Alejandra Hidalgo, Maestra en Literatura Mexicana por la BUAP, nos ofrece la primera parte de una relevante aproximación a la poesía novohispana en una de sus líneas temáticas menos frecuentadas. Este estudio concluirá el viernes 26 de diciembre.
El amor venal en las Décimas a las prostitutas de México: evidencia de una realidad novohispana que pretendía ocultarse.
Analizaremos las Décimas a las prostitutas de México abordando, en primer lugar, el contexto social, económico y político del siglo XVIII, haciendo énfasis en lo referente a la vida de las mujeres y las causas que orillaban a algunas a hacer de la prostitución su modo de vida. Revisaremos el discurso de la Iglesia y del Estado en lo que concerniente a la prostitución y explicaremos algunas características de las prostitutas en la Nueva España dieciochesca. Después de un recorrido por el contexto en que se escribieron las décimas y la problemática de la prostitución novohispana, nos internamos en el análisis de las décimas preguntándonos por qué fueron presentadas ante la Inquisición, qué peligro podían representar si se trataba de un cuadernillo con un propósito moralizante, o sería acaso que su propósito no era completamente moralizante. En este sentido, subrayamos como punto de primordial importancia, la utilización de la décima en el cuadernillo. Estamos ante una estrofa de fácil memorización, con gran importancia en una sociedad que por ser en su mayoría analfabeta, privilegiaba la oralidad. La prostitución, por su parte, siempre tuvo una posición ambigua pues era rechazada en los discursos de la Iglesia y el Estado, sin embargo, también era aceptada como mal necesario en la Nueva España. En este contexto, un cuadernillo como el de las Décimas a las prostitutas de México constituía una evidencia escrita de la realidad que, si bien era tolerada, debía permanecer -como afirma Marcela Suárez- “en el más vergonzoso silencio” (Suárez Escobar 157).
1. El expediente
El texto que estudiaremos en este capítulo es un cuadernillo que en su momento debió constar de cien décimas -en la actualidad se conservan sólo noventa y tres- cuyo eje rector son las prostitutas de la ciudad de México. Se encuentra en el Archivo General de la Nación dentro del ramo Inquisición, ubicado en el volumen 548, dentro del expediente 6. Consta de los folios 542r-555r, sin embargo entre los folios 544v y 545r falta uno que contenía las décimas 21 a 28. No tiene una portada propia, está intercalado en la parte central de un legajo en cuya portada se lee: Santo Oficio de la Inquisición de México año de 1707. Papeles denunciados en este Santo Oficio tocantes al Señor Arzobispo de esta ciudad. Su autor Joseph de Baldés, Secretario Real, Vecino de esta ciudad.
Antes de comenzar es necesario revisar el contenido del expediente. El legajo contiene el proceso completo seguido a José de Valdés autor de unos textos literarios contra la Real ejecutoria y el Arzobispo de la ciudad de México. En el expediente se encuentran: dos romances, dos sonetos y quince décimas; copia de la denuncia, orden a los calificadores para que den su parecer sobre las obras denunciadas, el dictamen de los calificadores en el cual se censuran las obras de José de Valdés. E inmediatamente después de la censura, se insertó el cuadernillo con las décimas a las prostitutas de la ciudad de México, éste contiene una carta del autor a un amigo que le pidió la obra, una nota al lector, un proemio, 93 décimas sobre las prostitutas y concluye con un soneto y un romance. Continúa después el expediente contra José de Valdés con la corroboración del inquisidor fiscal acerca del dictamen de los calificadores, el mandato para recoger los papeles que circulen de sus obras y la orden para publicar el edicto correspondiente. Se adjuntan además diversas cartas alusivas a las lecturas del edicto. Aparece la denuncia espontánea que José de Valdés hace de sí mismo ante el Tribunal de la Inquisición. Y denuncias de diferentes testigos quienes después de las lecturas del edicto acusan a José de Valdés como autor de dichos textos censurados. Se presentan más papeles con décimas y sonetos. Y termina el expediente con la sentencia del inquisidor a José de Valdés.
No tenemos ningún elemento para deducir que el cuadernillo con las décimas a las prostitutas forma parte del proceso contra José de Valdés. No encontramos una sola línea en todo el expediente en que se haga alusión a las décimas sobre las prostitutas, ni alusión alguna en el cuadernillo de las décimas acerca de José de Valdés, el arzobispo o a la Real ejecutoria. Por otro lado, el papel y el tamaño de las décimas sobre las prostitutas -que mide aproximadamente 28 x 9.5 cm.- son diferentes al resto del expediente. Además el cuadernillo de décimas comienza dando datos precisos sobre su autor: Juan Fernández, el lugar y la fecha: San Miguel, enero dos de ochenta y dos.
