Presentamos, en el marco del dossier de poesía costarricense, preparado por Gustavo Solórzano Alfaro, el trabajo de Mauricio Vargas Ortega (Santa Ana, 1971). Ha publicado, entre otros, poemarios como Desfigurando sombras (1994), El Valle de las Ventanas (1995), Preguntas para inviernos (1996), La ceniza de los péndulos (2001), Entre Nieblas (2001) y Retratos al anochecer (2006).
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Credo
Captar el sonido de una noche silenciosa.
Ver, en la total oscuridad,
las siluetas que tendrán las imágenes futuras.
Dormir sin sueño,
caminando por las calles conocidas.
Evadir los mismos diálogos
con distintos comensales.
Manifestar mi insatisfacción fingida
por este cuerpo físico.
No confesar nunca el origen real de este flagelo.
Invocar a Dios cada mañana
con la imagen de mi madre en el espejo.
Este es mi credo,
mi profesión en tiempos de sequía.
Detener en la visión de los florecidos árboles
la esencia de estos ojos y esta dicha.
Antes de amarte
Exploraré el silencio
sin más ruta que la de tus manos.
Estorbaré el advenimiento de la sombra
cuando el cuervo acuda
a profanar tus labios.
Desataré los lobos
en el rojo espejo de la tarde.
Volverás a mí con tus pies heridos.
Los abrazaré sin fin antes de amarte.
Sin amuletos
Tomaré temprano la autopista
sin obedecer las advertencias.
Sortearé los riachuelos,
bordearé sin temor tantos abismos,
pediré un sincero perdón hasta a los muertos.
No quisiera partir tan solo
sin amuletos.
La libreta donde escribo los viajes
no tiene espacios ya.
Consumidos están por el invierno.
No querás desangrar a París entre mis venas
No querás desangrar a París entre mis venas.
Ha pasado el desliz de los lobos
en la noche de los azules y las golondrinas.
No pretendás que todos los silencios
en el Sena amontonados
sean tuyos como decir mis manos.
Y el silencio que se gesta entre linternas
como decir mis ojos.
El toro moribundo atravesó una noche de París
que nunca viste.
Tan lejos estabas que los gritos de mi amor
buscaron en su propia sangre la cicuta.
No querás desangrar a París entre mis venas.
París
Será entonces París una libélula,
una gruta sin mar,
un espejismo.
Será entonces París
la aspereza de los cisnes,
los incensarios,
la muerte de los que ya
no están dormidos.
Será todos los viajes compartidos
y los naufragios solos,
la persistencia de los astros
y las golondrinas.
Será la barba de Monet ante el espejo,
su boina, pictóricamente imposible
y su desierto.
Llovió mientras dormía
y los charcos profetizaron
la algarabía de tu amor en sus espejos.
Hay una bestia más
en el delirio de los trenes
que me alejarán de vos.
Hay una daga y un dolor.
La primavera.
Todas las linternas
que hundidas en el Sena
lo eternizan.
Será entonces París como una llaga
en la pradera más volátil de los ojos.
Será entonces París
una ilusoria respuesta
y una huida.
Agalariept
La Segunda Legión atravesó la noche.
La luna era una roja presencia de retratos.
Todo el pueblo lloraba en las inciertas sombras.
La Segunda Legión llegó apresurada y en la noche.
Los grillos, presintiendo la tragedia, se callaron.
Las ventanas, otrora cerradas, son abiertas
y en los dinteles adorna la sangre fresca de las dagas.
La Segunda Legión rasgó la luna.
Los lagos transversales rompieron las palabras.
Los que habrían de morir salieron en la lluvia
y los condenados bebimos el veneno de la nada.
La Segunda Legión aplastó la oscuridad con sus caballos:
ciento veinte mil incendios postergados.
Murieron las ranas del diluvio,
murieron los juegos del verano.
La Segunda Legión marcó la noche con sus manos.
El temible general entró en los sueños,
se cumplieron uno a uno los presagios.
La Segunda Legión de los infiernos
buscaba los secretos del pasado;
buscaba la razón de las libélulas;
buscaba la razón de los abrazos.
La Segunda Legión, en su tragedia,
vio a Dios dormir sin decir nada,
vio los brazos del valor contra su fuerza
y las cruces de la fe en las miradas.
La Segunda Legión se fue en la noche
y nos dejó tan sangrantes con su marcha
que toda oscuridad ha sido herida
con hogueras que evocan la nostalgia.
