Andrés Restrepo Gómez en La poesía te quiere vivo

Alejo Morales construye “La poesía te quiere vivo. Dossier de poesía joven colombiana”. Leemos aquí algunos poemas del poeta y cineasta Andrés Restrepo Gómez (1996). Su primer libro de poemas es La bohemia que pagaron mis padres (Vásquez Editores, 2020).

 

 

 

 

Andrés Restrepo Gómez (Medellín, 1996). Reside en Buenos Aires desde el ​​ 2016. Egresó de la Escuela Profesional de Cine de Eliseo Subiela, donde es docente de la cátedra de Guion I y II. Actual Maestrando en Dramaturgia de la Universidad Nacional de las Artes, institución en la que cursó también la Licenciatura en Artes de la Escritura. Dirigió y escribió los cortometrajes​​ Muerte, no seas mujer​​ (2018),​​ El corazón es la cuarta pared​​ (2019),​​ Muhamab el zurdo​​ (2021),​​ Los novios​​ 2023) y​​ Los subtítulos​​ (2024). En el 2020 publicó en Medellín su primer libro de poemas:​​ La bohemia que pagaron mis padres, con Vásquez Editores. En enero del 2022 resultó accésit del XXIV Certamen Literario de Relato Breve “Villa de Colindres” con su cuento "El proceso", reescritura libre de la novela homónima de Kafka. Colabora para la revista Otra Parte en la sección de Teatro, Cine y Discusión y también ha publicado artículos en diversas revistas científicas.

 

 

 

 

 

***

 

 

 

 

¿Pero dónde están los​​ hijueputas​​ mecenas?

 

Yo que elegí morirme de hambre​​ 

por los dos lados: de guionista y de poeta.​​ 
Yo que, en definitiva, no me moriré de hambre,​​ 

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ pues eso ya sería algo.​​ 

Yo que no sé hacer carpetas para convocatorias,​​ 

que me quedan tan mal las sinopsis y las contratapas,​​ 

que no tengo Instagram, ni diseñé currículum a color,​​ 

ni me animé a dar talleres como todo el mundo.

Yo que solo voy a ferias literarias donde todos halagan,​​ 

nadie compra, y los poetas hacen trueques entre sí,​​ 

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ hasta extinguirse.​​ 

Yo que solo me cruzo con ingenieros de mercado,​​ 

"amantes de la cultura", coach de medio pelo​​ 

que me mandan decálogos de emprendimiento,​​ 

biblias del liderazgo,​​ 

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ que la pobreza es mental

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ que tenés que vibrar en tu intención.

Pero ¿dónde hijueputas está la plata?, ¿dónde están los mecenas?
Un​​ 
Theo. O un suggar daddy sanjuanino.​​ 
A qué jurado hay que jalársela. Sobre qué tema tengo que vociferar.​​ 

Cuándo coincidirá mi cédula colombiana (1.036.667.498)

o mi DNI argentino (95.597.970) con esa beca​​ 

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ anual, mensual, quincenal,​​ 

bono para barbería o sesión de acupuntura.​​ 

A mí, que cuando deambulo por Bogotá me secuestran los embetunadores​​ 

y a la madrugada solo me ponen charla las vendedoras de tinto.
A mí, que hablar desde un yo me suena ya extranjero.

Solo pido, tío Sam, madre patria, papá de Kafka,​​ 
merecerme el pan con lo que amo,​​ 

o al menos medio gramo de levadura​​ 
para mis sueños prospectos.​​ 

Pero, es verdad, también ahí miento:
no deseo vivir de lo que hago, ¡ya qué hijueputas!
Ya aprenderé a transar acciones, a embotarme en un call center,​​ 

a encariñarme con la docencia o a vivir de rentas.​​ 

Quiero,​​ 

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ en fin, en fin, en fin,
—así me tarde más de lo que vale la pena—
 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ quiero llegar a decir algo.​​ 

Algo nuevo​​ 

o tan antiguo, que refresque a mi generación.​​ 

 

 

 

 

 

 

Los tiempos de Truffaut son perfectos

 

La sinceridad está sobrevalorada
si por ella hay que romper un corazón.

Yo prefiero, como Doinel, 
tomar la medida de mi dicha,


amar ingrávido y en silencio (también) a otra 
mientras, puertas adentro, gozo​​ 

un​​ domicilio conyugal

y​​ fraguo la huida​​ 

indolora

de mi gran​​ amor en fuga.

Lo cierto es que todos los amores son pequeños 


y sus duelos majestuosos 

—como un altarcito a Balzac​​ 

prendido fuego dentro de un placard—

 

y las nostalgias renovadoras.​​ 


De Collete a Christine, 

de la violinista, a la japonesa, a​​ La mujer de al lado;
Catherine, 
Las inglesas…​​ (también), y Collete de nuevo.

Desencuentros redimidos.​​ Triángulos pacientes.
Melancolía precoz en secuencias de montaje
unidas en diáfanas transiciones 
encadenadas​​ 

a una piel suave.

Los tiempos de Truffaut son perfectos.


Cada romance,​​ 
hasta el más postergado,
tendrá su verano u otoño.