Podemos deducir, partiendo de los indicios antes expuestos, que aunque estos papeles se encuentran en el mismo expediente se trata de asuntos independientes uno del otro, con autores y fechas distintos. El hecho de que estos papeles se encuentren intercalados en el mismo expediente nos hace suponer algunas consideraciones: la primera es que si este cuadernillo llegó a manos de la Inquisición, pudo deberse a un traspapelamiento ya que el asunto de la prostitución no era concerniente a los delitos que perseguía el Tribunal. Los procesos sobre prostitución, como explicaremos más adelante, eran atendidos por la Justicia Eclesiástica Ordinaria. Podría tratarse de un cuadernillo traspapelado y por ello se presenta solo, sin una portada, ni denuncia, interrogatorio o seguimiento a lo que pudo ser un proceso inquisitorial; un cuadernillo que quedó olvidado dentro del expediente contra José de Valdés. También pudo tratarse de una confusión posterior, dada al momento de coser los volúmenes para archivarlos. En tal caso, su proceso inquisitorial -si lo tuvo- pudo perderse o quedar en otro volumen. Un hecho irrefutable es que el cuadernillo no tiene ningún punto de conexión con el proceso seguido a José de Valdés aunque físicamente compartan el mismo expediente en el Archivo General de la Nación.
Centraremos nuestra atención en las décimas sobre las prostitutas de la ciudad de México. Pero antes de entrar de lleno en su estructura y temática, preguntémonos qué papel desempeñaba la prostitución en la sociedad novohispana, quiénes ejercían esta actividad, por qué y cuál era la actitud de las instituciones de control social y de la sociedad en general ante la realidad de la prostitución. Las respuestas a estas cuestiones serán medulares en este caso, ya que si el poemario estaba en manos de la Inquisición -se hubiese o no llevado un proceso en su contra- debió ser por la denuncia y presentación del cuadernillo que alguien puso ante el Tribunal.
2. Un cuadernillo para prevenir a los jóvenes del engaño de las mujeres
El cuadernillo inicia con tres partes importantes que sirven como introducción y presentación del objetivo de la obra. Una especie de dedicatoria en forma de carta al amigo que solicitó su realización es la que sirve como inicio al poemario, en esta décima se proporcionan datos importantes como el autor y fecha de la obra:
Carta del autor a un amigo que le pidió esta obra
Amigo querido: va
por la instrucción que me diste,
la obrita que me pediste,
que quiso te cuadrara.
Si acaso a tu gusto está,
mis contentos serán grandes:
Estoy para que me mandes,
conserve tu vida Dios.
San Miguel y enero dos
de ochenta y dos: Juan Fernández.
Continúa dirigiéndose al posible lector de su obra,
Al Lector
A quien esta obrita vea,
humilde el Poeta le encarga,
que el fin a lo menos lea,
pues si al principio es amarga,
al fin puede que no sea.
Antes de dar inicio a la obra el autor inserta un proemio en el cual expone claramente el objetivo por el cual escribe las décimas y explica a quiénes están dirigidas:
Proemio
Mocitos cuya entereza
es sólo aparente y vana,
escuchad de buena gana,
lo que os digo e interesa.
Contemplad que en esta pieza
doy útiles desengaños
para que excuséis los daños
que incautamente sufrís
sólo porque no advertís
de las hembras los engaños (Las negritas son nuestras; en todos los casos se utilizan para dar énfasis a algunas partes de las décimas).
Con este último texto introductorio queda claro que el cuadernillo estaba dirigido a los jóvenes que sufrían “engaños de las mujeres”. Pero ¿a qué jóvenes y engaños se refiere? Antes de intentar responder estas cuestiones, recordemos que en el capítulo anterior se esbozó el discurso de la Iglesia en torno a la mujer y el rol de ésta en la sociedad colonial, ahondaremos enseguida estas cuestiones.
2.1 La mujer en el discurso eclesiástico
La mujer es uno de los principales peligros a los que se enfrenta el hombre según el discurso eclesiástico. El sexo femenino se relaciona con el placer carnal, la sensualidad, sexualidad y debilidad, elementos de los que el hombre debe huir para estar en comunión con la divinidad. Por ello, según el discurso eclesiástico, la mujer debe permanecer bajo tutela del sexo masculino. La mujer es considerada débil y por lo mismo fácilmente influenciable por el demonio, pero en su debilidad puede arrastrar consigo al hombre. Bajo estos argumentos surgió un discurso para prevenir al hombre de las consecuencias de dejarse arrastrar por el placer venéreo. Este discurso coloca a la mujer como el principal conductor hacia este placer.
