Lêdo Ivo y la muerte, algunos poemas

Ledo IvoHa muerto el poeta brasileño Lêdo Ivo (Maceió, Brasil, 1924-2012). Es uno de los poetas más representativos de la llamada generación del 45.  Su primer libro fue publicado en 1944. En 1982 fue distinguido con el Prêmio Mario de Andrade y en 2009 con el Premio Casa de las Américas. Mario Bojórquez nos ofrece estos poemas con el tema de la muerte, pertenecientes a “Estación final”, publicada en Los Torreones, de Colombia y que aparecerá en breve en Valparaíso Ediciones de España.

 

 

 

 

Lêdo Ivo y la muerte

 

 

 

 

La capa

 

En el suelo de la infancia voy a encontrar

todos los objetos que perdí:

la capa azul, el libro de grabados,

el retrato del hermano muerto

y tu boca fría, tu boca fría.

 

Mi capa azul, en el suelo de la infancia,

cubre los objetos y las alucinaciones.

Es una capa azul, de un azul profundo

como en ningún tiempo podrá ser encontrado.

Un azul como éste, ya no existe jamás.

 

Y a todos ustedes que son puros o relapsos,

vírgenes en el invierno y repulsivos en el verano,

les hago mi petición de azul profundo:

cúbranme, con esta capa el día en que muera.

 

Cuando esté muriendo, pueden tener la certeza,

una capa azul, de un azul profundo,

envolverá mi cuerpo de la cabeza a los pies.

 

 

 

 

 

 

El hombre vivo

 

Me felicito a mí mismo por ser transitorio.

Siempre tuve miedo de la eternidad,

ese gran perro obscuro que me olfateaba las piernas

y me seguía sin morder.

 

Aguardando a la muerte como quien espera una carta

traida por un cartero divino,

nada tengo para las fiestas del día siguiente.

Toda mi vida fue este esperar sin fin.

 

Entre el sueño y el mar total, en el paisaje celeste,

solté mi cometa.

Vi el farol de mi tierra, y mi infancia entera

estirada en cien leguas delante del mar.

 

Nada quiero de ti, Muerte, ni aún las recompensas del otro lado

con que amenizas el fin de los que sufrieron mucho.

Dame apenas el sueño sólido de los que mueren

y son llevados a la tierra de los pies juntos.

 

Que la vida sea un sueño, y los sueños sean sueños

del sueño desdoblado de los que viven.

Efímero, late en el tiempo un corazón solitario

y la sombra de la tierra es poca para cubrirlo.

 

 

 

 

 

Oficio de la mortaja

 

Futuro, el vivo yace dentro del muerto

y su mano inmóvil no fustiga

las moscas circundantes, ni las flores

reales y metafóricas que lo rodean.

El hombre muerto desvive y forja la fábula

de una tumba cambiada en luz y altura.

Las moscas abren las alas para verlo

pasar en dirección a la eternidad.

¡Oh gloria de estar muerto y reclamar

el Reino prometido a todos los hombres

que en el muro de la vida buscaron

el portón del jardín del Paraíso!

Y el muerto siente el olor de las frituras

en el restaurante cercano de la capilla:

los vivos comen carne y beben lágrimas.

Y el sudor de los que se aman, y el estremecimiento

de las ortigas a los vientos funerarios

y las heces que, en el mar, hablan de los hombres,

a todo atento el lúcido finado,

y su oreja nota el anacoluto

de la pálida viuda en negro duelo;

y sus ojos contemplan, formidables,

el tránsito soberbio de la ciudad

cuando anochece, abeja gigantesca,

babilonia de luz, música y vidrio.

El antiguo transeúnte que hay entre los muertos

lo convida a tomar café de pie

a la puesta del sol que huele a sandwich

y a gasolina –-adiós, oh vida inmensa

que se nutre de risa, polvo y plegaria,

adiós, oh papagayo que haces cabriolas,

adiós, rodillas amadas, brisa pura

de la playa, a todo adiós. No sólo de moscas

vive, crucificado y mudo, el muerto.

