Foja de poesía No. 382: Aarón Fishborne

Aarón Fishborne (Quintana Roo, 1985) es poeta, ensayista y narrador. Tiene estudios de filosofía. Ha publicado en revistas como P3trol3o, Trifulca, Lenguaraz, Clarimonda, Grietas, y en las antologías Cupido Internauta, El infierno es una caricia, Moebius y Cascada de palabras. Actualmente realiza una investigación sobre la poesía non grata en territorio nacional.

 

 

 

 

 

Alguien teme cantar contra sus manos

 

Se mira en el cuántico mar de sus Ideas

se hilvana con las líneas que cruzan ese umbral

y trata de cantar el dolor de un sueño que no entiende

y permite que la energía de ese patíbulo cicatrice

sobre sus ojos fermentados un vinagre negro

el universo fantástico que alcanzamos a ver en el anteojo

en formación de v o rareza la de los puntos brillantes

que marcan las coordenadas y delimitan el infinito binario

de lo que se expande en la blanca llaga de un enfermo

anciano que no podrá volver a caminar

porque un día          alguien que teme cantar contra sus manos

le rompió la piernas

con un verso

y lo dejó

tumbado en la calle

con la boca chorreando un aceite negro

que según dijeron los paramédicos

era el caos.

 

 

 

 

 

 

 

La corbata negra de Kim Carnes

 

When she snows you / off your feet with the crumbs she throws you
she’s ferocious / and she knows just what it takes to make…
Kim Carnes                  

 

Yo me llamo como el sol

—me llamo zuzu—

jemappelle like the moon

—me llamo sombra.

 

:

En esta intensidad de pianos dormidos

con el clack de los ojos cuando muerden la noche

con esta llovizna dulce sobre mi labio

este ácido hermoso que me limpia los huesos

esta caricia que me da un puñetazo

y me muerde la lengua,

me arranca de la mente la imagen licuada

del cuerpo.

El dolor de la herida en la boca.

Es este suplicio de saberse hierba en manos del Lodo

dulce en boca del agua. Esa raspadura

que es su voz —ese rasguño—

incisión en la mandíbula cada palabra suya

cada sonido que su garganta sueña es una figura de niebla sólida

el susurro de un fantasma, el diablo en los ojos,

un acetato que gira hacia el fin del mundo

hermosa, con su lumbre renaciendo en cada letra

en cada dedo —cada vuelta hacia una dimensión desconocida.

Suculenta mordida para desangrarte

sobre el fonema dislocado del cuarzo

en el zumbido de los pentagramas rotos

de las partituras deshechas en el charco

de tintes deshojados de frío —en el Helio

que se deshila en su garganta:

 

me llamas zuzu

como el sol que se guarda en casa

cuando todo ha sido destruido

y sólo nos queda oír tu voz, esa vuelta al principio del Todo

escuchar esa respiración sangrante que hirió a los seres

antes —mucho antes— cuando ningún hombre existía aun.

 

 

 

 

 

 

Yamilet debe morir

 

Es consabido, ella debe morir.

Antes, ella intentó esconderse en las piernas de Yamilet.

Soy ella, dice, mientras le golpean la cara

con un palo de golf, antes, mucho antes de arrancarle las uñas.

Soy yo, Yamilet, la de arracadas en oro,

no me maten, soy mitad tú, mitad yo,

no me dejen desangrar como un cuerpo sin forma, exclama.

Antes los guardias de la Flor de Celofán Amarillo

habían descubierto un pene entre sus piernas.

Nos has engañado, gritaron, confundidos.

Te amábamos, y ahora, tendremos que prenderle luz al charco rojo de tu labia.

Yamilet, pidió una vez más le miraran a los ojos

y perdonaran su vida: soy yo, ¿no me reconocen?

su maestro de obra, al mismo que ayer le pintaron

en los labios una paloma blanca.

 

Pero ellos, le colgaron de un poste

y desde la esquina de la calle dejaron caer una cerilla

sobre la gasolina roja y espesa, para que ardiera ese cuerpo que hiede

todavía más que el petróleo, e incluso más

que toda la basura de una manzana, entera.

 

 

 

 

 

 

 

El retorno de los Vagans

 

Ruina de mí,

vuelven las ventanas

a radiar la canción de los pájaros invisibles

ocultos en las líneas de la vida

de un árbol gris

(a manera de puente entre el piso

y los lagos del sueño).

 

Vuelven a entonar

su rechinar de piedra.

