A continuación presentamos textos del poeta español Eloy Sánchez Rosillo (Murcia, España, 1948). Es autor de siete volúmenes de poesía. Ha merecido premios como el Adonais (1978) y el Premio Nacional de la Crítica (2005) entre otros. Figura en las antologías más representativas y difundidas de la poesía española contemporánea.
tarde de junio
Ahora, juntos, vivimos la hermosura
de esta tarde de junio,
el fulgor de las horas en que nos entregamos
al conocimiento de la verdad del amor,
a la gran llamarada del encuentro.
Ahora sabemos que toda la alegría
cabe en el mundo breve de esta habitación,
en el espacio ardiente de este lecho.
La luz cansada del atardecer
dibuja sobre el tiempo islas doradas.
En un rincón del cuarto
brilla la enredadera de la música.
Un viento súbito sacude nuestros cuerpos,
y lo olvidamos todo.
Después regresan las miradas lentas,
tanta complicidad, ciertas sonrisas.
Y luego contemplamos en silencio
con qué dulzura va cayendo la noche
sobre la indiferente ciudad que nos rodea.
(De Maneras de estar solo, 1978)
aviso de caminantes
En la suma de días indistintos
que la vida da al hombre, acaso hay uno
en que el destino, trágico y hermoso,
pasa por nuestro lado y el azar manifiesta
una insólita luz, un desusado
fulgor inconfundible.
Pero no has de dudar. Ten el coraje,
cuando llegue el momento,
de abandonar las cosas con que siempre
te engañó la costumbre, y sube pronto
a ese carro de fuego.
Poco dura
el milagro.
Después, si te negaras
a partir, sólo noche
merecerás. Y nunca, aunque quisieras,
podrás comprar la luz que despreciaste.
a lo lejos
Una niña —qué lejos— me sonríe.
Y, desde allí, me mira.
Infancia de mi madre.
Vieja fotografía.
epitafio
Detened, caminantes, vuestros pasos.
Sabed que aquí reposa alguien que amara mucho
La hermosura del mundo: los árboles, los libros,
La música, el verano, las muchachas.
No preguntéis quién fue, ni desde cuándo
Es ya silencio, olvido de las cosas.
En la tierra que cubre sus despojos
Plácidamente descansad un rato.
Y proseguid después vuestro camino
Bajo el propicio sol que en su noche os desea.
(De Elegías, 1984)
la playa
Nadie podrá quitarme —me digo— la ilusión
de soñar que ha existido esta mañana.
Se ha detenido el tiempo: oigo tu risa,
tus palabras de niño. Nunca he estado
tan conforme con todo, tan seguro
de mi alegría. Juegas junto al agua, y te ayudo
a recoger chapinas, a levantar castillos
de arena. Vas corriendo de un sitio para otro,
chapoteas, das gritos, te caes, corres de nuevo,
y luego te detienes a mi lado y me abrazas
y yo beso tus ojos, tus mejillas, tu pelo,
tu niñez jubilosa. El mar está
muy azul y muy plácido. A lo lejos,
algunas velas blancas. El sol deja
su oro violento en nuestra piel.
Me digo
que es cierto este milagro, que es verdad
el inmóvil fluir de la quieta mañana,
la ilusión de soñar el remanso dulcísimo
en el que acontecemos como seres
dichosos de estar vivos, felices de estar juntos
y de habitar la luz.
Pero escucho, de pronto,
el ruido terrible y oscuro y velocísimo
que hace el tiempo al pasar, y la firmeza
de mi sueño se rompe; se hace añicos
—como un cristal muy frágil— la ilusión
de estar aquí, contigo, junto al agua.
El cielo se oscurece, el mar se agita.
Siento en mi sangre el vértigo espantoso
de la edad: en un instante, transcurren muchos años.
Y te veo crecer, y alejarte. Ya no eres
el niño que jugaba con su padre en la playa.
Eres un hombre ahora, y tú también comprendes
que no existió, ni existe, ni existirá este día,
la venturosa fábula de mis ojos mirándote,
la leyenda imposible de tu infancia.
Estás solo, y me buscas. Pero yo he muerto acaso.
Somos sombras de un sueño, niebla, palabras, nada.
una muchacha
Ha salido, tal vez, de su casa hace un rato.
No va a ninguna parte. Da gusto, en primavera,
pasear a estas horas sin rumbo, mientras cae
la tarde lentamente y vuelan los vencejos
en la luz que declina. Ha estado en un jardín;
pasó por una plaza y por una alameda.
Tiene ganas de andar.
Ahora, el azar la trae,
despacio, hasta mi calle. Yo, aburrido, me asomo
a un balcón de mi casa, y, al mirar hacia abajo,
la veo venir. Tendrá veinte años apenas.