Guerrero de lo absoluto, mata a la muerte.

Ser de promesa, horizontal y póstumo,

el hombre vive de la espera. Y ni difunto

renuncia a su eternidad.

 

 

 

 

 

Planta de Maceió

 

El viento del mar roe las casas y los hombres.

Del nacimiento a la muerte, los que viven aquí

andan siempre cubiertos por leve mortaja

de bochorno y salitre. Los dientes del mar

muerden, día y noche, a los que no buscan

esconderse en el vientre de los navíos

y se dejan chupar por un sol de arena.

Penetrada en las piedras, la marea

abrasa la piel de las ratas perdularias

que, en las alcantarillas, oyen el vómito obscuro

del océano desvanecido, en los pantanos de los manglares

y sueñan con los graneros de los sótanos de los cargueros.

Fue aquí que nací, donde la luz del faro

ciega la noche de los hombres y desaparece a las lechuzas.

El vientecillo lame las dragas podridas,

entra por las persianas de las casas sofocadas

y arruina las dunas mortuorias,

donde los labios de los muertos beben el mar.

Igualmente los que se aman en esta tierra de odios

son siempre separados por la brisa

que asemeja el insomnio de los ciempiés

y adultera el flete de los navíos.

Este es mi lugar, entrañado en mi sangre

como la lama en el fondo de la noche lacustre.

Y por más que me aleje estaré siempre aquí

y seré este viento y la luz del faro,

y mi muerte vive en el pargo atrapado en la red.

 

 

 

 

 

La escalera

 

Fue en la infancia cuando comencé a subir esta escalera sinuosa — este laberinto geométrico que ostenta, en cada uno de sus rasgos, la pomposa dignidad del fierro. Aún hoy, dirigido por la fatiga y rodeado por la monótona sucesión de las estaciones, ignoro lo que me espera allá arriba. ¿Una biblioteca? ¿La torre sincrónica de un faro? ¿Una terraza desde donde pueda asistir a la llegada interminable de los navíos? ¿El vuelo de una gaviota que atraviesa la neblina?

 

Desde el principio abolí la posibilidad de estar siendo conducido hacia el Infierno o el Paraíso, esas ficticios parajes finales que, no perteneciendo a la geografía terrestre, no se incluyen entre los sitios prometidos a mis pasos futuros.

 

Antiguamente, cada escalón subido correspondía a un minuto. Después, los escalones se fueron volviendo referencias de las horas, de los días, de las semanas, de los meses y, finalmente, de los años. Ahora, acabo de pisar un nuevo escalón en la larga escalera que se enrrolla en el espacio. Es un nuevo año que se abre, como una flor, en el jardín incorruptible de las estrellas. Habré de subir otros escalones, hasta caer extenuado en el rellano de cierto existente en lo más alto de esta bizarra construcción reservada únicamente a mi ascención personal — para que mi soledad sea al mismo tiempo una verdad y un trabajo.

 

Evidentemente, nada me espera allá arriba. Yo soy lo propio que se espera, el convidado de ningún banquete, el visitante de sí mismo. E, inmóvil en el escalón recién conquistado, me siento invadido por una extraña alegría y, contemplando el largo pasamanos que se curva entre el día y la noche, a mí mismo me digo, en una celebración íntima: ¡Feliz año nuevo!

 

 

 

 

 

A mi madre

 

Lo que existió una vez existirá para siempre

aunque desaparezca bajo la fúnebre pala de tierra

o en la ceniza que esconde la cacería tostada.

Nada habrá de morir. Más allá del recuerdo

lo que fue vida se mueve entre las sombras

y el sueño: se mueve más allá del sol.

 

Ahora que estás muda para siempre

te comienzo a oír. Ocupas el silencio

como el fuego que avanza en el cerro o en la lluvia obstinada.

Hacia donde voy me sigues, con tu insistencia.

Y reclamas el día.