Marcela Suárez Escobar aclara que la condena del placer carnal tuvo su germen antes del cristianismo, posiblemente sus orígenes se encuentran en ritos primitivos (Suárez Escobar 81-97). En Grecia y Roma ya existía la regulación de la sexualidad. Dentro del cristianismo, Jesucristo oponiéndose a leyes judaicas fungió como defensor y amigo de prostitutas pero condenó el lenocinio. San Pablo reprobó a la sexualidad por ser fuente de pecado. Los padres de la Iglesia formularon los preceptos que en el siglo XII consolidaron el discurso cristiano y su organización jurídica. El discurso de la Iglesia se fundamentó en la teología de Tomás de Aquino, y a raíz de la Reforma, la Iglesia respondió con la Contrarreforma, cuyos fundamentos quedaron asentados en el Concilio de Trento (1545-1563), con el cual se incrementó la vigilancia de los comportamientos sexuales entre los católicos.
En esta vigilancia fue imprescindible la atención y restricciones puestas a las mujeres, por ello vale la pena revisar algunas ideas que la Iglesia ha sostenido acerca de las mujeres, Marcela Suárez afirma:
a la mujer se le teme y ese temor tiene raíces eróticas y sexuales, por ello se le vincula fácilmente a lo extraño y así a la magia, a la oscuridad y a las tinieblas. “El extraño misterio” femenino generó una rápida unión con la impureza, los flujos, el parto, la sangre y la sexualidad, y se asociaron con la mancha y con la necesidad de purificación (32).
Al ser, la mujer, ese ser desconocido e incomprendido para el hombre, se le teme. Entonces, surge la necesidad de controlar, acotar o restringir aquello que por desconocido puede ocasionar conflictos.
Osvaldo Tangir asegura que “fue a partir del feudalismo cuando el poder reinante se esforzó por hacer aún más visible lo que consideraba la naturaleza pecadora de la mujer. Comenzó a acusársela en público de sostener pactos con el diablo y de obrar contra la Iglesia”, así surgió la idea de la bruja, que “no era otra cosa que una mujer que intentaba romper el rústico corsé que las normas sociales le habían impuesto. Encarnaba en cierto sentido un espíritu de revuelta y subversión contra lo establecido tanto por el Estado como por la religión” (Tangir 25).
Tangir retoma la idea que exponen los autores del Malleus maleficarum, para ellos la mujer desde que nace es portadora de la sensualidad y el pecado,
afirmación que se basa en las primeras páginas de la Biblia, cuando Eva seduce a Adán y lo incita a renegar del mandato divino, lo cual puede ser el origen del manifiesto antifeminismo clerical. En tren de conjeturas, podemos suponer que esto esconde el miedo neurótico ante la atracción del otro sexo, que traslada la propia excitabilidad sensible al objeto y por eso lo combate. A partir de ese instante, un instante que se hace constante y perenne en la historia del cristianismo, las mujeres están bajo castigo por causa de pecado, sometidas a la voluntad masculina y siempre sospechadas y temidas por ser potencial fuente de una seducción que conduce sin meandros ni dudas al terreno tenebroso del Mal (30).
En el discurso eclesiástico se asentó el argumento de que todo lo relacionado con la mujer tenía una irremediable conexión con lo pecaminoso e impuro. La mujer, la sensualidad y la sexualidad quedaron reducidas al ámbito del pecado. Por estas razones, la Iglesia impuso un discurso para
justificar y promover el celibato, ligando a la mujer con la suciedad y lo impuro; así, uno de los chivos expiatorios, agente de Satán y culpable de los males del hombre, fue y es la mujer. En el transcurso de los tiempos el discurso antifeminista poco había variado designando a la mujer como agente diabólico peligroso por su cuerpo y encantos, acciones, lenguaje y sexualidad, pero a partir del siglo XIII ese discurso incrementaría su difusión quizá también como promoción a la castidad (Suárez Escobar 92).
La Inquisición cumplió un papel importante para vigilar -y en su caso castigar- que en la práctica se cumpliera con el discurso y los preceptos que la Iglesia difundía. Dice Tangir:
No debemos olvidar que, según la mirada oficial de la Iglesia y de los teólogos que abonaban su corpus teórico, el mayor pecado, ése que desataba la ira de Dios, era el de practicar el sexo, un impulso condenable por ser la manifestación de esas fuerzas ocultas que aun en la actualidad «se asocian con el estereotipo de la mujer seductora»” (Tangir 27).
