Mundos paralelos No. 7: Pablo Katchadjian

 Pablo-King[1]En el marco de “Mundos paralelos: Antrología de jóvenes narradores argentinos”, preparada por Mercedes Álvarez, presentamos cuando relatos espontáneos de Pablo Katchadjian (Buenos Aires en 1977). Publicó “Mucho trabajo” (2011), “Qué hacer” (2010), “El Aleph engordado” (2009), etc. 

 

 

4 relatos espontáneos

 

Q.

 

Con una mano en el pecho, me acerco a hablar con Q., el jefe de nuestros enemigos. Q. me escucha como si me entendiera, pero yo sé que eso es imposible porque hablamos idiomas diferentes. Cuando termino mi discurso, Q. levanta una mano y se acerca uno de sus súbditos. El súbdito escucha una serie de órdenes y se va corriendo. Detrás de mí, mis súbditos están inquietos. Q. empieza a hablarme con muchos gestos, con cara de generosidad y sonrisas, y a mí eso me parece sospechoso. A la vez,  Lilo, uno de mis súbditos, se me acerca y me dice algo al oído, pero yo no lo entiendo porque Q. habla muy fuerte. Sin embargo, para no generar una situación tensa, le hago a mi súbdito un gesto para darle a entender que lo que me dijo va a ser meditado. Q., entretanto, sigue hablando pretendiendo no darse cuenta de nada. Eso me hace sospechar: en cualquier otra situación, Q. se hubiera enojado, hubiese gritado, amenazado por la interrupción de mi súbdito. Lo que pienso en ese momento es que Q. por algún motivo quiere sostener el momento lo más posible, hacer tiempo. Pero ¿para qué? Súbitamente entiendo, y saco mi espada. Justo en ese momento aparece detrás de Q. un ejército enorme al mando del súbdito que le había hablado al oído. Como nosotros somos solamente diez, nos ponemos a correr. Q., muy satisfecho, se ríe a carcajadas, y yo, mientras corro, voy viendo cómo las flechas van atravesando a mis súbditos. Pocos minutos después, sólo quedamos Lilo y yo corriendo entre las flechas, que parecen correr con nosotros. Entonces Lilo me dice: “¿Por qué decidiste no prestar atención a mi advertencia?”. Cuando estoy por responderle, una flecha le entra por el cuello y le sale por el ojo. Lilo, sin embargo, sigue corriendo, e insiste: “¿Por qué decidiste no prestar atención… a mi advertencia?”. Y entonces otra flecha le atraviesa una pierna. Pero él sigue corriendo, y yo decido responderle, y estoy por improvisar algo cuando la punta de una flecha le sale por la boca. Lilo me mira, y por la punta enrojecida de la flecha vuelve a decirme: “¿Por qué decidiste no prestar atención a mi advertencia?”. Pero esta vez lo que dice no se entiende, y sólo me resulta claro porque es lo mismo que me dijo antes. Y justo cuando Lilo cae muerto, una flecha me entra por una oreja y me sale por la otra, y aunque el dolor y la sorpresa son enormes, no muero, sigo corriendo y llego a la ciudadela. Enseguida me acuestan y me hacen preguntas, pero no oigo nada. Con mucho cuidado, un médico me saca la flecha, y entonces la sordera se transforma en un murmullo. “¿Qué es ese murmullo?”, pregunto, pero no oigo lo que me responde: veo al médico mover la boca, pero sólo oigo el murmullo que no se altera para nada. Hago otras pruebas y descubro, entonces, que el murmullo viene de adentro de mi cabeza, es decir, que no entra por mis oídos. Me paro y me caigo, me levantan y me llevan afuera. Una multitud me aclama en medio del murmullo: levantan las manos, abren las bocas, se acercan, intentan tocarme, etc. Y de repente se abre un sendero entre la gente y veo aparecer a la princesa, mi mujer, llorando y gritando algo que identifico como: “¡Mi amor!”. Y después me abraza y me dice una serie de cosas que me pierdo porque no la oigo. Todos ríen, pero yo, aislado de la comunión, lloro de emoción y sufro, y no sólo por eso: el acuerdo con Q. fracasó, mis nueve hombres murieron atravesados por flechas, yo estoy herido y sordo, mi mujer ni siquiera se da cuenta de eso, el pueblo vive en una felicidad idiota, y entonces, ¿qué hago? Me voy a pelear nuevamente, porque sé que Q. está preparando un ataque y prefiero sorprenderlo. Sé, también, que él ya sabe que estoy sordo, porque entre mis súbditos hay toda una serie de soplones.

 

 

 

Ayuda

 

No vemos qué está en el origen de lo que nos pasa, así que sólo lo conocemos por sus efectos; y, como no entendemos tampoco su comportamiento, no tenemos forma de preverlo. Esto significa que estamos condenados a hacer cosas ridículas sin justificación ni previsión y a quedarnos después pensando en qué fue lo que hicimos, por qué, etc. Un día fuimos al médico a explicarle nuestro problema, pero él no quiso escucharnos, así que fuimos a otro médico más inteligente que sí nos escuchó y nos dijo que nuestro problema era particular e interesante pero que, debido a la naturaleza misma del problema –es decir, debido a que el eje del problema era un misterio insondable- él no podía hacer nada. Lo entendimos, así que fuimos a una bruja. La bruja se sintió muy atraída por el problema y nos explicó que el asunto era justamente su área de trabajo. Nos alegramos mucho. Entonces nos preguntó si estábamos dispuestos a hacer cualquier cosa para resolverlo. “Cualquier cosa no”, le respondimos. “Ah, entonces no puedo ayudarlos”. “No, espere, díganos qué quiere que hagamos y nosotros vemos si lo hacemos o no”, le dijimos un poco desesperados. “No, eso no me sirve”, nos respondió: “preciso confianza total y entrega total”. “Ah, no, eso no podemos darle”, le dijimos, y nos fuimos. Así seguimos vagando por distintos especialistas que por un motivo o por otro no pudieron darnos la más mínima esperanza, por lo que, al cabo de unos meses, volvimos a pensar en la bruja y fuimos a buscarla decididos a entregarnos. Ella se hizo rogar un poco al vernos, porque, según nos explicó, se había quedado ofendida; finalmente accedió y nos metió en un tubo de madera. Ahí estamos desde hace varios años.