 

 

 

 

 

La quema

 

Queme todo lo que pueda:

las cartas de amor

las cuentas telefónicas

la lista de la ropa sucia

las escrituras y certificados

las habladurías de los colegas resentidos

la confesión interrumpida

el poema erótico que ratifica la impotencia y anuncia la arterioesclerosis

los recortes antiguos y las fotografías amarillentas.

No deje a los herederos hambrientos

ninguna herencia de papel.

 

Sea como los lobos. Viva en un cubil

y sólo muestre a la canalla de las calles sus dientes afilados.

Viva y muera cerrado como un caracol.

Diga siempre no a la escoria electrónica.

 

Destruya los poemas inacabados, los borradores, las variantes y los fragmentos

que provocan el orgasmo tardío de los filólogos y escoliastas.

No deje a los catadores de la basura literaria ninguna migaja.

No confie a nadie su secreto.

La verdad no puede ser dicha.

 

 

 

 

Reaparición de mi padre

 

Hoy, por casualidad, volví a ver a mi padre

en su mañana forense.

En un traje de casimir aunque fuera verano

él entraba y salía de los despachos

y atravesaba la calle del Comercio

con su carpeta marrón, lentes de tortuga

y sombrero de fieltro.

 

De vez en cuando mi padre paraba en algún lugar:

en la Junta Comercial, en una ferretería, a la puerta de una zapatería.

Con su mirada miope contemplaba el rostro de Carole Lombard en el cartel del cine

Floriano.

Entraba en el Bar Colombo para mear.

Proseguía su camino

entre mendigos, trabajadores eventuales y ministerios públicos

y se sumía en la obscuridad de una tienda de raya.

 

Mi padre iba y venía en el centro de Maceió.

Yo presumía que él estuviera vivo.

Sólo me rendí a su muerte lenta

cuando pasó cerca de mí sin reconocerme.

Entonces supe lo que era la muerte.

Y al mismo tiempo supe lo que es la vida:

el lugar donde hay sol y las personas se hablan.

 

 

 

 

 

El ruido del mar

 

En la tarde del domingo, vuelvo al cementerio viejo de Maceió

donde mis muertos jamás terminan de morir

de sus muertes tuberculosas y cancerígenas

que atraviesan la brisa marina y las constelaciones

con sus toses y gemidos e imprecaciones

y sus esputos obscuros

y en silencio los animo a volver a esta vida

en que desde la infancia ellos vivían lentamente

con la amargura de los días largos pegada a sus existencias monótonas

y el miedo de morir de los que asisten al caer la tarde

cuando, después de la lluvia, las hormigas tanajuras aladas se esparcen

en el suelo maternal de Alagoas y ya no pueden volar.

Les digo a mis muertos: Levántense, vuelvan a este día inacabado

que necesita de ustedes, de su tos persistente y de sus gestos enfadados

y de sus pasos en las calles torcidas de Maceió. Vuelvan a los sueños insípidos

y a las ventanas abiertas sobre la canícula.

En la tarde del domingo, entre los mausoleos

que parecen suspendidos por el viento

en el aire azul

el silencio de los muertos me dice que ellos no volverán.

No vale la pena llamarlos. En el lugar en donde están, no hay retorno.

Sólo nombres en lápidas. Sólo nombres. Y el ruido del mar.

 

 

 

 

 

El paso

 

Que me dejen pasar — es lo que les pido

delante de la puerta o delante del camino.

Y que nadie me siga en el paso.

No tengo compañeros de viaje

ni quiero que nadie se quede a mi lado.

Para pasar exijo estar solo,

solamente conmigo acompañado.

Pero si me prohibieran el paso

por ser diferente o indeseado

de todos modos pasaré.

Inventaré la puerta o el camino.

Y pasaré solo.

 

 

 

 

 

El muro

 

Para que yo tuviera derecho a morir

fue necesario que siguiera al caracol

que avanzaba en el horizonte como un sol sonámbulo.

El grito del hombre atravesó los aires

como si fuera el vuelo de un pájaro.

El follaje conservó el frescor del trueno.

Y yo fui la sombra que se levanta

del cráter del día. Y me estremecí al escuchar

el relincho del caballo blanco en la colina.