Su hierro polvoso vuelven a lanzar

sobre los ojos inflamados del transeúnte

que abandonó su auto en la autopista universal

porque era demasiado esperar

por un Paraíso

de juegos mecánicos años atrás olvidados.

 

Mejor las cumbres hinchadas de agua

los bálsamos rupestres del frío

el fuego a secas, finito

al caer en un charco.

 

Nada quiere este cuervo con sombrero

que ya no degusta los violines

de cenizas aves, ni el trombón

del tucán afónico del viento,

ni siquiera el llamado lúteo de aquellos los escépticos.

 

No                   sólo quiere incendiar la soledad

callar las ventanas

apagar el sol que se oculta en los interruptores

incinerar esa luz con sus ojos.

 

Quiere, ruinas de sí,

volver a ser una espina en la mano de su madre

y dormir, circular en la redondez de la tierra

para tocar los labios del mar por última vez.

Antes, cien mil años antes

del primer amanecer.

 

 

 

 

 

 

Elegante forma para hacer soñar un árbol

 

Con un hacha vuelves ñ cada trozo de piedra incrustado

en la herrumbre del infinitamente alado:

que no camina sino que rumia y se lanza hacia delante

como si fuera el viento un hado que le empuja

para hundirlo en el suelo, en el camino:

verso que se aferra a no soltar sus talones: las raíces

ya secas de tanta extraña materia en la vía, en un lago

de concreto que no cumple la función mínima del espejo

ni de las nubes que no volverán a ser intangibles: tanta llama

sobre la piel que se agrieta de este ser que nadie notó

tenía mente o savia (que no corre por las venas de nadie)

o cuerpo que ya no podrá levantar ni un pájaro:

que no será gallo esta mañana larguísima

que no permite un rato aunque sea de noche

un vaso aunque sea de ron

de aguamiel

de tequila

una botella infinita de mezcal

para que todo se borre

para que nada vuelva a ser lo mismo

y sueñen los niños

que el mundo por fin terminó su faena ridícula

y que es momento de vivir tranquilamente

serenos con la estridencia del caos

sobre la mesa

del mundo.

 

 

 

 

 

 

Sedienta forma de tragar polvo

 

Cuánta blanca rabia cabe en una fosa

cuando hace tanto frío en la pupila triste

de un anciano, quieto, congelado dentro de una palabra

seca de tiempo, raída como un trapo

que alguna vez fue bandera

pirata, o simple parche para espantar a los hijos del Viento,

que llegaron a conquistar una isla vacía

llena de vidrio, de trasparente veneno

de tierra luida, hinchada arena, repleta de sol:

Tanto páncreas comido por la sed,

la sedienta mano que bebe como perro

de un charco, y no logra abrir ninguna

de las bocas en la punta de sus dedos:

y no logra desprenderse de las uñas

de su polvo viejo entre las grietas

(en las arrugadas paredes) cubriendo

el mar que duerme en la espalda

como un ala, o un racimo de violentas garras

dispuestas a matar al Mester,

Argos inhalando blanca espuma

por cada una de sus veinte fosas

en vez de viento, en vez de nada

en vez de fuego.

 

 

 

 

 

 

Quema de 78 cuadros y 72 libros para formar en la hoguera una catedral de humo

 

Son creencias antiguas las que un día

me movieron al homicidio

y sin pena corte la garganta de una perro

las patas de un gato

y las nueve vidas de un niño.

El silencioso y sabio silencio de una anciana

guardé en el filo de mi navaja.

 

Fueron las creencias (a secas) las que impulsaron

mi cuerpo a ser amado, por otro cuerpo, rígido.

Las que me lanzaron sobre la cintura de una joven

de traje verde seco y me obligaron a penetrarla

con mi amor furioso, temible, incluso para mí,

que hasta entonces le desconocía.

 

Fue la creencia la que un día me hizo violar

mi libertad. Y me colocó frente a un altar

en medio de la Catedral de la Ciudad de México:

(y sin que nadie me viera) destruí los ornamentos

que algún descalzo idolatró como reliquias,

como pruebas de un inmutable universo

equívoco, equívoco incluso para el Equivocado.

 

Era un credo el que los hombres un día iban mordiendo

cuando me hundieron en el fango transparente

de su saliva espumosa. Lo era. Ese zumbido

que unas niñas emanaron cuando un sucio pordiosero

intentó tocar una de sus manos. Lo era esa canción

que los varones entonan en el metro, o en la cantina

o en el antro a media noche, y en el After

mientas se drogan (leve sobredosis la música)

con polvo, con un falso misterio que se les devela todos los días

en el rostro de su madre joven, con las piernas abiertas

acariciándoles el humus, en el bello de sus brazos.