Estas ideas del discurso eclesiástico se trasladan a la Nueva España. La Iglesia difundió, en la sociedad colonial, un discurso en el cual reconocía a las mujeres dentro de dos vertientes: la primera, desarrollada en el capítulo anterior, era la mujer que debía supeditarse a la autoridad del hombre, era vista como perpetua menor de edad y tenía dos opciones de vida: el matrimonio o el convento. Para promover el prototipo de este tipo de mujer se desarrolló el discurso del honor, la pureza y se puso énfasis particular en el discurso mariano. La Virgen María, dentro de la Iglesia católica, es quien frente a la figura de Eva reivindica la imagen femenina, quedando siempre enmarcada dentro de ciertos comportamientos: la virginidad, la castidad, la pasividad, la obediencia, la fidelidad, la redención por ser madre.
El otro tipo de mujer es la que transgrede los comportamientos pregonados por la Iglesia; se trata de la mujer descarriada, la que no toma las opciones de vida consideradas dignas. O aquélla que si bien ha elegido el matrimonio, sus acciones la apartan del comportamiento esperado de la mujer casada. En esta clasificación de mujeres entran las prostitutas, las adúlteras, las polígamas, las brujas o hechiceras, las alcahuetas. Contra ellas -las mujeres que no se someten al control preestablecido- se dirige todo el discurso antifeminista de la Iglesia católica, expuesto anteriormente. Este discurso las ligará con lo carnal, lo profano, el pecado, en una palabra, con el demonio.
Volvamos a nuestras décimas. Su autor, al hablar del cuidado que deben tener los jóvenes frente a los engaños de las mujeres se refiere a aquéllas que entran en la segunda vertiente del discurso eclesiástico, específicamente, a las prostitutas. Los engaños, por tanto, son aquéllos relacionados con el placer y la carne a los que alude el discurso eclesiástico. Antes de cuestionarnos sobre la vida de las prostitutas, veamos de manera general la condición femenina en el siglo XVIII para entender el contexto económico-social en que se desenvolvían las mujeres en el siglo de las luces.
2.2 La mujer novohispana en el siglo XVIII
La condición de la mujer en la época novohispana ha sido estudiada por diversos académicos que han profundizado sus investigaciones con infinidad de matices y particularidades sobre la vida de las mujeres durante la Colonia. Al hablar de mujeres no podemos dejar de hacer distinciones vitales acerca de las condicionantes económicas y sociales en que estaban inmersas.
Para explicar la composición poblacional de la Nueva España, tomaremos algunos datos que Silvia Arrom proporciona sobre cuestiones demográficas (Arrom). Afirma que “un boom demográfico sin precedentes en el siglo XVIII fue la clave de la rápida urbanización de la ciudad de México” (18), indica que el aumento de la población se dio en gran medida debido a la cantidad de migrantes tanto pobres como distinguidos que llegaron “atraídos por la vida urbana.” Y agrega: “Sus 137 mil habitantes en 1803 la convertían en la mayor ciudad del hemisferio occidental y la quinta más poblada de Occidente” (19-20). Sin embargo, este gran aumento en la población trajo sus consecuentes problemas y para darnos una idea de ellos, retoma las palabras de Alejandro de Humboldt (1803) al tratar de los pobres en la ciudad de México:
…habla de esos desempleados como la “hez del pueblo” y dice que eran “entre veinte o treinta mil miserables”; para mediados del siglo, los observadores estimaban que constituían un cuarto de la población. En los años más prósperos de la capital, pues, por lo menos una quinta parte de sus habitantes vivía en abyecta miseria y sin trabajo, mientras que muchos libraban una batalla constante para ganarse el pan de cada día (21).
En este contexto social y económico se realizó el recuento de 1790 en la ciudad de México que arrojó resultados de una población predominantemente femenina, que constituía el 57% de los habitantes de la capital (29). Otro dato del censo de 1811 sugiere que para esa fecha había “alrededor de 52 500 mujeres no casadas, es decir, solteras o viudas, lo que representa alrededor de un tercio de la población total” (138). La autora proporciona otros datos interesantes en cuanto a los porcentajes de matrimonios con dote. Desgraciadamente no obtuvo los datos de la ciudad de México en las fechas que interesarían a nuestro contexto 1726-1790, pero proporciona los datos de las ciudades de Guadalajara y Puebla en que el porcentaje de matrimonios con dote es de 51.7% y 62.3% respectivamente (179), es decir, si efectivamente no todos los matrimonios se realizaban con la entrega de dote es verdad que para esas fechas se conservaba ese requisito en más de la mitad de los casos.
