Trilce 100 años: Víctor Manuel Mendiola

Continuamos con la celebración del primer centenario de Trilce. En esta ocasión presentamos un lúcido ensayo del poeta Víctor Manuel Mendiola (Ciudad de México, 1954) sobre César Vallejo, en el que aborda distintos aspectos formales de Los heraldos negros y Trilce, además de arrojar luz sobre la transfiguración de las formas con una lectura transversal por la obra de Vallejo en sus recursos poéticos.

 

 

 

 

 

César Vallejo

1

En el contexto general de la literatura latinoamericana del siglo xx, la poesía peruana ocupa un lugar fundamental. Si una fuerza de renovación provino de Chile con la poesía de Pablo Neruda y Vicente Huidobro, otra corriente de cambio tuvo su origen en Perú con la poesía de César Vallejo. Estos tres poetas representan el primer movimiento de ruptura o de vanguardia con respecto a los valores del modernismo y encarnan una voz que no dejará de resonar en otros poetas no sólo de Chile y Perú sino también de Argentina, Cuba, Colombia y México. Además, estos tres poetas prefiguraron tres actitudes fundamentales ante el fenómeno de la poesía: en Neruda hallamos la liberación de las palabras como una liberación del hombre en la sociedad y en la naturaleza; en Huidobro, la imaginación como el derecho a crear otra realidad superior o igual a la realidad misma; y en Vallejo, la conciencia de que los sentimientos —y, en particular, el dolor— abren las puertas del conocimiento y de un lenguaje nuevo. Por esta razón Saul Yurkievich en su ensayo Fundadores de la nueva poesía latinoamericana caracteriza la acción de Neruda, Huidobro y Vallejo como una operación fundadora. Estos tres poetas señalan un cambio de dirección en tres planos: a) abandonan la pureza de la perfección parnasiana y simbolista; b) ponen el acento en la espontaneidad y en las representaciones sensibles inmediatas de carácter cotidiano; y c) aproximan, a través del verso libre, un texto de forma abierta a la llaneza y rapidez del poema en prosa. En este sentido, los tres trastocaron el lenguaje y los tres modificaron la lengua española. Sin embargo, de todos ellos el poeta que más lejos llevó la destrucción del lenguaje en el descubrimiento de una nueva obra fue Vallejo, como lo muestra su libro —y el mismo título de su libro— Trilce (va más lejos que Altazor porque no hace ninguna concesión al lenguaje de las imágenes limpias y bellas). Con versos tan violentos como “el establo está divinamente meado” o tan oscuros y descosidos como “Pura yema infantil innumerable, madre” o “Este piano viaja para adentro”, Vallejo alteró de manera radical la forma de entender la comunicación literaria e introdujo una sintaxis y una semántica sin límites y miedos estéticos. Frente al borbotón torrencial de palabras de Neruda y a la invención cosmopolita de Huidobro, Vallejo inventó un expresionismo del hogar y la añoranza, tan abstracto como concreto.