Usulután
Había soñado con Usulután
sin saber su nombre.
Sospeché su presencia
en las listas negras de los militares
en las cartas perdidas de los muertos
en los llantos sin consuelo de sus madres.
Soñé con Usulután en la calma de mi pueblo
en mi Santa Ana sin balas ni masacres.
Quizás
Quizás porque un día me fui
siguiendo el supuesto misterio de la luna.
Quizás porque mi padre lloró al despedirse:
—No estaré aquí cuando volvás.
Quizás porque mi hermano me abrazó tan fuerte
o porque los muertos me miraron partir
y me amaron tanto en esa ausencia.
Quizás porque iniciaba un paso
que nunca más desandaría
o los perros ladraron
o los soles en Madrid eran más fríos.
Quizás porque Alejandra estaba lejos
y ella también fue mi mejor camino.
Quizás en el océano está el recuerdo
y en la distancia el mar.
Quizás porque el viento de mi amor está tan lejos
y los trenes me devuelven al dolor y a la vigilia.
Quizás porque todo lo que amaba
resolvió ser polvo de otro cuento
los temores de un Dios tan avezado
los besos de una muerte tan distinta.
En el desierto
Hay marchas que nos obligan a romper todos los cristales de la sangre.
Recorridos rojos que atentan contra el amanecer y envejecen las manos.
Hay pasos que detienen el día con su hambre
y tormentas de sal que lo iluminan todo.
Pero a veces la sombra que persigue el desierto se detiene en nosotros.
Los espejos se quedan como lloviendo dentro
y no vemos nada… nada,
mientras las rosas insisten en doblegar la memoria.
A veces el destino juego a la ruleta rusa con la primavera
y nos quedamos dormidos para que todo pase.
Hay momentos irrefutables cuando también la muerte es una fiesta
y las arenas nos llaman por la razón y la duda de entender nuestro llanto.
Yo he pisado el desierto cuando anochecía en las cosas.
Los fieles se postraban ante aquel Dios antiguo.
Todo, todo era una ventana entonces: las voces de mi hermano,
su abnegado silencio, las últimas luciérnagas que incendiaban el viento,
el beso de la roca en cada frente.
El Cairo está tan lejos como toda esperanza.
Con la noche y el hambre nos volvemos desierto.
Son desierto las manos; los ojos adquieren el color de las dunas;
la lengua te maldice con la aspereza dormida,
pero húmeda en la noche la palabra se quema.
Todo deja de importar o todo importa.
El camino es tan largo como nuestra esperanza.
Hay fieras en el horizonte que se insinúan siempre.
Ante el muro
El niño está esperando una puerta en el muro.
Sabe que el hermoso jardín de negras sombras no es más que un espejismo.
Sabe que Dios está muy lejos y en El Cairo hace frío.
Sabe que los sueños son tan a menudo redondos,
que no importa patearlos hasta llegar al alba.
El niño piensa que en las mezquitas los otros convocan los milagros,
que en El Nilo las danzas nos llegan desde lejos,
desde el tiempo o el sueño.
El niño está ante el muro y a sus espaldas la nada se reparte las formas.
El muro de la batalla próxima está esperando en la tarde.
Todas las sombras se incorporan en su adversidad de espejo
y los niños retratan con los pétalos frágiles del amor una rosa distante.
Ante el muro miramos la ciudad del olvido.
Inéditos
Datos vitales
Mauricio Vargas Ortega (Santa Ana, Costa Rica, 1971). Escritor, investigador y profesor. Estudió filología española en la Universidad de Costa Rica (UCR), donde obtuvo una maestría en literatura latinoamericana. Representó a Costa Rica en el Tercer Encuentro Hispanoamericano de Jóvenes Escritores (Alcalá de Henares, España, 1995) y en el IX Festival Internacional de Poesía de El Salvador 2010. Ha publicado los poemarios Desfigurando sombras (1994), El Valle de las Ventanas (1995), Preguntas para inviernos (1996), La ceniza de los péndulos (2001), Entre Nieblas (2001) y Retratos al anochecer (2006); el relato Para que la patria no sea el silencio. Memorias de Alberto Lorenzo Brenes. Una historia íntima de la Revolución del 48 (2010) y el ensayo Fito Páez y la construcción nostálgica de la ciudad (2012).