Por otro lado, afirma que según la clase social había dos tendencias en cuanto al matrimonio; por un lado, la posición de los hombres españoles que retrasaban el matrimonio debido sobre todo al “deseo de evitar la dispersión del patrimonio” (177), en contraposición con los miembros de las clases bajas, quienes al no tener un patrimonio que se pudiera dispersar no tenían ese temor para procrear herederos, al respecto agrega Arrom:
es posible que para las clases bajas los hijos representaran un apoyo para la enfermedad y la vejez… Por lo tanto, la elevada proporción de matrimonios y uniones consensuales entre indios y castas, así como la edad relativamente baja de los hombres al casarse, podría ser reflejo de la pobreza de esos grupos (179).
Arrom invalida las posiciones tradicionales repetidas en la Historia, que muestran a las mujeres como súbditas o esclavas de un sistema patriarcal ya que -afirma- siempre existieron claroscuros y matices dentro de la sociedad. Al respecto dice: “la situación legal de las mujeres no era tan sombría como ha sido presentada a veces, tampoco era tan rosada como insinúan quienes sostienen que la protección acordada al “sexo delicado” compensaba las restricciones a sus actividades” (100-101). Y para profundizar en esta explicación dedica un amplio capítulo a analizar la situación legal de las mujeres. En éste establece una clara diferencia entre las leyes que se aplicaban a las mujeres casadas y las que se aplicaban a las solteras o viudas sin dejar fuera que, además, “la ley distinguía entre mujeres “decentes”, ya fuesen vírgenes solteras u “honestas” esposas o viudas, y mujeres “sueltas”, como las prostitutas, que ante la ley perdían buena parte de su protección” (72).
Si establecemos distinciones entre mujeres es posible hablar de la tendencia a la libertad que cierto porcentaje del género comenzaba a adquirir desde finales del siglo XVIII:
“Las viudas, que ya podían gobernarse a sí mismas con plena libertad bajo la ley colonial, recibían autoridad para gobernar a sus hijos. Las mujeres adultas solteras, algunas de las cuales ya eran independientes si se habían emancipado, eran liberadas en todos los casos de la patria potestad. Pero las esposas, que junto con las hijas eran las mujeres más restringidas por la ley colonial, quedaban aproximadamente en la misma situación” (118).
Otro punto de gran importancia para el contexto económico-social es la cuestión laboral en el mundo femenino. Durante casi todo el período virreinal la mujer no formó parte importante de la fuerza de trabajo fuera de los trabajos domésticos. Con el surgimiento de las ideas ilustradas de los borbones y el desarrollo que requería la economía española “la corona eliminó las restricciones gremiales contra las mujeres en 1784”, sin embargo, en la Nueva España esta disposición entró en vigor hasta que por orden del virrey Miguel Joseph de Azanza se expidió el
decreto del 12 de enero de 1799 [que] autorizó a las mujeres “ocuparse en cualesquiera labores o manufacturas compatibles con su decoro y fuerza… Con el fin de asegurar el éxito de las mujeres en tales empresas, el decreto estipulaba además que “con ningún pretexto se permitiese que por los Gremios ni otras cualesquier personas se impidiese la enseñanza a mugeres y niñas de todas aquellas labores que les son propias de su sexo, ni que vendan por sí o de su cuenta libremente sus manufacturas” (42-43).
Antes de esta fecha el aporte laboral de la mujer era reducido, para darnos una idea retomemos datos aportados por Silvia Arrom sobre el censo que en 1753 realizó Vázquez Valle: la tasa de empleo en mujeres mayores de 18 años era de 27%, “las mujeres indias tenían casi cuatro veces más probabilidades de trabajar que las de ascendencia española” y en una nota aporta datos más precisos: ese 27% de mujeres trabajadoras se dividían en los porcentajes siguientes según las razas: “el 54% de las mujeres indias, el 44% de las mestizas, el 21% de las pertenecientes a las castas, el 14% de las españolas, el 60% de las mulatas y todas las esclavas declararon ocupación.” (199-200). Además, según Arrom, la situación laboral de las mujeres tenía condicionantes sociales muy particulares:
La mayoría de las mujeres trabajadoras identificadas eran de clase baja. Porque no trabajar era un signo de estatus para las mujeres mexicanas. Coser para la propia familia era admirable, pero “coser ajeno” era degradante… el empleo diferenciaba claramente a las mujeres de distintos grupos sociales, aunque para los hombres era casi universal (197).