¿Y que pasa con Vallejo en relación a Jorge Luis Borges y Octavio Paz? En el segundo gran movimiento de transformación de la literatura latinoamericana, Jorge Luis Borges y Octavio Paz tomaron distancia no sólo de la representación de la poesía como una fuerza de metamorfosis individual y social y como una fuente de imágenes sino también se distanciaron de la contracción sintáctica y metafórica del expresionismo de Vallejo. Borges renovó el soneto desde el ensayo y renovó la prosa desde la música del verso. Como si fuera un poeta de las culturas dominantes del primer mundo, el poeta argentino se apropió —probablemente como nadie en la sociedad contemporánea— de los tropos, símbolos y figuras fundamentales de Occidente. Desde lo minúsculo, desde lo marginal, desde la omisión que significa estar en un país periférico, Borges volvió a contar las grandes imágenes de las fábulas y el pensamiento y, de este modo, universalizó otra vez los mitos y las razones esenciales del logos de nuestra cultura. Quizá por esta razón es tan temido —el rechazo es una forma del temor— por los poetas en Argentina y en otros países de Sudamérica (José María Espinasa ha escrito un texto esencial sobre este tema). Por otro lado, Paz, en una pauta de la misma índole, pero más concentrada —en una interpretación muy original del romanticismo—, se apropió del discurso vanguardista. Lo asimiló, lo digirió y lo arrojó en una visión aguda del papel de la poesía en la sociedad actual. Piedra de sol y Los hijos del limo son los momentos fundamentales de este proceso de entendimiento y superación —aunque pertenecen a esta gran modificación Pasado en claro y El mono gramático— que tiene como referencia principal el romanticismo alemán y a André Breton. Como Borges, Paz comprendió que la vanguardia era necesaria y brillante, pero que estaba, como todo lo humano, sujeta al tiempo. Señaló claramente cómo los movimientos de ruptura habían comenzado a repetirse y volverse otra forma de tradición y de esterilidad, salvo —claro está— en el caso de los poemas excepcionales. Sin embargo, ni Borges —tan reticente al modernismo poético en su discurso teórico— ni Paz —tan comprensivo con la novedad de la vanguardia y su ocaso— dejaron de usar en sus poemas esas invenciones de la rebelión estética del siglo xx: el movimiento, la simultaneidad, el carácter atribulado del pensamiento y los vasos comunicantes entre géneros. Así, pues, hay algo que acerca a Borges y a Paz, por un lado, y a Paz y a Vallejo, por el otro. Este algo es la conciencia de la comunicación profunda, a pesar de todas las reticencias críticas, entre el simbolismo y la vanguardia y, por tanto, entre la prosa y la poesía. El carácter desgarrado del hombre moderno, perdido en abstracciones existenciales y arrasado por la máquina imparable de la realidad económica y social, está presente en la conciencia de estos tres poetas bajo la influencia de las quimeras del siglo xix. Desde luego, en Borges esta comunicación aparece como un tópico arquetípico de la época. Él no la menciona, pero alude a ella en su insólito superclasicismo.

Esta dualidad abstracta / concreta de la sociedad contemporánea y del arte moderno, que emerge más del sentimiento que de los sentidos, más del corazón que del ojo, más del silencio y del vacío del alma que del oído o la mano, nos permite entender la gran capacidad de comunión de la poesía de todos estos poetas, pero especialmente de la poesía de Vallejo. Quizá la mejor forma de plantearlo sería decir que en la poesía del poeta peruano el corazón golpea al ojo. Desde esta perspectiva la poesía no es una fiebre, es fervor.

 

 

2

Es muy común escuchar en los distintos ambientes literarios de América Latina que el libro clave de César Vallejo es Trilce. Esta afirmación, aunque desde cierta perspectiva es correcta, es relativa y tendría que ser transformada. Trilce, efectivamente, nos ofrece una gran originalidad. Sin embargo, si leemos con cuidado el libro que precede a este título, Los heraldos negros, nos damos cuenta de que este último texto también tiene, en primer lugar, una personalidad notable y posee, en segundo lugar, tanto un espíritu como un cuerpo en concordancia con el carácter profundo de las formas más innovadoras de la mejor poesía de Vallejo. La aceptación de la idea de que el texto central del poeta peruano es Trilce, tendría que demostrar que Los heraldos negros carece de esta cualidad y que, lo que caracteriza esencialmente este libro, tiene poco que ver con el segundo. A mi manera de ver las cosas, esto no es cierto. Creo que lo que habría que sostener es algo diferente: el libro venerado por las vanguardias latinoamericanas se anuncia plenamente en el primer libro de la obra de Vallejo. Este anuncio también ocurre, habría que agregar, de un modo inédito.

