Aarón Fishborne (Quintana Roo, 1985) es poeta, ensayista y narrador. Tiene estudios de filosofía. Ha publicado en revistas como P3trol3o, Trifulca, Lenguaraz, Clarimonda, Grietas, y en las antologías Cupido Internauta, El infierno es una caricia, Moebius y Cascada de palabras. Actualmente realiza una investigación sobre la poesía non grata en territorio nacional.
Alguien teme cantar contra sus manos
Se mira en el cuántico mar de sus Ideas
se hilvana con las líneas que cruzan ese umbral
y trata de cantar el dolor de un sueño que no entiende
y permite que la energía de ese patíbulo cicatrice
sobre sus ojos fermentados un vinagre negro
el universo fantástico que alcanzamos a ver en el anteojo
en formación de v o rareza la de los puntos brillantes
que marcan las coordenadas y delimitan el infinito binario
de lo que se expande en la blanca llaga de un enfermo
anciano que no podrá volver a caminar
porque un día alguien que teme cantar contra sus manos
le rompió la piernas
con un verso
y lo dejó
tumbado en la calle
con la boca chorreando un aceite negro
que según dijeron los paramédicos
era el caos.
La corbata negra de Kim Carnes
When she snows you / off your feet with the crumbs she throws you
she’s ferocious / and she knows just what it takes to make… Kim Carnes
Yo me llamo como el sol
—me llamo zuzu—
jemappelle like the moon
—me llamo sombra.
:
En esta intensidad de pianos dormidos
con el clack de los ojos cuando muerden la noche
con esta llovizna dulce sobre mi labio
este ácido hermoso que me limpia los huesos
esta caricia que me da un puñetazo
y me muerde la lengua,
me arranca de la mente la imagen licuada
del cuerpo.
El dolor de la herida en la boca.
Es este suplicio de saberse hierba en manos del Lodo
dulce en boca del agua. Esa raspadura
que es su voz —ese rasguño—
incisión en la mandíbula cada palabra suya
cada sonido que su garganta sueña es una figura de niebla sólida
el susurro de un fantasma, el diablo en los ojos,
un acetato que gira hacia el fin del mundo
hermosa, con su lumbre renaciendo en cada letra
en cada dedo —cada vuelta hacia una dimensión desconocida.
Suculenta mordida para desangrarte
sobre el fonema dislocado del cuarzo
en el zumbido de los pentagramas rotos
de las partituras deshechas en el charco
de tintes deshojados de frío —en el Helio
que se deshila en su garganta:
me llamas zuzu
como el sol que se guarda en casa
cuando todo ha sido destruido
y sólo nos queda oír tu voz, esa vuelta al principio del Todo
escuchar esa respiración sangrante que hirió a los seres
antes —mucho antes— cuando ningún hombre existía aun.
Yamilet debe morir
Es consabido, ella debe morir.
Antes, ella intentó esconderse en las piernas de Yamilet.
Soy ella, dice, mientras le golpean la cara
con un palo de golf, antes, mucho antes de arrancarle las uñas.
Soy yo, Yamilet, la de arracadas en oro,
no me maten, soy mitad tú, mitad yo,
no me dejen desangrar como un cuerpo sin forma, exclama.
Antes los guardias de la Flor de Celofán Amarillo
habían descubierto un pene entre sus piernas.
Nos has engañado, gritaron, confundidos.
Te amábamos, y ahora, tendremos que prenderle luz al charco rojo de tu labia.
Yamilet, pidió una vez más le miraran a los ojos
y perdonaran su vida: soy yo, ¿no me reconocen?
su maestro de obra, al mismo que ayer le pintaron
en los labios una paloma blanca.
Pero ellos, le colgaron de un poste
y desde la esquina de la calle dejaron caer una cerilla
sobre la gasolina roja y espesa, para que ardiera ese cuerpo que hiede
todavía más que el petróleo, e incluso más
que toda la basura de una manzana, entera.
El retorno de los Vagans
Ruina de mí,
vuelven las ventanas
a radiar la canción de los pájaros invisibles
ocultos en las líneas de la vida
de un árbol gris
(a manera de puente entre el piso
y los lagos del sueño).
Vuelven a entonar
su rechinar de piedra.
