Tercer conocimiento de la obra poética: tareas y limitaciones de la estilística

Presentamos el tercero de tres ensayos de Dámaso Alonso en torno al fenómeno poético. Dámaso Alonso (1898-1990) es, muy posiblemente, el crítico de poesía más lúcido en la historia de la lengua española.  Esta serie de textos, útiles sin duda para el lector, el ensayista de poesía y, sobre todo para el poeta, pertenecen a ese gran monumento crítico que es “Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos”, publicado en 1981.

 

 

 

 

TERCER CONOCIMIENTO DE LA OBRA POÉTICA: TAREAS Y LIMITACIONES. DE LA ESTILÍSTICA

LA POESÍA COMO PROBLEMA

El goce puro dé la belleza y la emoción que el verso puede comunicarnos ha de ser previo, inocente, anterior a todo análisis. No hay sustitutivo. El llamado a las artes ignotas de la poesía, oye una voz, como Agustín, una voz virginal “quasi pueri an puellae, nescio”, que le dice “Tolle, lege! Tolle, lege!”. Toma, lee. Nada más. Que el ambiente en el que el joven se forme y la canalización de la crítica pueden favorecer ese terrible encuentro lleno de pre­sagios (el del adolescente con la poesía), no cabe duda. Entre un pliegue del misterio de la formación del carácter —ese aparecer sú­bito de realidades psíquicas (¿de dónde vienen, Dios mío?)—, pue­de surgir este brote del gusto por la poesía, que debe hacer estre­mecerse a todo padre sensato.

La vida no ofrece una estigmatización más fuerte que ésta. El impregnado ya queda aparte: Dios le ha señalado con su huella de fuego.

Sin haber sufrido esa impregnación, que para el iniciado con­vierte en acto natural la nutrición poética (así como respirar el oxígeno del aire o bañarse en las radiaciones solares), es decir, sin tener experiencia inmediata del fenómeno poético, es inútil plan­tearse los ulteriores problemas de que vamos a tratar en seguida. Mejor dicho, cuando algún filósofo (de los que no han pasado por ese trance) se los plantea, en frío, con ingenua seriedad —y son bastantes los que así lo han hecho—, no hará sino descubrirnos cuántas jaulas vacías —sin pájaro— pueden construir pacientemente filósofos de buena fe.

Pero el que ha mordido ese veneno de dulce insidia, el que ha cegado ante esa iluminación que nos abre una dimensión desco­nocida en nuestra existencia, puede ocurrir que viva y muera en su culto, sin preocuparse de más, y es lo más frecuente que así suceda. Pero puede también un día sentirse de pronto desasose­gado, quizá precisamente al leer un dulce verso, mil veces con­solador. Porque es que ese día le ha saltado, se le ha puesto en­frente esta pregunta: “¿Por qué este determinado verso, este poe­ma, este escritor me mueven? ¿Qué es, cómo se origina esta onda de emoción que pasa por mi alma? ¿De dónde procede esto, en qué relación está con mi vida y con la vida que me rodea?”

En ese caso, la poesía le ha hecho pasar ya a este hombre por dos trances de trascendencia vital. Primero se le ha manifestado como un natural alimento. Ahora como problema filosófico. Si nos­otros intentamos contestar a esas preguntas, desde ese mismo mo­mento salimos en busca de nuestro tercer conocimiento de la obra literaria.

 

 

LA CRÍTICA NO PUEDE DAR CONTESTACIÓN

 

Porque el segundo conocimiento, el crítico, no puede contestar a estos problemas, ni siquiera se los suele plantear.

No son contestaciones estas fórmulas usuales hace algunos años:

 

“Este poema me mueve por la galanura del estilo”.

“…      la sonoridad del ritmo”.

“…. por la belleza de las imágenes”.

“… por la altura moral de los sublimes pensamientos”.

O éstas más modernas:

“… por las cálidas sugerencias que produce en el lector”.

“… por cierto vago tinte de melancolía sutilmente invasora”.

“…por el frondoso barroquismo que encrespa aquí y allá la

grata serenidad del estilo”.

“…por su apasionada andadura estilística”.

Etc., etc.

 

Perdóneseme por haber escogido quizá con fe no del todo sana —lo confieso— algunas de las expresiones más arregostadas al tó­pico (unas muy siglo XIX y otras muy siglo XX).

La verdad es que la crítica no dice mucho más que eso, porque no es cosa suya, ni ese problema le interesa: le basta con valorar rápidamente sus intuiciones, fiel a su misión de guía.

