Poesía costarricense: Cristián Marcelo Sánchez

Leemos poesía costarricense. Leemos algunos textos de Cristián Marcelo Sánchez (1970). Sus libros más recientes son Escafandra (2020), Vuelta de hoja. Selección personal (2020). También publicó el libro de ensayo Las esferas de la memoria (2004).

 

 

 

 

 

Cristián Marcelo Sánchez (1970)​​ es​​ Licenciado en Lingüística y Literatura por la Universidad Nacional. Ha publicado​​ Todo es lo mismo y no es lo mismo (1994) Entre dos oscuridades (1996) Fragmentos Fantasmas (2000)​​ Corriente subterránea​​ (2012)​​ Fábulas de un poeta que lee en un teatro vacío esperando que sus lectores nazcan del polvo de las butacas​​ (2014)​​ Grado Cero​​ (2015)​​ Grimorio del emperador amarillo​​ (2017)​​ Cuaderno de alucinaciones​​ (2018)​​ Escafandra​​ (2020)​​ Vuelta de hoja Selección personal (2020)​​ y el ensayo​​ Las esferas de la memoria​​ (2004).

 

 

 

 

 

 

Doble foco en violeta

 

Al fin y al cabo,

la que duerme con la noche,

la que no sale nunca de la casa,

la que lleva las medias roncas

tendrá un muérdago tras la puerta.

 

La muy dudosa, que pone los pies en el polvo

y sumerge su cabello en agua tibia,

en un sartén humeante,

amará el linaje de los tenedores.

Así es

y así será,

mientras la luna

trueque estaciones por monedas.

 

La que duerme en la calle,

chasquea los dedos y los dientes blanquísimos,

detiene un taxi para volver a su casa,

a la hora en que la otra tendrá 

los labios agrietados,

y odiará el jazmín barato de sus pechos

y al amor que la tiene de rodillas.

 

 

 

 

 

 

 

Eugenio Redondo imita los gestos de Li-Po en el espejo

 

Ahora, escribe despacio.

Apenas labio, la hoja. 

Ahora, escribe despacio,

tan despacio que las palabras

se quedan rezagadas en el camino.

¿Qué hará con esa tinta muda

que en el cielo gris se derrama?

Va despacio, muy despacio,

oye la lengua de la redondez

y el chisporroteo de las aguas.

 

Despacio, escribe despacio,

Sobre el cielo gris que se arruga 

a ras del alba y del loto,

y sabe que aliento y desnudez

son niebla o trizadura.

Las palabras zumban en el aire, 

su voz aúlla  o gime 

sobre el cielo que repite la nada...

Ahora, escribe despacio sobre otro cielo gris.

Apenas nube, la hoja,

donde la luna desaparece.

 

 

 

 

 

 

XXXII

 

Ve a la iglesia vieja, 

a la nave oscura,

que Dios abandonó.

Ve y escucha

la mentira universal,

la falacia en boca de un antiguo lobo.

 

Mira como las grietas inundan las paredes,

como las palomas defecan los altares,

como los fieles besan el estropajo y la locura,

la fealdad de esos rostros,

que esperan el lubricán,

sobre sus pieles.

 

Mira los vitrales enloquecer con la luz de la tarde,

como los órganos cantan,

como el rocío de la noche es un escupitajo,

como la sangre salta de las heridas.

 

Ve a la iglesia, 

mira con asco esa luz moribunda

que ya no ilumina,

y vete,

vete lejos, 

la sal de este mundo ya no es de nadie,

ya no le pertenece 

a esos monstruos con los ojos cerrados.

 

 

 

 

 

 

 

Vuelta de hoja

 

Dime quién eres y qué agua tan limpia tiembla en toda mi  alma… 

Leopoldo Panero 

 

Regreso de ese lugar donde nadie me pronuncia, 

porque soy y he sido, 

regreso después haber sangrado mar adentro, 

al fin de cuentas, todo viaje es volver, 

tocar la misma tecla, 

sin tener en claro el regreso 

ni para que se regresa. 

¿Era necesario el regreso? 

Busqué respuestas o  claridades. 

Todo era oscuro, 

bestial, 

las hojas aúllan, mugen y copulan. 

Regreso para decirme 

y decirte en la torpeza, en la lucidez, 

en el abstracto juego de crepúsculos y brújulas, 

para que nada tenga sentido, 

para que el sentido nazca del regreso, d

e la vuelta de hoja, 

para recobrar el tiempo,

para escribir extraños laberintos presuntuosos, 

para que sonría esa boca desdentada 

y proyecte sobre las paredes 

una carrera de gacelas e hipocampos. 

Regreso del amanecer, 

para que el relámpago beba la lujuria, 

y el pezón sangre de dicha, 

y cada calle, 

cada ojo, 

cada piel, 

sea capaz de decir: todo delira, 

y si no delira, al menos, 

tú y yo somos la rueca, la ruleta rusa, 

un circo de dados y demonios. 

Regreso de ese lugar donde las palabras no me pronuncian, 

de ese instante en que soy y he sido 

quien seré, 

saludable como un ángel muerto, 

alegre como esa mano que escapa.

 

 

 

 

 

 

XI

 

Las nubes, que el verano no deshizo, están quietas.

Es hermoso mirarlas,

como la muchacha del vestido amarillo

que arranca la cabeza de un crisantemo.

 

La muchacha, que no se arrepiente de las almas

enviadas al purgatorio,

tiene la mirada asesina de la cobra,

la lujuria de los escorpiones.

 

Las nubes están quietas.

Un olor a sangre invade el corazón de la luz

y el aire que tintinea tiene el color de la muerte.

La muchacha del vestido amarillo

corta pedacitos de utopías,

y los licúa para brebajes opulentos.

Corta su cabello en serpentinas

y exhala un suspiro en forma de Gillette.

 

Quietas, las nubes miran

a la muchacha del vestido amarillo,

la muchacha bebe té de herida o hecatombe,

un té que adormece al arcángel,

a la bestia

y a la terquedad del día.

 

 

 

 

 

 

XXII

 

Todo lo que escribo es aire o escafandra, 

silencio recortado al viento,

nube y violencia de relámpagos,

mujeres que pasean por el borde del espejo,

espejos que deambulan,

transeúntes en la claridad del sueño.

 

Todo lo que escribo fue pensado

tasado,

medido,

por humores venenosos,

mortales como la urna de la vida,

flor que florece hacia adentro,

límites de escama.

 

Y aun así, no entiendes que vengo roto,

atroz como un misterio.

Y aun así, me preguntas cada noche

qué simboliza la pestaña 

que adorna el mausoleo,

ese astro que gira y tintinea en mi mano,

esa mano que desaparece

y germina a dos pies de la sombra.

 

Todo lo que escribo algún día tendrá sentido,

como catástrofe amorosa,

exhumación del sueño

o silencio devorante.

 

 

 

 

 

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