Es por esto que el número de mujeres españolas trabajadoras era tan bajo. Aún después del decreto de 1799, en el censo de 1811 (197-199), las cifras del número de mujeres trabajadoras fue muy parecido al de 1753. El cambio más significativo es que “para 1811 el trabajo de las mujeres está más diversificado. En 1753, un buen 88 por ciento del total de mujeres identificadas como trabajadoras cae en sólo dos categorías ocupacionales: servidoras domésticas (77 por ciento) y costureras (11 por ciento)” (200). Es decir, a pesar del decreto de 1799, el campo laboral de las mujeres no varió en gran medida, seguían con los trabajos “propios de su sexo” y como señala Arrom, quedaban excluidas de las carreras más prometedoras en el medio novohispano: el sacerdocio, el ejército y la burocracia gubernamental (202-203).
El empleo permitía a las mujeres sobrellevar las penurias diarias; sin embargo, una mujer trabajadora obtenía el estigma del rechazo y descenso en el estatus social. La mujer que no trabajaba y por el contrario podía pagar empleadas era mejor vista que la mujer que debía trabajar para obtener su sustento.
Por tanto, reconocemos que la condición femenina en el siglo XVIII en la capital de la Nueva España es compleja, recordemos que se dio un aumento demográfico en la ciudad como consecuencia de la migración; si sumamos a esto las malas condiciones económicas del virreinato entendemos el aumento del índice de pobreza en la ciudad. Con los datos aportados, concluimos que las mujeres constituían más del 50% de la población de la ciudad de México, por ello sostenemos que un buen porcentaje de la población que vivía en la miseria, lo constituían las mujeres. Las mujeres dependían de los hombres para su manutención, no olvidemos que el porcentaje de las mujeres trabajadoras era de sólo 27%. Situación que era más grave para las mujeres españolas, ya que las cifras revelan que las mujeres indias y de las castas, trabajaban y se casaban en mayor proporción que las españolas. Las españolas, se enfrentaban a la necesidad de una dote para ingresar a la vida religiosa o para casarse, además los hombres españoles no se casaban o retrasaban el matrimonio debido a los problemas económicos; y a esta situación se aumentó la carga negativa que adquiría una mujer trabajadora. Por tanto, la situación de las mujeres españolas en la Nueva España era complicada.
En este contexto, según la afirmación de Ana María Atondo, la sociedad novohispana otorgaba un grado de legitimidad y asimilación a la prostitución como trabajo lícito de la mujer para obtener su sustento. Atondo afirma que la pobreza fue el factor principal que arrojó a las mujeres a la prostitución.
En este punto conviene recordar las dos categorías de mujer que establecía la Iglesia: la mujer ideal que seguía los patrones establecidos por el discurso eclesiástico y la mujer transgresora de ese mismo discurso. Recordamos esta división tajante para contextualizar nuestro propósito de estudio: la mujer prostituta que constituye sólo una variante de mujer transgresora, entre las muchas que hubo.
En realidad, la prostituta o mujer de la mala vida no era aquélla incapaz de contener sus apetitos sexuales; no se trataba de esa mujer estigmatizada por la Iglesia que era incapaz de controlar su naturaleza pecadora y que arrastraba consigo a los hombres con quienes se relacionaba. Se trataba de mujeres que no pudieron acceder a ninguna de las opciones de vida digna que pregonaba la Iglesia y que para sobrevivir debían vender lo único que poseían: su cuerpo.
Tenemos una idea acerca de las condiciones que orillaban a las mujeres a dedicarse a la prostitución, pero hemos de preguntarnos quiénes eran, qué pasaba en la vida de estas mujeres, cuál era la realidad de una prostituta en el siglo XVIII y cuál era la posición de la Iglesia y el Estado ante su presencia. Ensayemos algunas respuestas a tales interrogantes…
3. La prostitución… ese mal necesario
La prostitución es considerada el oficio más antiguo del mundo. La vida novohispana estaba regida por los preceptos de dos instituciones: la regia y la eclesiástica. Demos un vistazo al discurso de ambas instituciones en lo concerniente a la prostitución.