TERCER CONOCIMIENTO DE LA OBRA LITERA­RIA.

HACIA UNA CIENCIA DE LA LITERATURA

El primer conocimiento literario, el del lector, y el segundo, el del crítico, son conocimientos intuitivos, en realidad acientíficos. Dicho de otro modo: conocimientos artísticos de hechos artísticos. Lo que buscamos es, pues, la posibilidad de un tercer conocimiento literario; lo que buscamos es la posibilidad de un conocimiento científico del hecho artístico. Este deseo, esta búsqueda, se mue­ve —reconozcámoslo— entre precipicios de problemática. Hemos tocado en un problema pavoroso, general a las humanidades, cien­cias en deseo. En lo que sigue nos reducimos al aspecto artístico, en especial, literario, pero todo lo que decimos podría expresarse en fórmula más general.

El problema que surge es inmensamente extenso (pues implica toda una cadena de problemas colaterales) y de una vertiginosa profundidad (pues sus ramas lo son a la par del problema general de la filosofía). Es éste: ¿en qué medida, de qué modo el arte —en nuestro caso la literatura, la poesía— puede ser objeto de conoci­miento científico?

Es propia del arte la individualidad, la unicidad de sus fenó­menos. Y así el problema se ve aún más en su pavorosa desnudez, cuando lo planteamos reducido a un hecho artístico o literario. Lo único, ¿podrá ser objeto de conocimiento científica? Un hecho artístico, un poema —ser individual, no repetido, no perceptible—, ¿podrá ser objeto de conocimiento científico, o sólo de conocimiento intuitivo? Es evidente que toda noción de “ley” en el sentido fisiconatural es aquí inaplicable. Es evidente que el “conocimiento” de un fenómeno artístico implicaría la comprensión de la razón de su unicidad, o sea, de su “peculiaridad”. O lo que es lo mismo, de su “ley” interna. Es decir: tenemos que considerar el fenómeno literario (por ejemplo un poema) como un cosmos, coma un uni­verso, cerrado en sí, e investigar su ley particular —su sistema de leyes—, lo que le constituye y le constituye único.

Ése sería el problema central de un conocimiento verdadera­mente científico de la obra literaria: problema no resuelto y que no tendrá solución —así lo creemos— mediante una metodología científica. Ésta es la gloria de la intuición: porque esa cámara última, esa ley constitutiva de la unicidad de la criatura de arte, es aprehendida —confusa y a la par luminosamente— una y otra vez por la intuición humana. Y esta verdad —que la experiencia diaria nos confirma— obligaría a insistir de nuevo en la pregunta: ¿Es que el hecho artístico podrá ser sólo objeto de conocimiento in­tuitivo? ¿Nunca podrá serlo de un conocimiento verdaderamente científico?

La ciencia tiene que moverse torpemente por una desazón, por los aledaños de un imposible. Pero aun por esos ambages y desvíos hay muchas posibilidades para la actividad científica.

LA CLASIFICACIÓN TIPOLÓ GICA NO RESUELVE NADA

Inmediatamente vemos que aun lo estrictamente único (un de­terminado poema, por ejemplo) tiene en su complejidad una serie de elementos semejantes, si no iguales a los que ofrecen otros seres únicos de tipo semejante (otros poemas). Comprendernos, pues, cómo es posible el establecimiento de una tipología, o mejor aún, de una sistematización homológica (homología de conjuntos y ho­mología de los elementos de los conjuntos). Este terreno sí que está totalmente abierto a la investigación científica. Pero no olvi­demos que después de que todo nuestro análisis hubiese estable­cido una perfecta red de relaciones entre hechos artísticos com­parables, por las mallas se nos escaparía el pescado. En efecto: estudiaremos científicamente todo lo que en un poema determinado hay coincidente o semejante con toda una serie de poemas; no habremos llegado al conocimiento científico de lo que verdadera­mente importaba: por qué ese poema es un ser individual, único. Es, pues, posible la sistematización inductiva de ciertas categorías genéricas y normas (con un valor que, mutatis mutandis, puede aproximarse al de la “ley” fisiconatural): por ejemplo, inducire­mos, basados en el estudio de una serie de casos concretos, que el uso del encabalgamiento suave, o el del hipérbaton, modifica­ciones del significante, producen determinadas reacciones afectivas en, el significado, etc.; podremos enunciar estas normas o tenden­cias (mejor que leyes) con carácter general. Podremos hasta multiplicar ese análisis llevándolo a una gran cantidad de elementos del significante y de sus correlatos en el significado. Se prevé así la formación de una ciencia compacta, sistemática (la Estilística?). Habremos catalogado y definido todo lo que de común hay en los distintos fenómenos poéticos. Una indagación semejante nos habría definido totalmente una zona del mundo físico. En el campo poé­tico (o, en general, artístico), el resto, lo que se nos escapa, es precisamente lo esencial. Y nunca a fuerza de análisis reconstruire­mos la intuición totalizadora que un muchacho cualquiera obtiene, en un instante, con un libro en la mano, una mañana de primavera por la alameda del parque.