Camina con la gracia que regala la vida
a quien es bello y joven: gloria breve del cuerpo;
milagro de lo efímero, que cifra en su relámpago
visos de eternidad.
Ajena a mi mirada,
se va acercando. El oro del sol último brilla
en su piel, en sus ojos, en el dulce desorden
oscuro de su pelo. En este instante, cruza
de una acera a la otra. No sabe que la observo,
que su fugaz presencia me hace feliz. Muy pronto
pasará por la puerta de la casa en que vivo.
Ya llega. Ya ha pasado. Y sigue. Y va alejándose.
Dentro de unos momentos doblará aquella esquina.
(De Autorretratos, 1989)
en mitad de la noche
En mitad de la noche me desperté. Y había
mucha luz en la casa. Oí, por el pasillo,
ir y venir de pasos apresurados, voces
tristes que lamentaban no sé qué, y, a lo lejos,
como un lento murmullo —diríase— de oraciones
entre llanto y gemidos susurradas. Sin duda,
algo extraño ocurría. Asustado, confuso,
llamé con insistencia a mi madre, mas nadie
acudió de momento. Porfié, y al fin vino
a mi cuarto, afligida, la sirvienta, y después
de acariciarme un poco y abrazarme, la pobre,
me dijo como pudo que mi padre había muerto,
que había muerto hacía un rato, de repente.
Contaba
siete años yo entonces y tenía mi padre,
cuando murió, la misma edad que tengo ahora.
Casi cuarenta años han pasado y aún
respiro aquella angustia. Mientras mi mano intenta
escribir estos versos, voy viviendo de nuevo
los momentos terribles de esa noche remota.
Mi madre está sentada en un sillón, llorando
con total desconsuelo junto al lecho en que yace
el cuerpo de mi padre. Yo me acerco y la beso;
le digo que no llore, que no llore. Su llanto,
en verdad, me conmueve más aún que el cadáver
—tan irreal, tan solo en su quietud— del hombre
que hasta ayer mismo era el centro de esta casa
y jugaba conmigo, con mi hermana y mi hermano.
La muerte transfigura, traza súbitamente
un enigma en su presa, y no reconocía
apenas a mi padre en aquellos despojos
misteriosos, herméticos.
Entonces no lo supe.
Pero hoy sé que esas horas en que tomé conciencia
del tiempo y de la muerte arrasaron mi infancia:
dejé allí de ser niño.
La casa fue llenándose
poco a poco de gente. Familiares y amigos
daban con su presencia lugar a repetidas
escenas de dolor. La noche no avanzaba.
Parecía que nunca iba a llegar la aurora.
(De La vida, 1996)
LUZ QUE NUNCA SE EXTINGUE
Te equivocas, sin duda. Alguna vez alcanzan
tus manos el milagro;
en medio de los días que idénticos transcurren,
tu indigencia, de pronto, toca un fulgor que vale
más que el oro más puro:
con plenitud respira tu pecho el raro don
de la felicidad. Y bien quisieras
que nunca se apagara la intensidad que vives.
Después, cuando parece que todo se ha cumplido,
te entregas, cabizbajo, a la añoranza
del breve resplandor maravilloso
que hizo hermosa tu vida y sortilegio el mundo.
Tu error está en creer que la luz se termina.
Al cabo de los años he llegado a saber
que en la naturaleza del milagro
se funden lo fugaz y lo perenne.
Tras su apariencia efímera,
el relámpago sigue viviendo en quien lo vio.
Porque su luz transforma y ya no eres
el hombre aquel que fuiste antes de que en tus ojos,
de que en el fondo oscuro de tu ser fulgurase.
No, la luz no se acaba, si de verdad fue tuya.
Jamás se extingue. Está ocurriendo siempre.
Mira dentro de ti,
con esperanza, sin melancolía.
No conoce la muerte la luz del corazón.
Contigo vivirá mientras tú seas:
no en el recuerdo, sino en tu presente,
en el día continuo del sueño de tu vida.
ACERCA DEL JILGUERO
Para empezar el día, anoto aquí
que de todos los pájaros que yo he visto y oído
el más mío de todos es sin duda el jilguero.
Cuando digo su nombre mi infancia entera vuelve,
y desando el camino y de nuevo retorno
a aquella casa blanca cuyos muros se alzaban
en medio de los campos, en el centro
del corazón del mundo y del verano.
Y me veo a mí mismo en la mañana de oro
—igual que en el comienzo prometedor de un mito—
por vez primera oyendo un canto que venía
de dónde, de qué ser maravilloso y puro.
Escucha, escucha, niño, y acércate despacio
al lugar del que brota sin cesar
esa música hermosa. No hagas ningún ruido.
Y poco a poco llegas con tus pequeños pasos
hasta el pie de un almendro. Pero miras
hacia arriba y no ves más que hojas verdes
y cielo azul. Insiste. No te muevas, y observa
con atención. Insiste. Sí, ya veo, parece
que algo se está moviendo en esa rama.