3.1 Posición de la Iglesia
Para analizar la posición de la Iglesia respecto a la prostitución recordemos el antecedente que dimos sobre el discurso eclesiástico sobre la mujer. En la temática específica sobre esta actividad, Ana María Atondo nos recuerda que la Iglesia contaba con dos instituciones encargadas de impartir justicia: el Tribunal del Santo Oficio y las instituciones dependientes de la Justicia Eclesiástica Ordinaria (Atondo El amor venal 26-29). Ésta última se encargaba fundamentalmente del control de los delitos meramente sexuales y por lo mismo, los procesos relativos a la prostitución eran atraídos por ella. Ésta es una de las posibles explicaciones por la que no se encuentra dentro de los archivos inquisitoriales un proceso contra las Décimas a las prostitutas de México. Aunque se trata sólo de una posibilidad porque no podemos dejar de lado que la Inquisición sí atraía los casos de libros prohibidos sin importar su temática.
La Iglesia reconocía la existencia de la prostitución pero además, según afirma Atondo, encontraba su justificación al considerarla necesaria. San Agustín expuso que las prostitutas eran necesarias para contener y evitar la proliferación de la lascivia y de esta forma salvaguardar el honor de las “mujeres honestas”. Por su parte, Santo Tomás de Aquino, en la Suma Teológica retomó y reafirmó la idea de San Agustín y además consideró que la prostituta tenía el derecho de conservar el pago ya que era “la retribución justa a su trabajo” (26-28). Con esta visión teológica, la Iglesia reconoce a los dos tipos de mujeres antes expuestos: “la digna compañera del hombre y la mujer de la mala vida” (Atondo La prostitución femenina 30); para que existiera y se respetara a la primera, era imprescindible que existiera la otra.
Por un lado, la Iglesia reconocía a la prostitución como necesaria y por otro, se lanzaba en contra de los pecados públicos -Concilio de Trento y III Concilio Mexicano- (33-39); es decir, consideraba ciertos aspectos de la prostitución como delito, en especial lo referente a los lenones. Sin embargo, la relación de la prostituta con su cliente y viceversa era considerado desde el punto de vista del pecado.
Resumamos, con palabras de Atondo, la actitud de la Iglesia:
La prostitución era vista por la Iglesia como una conducta sexual desviante del modelo cristiano, pero era tolerada en la medida en que evitaba “males mayores”, siempre y cuando no se atentara de modo directo contra el matrimonio y no estuviera inmiscuida una tercera persona (Atondo Prostitutas 279).
Conozcamos ahora la posición de la Corona sobre la prostitución.
3.2 Posición del Estado
Desde los primeros tiempos de la conquista española hasta finales del siglo XVII la actitud de la Corona fue muy parecida a la de la Iglesia, reconocía y toleraba la prostitución. Las medidas públicas para regular esta actividad se dieron desde 1538 con la expedición de la Real Cédula para abrir la primera casa de mujeres públicas en México (Atondo El amor venal 38-40). La Corona, con sus disposiciones, intentó regular la actividad sexual que sus súbditos mantenían fuera de la institución matrimonial.
En 1572 y 1575 Felipe II reglamentó la existencia de las casas públicas. Al frente de cada una de ellas debían estar un responsable, un “padre” o una “madre” para vigilar la aplicación de la reglamentación y de las leyes emitidas por las autoridades al respecto… Para preservar el orden al interior de estas casas, no estaba permitida la entrada de hombres armados. Las muchachas reclutadas debían ser huérfanas o abandonadas por sus padres. Estaba prohibido aceptar muchachas vírgenes o menores de doce años, mujeres casadas o que tuvieran deudas de dinero. Los “padres” o “madres” no debían prestar dinero a las muchachas de la casa, a quienes por otra parte sólo se les permitía llevar los vestidos fijados por el reglamento. Además, no tenían derecho de llevar vestidos con cola ni zapatos de tacón alto, y en las iglesias no podían arrodillarse sobre cojines. Finalmente les estaba prohibido hacerse acompañar por lacayos (41-42).
Ese mismo año, 1572, se abrió en México la primera casa de recogimiento de mujeres, que servía de albergue para las mujeres que voluntariamente quisieran dejar la prostitución, en ella se les proporcionaban alimentos, lugar para vivir y el aprendizaje de algún oficio (ver Muriel). Afirma Atondo que estas dos acciones contradictorias de la Corona y la Iglesia muestran la actitud ambigua de estas instituciones ante la prostitución, mientras por un lado reglamentaban, aceptaban y toleraban la prostitución, por el lado contrario, mantenían un discurso contra los placeres carnales y luchaban por convencer a las mujeres de la mala vida a dejarla (Atondo El amor venal 50).