La empresa, tal como la vemos hoy, está, pues, condenada al fracaso. Sólo la intuición dará el salto último: sólo ella plantará la bandera en la peña coronadora de la cumbre.

Sí, este Everest se traga a sus exploradores, a no ser que, para el tranco último, se transformen en aves. Creemos que así ocu­rrirá siempre. Pero hemos de reconocer que las cotas alcanzadas por la indagación metódica cada vez son más altas. Sí: esta inda­gación es la que realiza la Estilística.

Partimos, pues, hacia el conocimiento científico del hecho poé­tico, Quijotes conscientes de antemano de nuestra derrota. Muchos fenómenos tenemos que analizar, muchas normas podremos indu­cir. No penetraremos en el misterio. Pero sí podemos limitado, extraer de la confusión de su atmósfera muchos hechos que pue­den ser estudiados científicamente.

 

ESTILÍSTICA LINGÜÍSTICA ESTILÍSTICA LITERARIA

He ahí la tarea de la Estilística. Desgraciadamente no hay pa­labra más equívoca. Prescindiendo de otras, la mayor y más fre­cuente anfibología exige distinguir: 1.° Estilística lingüística. 2.° Estilística literaria.

Estilística sería la ciencia del estilo. Estilo es lo peculiar, lo diferencial de un habla. Estilística es, pues, la ciencia del habla, es decir, de la movilización momentánea y creativa de los depó­sitos idiomáticos. En dos Aspectos: del habla corriente (estilística lingüística); del habla literaria (estilística literaria o ciencia de la literatura).

Este estudio del hablé como creación individual abarcará toda la complejidad creativa del habla misma (lo conceptual lo mismo que lo afectivo en cuanto único: la reducción de la estilística al estudio de lo afectivo en el lenguaje nos parece una equivocadísi­ma limitación).

Entre estos dos campos, el de la estilística lingüística y el de la literaria, hay múltiples relaciones y aun una zona común. Funda­mentalmente, no puede haber dos cosas más distintas. Cada vez que en este libro hemos nombrado o nombraremos la palabra “es­tilística”, nos hemos referido y nos referiremos (salvo advertencia en contrario), a la literaria, exclusivamente a la literaria.

 

LA ESTILÍSTICA SERÁ LA ÚNICA “CIENCIA DE LA LITERATURA

La Estilística es, hoy por hoy, el único avance hacia la cons­titución de una verdadera ciencia de la literatura —tal como yo la concibo—. Nótese que digo un “avance”: sí, es un ensayo de técnicas y métodos; no es una ciencia. Cuando se pueda cons­tituir una ciencia (cuando haya inducido una red completa de normas), vendrá a confundirse con la Ciencia de la Literatura. Porque la Ciencia de la Literatura no podrá tener otro objeto que el del conocimiento científico de las creaciones literarias. Pero escribir, hoy por hoy, esta expresión, “Ciencia de la Literatura”, sólo puede interpretarse de dos modos: o como un deseo, muy laudable, pero aún no cuajado en sistema, o como una vanagloriosa e intolerable superchería.

Más aún: cuando la Estilística (la Ciencia de la Literatura) esté sistematizada, lo habrá conseguido todo menos su objetivo último. Cuando lo haya medido todo, cuando lo haya catalogado todo, aún la, terrible “unicidad” del hecho artístico se le escapará de las manos. Sin embargo, ese resto no cognoscible científica­mente irá siendo cada vez menor según avance nuestra técnica.

Cada vez, pues, que escribimos “Estilística” téngase presente cuán conscientes somos de sus límites y de su inmadurez cientí­fica. Razón de más gozo para nuestro trabajo.

Esta búsqueda de un tercer conocimiento literario (en esencia distinto del conocimiento critico), es decir, esa búsqueda de un conocimiento científico de la materia literaria (o por lo menos de la delimitación de lo que en ella es cognoscible científicamente), es la empresa en que estamos metidos muchos trabajadores esparcidos por el mundo; y ésta es también la tarea fundamental del pre­sente libro.

