Poesía costarricense: Carlos Manuel Villalobos

Leemos poesía costarricense. Leemos algunos textos de Carlos Manuel Villalobos (1968) pertenecientes al libro Un río sonámbulo, con el que ganó el Premio Internacional de Poesía "Dolors Alberola”. A juicio del jurado: “es un poemario denso pero fluyente; alegórico y mágicamente real, a la par. Así como también vital y poético”.

 

 

 

 

 

 

 

 

Un río sonámbulo

 

En estos poemas el ojo que observa el mundo es el de un niño. Por su retina pasa un río sonámbulo que es al mismo tiempo la historia de su infancia, el pueblo y su familia. El río es un mago que juega con el niño, pero también un ser que padece de abandono: “No tiene nadie que le rente un lugar en los abrazos”. Más allá de una poética de la niñez, este libro es también un reclamo ecologista. ​​ 

Un río sonámbulo​​ es​​ el ganador del Premio Internacional de Poesía "Dolors Alberola" A juicio del jurado: “es un poemario denso pero fluyente; alegórico y mágicamente real, a la par. Así como también vital y poético”.

 

 

 

 

 

 

Desánimo del padre

 

Yo creía que la tristeza era el gesto natural de todo padre.

No sabía entonces que también los ríos mienten

y que es vieja la costumbre de hundir el rostro debajo de sus aguas.

 

Pero este padre

lo supe luego​​ 

malvendía la nostalgia en las cantinas.​​ 

 

Cuando por fin llegaba a casa ​​ 

era un cuerpo de reptil sin fuerzas.​​ 

No era el mismo.​​ 

Vomitaba demonios a la orilla de la culpa

Por la nariz​​ 

en forma de brasas derretidas

le chorreaba el miedo.

 

Mi madre​​ 

del susto​​ 

le pedía a la Virgen del Carmen que hiciera sol para calmarlo.

 

Los perros​​ 

del susto​​ 

corrían a abrir la noche para volverse ciegos.

 

Al otro día

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ un caldo de gallina le curaba las ganas del suicidio​​ 

y entonces juraba que no iría nunca más a morder el agua del desánimo​​ 

me lo juraba con los dedos en cruz sobre la boca

me lo juraba por el sagrado corazón de Jesús en el calvario

 

pero los ríos son débiles

y les mienten a los niños ​​ 

     como un padre cuando tiene sed​​ 

y nada lo detiene.

 

 

​​ 

​​ 

 

 

 

El río es un niño

 

El río que pasa por aquí está loco de remate. ​​ 

Es adicto a la silampa

y a la risa que dan las garzas cuando llegan a morir.​​ 

 

Yo aprovecho esta locura​​ 

y le pido que vaya conmigo al bosque.

 

Entonces el río salta de la lluvia​​ 

y resbala por las lomas de la tarde.

 

Le digo que tiene agua de salvaje en la mirada​​ 

y este loco brinca de niñez sin saber a dónde va.​​ 

Cree que es cierto lo que digo.​​ 

 

Busca lianas para colgar la risa​​ 

y yo lo sigo.

Se tira de las ramas a la boca del vacío

y yo lo sigo.

El río es un poeta que no sabe que es un niño.

 

 

 

 

 

 

 

Ella también era un pozo

 

El río llegó al pueblo en los restos de un barco que murió de viejo. ​​ 

Caminaba lento.​​ 

Era casi un fantasma de agua

una mujer que cosía el hambre en la cocina.​​ 

Orinaba silencios detrás de su propia sombra.

Era un delantal delante de la muerte​​ 

un par de sandalias solas.

 

Tenía la piel abandonada en un cuerpo que no era el suyo.

 

Las manos se le caían de las manos​​ 

y el alma se enroscaba en sí misma​​ 

con si tuviera un caracol por dentro.​​ 

 

Se alumbraba con la sal que dan las madres cuando quieren abrazar.​​ 

 

Su vestido de color marrón olía a desamparo​​ 

y en el pecho colgaba el rosario​​ 

que espantaba a los demonios.

 

Uno de sus ojos olvidó la luz​​ 

y en las piernas hervían mil insectos que tragaban carne.  ​​ ​​​​ 

 

Este río alguna vez salió del fuego.​​ 

Lo sé porque cantaba canciones para atizar la leña.​​ 

Lo sé porque amasaba la saliva del fogón y le hacía tortillas a Dios​​ 

a los santos y a todos los que aquí nos sentábamos a la mesa.​​ 

 

Sus senos eran ánforas que rompieron los niños en el último verano.

 

Sus pies eran lagunas enterradas en el fondo de los años.​​ 

 

Le dolían las rodillas.

Le dolían las piedras que alguna vez vinieron a empaparla de mentiras.

 

El ave que sostenía su corazón se cansó del tiempo. ​​ 

No quedaron orillas en la noche.​​ 

 

Una tarde se fue de casa.​​ 

Se fue como un libro al que le secan una a una las palabras.​​ 

 

 

 

 

 

 

 

Un esqueleto de agua

  

No es un río.​​ 

Es un fantasma de agua​​ 

que vino a jugar con los niños de la calle. ​​ 

Es un animal bañado de lástima​​ 

que pide limosna

cuando pasa por el pueblo.

 

Es un esqueleto de agua

un saurio vestido de harapos

que no pudo encontrar el mar.  ​​​​ 

 

No es un río.

Es un pobre pordiosero que tose por pueblo.

un viejo contador de cuentos

que me busca cuando lloro.

 

 

 

 

 

 

La congoja

 

A mediados de noviembre algún dios borracho vomitaba el cielo.

Lo recuerdo bien porque los perros se convertían en pozas de agua

y el río

atragantado de lluvia

corría a guarecerse en la cocina de mi abuela.