Su hierro polvoso vuelven a lanzar
sobre los ojos inflamados del transeúnte
que abandonó su auto en la autopista universal
porque era demasiado esperar
por un Paraíso
de juegos mecánicos años atrás olvidados.
Mejor las cumbres hinchadas de agua
los bálsamos rupestres del frío
el fuego a secas, finito
al caer en un charco.
Nada quiere este cuervo con sombrero
que ya no degusta los violines
de cenizas aves, ni el trombón
del tucán afónico del viento,
ni siquiera el llamado lúteo de aquellos los escépticos.
No sólo quiere incendiar la soledad
callar las ventanas
apagar el sol que se oculta en los interruptores
incinerar esa luz con sus ojos.
Quiere, ruinas de sí,
volver a ser una espina en la mano de su madre
y dormir, circular en la redondez de la tierra
para tocar los labios del mar por última vez.
Antes, cien mil años antes
del primer amanecer.
Elegante forma para hacer soñar un árbol
Con un hacha vuelves ñ cada trozo de piedra incrustado
en la herrumbre del infinitamente alado:
que no camina sino que rumia y se lanza hacia delante
como si fuera el viento un hado que le empuja
para hundirlo en el suelo, en el camino:
verso que se aferra a no soltar sus talones: las raíces
ya secas de tanta extraña materia en la vía, en un lago
de concreto que no cumple la función mínima del espejo
ni de las nubes que no volverán a ser intangibles: tanta llama
sobre la piel que se agrieta de este ser que nadie notó
tenía mente o savia (que no corre por las venas de nadie)
o cuerpo que ya no podrá levantar ni un pájaro:
que no será gallo esta mañana larguísima
que no permite un rato aunque sea de noche
un vaso aunque sea de ron
de aguamiel
de tequila
una botella infinita de mezcal
para que todo se borre
para que nada vuelva a ser lo mismo
y sueñen los niños
que el mundo por fin terminó su faena ridícula
y que es momento de vivir tranquilamente
serenos con la estridencia del caos
sobre la mesa
del mundo.
Sedienta forma de tragar polvo
Cuánta blanca rabia cabe en una fosa
cuando hace tanto frío en la pupila triste
de un anciano, quieto, congelado dentro de una palabra
seca de tiempo, raída como un trapo
que alguna vez fue bandera
pirata, o simple parche para espantar a los hijos del Viento,
que llegaron a conquistar una isla vacía
llena de vidrio, de trasparente veneno
de tierra luida, hinchada arena, repleta de sol:
Tanto páncreas comido por la sed,
la sedienta mano que bebe como perro
de un charco, y no logra abrir ninguna
de las bocas en la punta de sus dedos:
y no logra desprenderse de las uñas
de su polvo viejo entre las grietas
(en las arrugadas paredes) cubriendo
el mar que duerme en la espalda
como un ala, o un racimo de violentas garras
dispuestas a matar al Mester,
Argos inhalando blanca espuma
por cada una de sus veinte fosas
en vez de viento, en vez de nada
en vez de fuego.
Quema de 78 cuadros y 72 libros para formar en la hoguera una catedral de humo
Son creencias antiguas las que un día
me movieron al homicidio
y sin pena corte la garganta de una perro
las patas de un gato
y las nueve vidas de un niño.
El silencioso y sabio silencio de una anciana
guardé en el filo de mi navaja.
Fueron las creencias (a secas) las que impulsaron
mi cuerpo a ser amado, por otro cuerpo, rígido.
Las que me lanzaron sobre la cintura de una joven
de traje verde seco y me obligaron a penetrarla
con mi amor furioso, temible, incluso para mí,
que hasta entonces le desconocía.
Fue la creencia la que un día me hizo violar
mi libertad. Y me colocó frente a un altar
en medio de la Catedral de la Ciudad de México:
(y sin que nadie me viera) destruí los ornamentos
que algún descalzo idolatró como reliquias,
como pruebas de un inmutable universo
equívoco, equívoco incluso para el Equivocado.
Era un credo el que los hombres un día iban mordiendo
cuando me hundieron en el fango transparente
de su saliva espumosa. Lo era. Ese zumbido
que unas niñas emanaron cuando un sucio pordiosero
intentó tocar una de sus manos. Lo era esa canción
que los varones entonan en el metro, o en la cantina
o en el antro a media noche, y en el After
mientas se drogan (leve sobredosis la música)
con polvo, con un falso misterio que se les devela todos los días
en el rostro de su madre joven, con las piernas abiertas
acariciándoles el humus, en el bello de sus brazos.
