Ahora que ya no soy más joven
Ahora que ya remonto la mitad del camino de mi vida,
yo, que siempre me apené de las gentes mayores,
yo, que soy eterna pues he muerto cien veces, de tedio, de agonía,
y que alargo mis brazos al sol en las mañanas y me arrullo
en las noches y me canto canciones para espantar el miedo,
¿qué haré con esta sombra que comienza a vestirme
y a despojarme sin remordimientos?
¿Qué haré con el confuso y turbio río que no encuentra su mar,
con tanto día y tanto aniversario, con tanta juventud a las espaldas,
si aún no he nacido, si aún hoy me cabe
un mundo entero en el costado izquierdo?
¿Qué hacer ahora que ya no soy más joven
sí todavía no te he conocido?
El hilo de los días, 1995.
Los estudiantes
Los saludables, los briosos estudiantes de espléndidas sonrisas
y mejillas felposas, los que encienden un sueño en otro sueño
y respiran su aire como recién nacidos,
los que buscan rincones para mejor amarse
y dulcemente eternos juegan ruleta rusa,
los estudiantes ávidos y locos y fervientes,
los de los tiernos cuellos listos frente a la espada,
las muchachas que exhiben sus muslos soleados,
sus pechos, sus ombligos
perfectos e inocentes como oscuras corolas,
qué se hacen
mañana qué se hicieron
qué agujero
ayer se los tragó
bajo qué piel
callosa, triste, mustia
sobreviven.
De tarde en tarde
A mi madre le gusta ir a ese café de sobrias lámparas,
pedir galletas de vainilla,
tomar dos tazas de té negro con parsimonia
como en un acto ceremonial.
Hoy la he traído, pues, cediendo al gesto filial mi tarde laboriosa.
Tras los enormes ventanales vemos correr la vida afuera
mientras hablamos de otros días
y la tibieza del lugar sugiere que la felicidad no es más que esto.
De repente,
como recuperando las palabras de un sueño
ella dice: «Qué lástima que todo se termina».
Lo dice con sonrisa liviana, pues sabe
que ser trascendental no conviene a la tarde.
(Mi madre cumplió setenta y cuatro años
y alguna vez fue bella).
Al fondo de las tazas el té pinta sus signos.
Yo no sé qué decir.
Miramos la avenida, las caras planas de los transeúntes,
los árboles que callan. Anochece.
Rosas
Con el estiércol que arrojan a mi patio
abono yo mis rosas.
Aéreas en sus tallos, de la luz se alimentan
aunque lleven la muerte dormida en sus corolas.
Y su belleza, inútil como toda belleza,
sus espinas inocuas, hacen cerco
al corazón, guerrean
con la bestia que acecha en la tiniebla.
Tretas del débil, 2004
El mundo ancho y ajeno
Se trata de Sun Danyong, un joven chino.
Dicen que tenía veinticuatro años,
que ensamblaba piezas de aparatos electrónicos,
que vivía lejos de casa, en Hon Hai,
que trabajaba doce horas diarias, como todos sus compañeros,
que dormía en sus horas libres, como todos sus compañeros,
que entre ellos había un diálogo escaso
porque casi no se conocían.
Nadie sabe otra cosa,
salvo que saltó por la pequeña ventana de su cuarto de dos por dos,
y que es uno de los muchos que han saltado
en el último año.
Ah, sí. La noticia dice una cosa más:
que los empresarios de la fábrica
han puesto mallas en todas las ventanas
para evitar más suicidios.
Leo la noticia en Google, en mi computador portátil,
por donde puedo ver el mundo ancho y ajeno.
Explicaciones no pedidas, 2011.
***