. Mas celoso,
son delgadísimas sus trenzas y atan mis brazos a sus hombros.
Se forma un único semblante al superponer todas las hojas,
un río cuyos brazos no vuelven a juntarse. Ellas alojan
cada nombre en fragmentos. Se encarnan como actriz en piezas rotas,
son seis montañas rusas o una sola. De su protagonista,
ya solamente me parezco a los secundarios que despistan.
Al no reconocerse en ellos, espectadores los olvidan.
Tu pueblo
En el sueño una micro tomo a casa contigo.
Y me pregunto adónde, dónde habremos llegado,
en qué garitas te estaré abrazando,
cuando en casa con otra yo haya amanecido.
El piso sucio y la luz prendida
Ningún servicio es tan básico, ni la luz ni el agua
y si de noche la ciudad pestañea sus brillos
tanto mejor se ve a oscuras. El ojo se acostumbra a todo.
El viaje en bus durará algunos meses
se habituará a dormir sentado, al pan con jamón y al café,
a ser discreto como un lago
y no como esta lluvia sobre el techo de cinc.
Un poco de baba sobre la almohada
que diga “aquí durmió”
repetirá temas siempre variables
como el clima y su opinión del país extranjero,
porque usted está en contra de la belleza que se note
―que parezca agarrable como un plato:
Andrés lava su auto en un pasaje
de Lima, Monterrey o de Santiago,
su esposa es güera o rubia como un sable.―
El bus, en cambio, es un país donde están de paso todos,
un poco trasnochados y malolientes
donde nadie hace el amor ni en los asientos ni en los baños.
Andrés, los peces cambian de nombre cuando los pescan
He comenzado a valorar la prudencia burguesa
cuando alojo en la casa de mi novia
con los carretes del vecino, la radio a máximo volumen,
las peleas, la tele que no apagan,
sobre todo las risas que se oyen al frente.
En mi casa materna hay silencio,
no venden leche ni matraca el gas.
Me reí mucho cuando un ex compañero de colegio
interrumpió mi baile para decir que siempre quiso
darle a mi ex. En otro sitio habría
que pegarle. Los más pobres se ofenden
si no ofrezco los puños. Si no los llamo, juran ley del hielo.
Como éste es facho, brindaría si al fin le confesara:
todos los resentidos que conozco
se enamoran
de la primera cuica que los pesca.
Quedarme afuera de mi propia casa justo cuando pensaba construirla
Abren cervezas con las cerraduras
de la escuela y yo ni con llave muevo
este cerrojo. Traigo las murallas blancuchas de mi pieza
nada de fotos de mujeres que se despiden y desean suerte,
renunciando a los triunfos conyugales.
Quedarme afuera de mi propia casa
justo cuando pensaba construirla,
cansado y a las dos de la mañana
lo intento y ya ninguna llave gira.
Ninguna llave gira por el frío
que generan los malos ratos: viajar solo y de noche
como en Cacocum, Cuba; de donde me sacaron a piedrazos
cuando salté la reja del que creí el motel y no lo era.
Igual a un detenido: las manos detrás de la nuca,
pero esa sombra forma un ojo. Hablando solo como niño pobre
y decidido como las mujeres que publicitan universidades,
muñecas cuya ropa perdió la hermana de ese niño:
juro que ni embajada ni en su vida
volverá a verme y menos sin frazadas, durmiendo a la intemperie.
Quedarme afuera de mi propia casa y sin el dios a quien le recé al perderme
cuatro horas en bosques del Llanquihue
otro catorce de febrero.
Los encallados
I
El único galeón está varado.
No dará abasto su verduzco mástil
sin la bravura ni las cuerdas.
En la playa las saltan niñas de piernas largas
y calzas. – Man-za-ni-ta del Pe-rú,
los octosílabos seducen
a las puestas de sol en sus pancitas.
Nos forjó la palabra. Su ritmo lo cantamos
borrachos entre flacas de muy breves vestidos,
obviando el zarpe. Sólo somos un continente,
como contiene al viento
cada bolsa que cubre la falta de ventana.
Puede ella volar hasta yacer en el carbono.
Así hemos de volver a la palabra
que llevamos adentro,
arrepentidos de incendiar las naves,
uno a uno en barcazas
para cruzar a remo nuestra desolación.
Aterrados cedimos
los maderos por vino.
Dejamos nuestros cuerpos para sacos
donde ocultarnos en el puerto
y vendimos las velas.
Pero lo interno no resiste atracos,
sino del aire. De este muerto
que aloja en nuestras telas.
Tan sólo el mar extiende travesías,
lo demás es turismo:
las ventanas del bus se empañan
y son más bien espejos
en que sus pasajeros se hermetizan.
II
La palabra hacia la isla Soledad
en la vaina, nosotros, buscando al fin objetos
para innombrar. Pero éste es un viaje sin destino,
la tregua entre los golpes del colegio y la casa.
Agitamos las palmas como un fajo
de billetes a crédito.
Nunca hemos navegado mar adentro
y tampoco lo haremos esta vez.
Ensordecidos por el ruido
de levantar vestidos finos,
no oímos canto alguno,
salvo los que sirvieran para abrir nuevas blusas,
enaguas y breteles.
Quedamos las vasijas cuales anclas
tiradas sobre la vereda
de un continente de salvajes.
Mudos y separados de la falta del aire,
que desmaya rendido y lejos,
prolongando la estela que conduce a Extinguirse.
Somos o no somos hermanos
Somos ocho en la pieza.
Tengo catorce años y duermo con mi hermana.
Sus muslos contra el pecho esperan
un portazo. Tirita el vidrio
como dos ojos que resisten algo.
A veces junto mis pestañas y las abro de golpe
para que se descuide nuevamente.
Firme aquí: mi firma es redonda y fina
Hace justo un año fui testigo contra mi marido por abusos sexuales de otra.
Desde entonces Carabineros ronda por mi casa
pues su hermana juró vengarse. Él está preso
y así esposado viene a la audiencia de divorcio.
Los niños querían acompañarme para verlo, porque lo aman tanto como yo.
Si me ensucio, ahí no es donde me limpio: me interesa la limpieza del paño.
Me duele ver de pie al gendarme y a espaldas de mi esposo, ojalá nadie pase por aquí.
No quiero rearmar mi vida. Yo me miré al espejo esta mañana y lloré.
Vine tarde a la audiencia. Quién sabe si se suspendía,
como el almuerzo cuando él no llegaba.
Datos vitales
Enrique Winter (Santiago de Chile, 1982) ha publicado Atar las Naves (2003. Premio Festival de Todas las Artes Víctor Jara) y un anticipo de Rascacielos (2006. Beca del Consejo del Libro y la Lectura) en Santiago, y Rascacielos (2008) en Ciudad de México. Integra discos, revistas y antologías continentales. Es editor de Ediciones del Temple, director de la revista Hemiclo y abogado. Reside en Valparaíso.