Por fin, por fin lo ves: es un jilguero.
Lo ves hoy y lo has visto para siempre.
Quién podría olvidarlo. Lo viste, sí. Y yo ahora
lo sigo viendo aún con nitidez
y apunto emocionado en mi cuaderno
ese cuerpo menudo que al cantar se estremece,
e intento dibujar también la gracia
de su rojo antifaz y la delicadeza
de su ropaje pardo que se adorna
con pinceladas blancas, amarillas y negras.
Canta, canta el jilguero en la mañana
remota del origen. Y después alza el vuelo
y se va por el aire. Mas desde entonces vibra
en tu oído, en mi oído y en la verdad más honda
su canto de aquel día, su milagroso canto.
LUNA
Luna llena que vas serenamente
haciendo tu camino por el cielo de agosto,
cuánto consuelo al corazón me traes,
qué alivio siento al contemplarte hoy
sobre este mar tan mío.
Me he sentado a mirarte; te estoy viendo
ascender en la noche
y trazar tus efímeros enigmas refulgentes
en las aguas que llegan a la arena
con un leve murmullo.
No hay nada semejante
a tu luz compasiva, esa luz que restaña
tan delicadamente las heridas
inevitables y hondas del vivir.
Con emoción te observo, y voy pensando
que acaso sólo tú logras unir a veces
los distintos momentos de mi vida
con un hilo de plata:
en ti se reconcilian y confluyen
los seres diferentes que en mí se sucedieron,
y el hombre que ahora soy, si tú lo quieres,
encuentra en el amor de tu semblante mágico
al niño que yo era y al muchacho que fui.
Déjame que te cante,
concédeme, señora, que mi voz te celebre
con palabras muy puras,
y no permitas nunca que mis versos traicionen
la verdad que tú eres.
Que tu fulgor me alumbre, que tu piedad me ampare.
Y que cuando se acerque la hora final, mis ojos
te busquen y te encuentren, o te recuerden, mientras
va acabándose el tiempo y todo se termina.
CANCIÓN DE MARZO
Abrí el balcón y vi la maravilla:
estaba ahí la primavera.
¿Cómo pudo ser todo así, tan simple?
Algo raro ocurrió.
El balcón de una casa
cualquiera, en una calle
de una ciudad cualquiera.
Abrí y miré. Eso tan sólo hice.
Y sucedió el prodigio.
Qué cosa tan extraña.
Mi casa era un palacio.
Yo era el rey de la vida.
El balcón daba a marzo,
a un día de jilgueros.
(De La certeza, 2005)
EN LA TERRAZA DE UN BAR
Hojeo el periódico y contemplo
cómo la luz del sol, muy decidida,
avanza por la plaza y va ganándole
la batalla a la sombra. Se diría
que el mundo está bien hecho (y yo no sé
si en día tan radiante alguien podría
afirmar que verdad tan verdadera
encierra una mentira).
Zurean las palomas y en el suelo
picotean inquietas, perseguidas
por infantiles hordas. Van y vienen
las gentes con sus prisas.
Hay en mi mesa un libro y un martini,
el móvil, un cuaderno, una revista.
En este instante pasa una muchacha
por delante de mi melancolía.
Es muy hermosa y anda sonriente,
camino de las cosas de su vida.
Recién duchada, con el pelo aún húmedo,
llega tarde a una cita.
Por supuesto, me ignora. Ni siquiera
se percata de que este que la mira
es sólo un desdichado que no es
ese que está esperándola y agita
impaciente su mano jubilosa
allí, en aquella esquina.
MUDANZA
En la cumbre del júbilo,
en las más altas cimas del amor y el deseo,
entona oscuros cantos la elegía.
En la carne del fruto ya maduro
la corrupción fermenta con sigilo
sus flores blanquiazules.
En la mañana soleada y limpia
del corazón sereno, van fraguando
el odio, el golpe, el grito.
Mas no cierres los ojos.
Mira, ve.
Tiene un fin la congoja.
Y cuando acaba, surge del abismo
una gran luna llena.
Bajo la tierra dura del invierno,
verde y frágil se afana, indestructible,
la luz de marzo.
La noche borrascosa y sin remedio
del náufrago es también la noche inolvidable
en las playas tranquilas del estío.
Todo gira sin fin, y canta o gime,
se mezcla, se transforma, se separa,
muere, renace y torna
y se muda de nuevo y recomienza.
PALABRAS DE AMOR
Las palabras de amor que pronunciaron
tantos y tantos labios, ¿dónde están?
Surgieron siempre como surgen hoy,
vivas y arrebatadas, misteriosas
ascuas del corazón que dan origen
al más hermoso y poderoso fuego.
Eran y son eternas, pero mueren
a cada instante, cuando las apaga
el tiempo en el ahora tan sombrío
de quienes luminosos las dijeron.