Ana María Atondo en su estudio El amor venal y la condición femenina en el México colonial reconoce diferencias entre la prostitución practicada durante los siglos XVI-XVII y el XVIII. Afirma que en los primeros siglos de la dominación española en Nueva España se reconoce un tipo de prostitución con rasgos domésticos, arraigada y practicada en el medio familiar. Los proxenetas tenían lazos estrechos con los clientes y generalmente las relaciones entre clientes y prostitutas eran de larga duración. Por parte del Estado había una actitud represiva contra lenones y alcahuetas y una especie de proteccionismo, por medio de los recogimientos, a las mujeres que quisieran dejar la prostitución. En el siglo XVIII la actitud proteccionista a las prostitutas cambia por una actitud represiva. Los lugares para practicar la actividad se diversificaron, ya no fue el ámbito doméstico: a partir de entonces se dio en tabernas, temascales y la calle. Los recogimientos que se conservaron en ese siglo cambiaron su función, ahora servían como lugares de reclusión y castigo. Los lazos de las mujeres con sus clientes quedaron rotos, se volvieron ocasionales y ellas solían trabajar solas. Afirma Atondo que en el siglo XVIII se introdujo la palabra prostitución, denominación que sirvió para designar la nueva realidad de la prostitución novohispana.
3.3 Prostitutas
Después de la contextualización social, económica, y del marco institucional en que se daba la prostitución, tenemos mayores luces sobre la mujer prostituta del siglo XVIII en la Nueva España. Es muy probable que la mayor parte de las mujeres dedicadas a esta actividad se inclinara a ella debido a la necesidad económica.
En el caso de las mujeres españolas pareciera que la prostitución era una solución muy socorrida. Si bien es cierto que la prostitución fue ejercida por mujeres de todas las condiciones sociales, las españolas eran más susceptibles a esta actividad. Mientras las mujeres indias y de las castas solían dedicarse al trabajo doméstico o a la venta de algunos productos, las españolas ejercían la prostitución como una de las primeras soluciones para su sobrevivencia pues el trabajo en la vida colonial además de restringido para ellas, era mal visto, le quitaba estatus a la mujer española.
Dentro del ejercicio de la prostitución se reconocen dos tipos de prostitutas en el siglo XVIII, la que laboraba en condiciones de máxima desprotección y ejercía su oficio en pulquerías, temascales y la calle. Sobre todo en la zona de la plaza mayor -entre los jacales que servían para la vendimia por las mañanas o incluso dentro del mismo palacio virreinal- ya que tenían como clientes a los elementos de la guardia virreinal. Y por otro lado, la mujer a la cual Atondo llama “cortesana”, la mujer de teatro que se caracterizaba por ejercer una prostitución refinada entre los hombres de la corte virreinal, la cual solía llevar una “vida escandalosa” y muy notoria, se trataba de “mujeres públicas” en dos sentidos: por su desempeño sobre los escenarios y por la venta de sus encantos. Esto les permitía, por un lado, tener a las autoridades de su parte y, por otro, lucir sus ganancias como mujeres de alta sociedad. Situación a la que por medio de las leyes se buscó poner obstáculos para impedir la confusión entre “mujeres decentes” y “cortesanas”. A una de estas cortesanas venida a menos, Juan Fernández, dedica una décima:
79ª. Georja, bailando y cantando,
al principio se mantuvo,
pero como poco tuvo;
pensó tener más puteando.
Y como empezó bailando,
aunque varió de esperanza,
y ahora más socorro alcanza,
no olvida cómo empezó,
se acuerda de que bailó,
no deja de hacer mudanza.
No podemos dejar de lado la información sobre los clientes que frecuentaban a las prostitutas, pues es lógico que en estas cuestiones al igual que en todo el comercio, se aplicara la ley de la oferta y la demanda. Entre los clientes asiduos, Atondo menciona a los burócratas de todos los niveles, los eclesiásticos y los soldados ya que había aumentado el número de tropas en la ciudad.
La prostitución fue tolerada en la Nueva España siempre y cuando se mantuviera dentro de un bajo perfil. Mientras la prostitución no se hiciera pública, mientras no hubiera nadie que la denunciara, podía seguir el ritmo que la sociedad le marcaba, se aceptaba mientras su estancia en la sociedad no fuera pública y notoria. Y es en este punto de hacerla pública que irrumpen las Décimas a las prostitutas de México; una cosa era que las prostitutas existieran como una realidad tangible en la sociedad pero otra muy distinta que se les nombrara con sus rasgos, características y señas particulares en un cuadernillo de poesía.
Con las ideas anteriores sobre las prostitutas y sus clientes en el siglo XVIII, entendemos el contexto en que Juan Fernández, en su obra, habla de los “Mocitos” a quienes dedica su obra, sabemos a qué hembras y sus engaños se refiere. Vayamos entonces, al estudio de las décimas.
Bibliografía
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