 

 

3

Procuremos entender a Trilce. La lectura directa de este libro nos revela, de manera inmediata, una poesía en estado no de libertad ni de espontaneidad sino en constante trastrocamiento deliberado —quiero decir, muy bien calculado— del lenguaje. O, por lo menos, eso es lo que sentimos en las primeras impresiones. Los versos están rotos a propósito, la sintaxis ofrece soluciones extrañas, las rimas aparecen y desaparecen con violencia o se repiten en una versión singular de la rima monorrima y el sentido, en muchísimos casos, siempre está alejándose del sentido convencional (no hay que olvidar que en Los heraldos negros, Vallejo nos ha demostrado que domina, de una manera absoluta, el gran arte del simbolismo). Desde el primer poema podemos observar esta voluntad de creación de un nuevo lenguaje:

Quién hace tanta bulla y ni deja
testar las islas que van quedando.

Un poco más de consideración
en cuanto será tarde, temprano,
y se aquilatará mejor
el guano, la simple calabrina tesórea
que brinda sin querer,
en el insular corazón,
salobre alcatraz, a cada hialóidea
grupada.

Como resulta evidente, el lector sufre desde el principio una sensación de desconcierto y, por tanto, tiene la necesidad inevitable de hacer un esfuerzo adicional para comprender, porque no puede captar una imagen ni un significado en el primer contacto. Vallejo, de esta manera, le propone al lector detenerse y aprender una forma nueva donde el sentido llega gracias al golpe del azoro, por medio de las sucesivas lecturas, y más por un sentimiento de identificación que por un proceso de clarificación. Sensación y sentimiento son los vehículos del sentido. Pero el poema cede y entonces, entre la bulla y una herencia insular, surge el corazón solitario, “salobre alcatraz”. Además, esta irrupción llega con el toque oscuro del furor de la tormenta, quizá marina. Lo que el poema nos entrega, entonces, es una emoción a través de imágenes retorcidas, fracturadas y violentas.

Esta manera de proceder va cobrando, cada vez, un relieve mayor. Por eso, en el poema iv encontramos:

Rechinan dos carretas contra los martillos
hasta los lagrimales trifurcas.

o en el poema v:

Grupo dicotiledón. Oberturan
desde él petreles, propensiones de trinidad,
finales que comienzan, ohs de ayes
creyérase abaloriados de heterogeneidad.
¡Grupo de los dos cotiledones!

Y, de pronto, en esta extraña trituración —en el proceso de acuerdo y desacuerdo entre las palabras— reaparecen con la misma violencia, pero con una voluntad de comunión, estos versos del poema vi donde la subversión de la concordancia temporal crea un tiempo desconocido formado con un pasado que ocurre en el futuro:

El traje que vestí mañana
no lo ha lavado mi lavandera.

El lector que se ha empeñado en seguir cuidadosamente la lectura de todos estos poemas, puede entonces sentir que estos versos tan sorprendentes —y diáfanos de un modo insólito— son efecto de una espontaneidad sin límites. Sin embargo, pensar esto sería un error. Esta manera de escribir está animada por una conciencia concentrada y decidida a encontrar, en las frases y en las palabras, el modo de volverlas a hacer hablar en los gestos más inopinados. De esta manera, estamos frente, a pesar de la apariencia expresionista o, precisamente gracias a ella, a un proceso minucioso de destrucción y creación del lenguaje.

 

 

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Pero si Trilce fuera sólo una coacción permanente, una acometida dura y cruel sobre las palabras, este gran libro no sería lo que es. Trilce, a través de esta constante profanación de las formas, abre una nueva puerta al sentido y, de repente, Vallejo lo deja que aparezca con toda su fuerza para hablar con las formas transfiguradas del simbolismo y con la sinceridad que sólo puede alcanzar el lenguaje poético y, en particular, una poesía marcada por la exigencia vital de mostrar la increíble abundancia de la escases y la soledad:

Pienso en tu sexo.
Simplificado el corazón, pienso en tu sexo.
Ante el ijar maduro del día.
Palpo el botón de dicha, está en sazón.
Y muere un sentimiento antiguo
degenerado en seso.