¿Qué sucede con ellas? ¿En qué enigma
se funda su fulgor inextinguible?
¿Qué ley las desbarata y las avienta?
OÍR LA LUZ
Debo decir que cuando yo era niño
y en el campo veía la densa muchedumbre
de estrellas en los cielos del verano,
además de mirar tanto fulgor,
podía oír la luz: se escuchaba allí arriba
como un rumor de enjambre laborioso.
ENTONCES
Nadie nos escuchó, nadie lo supo.
Pero tú sí me oíste hasta el fondo de ti
y sin ninguna duda lo supiste.
También yo estuve al tanto
de aquel decir cifrado de tus ojos
que, trémulo y audaz, iba llegándome
para que yo tan sólo lograra comprenderlo.
Y no, no pudo ser, no pudo ser,
porque hay cosas que no deben cumplirse,
aunque con tanta fuerza y anhelantes
broten de lo más hondo.
Qué tremenda verdad de luz tan triste
y de tan lenta muerte.
Muerte que nunca muere y que es también
infinita alegría, pues nació
de un centro eterno y puro.
En algún otro mundo, en otra vida
de las que nos aguardan en la rueda del tiempo,
sucederá de nuevo y para siempre
este fuego hermosísimo que ahora
no alcanzó a propagarse
sino en las galerías del deseo.
Y entonces arderá como él disponga,
con la voracidad de su albedrío,
sin que nada ni nadie nos salve de sus llamas
ni consiga impedir que nos calcine.
LA CEGUERA
Mirar no es sólo asunto de los ojos.
Primero, ciérralos unos instantes
y dentro de ti busca —en tu sosiego—
la facultad de ver.
Y ahora ábrelos, y mira.
Es enero ahí afuera, pero está
muy hermosa la vida esta mañana.
Cuánto sol en los álamos
que en trémulas hileras van creciendo
en esta vieja plaza
de tu ciudad. Un día y otro día,
durante muchos años,
a su lado pasaste y no los viste,
ciego que dabas pena y que hoy, por fin,
de milagro has sanado y puedes ver
y en tu mirar te salvas.
EL MIRLO
Al mirlo hay que observarlo y entenderlo,
porque, si no, puede llamar a engaño
ese pronto severo que presenta
su enlutado plumaje. A poco que lo mires,
verás que nada tiene que ver con un misántropo
ni nada parecido. Es muy alegre
debajo de un atuendo que sin ningún alivio
persevera en el negro. Pasa el día
realizando trabajos de zapa en el jardín
con su afilado pico de color calabaza,
y no hay gusano por el que no muestre
interés minucioso. Al levantarme,
suelo salir a la terraza a ver
la mañana que hace. Yo madrugo,
pero él se me adelanta. Cuando miro,
se encuentra siempre allí con su pareja,
saltando tan ufano por el césped,
muy repeinado y con la cola alzada.
Traza pequeños y redondos vuelos
y a intervalos ensaya sus metálicos cantos.
En algunos momentos desafina,
mas insiste y corrige sus errores.
Tantas veces lo veo que, sin duda,
también a mí me ha visto y me conoce,
y, al descubrirme aquí, parado y pensativo
—no sé si, en ocasiones, incluso hablando solo—,
seguro que a sí mismo se habrá dicho:
«Qué tipo tan extraño. ¿Qué hará ahí
un día y otro día casi a la misma hora?
Desde luego, es bien serio, por más que a ratos silbe.
Parece inofensivo, con la pinta
de soñador que tiene. Y qué curiosa
su obstinada manía de mirarme».
(De Oír la luz, 2008)
Datos vitales
Eloy Sánchez Rosillo (Murcia, España, 1948) ha publicado siete libros de poemas: Maneras de estar solo (1978), con el que obtuvo el Premio Adonais, Páginas de un diario (1981), Elegías (1984), Autorretratos (1989), La vida (1996), La certeza (Tusquets, 2005), al que se le concedió el Premio Nacional de la Crítica, y Oír la luz (Tusquets, 2008). Los cinco primeros títulos mencionados están ahora recogidos en Las cosas como fueron. Poesía completa, 1974-2003 (Tusquets, Barcelona, 2004). Hay también una antología de su obra, Confidencias (Renacimiento, Sevilla, 2006), editada posteriormente en México bajo el título de El manantial del tiempo (Universidad de las Américas, Puebla, 2007). Ha publicado asimismo el ensayo La fuerza del destino (Universidad de Murcia, 1992) y tradujo una Antología poética de Leopardi (Pre-Textos, Valencia, 1998). Figura en las antologías más representativas y difundidas. Alguno de sus libros y selecciones de su poesía han sido traducidos a diversos idiomas. Es profesor de literatura española en la Facultad de Letras de la Universidad de Murcia.