En la práctica, toda clase de mixturas o combinaciones entre estos intentos de un tercer conocimiento científico y el segundo, o crítico, son posibles y frecuentes; precisamente este mismo libro (no podía ser de otro modo) ha ofrecido abundantes ejemplos de tal mezcla. A veces la buscaremos también metodológicamente. Cuando en seguida hablemos de Lope de Vega nos interesará ver cómo, en determinados momentos, la estilística puede acudir en auxilio de la crítica.

Pero, en su última esencia, este tercer conocimiento difiere de modo total del segundo o crítico, y no digamos nada del pri­mero o del lector. Es lo que ignoran muchas gentes —creadores y críticos—, que suponen que queremos suplantar a la crítica o dar recetas para la comprensión literaria o aun para la creación. Si quisieran enterarse, sabrían que nada más lejos de nuestro ánimo. Estos tres conocimientos son como tres escalones. Nadie podrá ser investigador en estilística que no haya sido primero un apasionado lector, y en segundo lugar un intenso crítico. ¡Ay, esto lo olvidan (o no lo han sabido nunca) muchos técnicos del puro cuentahílos, artesanos de una estilística de mimbres y tiempo!

 

PRIMER TRABAJO DE LA ESTILÍSTICA.

RELA­CIONES ENTRE SIGNIFICANTE Y SIGNIFICADO

Este tercer conocimiento de la obra literaria no es un puro goce intuitivo ni tiene la menor intención pedagógica. ¡Estamos a astronómica distancia de la delectación del lector y del fin in­mediato del crítico! Este tercer conocimiento se plantea como problema. Es lo que hemos visto en términos generales. Reduz­camos ahora el problema a los límites especiales de nuestro libro. Pongámonos frente al poema.

El más inmediato análisis de un poema nos lo manifiesta, de un lado, como una sucesión temporal de sonidos (significante); de otro, como un contenido espiritual (significado). El signifi­cante es una modificación del mundo físico, medible y registrable, con absoluta exactitud (una serie de sonidos: con duración, in­tensidad, altura, timbre): el significante es, pues, como otro ob­jeto cualquiera de los que se estudian en las ciencias fisiconaturales. El significado es (a través del significante) una alteración de nuestra vida espiritual, ni medible, ni registrable; sólo de un modo vagamente aproximado lo podemos analizar: lo que sí per­cibimos inmediatamente es su complejidad enorme. Aun en el poema más sencillo, el significado es un mundo. La primera tarea de la estilística es tratar de penetrar ese mundo. ¿Por dónde? La realidad nos ofrece la primera vía natural: a través del sig­nificante. Tomemos ahora como unidad de significante el poema mismo.

Significante y significado son dos complejos de n elementos, ligados por n parejas, elemento a elemento, componente a com­ponente. Si llamamos A a un significante (cuyos elementos com­ponentes son a₁, a₂, a₃ …an) y B al correspondiente significado (cuyos elementos componentes son b₁, b₂, b₃ …bn), siempre el engarce total A-B supone la existencia de una serie de n engarces ordenados, de elementos

 

 

 

Somos también nosotros una especie de instrumento registrador (¡cuán fino, cuán complicado!) del significante, la huella o re­gistro que en nosotros se graba es precisamente el significado: grabación intuitiva. Un elemento fónico (un fonema o un breve grupo de fonemas), por ejemplo a₇, suscita en nosotros una in­tuición b₇. Pero sería una idea tan simple como falsa la de ima­ginar la relación entre significante y significado poéticos como una serie de parejas independientes. No: es evidente que todas estas parejas son interdependientes. Y ésta es la ley fundamental del poema, consecuencia inmediata de su carácter temporal: cada uno de estos vínculos siente la presencia de los demás, sobre todo de los más próximos; por sucesiva cadena, la de todos. Hay, pues, además de estas vinculaciones verticales (que ligan miembros de igual subíndice) una red intrincada de relaciones horizontales (que ligan entre sí distintas parejas, de índice diferente). Por ejemplo, el vínculo a₇-b₇ no tiene un valor independiente, sino que está condicionado por los a₆-b₆, a₈-b₈, a₅-b₅, a₉-b9, etc., en cadena ininterrumpida, pues cada una de estas parejas está por su parte condicionada por parejas cada vez más alejadas de la a₁- b₁. Son estas series de nexos verticales y horizontales las que constituyen el poema como organismo. Las que, en fin de cuentas, encierran el impenetrable misterio de la forma poética.