Damos un salto al lado contrario. La experiencia del lenguaje cobra en esta estrofa el sentido opuesto que nos habían dado las citas anteriores. En una “claridad furiosa” —en la expresión de Gabriel Zaid—, el poema se desoculta y pone, como su principal cometido, el significado que acaba resolviéndose, a final de cuentas, en la oscuridad de la conciencia que, para nosotros, deviene en su opuesto. Y, por esta razón, el poema tiene que terminar en un “estruendo mudo”, pero, más por una necesidad implacable, en la forma invertida del orden de las letras de dos palabras, creando una sola que ha devenido en un retruécano, “¡Odumodneurtse!”. En el universo de la eclosión, las formas saltan fácilmente a su contrario.

 

 

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En un proyecto de ruptura total no deberían caber las formas armoniosas. Estas deberían estar proscritas. De ninguna manera aludidas o sólo referidas por la ironía o la parodia o la necesidad de golpearlas a martillazos. Sin embargo, Trilce sí alude a las formas armoniosas y, además, las usa de manera explícita, pero también implícita. El poema xlvi es un soneto. La primera estrofa dice:

La tarde cocinera se detiene
ante la mesa donde tú comiste;
y muerta de hambre tu memoria viene
sin probar ni agua, de lo puro triste.

Como en el poema xiii, “Pienso en tu sexo”, aquí Vallejo vuelve a utilizar de manera provocadora un lenguaje brutalmente directo, pero, al mismo tiempo, hiperlírico. Tan lírico como en los mejores poemas de Rubén Darío o, más cerca, del Leopoldo Lugones de “Emoción aldeana”:

Aristas de mis parvas,
tupían la fortaleza silvestre
de mi semestre
de barbas.

Esta unión de lo inmediato, de lo grueso, con la mediación simbólica, melódica, le da, no sólo a este poema sino a todo el libro, un carácter fascinante. Ya dijimos que lo armonioso lo encontramos apuntado de manera explícita como sucede en este soneto. Pero, de manera implícita, ¿en dónde más? Aunque parezca exagerado, en la mayor parte del libro. Y esto significa que Los heraldos negros irrumpen constantemente en Trilce. Por ejemplo, en el poema xliv, el poeta peruano nos entrega una composición que parece ajena a todo antecedente. Sin embargo, en ella están el uso de una expresión oscura y melodiosa. La sola presencia del alejandrino “ya muertas para el trueno heraldo de las génesis” nos podría recordar al primer libro de Vallejo, pero todo el poema, con su concentrada unidad alrededor del piano, nos hace pensar en la estética perfecta de los objetos que cobran un valor arquetípico:

Este piano viaja para adentro,
viaja a saltos alegres.
Luego medita en ferrado reposo,
clavado con diez horizontes.

Tiene sentido aproximarse a estas coincidencias, porque de este modo podemos ver cómo Vallejo está recreando o refundiendo el material de su primer libro para transformarlo en una nueva expresión, para trocarlo, a través de la inversión profunda, en el gesto brusco de lo desconocido, pero al mismo tiempo, en una prolongación de su obra previa.

 

 

6

Y, en Los heraldos negros, ¿hay de manera evidente algo que anuncie al poeta de Trilce? Yo creo que sí.

Desde luego, por la fuerte carga de su significación y, de manera especial, en su conciencia de la desgracia del hombre moderno lejos de Dios y cerca de la nada. Pero también por la extraña ligereza de una mirada llena de un realismo sin el menor miedo a la riqueza de lo plebeyo. Al contrario, consciente de los dones del mundo infortunado y pordiosero. De ahí que, en el dominio del corazón y de la calle, Vallejo puede decir:

Vengo a verte pasar todos los días,
vaporcito encantado, siempre lejos…
Tus ojos son dos rubios capitanes;
tu labio es un brevísimo pañuelo
rojo que ondea en un adiós de sangre.

O este otro donde, con una eficacia ibseana, juega con el deseo y la desaprensión:

                    ¿…………………

—Si te amara… qué sería?
—Una orgía!
—Y si él te amara?
—Sería
todo rituario, pero menos dulce.