La ingle, para que despierten con la válvula del amor eterno satisfecha:

con el amor que aprendieron de un viejo sempiterno una tarde.

 

Creer me llevó al delirio de pensar que las palabras eran pensamiento.

El lenguaje era la forma de pensar el mundo,

y que el mundo era más allá del lenguaje y las palabras.

Creer fue lo que me condujo por un camino redondo

sólo para volver al sitio de mis pasos primeros,

pero esta vez, en el cadáver de mis zapatos, con su fantasma

clavado entre las uñas, como una infección diamantina

ciclónica, ajá, me instruyeron.

Pero cómo es que me pesa el viento.

Cuántas toneladas de aire han pulido a mis pulmones

y los han formado a imagen y semejanza de una flor

que se marchita. De una orquídea que se inflama

al tacto de una anciana o de una mujer madura,

o de una joven con vestido oliva.

Haber creído fue lo que me impuso el destino

de quemar bajo un Nombre todos los dibujos que un día

de mi mano brotaron como ramas, en un diminuto árbol,

casi seco, casi seco. Pero en llamas porque alguien dijo

hágase el sueño y creí creí creí que avanzaba correctamente

sobre la línea infinita del errante. Pero creí sólo creí

que era verdad esa agonía, ese bello aire.

Tan pesado como todo el oro del mundo fundido en un anillo

en el cuello de todos los seres, de todos los amantes embelesados

por un beso. De todas las figuras de lo intangible.

Apresadas en una cárcel de tiempo.

Creí que era el espacio el que medía la distancia.

Creí era yo el peso sobre la planta de mis pies.

Y cuando intenté detener aquel Tórton con un dedo

no pude. No pude. Se quebraron mis piernas

y los huesos de mis brazos se doblaron idénticos

al arco de Paris. Y el miedo como un ave me mostró

que todo eso no era en vano. Sin embargo, escuché

que toda la energía que abandonaba mi cuerpo decía,

a gritos, y sin una sola palabra, que mejor buscara,

que mejor buscara. Y las palomas del atrio, las palomas negras del zócalo,

Las palomas invisibles que ensucian los parabrisas, las palomas tangibles del deseo

se levantaron del suelo, sí, se levantaron del sueño,

igual que una hilera de humo que llama a los habitantes dormidos

en la extremidad más finita del Espacio

y los empuja para que vuelvan a sus cuerpos

para que se restituya la materia que dejaron

sobre la cama esa noche cuando los insectos les hablaron

sin lengua, sin lengua, como si fueran ellos mismos

una canción de extrañas corcheas

de hirientes avispas

preocupadas

por tocar

el poro

frío

de

un muerto en primavera

bajo el techo de un gran árbol

que fue comprado por un Alcíbiades

a la misma hora que fue firmado

el contrato del bien y el mal

en una boda irreversible

(en una explosión

de pájaros

de astillas

de estrellas

de lágrimas)

Sí, un ojo estallando

y el humo del incendio cubriendo con sus manos

el silencio. El mar entero del incendio ahogando

entre sus piernas el ruido.

Y todo absolutamente callado.

Como el sueño más estridente en la mente de un extraño.

Y todo absolutamente callado.

Como la casa de un Niño

cuando alguien dispara

en la cabeza de su madre.

 

 

 

 

 

Datos vitales

Aarón Fishborne. Quintana Roo, septiembre de 1985. Poeta, ensayista y narrador. Estudió filosofía en la Universidad Veracruzana y en el Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades, en Guadalajara, ambos truncos. Es filólogo por definición, autodidacta por convicción. Asiduo a las luchas limítrofes radicó desde niño en la Ciudad de México, y después en diferentes estados; actualmente vive en Tabasco. También ha sido incluido en algunas revistas de la República ambigua de las Letras, como P3trol3o, Trifulca, Lenguaraz, Clarimonda, Grietas, y en las antologías Cupido Internauta, El infierno es una caricia, Moebius y Cascada de palabras. Actualmente realiza una investigación sobre la poesía non grata en territorio nacional. Tiene tres libros inéditos. Cuaderno de las extrañas averías, El retorno de los Vagans y Amor no muerto.

 

 

 

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