La intuición total (o huella del significado B) no es sino la suma (y al par, digamos, la mutua multiplicación) de todas esas intuiciones parciales.

El verdadero objeto de la estilística sería, a priori, la investigación de las relaciones mutuas entre significado y significante, me­diante la investigación pormenorizada de las relaciones mutuas entre todos los elementos significantes y todos los elementos signifi­cados. (Ya veremos cómo esto se limita, forzosamente, en la prác­tica.) La relación entre significante y significado se obtendría por la integración de todas estas relaciones entre elementos.

He aquí, pues, que el gran problema que se plantea la estilís­tica es el del contacto entre esas dos laderas, física (significante) y espiritual (significado).

Observemos, por último, que, al tomar como nuestro punto de mira ése, tan prodigioso, en que cada uno de los elementos del significante (y sus mutuas interdependencias) se convierte en una reacción y a la postre en un nudo de reacciones en nuestra alma, lo que hacemos es polarizar la atención literaria hacia un punto que en el alma del lector es como proyección de un instante correspondiente en el alma del creador. Fue una moción, una alteración más o menos semejante a la que nosotros experimen­tamos con la lectura la que determinó en el alma del poeta una intuición selectiva de los elementos expresivos de que echó mano. De este modo, la investigación estilística se ve indirectamente llevada al momento auroral en que un mundo vago, de pensa­mientos, emociones, reminiscencias, que estaba en el alma del poe­ta, cuajó o plasmó en una criatura nítida, exacta: el poema.

 

EL MÉTODO GENERAL, APLICADO EN NUESTRAS

LECCIONES SOBRE GARCILASO Y GÓNGORA

Este problema de las relaciones entre significante y significado (básico en estilística literaria, o —con expresión más amplia— en estilística artística) es el que, en los términos más generales en que es posible —en los límites de una lección— llevarlo a la prác­tica, nos hemos planteado en nuestras lecciones sobre Garcilaso y sobre Góngora. Teníamos en ambos casos la posibilidad de tomar pasajes muy característicos (es decir, que por intuición sabíamos concentraban lo que entendemos por “Garcilaso” y por “Gón­gora” en poesía): un pasaje de la Égloga tercera del primero, y del Polifemo del segundo, nos sirvieron para nuestra prueba. Toda una serie de elementos del significante fueron cuidadosamente ais­lados (acentos, vocales, consonantes, precesión o posposición de vocablos, acentuación de los versos, prolongación o contraste en versos sucesivos, tipos acentuales, encabalgamiento áspero, encabalgamiento suave, no encabalgamiento, contraste o no contraste de dos estrofas sucesivas o de partes de estrofas, etc.). Todos estos elementos los hemos ido probando uno a uno, tratando en cada caso de apreciar qué reacción, qué modificación de nuestra sen­sibilidad quedaba registrada en el significado. Por ejemplo, el fragmento elegido de Garcilaso no solamente nos dio oportunidad para probar una gran variedad de elementos distintos, sino que muchos elementos se nos presentaron repetidamente a lo largo de él. En cada caso pudimos comprobar que a la reiteración de la misma nota en el significante correspondía la reiteración de un mismo efecto en el significado. Tres veces, por lo menos, se nos había presentado el encabalgamiento que denomino abrupto, en el breve fragmento de Garcilaso: las tres, su presencia acompañaba a la imagen mental de un violento o súbito movimiento (ninfa que saca de golpe la cabeza, río entre hoces que completa una rápida curva, idea de vencer el último obstáculo para salvar la cumbre). Por dos veces constatábamos que un encabalgamiento suave corres­ponde a una sensación de prolongación sedosa (ya del curso de un río, tan lento, que no se sabe hacia dónde fluye, ya de una estela de melancolía).

Un análisis semejante llevamos a cabo en el fragmento gongorino, también sumamente rico en signos o elementos exteriores con trascendencia para el significado.

Observemos, por último, que nuestro análisis de ningún modo se limitó a vinculaciones de tipo vertical, sino que la práctica, di­gamos, en vivo, del método, constantemente estaba presentando in­terdependencias de elementos sucesivos: a veces verdaderos nudos de vinculaciones horizontales. Penetramos, pues; en la estructura íntima del densísimo tejido poético.