Tal vez media primavera.
A veces solo algunos golpes y una tarde.

Quizás (también)​​ 

una noche americana.

 

 

 

 

 

 

 

Hallazgo del tacto​​ 

Mirándote enroscada: empañada. Chinchuda.​​ 
Los párpados, candados de futuro.
Y el verano​​ 
sin planes​​ 
que nos acecha a la vuelta
como un pagaré usurero.​​ 

Todo es cierto, sí. El bochorno, el descentramiento.

El fracaso de este almanaque.

Pero por lo pronto, vení.
Dame la palma de tu mano
y encaminá hacia vos, desde mí,
a esta mariquita vibrante:​​ 


 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ pedí un deseo,​​ 
el más pequeño que se te ocurra.​​ 

Sosegale el recorrido por tu brazo sereno,​​ 
por tu dorso salado.​​ 
 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ Girá la muñeca​​ 
de acuerdo a su íntima gravitación. Después:​​ 

paciencia. La mariquita lo agradecerá​​ 
y sabrá, en su momento,
desanudarte el estómago.​​ 

Repetí​​ 
el pequeño deseo. Repetí
la frontera de los vellos. Pasámela y tomala.
Y si se desvía por mi codo,​​ 
invitala con tu dedo. Encarrilemos antebrazos,​​ 

erijamos un puente de rodillas
o —tal vez— un laberinto capilar, de tus mechas​​ 

a mi barba, de mi nariz a tu cartílago.​​ 

A lo lejos, verán un cortejo clown.
Pero en realidad será la danza bendecida
de nosotros
volviéndonos camino para el paso​​ 
de la mariquita vibrante.​​ 

Dame la palma​​ 
de tu mano. Y sentí.​​ 
Sentí cómo nunca se había pisado tanto​​ 
un instante​​ 
como estas patitas de vaquita​​ 

de San Antonio​​ 

nos han pisado​​ 

la piel. La entrelazada piel​​ 
que siempre fue nuestra. Y que ahora descubrimos:

 

 

 

 

 

 

 

 

Tanta tanta ternura

Para Andrea

“Música de relajación para cuyis”, le dictaste a tu SmartTV.​​ 
La tele entendió mal.​​ 

​​             Reformulaste: “Música de relajación para cobayos”.
​​ 

Ahora sí: un piano cursi, trivial.
Sin embargo, hermoso
                                    y justo.​​ 

Rúcula licuada. Nos ponemos​​ 
en ropa interior​​ 
​​                        ​​ 
porque salpica.​​ 

Treintaicinco jeringas​​ 
con treintaicinco miligramos​​ 
de los cien que necesita.

              Estamos lejísimo
y Jordi me patea la jeringa.​​ 


Dos gotas de tramadol:​​ 
no hay mucho más qué hacer.

Te veo acariciarlo, desconsolada y fortalecida:​​ 
                              armada de todos los duelos,​​ 
de todos los roedores que enterraste ya de niña.​​ 

Siento la necesidad de ser exacto​​ 
porque quiero que te recuerdes​​ 
así, devota de tu bichito.​​ 


Achurito —ese era su apodo, que venía de​​ anchura—​​ 
envuelto en su frazada violeta y dentro de una caja de zapatos,

en una bolsa de Jumbo.
​​ Tu cara hinchada de llorar.

            (Ya sé que lo sabés…
La estufa, su último sol.​​ 
Y el tomate, la tierra​​ 
arada a mordisquitos que parecen vellos.
)

Seré tu cobayo esta noche.​​ 
Seré todas las mascotas que has perdido.

Tanta ternura merece su paraíso.

 

 

 

 

 

 

 

El entusiasmo

 

Se amasija y aspavienta. Se esperanza.

Se germina, relincha, marida. 

Se riega, presupuesta y pospone. Se lo olvida.

Reaparece. Gotea, se secreta,

secretea y publica. Pronto y fácil, 

se ensancha, enchancha, disemina. 

Se arrecia y se Australia. 

Enjutado, travestido, chacarero. 

Se latiga. Se cirene se simón al hombro 

hacia un íntimo Sinaí. 

Se clava y se lo veja. Se inciensa 

e incinera e insipienta. Y se le reza. 

Al fin se le reza. Florece, un poco, 

previo a abanicársele, envidiársele, maldeojársele. 

Se lo blasfema. Se lo niega, mancilla. Y se desinfla, 

descarga, estertora. Deshilacha y Atocha 

e islote. Luego se estira, agujerea, se va opacando. 

Gorjea, a veces. Y sobre todo se pincha. Se Debussy.

Se pincha, se pincha. ¡El entusiasmo se pincha!

Pero antes se herrumbra, caduca, 

apesta. 

Se oxida, 

avinagra, triza. Se desagua y justo luego 

de aniquilarse por completo

(cuando no queda vestigio 

ni suspiro de las aspiraciones, 

cuando no vale un céntimo 

de sus espectros —ni el amor, ni el salario, ni el milagro—), 

                                                                            ​​ ​​ ​​ ​​​​ Acontece:

 

 

 

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