 

El nacimiento y la muerte están unidos

como dos manos entrelazadas en la noche que se abre

entre el cielo virginal y las montañas.

Y continuo naciendo de mí mismo como una fuente

y comienzo a morir en el día puro,

en el muro de cal.

 

 

 

 

 

Estación final

 

El silencio de las garzas adormecidas en el pantano

el silencio de las larvas en su mudo hervor

el silencio de los gavilanes que sobrevuelan los pastos

el blanco silencio de los caracoles en la mañana radiante

el silencio del musgo y del lodo, de la piedra y del rocío

el silencio de los labios callados para siempre.

 

 

 

 

 

Réquiem

 

II

 

Más allá del frío y del calor

y de las cucarachas impetuosas que se esparcen como pétalos

en el granero abandonado

y de las campanas funerarias en la mañana de la infancia

y de las luces oscilantes de los camiones que atraviesan los cañaverales

espantando a los mapaches

más allá de las cestas abiertas como corolas

para recoger las sobras del día mutilado por los odios y las guerras

lejos de los niños caídos en el suelo del invierno

y de las aguas de esas lluvias obstinadas que desaparecen súbitamente

en la gran mesa del mar

rudimentario

y de las leves lunas límpidas que rigen el paso de las lisas

hay un no-lugar que dispensa la súplica y la esperanza

y ahuyenta la solemnidad y la reverencia.

 

Más allá de los sueños visitados por el mar impaciente

y de la obscuridad fétida de las cloacas y de la claridad solar

en que nos movemos aturdidos

como las moscas atontadas por el calor del verano

en un no-espacio nos espera. El día

ondula entre las horas que se abren hacia el paisaje como ventanas.

El ruido del mundo alcanza la orla del mar

y rodea terrazas de sal y traicioneros arrecifes de mariscos y lagunas de azúcar.

 

Más allá de la realidad, hay otras realidades

que se desdoblan como peldaños. Nuestros pasos

suben y bajan la escalera, en el dia admirable

y en la noche blanda.

Son como sueños tributarios de otros sueños

o ventanas abiertas hacia el mar.

No sabemos donde estamos. No sabemos lo que somos.

Nada sabemos, a no ser que haya una noche

pura y vacía a nuestra espera. Una noche intocable

más allá del fuego y del hielo, y de cualquier esperanza.

 

Con su mano siniestra la muerte tritura

nuestros sueños de insectos deslumbrados

y entorna la blancura del agua contenida en el vaso

prometido al desastre de una flor de astillas.

La muerte, siempre la muerte, importunándonos

como su zumbido de mosca funeraria.

 

 

 

 

Acechanza de la muerte

 

La muerte no respeta nuestra privacidad

y vive rondándonos de noche y de día.

Insiste en esparcir a los cuatro vientos

los secretos de nuestra intimidad

lo cual no es más que una descarada mentira.

La muerte no es una flor para olerse.

Se vuelve muy aconsejable quedarse lejos de ella

de su cerco insistente y detestable

y evitar los lugares que frecuenta.

Para nuestra seguridad y nuestra paz

atranquemos puertas y ventanas

que ella no entre en nuestras casas

ni aún en forma de ligera brisa.

Cuando pase cerca de nosotros

la guadaña escondida entre sus mantos

hagamos mejor como si no la viéramos

aunque nos juzgue unos maleducados.

 

La muerte es falsa e interesada

además de entrometida.

Nada se gana con ella

y sí perdemos nuestras vidas.

No debemos confiar en sus promesas fatuas

jamás cumplidas en el instante después

del último suspiro

y que perturban nuestro paso en el mundo

en busca del día perdurable.

 

Con la muerte asesina y su guadaña

y sus largas manos de puta ambiciosa

todo cuidado es poco.

 

 

Estación Final 1940-2011, Lêdo Ivo, selección, traducción y prólogo de Mario Bojórquez, Caza del libros, Bogotá y Valparaíso Ediciones, Granada, 2012.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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