Pero todo esto es muy poco aún. Es sólo un primer plantea­miento del problema de las relaciones mutuas de significante y sig­nificado en la obra poética. Será necesario un análisis mucho más pormenorizado por ambas vertientes (la física y la espiritual). Vinculaciones que nosotros atisbamos entre significante y signi­ficado habrán de ser comprobadas en otros poetas, o habrán de demostrarse ilusorias, etc. Hay también muchos otros tipos de vin­culaciones, sin duda de gran valor expresivo, que habrán escapado a nuestra pesquisa, etc.

 

 

TEMAS PARA ESTUDIOS ESPECIALES

Téngase en cuenta que nuestros comentarios sobre Garcilaso y Góngora han sido corno una muestra general de lo que es en poesía la vinculación motivada entre significante y significado. Pero ahí quedan iniciadas, quizá, una docena de galerías que ha­brán de ser objeto de otras tantas exploraciones especiales. Un estudio del encabalgamiento (tema casi totalmente desatendido) en las dos variedades que nosotros distinguimos (de valor expresivo se puede decir que contrario) sería un notable avance hacia mu­chos secretos de la forma poética que son aún misterios, y que pueden dejar de ser tales. El tema del realce de expresividad de las voces sobre las que cae el acento rítmico (“caduco aljófar, pero aljófar bello”, “cestillos bláncos de purpúreas rosas”) fue planteado ya por nosotros en 1927. También hace ya bastantes años que dimos un breve tratamiento al estudio del orden de las palabras, que desde un punto de vista estilístico creemos no había sido planteado en poesía románica. Ahora, en otro trabajo, hemos intentado con gran ilusión, y quizá más a fondo, la técnica que llamamos “análisis de pluralidades”. Es muy poco. El campo de indagación de las relaciones entre significante y significado poéti­cos es muy extenso, y cada uno de los temas exigiría un tajo es­pecial. Ocurre además que el tratamiento estilístico de algunos de estos temas se muestra fértil con determinados autores, literaturas nacionales o épocas, pero poco fértil y a veces casi totalmente infe­cundo cuando faltan estas condiciones.

 

NECESIDAD DE UNA INTUICIÓN PREVIA, LA ODA DE FRAY LUIS

En el poema más sencillo, el número de interrelaciones (cruce de relaciones verticales y horizontales) que se establecen entre los distintos elementos es fantásticamente grande: de estas relaciones, unas son muy expresivas, otras lo son escasamente. Hay por todo el mundo gentes de buena fe que se ponen delante del poema y aspiran a estudiar todos sus elementos, y a esto llaman estudio estilístico.

Por ese camino no se va a ninguna parte, y el método, que quiere ser científico, se hace a sí mismo imposible: el número de los elementos que habría que estudiar imposibilita el estudio. No hay solución, sino la de una selección previa. Ni hay otro modo de elegir que el de la intuición. He aquí por qué hemos afirmado que el método hacia el conocimiento científico de una obra ne­cesita como escalón indispensable la intuición previa de la misma. La indagación científica de todos los elementos que constituyen la obra literaria es imposible, porque ésta es un complejo de com­plejos. La intuición es lo único que puede revelar previamente cuál ha de ser ante una obra determinada la dirección más fértil del ataque. Correspondiendo al carácter único de cada ejemplar lite­rario, la dirección e intención de nuestro estudio y los elementos sobre los que una investigación estilística pueda ser más fecunda son diferentes en cada poema.

Claro está que al actuar sobre Garcilaso y Góngora ese filtro selectivo operaba mientras trabajábamos. Consideramos entonces un haz de numerosos elementos significativos, pero otros muchos elementos del significante no pasaron a nuestro análisis porque (como ya dijimos) un filtro selectivo nos los eliminaba. De todos modos, nuestra técnica se basó en esos casos en manejar una gran cantidad de elementos y en mostrar algo de la maraña de sus in­terdependencias.

Pero, otras veces, el filtro selectivo sólo deja pasar para some­terlo al análisis uno de los elementos del significante. Mejor dicho, nos adelanta o avanza como especialmente expresivo un particular elemento. Esto es lo que nos ha ocurrido al tratar de la forma en Fray Luis de León y en San Juan de la Cruz. Bien comprende­mos que un análisis parecido al llevado a cabo para Garcilaso y Góngora hubiera rendido, aplicado a estos autores, menos fruto.