 

 

 

Afecto de la enfermeras

 

“No quiero saber nada más de lo que me contaste ayer, me da asco”, grito. “Perfecto”, me dice mi mamá. Entonces salgo, y al salir veo cosas que me impresionan. Como una llama mascando piedras: así, de esa manera me siento al caminar sobre los cantos rodados. ¿Pero por qué me tropiezo? Porque quería ir al hospital y ser tratado con afecto por el equipo de enfermeras: la más linda se llama Lope; la más vieja, de treinta años, Duli. Ah, hay veces que… Pero la curación no fue fácil: el primer médico se equivocó y me operó mal, y el segundo médico, que intentó arreglar eso, era un aprendiz y se equivocó de… El tercer médico era muy viejo y, como le temblaba la mano, dibujó todo mi cuerpo con el bisturí. Esas heridas se infectaron… Pero, afortunadamente, mientras pasaba todo esto yo estaba anestesiado: de anestesia en anestesia, así estuve varios meses. Lo que cuento lo sé porque Lope me contó los detalles feos con mucho afecto; Duli, luego, me reconfortó de la mejor manera imaginable: con afecto. Las otras enfermeras curaron mis heridas con afecto. Y en ese desborde de cariño, plenamente enfermo y sin curación posible… No sé, ¿qué puedo decirles? Que disfruten cada momento de los momentos afectuosos que nos tocan, porque, si bien no son pocos, tampoco sobran; es decir, que están contados y esparcidos por la vida adecuadamente, y eso es reconfortante en un sentido. Pero cuidado: cuidado cuando se apilan, cuando se juntan muchos en un período corto injustificadamente. Esa es mi enseñanza.

 

 

 

Intimidad

 

Dentro de la cabeza había una serie de ideas; dentro de esas ideas, otras ideas; lo más interior de esas ideas era, a la vez, otra serie de ideas. Si la cabeza formaba un pensamiento, las ideas lo desarmaban. Carlos el Tartamudo, hijo de Pipino el Insensato, había perdido los frenos de la disciplina de tal manera que, cuando veía en un pueblo del interior del país a alguien que no le gustaba, mandaba a matar a todos los habitantes. Aunque los nombres sean incorrectos, lo más íntimo de la historia es verificable, y se sabe, por ejemplo, que Gilberto el Gris, hermano de Carlos, un día cometió fratricidio. Tanto Carlos como Pipino fueron vistos como locos por sus súbditos; con Gilberto, en un principio, circuló el mismo rumor, pero al cabo de pocos meses no quedó ninguna duda de que no sólo no estaba loco sino que era el mejor rey que había tocado en siglos. Porque antes de Pipino había estado Teodocio el Enamorado, antes de él Roberto el Moralista y antes de él Sigfrido el Matemático, todos enfermos mentales graves: Teodocio quemó su castillo luego de meter dentro a quinientas monjas; Roberto amplió la aplicabilidad de la pena de muerte hasta los muertos mismos; y Sigfrido simplemente dejó abandonado el país para tratar, sin éxito, de solucionar una ecuación famosa que ya había sido solucionada, es decir, para hacer algo por el puro placer del ejercicio. Los tres murieron encerrados en sótanos profundos y oscuros comiendo pan sucio y viejo. Cuando, muchos años después, Pipino, durante su reinado, mandó a buscar los cuerpos, los desenterradores notaron que la naturaleza había tratado a los tres reyes con afecto: los había momificado. Por eso, para evitar el afecto de la naturaleza, Gilberto eligió para Carlos el Tartamudo una forma diferente de morir y lo quemó vivo. La incineración de Carlos, odiado por el pueblo, fue el primer acto exitoso del reinado de Gilberto; el segundo fue un efecto de eso: las cenizas de Carlos volaron hasta el territorio enemigo, invadieron las casas, se metieron en los cuerpos de las personas por la boca, los oídos, etc. Y esa invasión de cenizas causó la muerte no sólo de la mitad de la población enemiga sino del mismo rey enemigo. Pero no de sus hijos, que juraron vengarse, y, al alcanzar los tres varones la mayoría de edad, cumplieron su promesa hasta el extremo de arrasar prácticamente con todo el país de Gilberto, pero con un estilo de masacrar tan similar al de Carlos que los historiadores, a través de la investigación minuciosa, pudieron reconstruir sin dificultad la historia aquí narrada.

 

 

Datos vitales

Pablo Katchadjian nació en Buenos Aires en 1977. Publicó Mucho trabajo (2011), Qué hacer (2010), El Aleph engordado (2009), El Martín Fierro ordenado alfabéticamente (2007) y tres libros de poesía: el cam del alch (2005), dp canta el alma (2004) y, en colaboración con Marcelo Galindo y Santiago Pintabona, Los albañiles (2005).

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