La ingle, para que despierten con la válvula del amor eterno satisfecha:
con el amor que aprendieron de un viejo sempiterno una tarde.
Creer me llevó al delirio de pensar que las palabras eran pensamiento.
El lenguaje era la forma de pensar el mundo,
y que el mundo era más allá del lenguaje y las palabras.
Creer fue lo que me condujo por un camino redondo
sólo para volver al sitio de mis pasos primeros,
pero esta vez, en el cadáver de mis zapatos, con su fantasma
clavado entre las uñas, como una infección diamantina
ciclónica, ajá, me instruyeron.
Pero cómo es que me pesa el viento.
Cuántas toneladas de aire han pulido a mis pulmones
y los han formado a imagen y semejanza de una flor
que se marchita. De una orquídea que se inflama
al tacto de una anciana o de una mujer madura,
o de una joven con vestido oliva.
Haber creído fue lo que me impuso el destino
de quemar bajo un Nombre todos los dibujos que un día
de mi mano brotaron como ramas, en un diminuto árbol,
casi seco, casi seco. Pero en llamas porque alguien dijo
hágase el sueño y creí creí creí que avanzaba correctamente
sobre la línea infinita del errante. Pero creí sólo creí
que era verdad esa agonía, ese bello aire.
Tan pesado como todo el oro del mundo fundido en un anillo
en el cuello de todos los seres, de todos los amantes embelesados
por un beso. De todas las figuras de lo intangible.
Apresadas en una cárcel de tiempo.
Creí que era el espacio el que medía la distancia.
Creí era yo el peso sobre la planta de mis pies.
Y cuando intenté detener aquel Tórton con un dedo
no pude. No pude. Se quebraron mis piernas
y los huesos de mis brazos se doblaron idénticos
al arco de Paris. Y el miedo como un ave me mostró
que todo eso no era en vano. Sin embargo, escuché
que toda la energía que abandonaba mi cuerpo decía,
a gritos, y sin una sola palabra, que mejor buscara,
que mejor buscara. Y las palomas del atrio, las palomas negras del zócalo,
Las palomas invisibles que ensucian los parabrisas, las palomas tangibles del deseo
se levantaron del suelo, sí, se levantaron del sueño,
igual que una hilera de humo que llama a los habitantes dormidos
en la extremidad más finita del Espacio
y los empuja para que vuelvan a sus cuerpos
para que se restituya la materia que dejaron
sobre la cama esa noche cuando los insectos les hablaron
sin lengua, sin lengua, como si fueran ellos mismos
una canción de extrañas corcheas
de hirientes avispas
preocupadas
por tocar
el poro
frío
de
un muerto en primavera
bajo el techo de un gran árbol
que fue comprado por un Alcíbiades
a la misma hora que fue firmado
el contrato del bien y el mal
en una boda irreversible
(en una explosión
de pájaros
de astillas
de estrellas
de lágrimas)
Sí, un ojo estallando
y el humo del incendio cubriendo con sus manos
el silencio. El mar entero del incendio ahogando
entre sus piernas el ruido.
Y todo absolutamente callado.
Como el sueño más estridente en la mente de un extraño.
Y todo absolutamente callado.
Como la casa de un Niño
cuando alguien dispara
en la cabeza de su madre.
Datos vitales
Aarón Fishborne. Quintana Roo, septiembre de 1985. Poeta, ensayista y narrador. Estudió filosofía en la Universidad Veracruzana y en el Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades, en Guadalajara, ambos truncos. Es filólogo por definición, autodidacta por convicción. Asiduo a las luchas limítrofes radicó desde niño en la Ciudad de México, y después en diferentes estados; actualmente vive en Tabasco. También ha sido incluido en algunas revistas de la República ambigua de las Letras, como P3trol3o, Trifulca, Lenguaraz, Clarimonda, Grietas, y en las antologías Cupido Internauta, El infierno es una caricia, Moebius y Cascada de palabras. Actualmente realiza una investigación sobre la poesía non grata en territorio nacional. Tiene tres libros inéditos. Cuaderno de las extrañas averías, El retorno de los Vagans y Amor no muerto.