Hemos sentido intuitivamente, como tantos otros lectores, el encanto formal de la oda de Fray Luis. Y hemos tratado de in­vestigar sus leyes. Como conocíamos de antemano la relación de la oda de Fray Luis con la de Horacio, hemos escogido para nuestro análisis dos evidentes imitaciones del poeta latino. Inme­diatamente hemos visto entre las múltiples unidades de orden dis­tinto que forman el significante, el especial relieve que tiene la estrófica. Y nos hemos dedicado a la indagación de las relaciones interestróficas. Hemos visto con asombro el constante cambio de dirección y de temperatura afectiva que representa el paso de una estrofa a otra en Fray Luis. ¡Con qué exquisito cuidado, un golpe del timón cambia la dirección de la bordada! No se trata de una técnica tan sólo intuitiva. No: el poeta ha tenido un de­liberado propósito y lo ha seguido infatigablemente. Es evidente también que ha tenido modelos delante de los ojos, y que en cierto modo los ha superado.

El poeta omite constantemente cualquier vínculo interestrófico que pueda ser discursivo; pero el poema, a pesar de tanta quiebra, tiene su ley cohesiva, que la fantasía aprehende así con más avidez. En fin, todas esas estrofas, vistas a distancia, se nos ordenaban en series ascendente-descendentes. Se nos comprueba así, en esa es­tructura climático-anticlimática, el horacianismo del poeta, que ha­bíamos estudiado ya en otra parte. (A los finales descendentes en Medrano y en Manuel Machado hemos dedicado estudios espe­ciales fuera de este curso.)

No nos detendremos en señalar cómo también la indagación en el caso de San Juan de la Cruz la hemos hecho (siguiendo el método empleado ya en un libro anterior nuestro) operando sobre las relaciones de verbo, sustantivo y adjetivo en la economía del sistema de su habla. Henos aquí llevados a un campo estilístico no tocado aún en los análisis anteriores: el estilo de San Juan de la Cruz se caracteriza por unas alternancias de sequedad y exuberante vegetación; tales alternancias parecen estar en relación con los pasos de la vía purgativa a la iluminativa y la unitiva.

 

ESTILÍSTICA DE LA FORMA INTERIOR

Hemos dicho por varias partes de este libro que, aunque toda estilística literaria estudia el signo o forma literaria, la mayor parte de las veces lo intenta en la dirección desde el significante hacia el significado (de la forma exterior hacia la forma interior). Así también, seguramente, la mayoría de las veces en el presente libro (por ejemplo, en Garcilaso, en Góngora, en la primera parte de nuestro estudio sobre Fray Luis). Son muchas, sin embargo, las ocasiones en que nos hemos movido en sentido contrario.

También hemos explicado que la causa de esa preferencia por la forma exterior no es otra sino el hecho de que el significante se nos presenta concreto y material (aunque muy complejo) —medi­ble y registrable por tanto—, mientras que el significado o forma interior (verdadero objetivo, aún imposible, de la Estilística) no es cognoscible directamente sino por apoderamiento intuitivo. Y ahí reside el problema.

En la búsqueda de un conocimiento científico del significado, sustituimos la imagen inasequible de la forma interior del poema, por una serie de estados anteriores en el artista. Entre el cero (va­cío creativo) y la realidad de la obra de arte —decíamos— supone­mos una serie progresiva de estados, polarizados todos hacia la forma interior. Ésta no es sino el último miembro de esa serie, el miembro que ya, engarza o ajusta en la forma exterior o signi­ficante, el miembro que se fija gracias al significante. En todo intento de explicar científicamente un significado (que ya conoce­mos, no se olvide, por procedimiento intuitivo) lo primero que se nos ocurría era la indagación que parece más sencilla: a tra­vés del significante. Pero para un estudio verdaderamente in­terno del significado no vemos otro camino sino la persecución de esa serie de estados sucesivos, el progresivo moldeamiento ha­cia la forma interior, hasta ver cómo ésta va a ajustarse en el sig­nificante, que —no se olvide tampoco― tenemos en nuestra mano. Para esa persecución hay que partir de datos a veces muy alejados: entran aquí los que poseamos acerca de la personalidad del crea­dor, de su educación científica, de su educación literaria, de su vivir, de sus reacciones psicológicas frente al ambiente, etc. Pero, entiéndase bien, un estudio de la vida de determinado autor, o de su pensamiento, o de su educación literaria, sólo será estilístico cuando se proponga como objeto el determinar cómo han ido a fraguar esos elementos en el significado de la obra. Considerar a San Juan de la Cruz dentro de la gran corriente de la literatura a lo divino, no es un quehacer estilístico; empieza a serlo cuan­do vemos que, precisamente por esa intencionalidad a lo divino, el moldeamiento interior de un poema (el Pastorcico) determina la rotura de la forma exterior del modelo.