 

Se nos mojaba el hambre

y el agua de lavar el miedo.

 

Un ratón a punto de morir era el sol de aquellos días.

Entraba por las rendijas

y pedía​​ 

casi a oscuras

un poco de alcanfor para sus huesos.

 

Las ánimas benditas del Santo Purgatorio

oían por las noches nuestros ruegos​​ 

y a pesar de los barriales

venían a calentar el humo y la ceniza

pero la santa voluntad de Dios es así​​ 

dice abuela

y nadie seca​​ 

sin su mano

la humedad de la pobreza.​​ 

 

 

 

 

 

 

El arado

 

El río es un arado.​​ 

Lo sé porque draga cicatrices a lo largo de su paso.

Lo sé porque deja estrías en la cara del viento​​ 

y zanjas en la voz de cada lunes.

 

El río ara con sus cascos la orilla de su nombre.

Es ahí donde mi padre siembra las semillas de la lluvia.​​ 

Es ahí donde los bueyes escriben silabarios con los hierros de la historia.​​ 

 

El río hunde su silencio en el pecho de la tierra.​​ 

Deja grietas en mi mano cuando paso a saludarlo.

 

En el fondo

​​ igual que el río

todos somos un arado.

Cada cual ara en el fuego un camino para salir ileso. ​​ 

Cada cual hunde su verdad a la orilla de los otros.​​ 

 

La muerte por ejemplo es un arado.​​ 

Cava silencios en los huesos de la noche.

 

El tiempo desde luego es un arado.​​ 

Deja arrugas en la piel de los relojes. ​​ 

 

Cada pie que arrastra su deseo por la calle es un arado.​​ 

Cada boca​​ que escarba la piedad en otra boca

también es un arado.​​ 

 

 

 

 

 

 

 

Un dios que no entendía el cerrojo de las puertas

 

Yo también hice saurios y planetas en un jardín de lodo.​​ 

Tallé embriones de bestias que amansé con la palabra.​​ 

Forjé huesos para duendes y labios para el fuego.

 

Yo también fui un pequeño dios

pero no uno de esos que a los siete días descansa y eso es todo.  ​​ ​​ ​​​​ 

 

Le puse ojos a las piedras para que vieran mis manos sucias.​​ 

Le tallé orejas a los árboles para que escucharan el silencio.

 

Inventé narices para que el aire entienda el olor de la tristeza. ​​ 

Dibujé muecas para un pájaro que no aprendió sus alas.​​ 

Hice trenes con sed para que obligarlos a venir al río.

 

Los peces si yo quería eran monos o avionetas de combate.​​ 

Los tigres si yo quería eran ángeles o el hijo de la Llorona.​​ 

 

Las ranas eran al mismo tiempo ovejas o novias de piratas​​ 

y cualquier piedra era iglesia​​ 

un castillo o el monte más alto del infierno.

 

Fui un creador que pobló de nombres el alma de mil criaturas​​ 

un mesías al que un día castigó la madre porque no llegó temprano a casa.​​ 

Sí.​​ 

Fui un dios que lloraba de vez en cuando debajo de una mesa,​​ 

un dios que no entendía el cerrojo de las puertas.

 

 

 

 

 

 

El río que matamos

 

Se oía como el llanto de un trueno.

Llegamos a pensar que tal vez era el alma en pena de un volcán con ira.​​ 

Pronto supimos que un lagarto de hambre le había roto la garganta al río.

 

Corrimos con vendas de urgencia a coserle los ronquidos.​​ 

Pero no hubo forma de atajar el murmullo​​ 

y menos los rumores del agua ya sin aire.

 

Tenía la cola alicaída como un árbol cuando pierde el equilibrio.​​ 

Alguien dijo que lo mejor era matarlo de un balazo.​​ 

No había caso que sufriera más.

 

Lo amarramos del hocico y a rastras lo llevamos a un barranco. ​​ 

Sonó el balazo.​​ 

Se oyó el resuello.​​ 

 

El río cayó sin habla a la orilla de su cuerpo.​​ 

Ni una gota de sí quedó en el aire que dolía.​​ 

Ahora el resoplo que se oye es un insecto,​​ 

un animal de monte que tal vez escapó con vida​​ 

o quizá esto que desagua la tristeza es un fantasma

un río sonámbulo​​ 

que va de pueblo en pueblo

sin saber que lo matamos.​​ 

 

 

 

 

***

 

 

Carlos Manuel Villalobos​​ (Costa Rica, 1968) ha merecido distinciones como el​​ Premio Internacional de Novela Corta “Diario Jaén” (España),​​ Premio Internacional de poesía “Vicente Rodríguez Nietzche” (Puerto Rico),​​ Premio internacional de poesía Dolors Alberola (España). Ha sido​​ Finalista del Premio Internacional de Poesía Pilar Fernández Labrador (España), Finalista del Premio XXVI de novela Ciudad de Salamanca. Premio UNA-Palabra en el género cuento (Costa Rica); Premio Brunca de la Universidad Nacional de Costa Rica.​​ En​​ Poesía​​ ha publicado los siguientes libros:​​ Un río sonámbulo, Cambio de Dios, Fosario, Altares de ceniza, El cantar de los oficios, Trances de la herida, Insectidumbres, El primer tren que pase, Ceremonias desde la lluvia y Los trayectos y la sangre. Cuento:​​ Curación de la locura y Tribulaciones. Novela:​​ El libro de los gozos. Ensayo:​​ Los extremos de la imaginación y El ritual de los Atriles. Es doctor en Literatura Centroamericana, máster en Literatura Latinoamericana y licenciado en Periodismo. Se desempeña como docente en la Universidad de Costa Rica.

 

 

 

 

 

 

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