Los heraldos negros ocurre, quizá, en una frontera que no hemos comprendido suficientemente. Este libro parece que pertenece de manera dominante a la estética simbolista. La frecuencia del alejandrino, el aspecto rotundo de ciertas imágenes, el gusto por la rima, el vocabulario hecho de palabras como luna, comunión, nochebuena, media luz y un gusto por las curvas de la hermosura —como comprendió James Joyce en Ulises—, crean la apariencia de una armonía. Sin embargo, el libro está colmado de la dura concreción de lo absurdo y de lo que no se puede decir más que de una manera sucia y triste —igual que en Ulises. Esta manera de decir las cosas la vemos claramente expresada en el poema “La araña”:

Es una araña enorme que ya no anda;
una araña incolora, cuyo cuerpo,
una cabeza y un abdomen, sangra.

En la apariencia realista del texto nos ataca el desconcierto y la ferocidad de lo absurdo. El insecto cobra, en cada verso, una dimensión dura y agresiva. La araña, rota en pedazos, sangra y cambia constantemente de medida, sus patas son pilotes, sus pies, cada vez más numerosos. La observación del arácnido se apropia de la mente del poeta, como ocurre también en la gran novela de Joyce cuando Leopoldo Bloom contempla una mosca copular con otra mosca o como cuando Kafka se percibe a sí mismo como un insecto. Así pues, en Los heraldos negros percibimos un descoyuntamiento tanto del significado como del orden de las palabras. Por eso Vallejo puede decir:

A veces en mis piedras se encabritan
los nervios rotos de un extinto puma.

 

 

7

Si es cierto lo que acabamos de decir, entonces podemos plantear que, aunque César Vallejo pertenece a lo que Saúl Yurkievich llamó la primera ola de la vanguardia en donde se encuentran sobre todo Neruda y Huidobro, también pertenece a la segunda ola en donde encontramos a Borges y Paz. La razón profunda de esta presencia en dos lugares distintos, proviene del hecho de que, si miramos con cuidado la poesía de Vallejo, nos percatamos, como ya dijimos, de que entre Los heraldos negros y Trilce no hay una ruptura sino un estado de sincronización. Efecto que también encontramos en el poeta argentino y en el poeta mexicano.

Donde mejor podemos ver esta insólita reunión es en Poemas en prosa. En este libro, que viene precisamente después de Trilce, observamos la suma intensa del significado y de la búsqueda del lenguaje. Pero aquí la síntesis ha cobrado un nuevo carácter. Muy bien podríamos decir que ha cobrado un carácter mucho más natural. Los heraldos negros y Trilce han adquirido aquí la significación de la novela —aunque sea minúscula. Los trastrocamientos ya no aparecen en la primera línea del escenario poético del texto. Surgen, aquí y allá, como acotaciones que le dan a la expresión del poema un matiz tan inesperado como más hondo. La sintaxis cerrada, apretada, nos lanza a la idea con gran rapidez y así nos encontramos expresiones como “se hizo patio afuera”. Algo que parece que decimos, pero que, en realidad, muy pocas veces, o nunca, decimos. Y continúa “Nativa lloraba de una tal visita, de un tal patio y de la mano de mi madre”. El poema narra, pero narra con duras ecuaciones psicológicas, no a la manera de López Velarde, en una fiebre religiosa erótica, sino en una calentura de desposesión y hambre. Así, pues, aunque el poema no crea una novela, la está creando. La prosa, valiéndose de la síntesis de la poesía, descorre una escena esencial que tiene que ser contada más allá de la metáfora: “Mamá debió llorar, gimiendo apenas la madre”.

 

 

8

Como le ocurrió a Paz en El mono gramático o a Borges en los poemas en prosa de El oro de los tigres, a César Vallejo también se le reveló el hecho fundamental de que la poesía, como quiera que sea, es una narración. La primera narración.

 

 

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