En este libro hemos considerado siempre el significante como un complejo de elementos conceptuales, afectivos, sinestéticos (y en general imaginativos), etc. Y hemos dicho que la misma comple­jidad existe en el significado.

Esa misma complejidad la proyectaremos en la búsqueda de la forma interior. Sería un error reducirla a un moldeamiento de elementos conceptuales (aunque éste fue principalmente nuestro objetivo al tratar de la Oda a Salinas). Habrá que penetrar en la maraña de los elementos afectivos, volitivos, en toda la red de reacciones del autor frente al pasado o a lo contemporáneo, frente a las cosas y los hombres; frente a las obras de arte y de litera­tura…: buscaremos ahí los elementos que habrán dejado su hue­lla en la forma interior, y a través de ella en el significante. Den­tro de poco veremos cómo en un momento de su vida muestra Lope una afición a la poesía filosófica; no sólo de contenido filo­sófico (pues eso le había ocurrido muchas veces), sino de enun­ciación cerradamente filosófica. Lo interpretamos como una reac­ción frente al gongorismo triunfante. En cuanto al espiritualismo de esas composiciones, vemos dos determinantes: recientes lectu­ras de Pico della Mirandola y Marsilio Ficino, de una parte, y de otra, un ingenuamente hipócrita deseo de cohonestar la creciente pasión por doña Marta. He aquí la forma interior predetermina­da por la anécdota biográfica. De un lado, elementos conceptua­les, de otro profundas y quizá no conscientes querencias han de­terminado los estados inmediatamente anteriores a la plasmación: un paso más, y entreveríamos, del lado interno, la plasmación mis­ma. Estamos junto al misterio y junto al límite último de nuestras investigaciones cuando vemos lo biográfico cargar de emoción el verso de Garcilaso siempre que se trata de doña Isabel.

A lo largo de este libro hemos hablado constantemente de dos perspectivas, la que parte de la forma exterior y la que arranca de la interior. Teóricamente se trata, pues, de dos métodos, de dos direcciones contrarias. Es preciso Observar que en la práctica es­tamos pasando constantemente del uno al otro sentido (así en nues­tro estudio de San Juan de la Cruz y en los que siguen sobre Lope de Vega y Quevedo), aunque en el conjunto de cada investigación predomine una de las dos direcciones.

En ningún punto necesita la Estilística un mayor fomento que en esta perspectiva desde la forma interior. En los trabajos desde el significante algunas vislumbres tenemos de lo que se puede ha­cer (aunque se esté aún muy lejos de una rigurosa y conjunta sis­tematización científica). Pero apenas si hay intentos de perseguir el significado desde una perspectiva interior. Para ello, el investiga­dor literario deberá doblarse de psicólogo: habrá que clasificar y estudiar todos los elementos nutricios del espíritu del poeta, toda circunstancia que haya podido determinar en él una reacción, todas las actitudes por él adoptadas. Pero no bastará, por ejemplo, des­cubrir la polaridad armonía-desarmonía en Fray Luis: esa ley será un principio básico en toda indagación estilística de sus odas, pero será necesario perseguirla en su moldearse hacia forma inte­rior de un poema determinado. Que aparezca —deus ex machina—un sistema de pensamiento, cuerda conductora fidelísima (como en la Oda a Salinas) y que le veamos, ante nuestros ojos, plasmar en un significante climático-anticlimático, no es nada frecuente.

Nunca tendré más miedo que al aconsejar estos trabajos desde el punto de vista de la forma interior. Hay el peligro de que nues­tras palabras puedan ser un pretexto para la presuntuosa y pere­zosa charlatanería, para todo género de vaguedades, aparentemen­te tanto más elevadas cuanto menos ligazones tienen con nada es­tricto.

Es el vínculo, exacto, riguroso, cruelmente concreto, entre sig­nificante y significado —el signo, es decir, la forma literaria, la obra— el objeto único de la Estilística. No será Estilística nada que a ese punto, perfectamente delimitado, no lleve. Si de un lado hay trabajos que se llaman estilísticos y son simple recuento

 

de ele­mentos (muchas veces inexpresivos), se han publicado y se pu­blicarán otros, también rotulados como estilísticos, que no pasan de ser divagaciones sin relación directa con el objeto único de la Estilística: la obra literaria, que está ahí, la pobre, esperando que alguien la estudie, la entienda, se pregunte cómo es. Sólo más tarde nos preguntaríamos “por qué es”.

La Estilística o Ciencia de la Literatura será el único escalón posible para una verdadera Filosofía de la Literatura.

 

 

 

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