La comunión del método y el azar. Ensayo de Luis Eduardo García

Leemos un ensayo del poeta peruano Luis Eduardo García (Piura, 1963) sobre la comunión entre ciencia y literatura, sobre las conexiones entre ambos pensamientos. Nos recuerda, por ejemplo, que "La estética, para una artista como para un hombre de ciencia, de acuerdo con lo que proponía Einstein, reside en la simplicidad. Ese es el verdadero universo de la belleza". En 2022 publicó Lo que parece estable. Poesía reunida 1986-2021.

 

 

 

La comunión del método y el azar

 

Albert​​ Einstein, según propia​​ confesión,​​ partía siempre de la curiosidad y ​​​​ la ​​ imaginación para “ver” la verdad científica. Su pensamiento era básicamente visual. Es decir, usaba imágenes y experimentos mentales antes que el lenguaje verbal. Al parecer, detrás de una fórmula, él veía de inmediato su contenido físico, mientras que para los demás era solo una fórmula abstracta. Se podría decir que Einstein operaba como un artista.

El primer punto de comunión entre ciencia y literatura es la sencillez. Los grandes científicos, ya sea para elaborar sus fórmulas o para enunciar leyes científicas, buscan la simplicidad y la belleza. La famosa ecuación de Einstein sobre la energía y la materia contiene estas características. Se trata de una postura estética que tiene mucho en común con la literatura. Sin embargo, este minimalismo creativo es aparente: detrás hay una experiencia dura y mucho sudor producido.

La estética, para una artista como para un hombre de ciencia, de acuerdo con lo que proponía Einstein, reside en la simplicidad. Ese es el verdadero universo de la belleza. Además de la sencillez, hay autores, como Brian Greene (2018), que añaden la noción de elegancia. Para él, la teoría de las supercuerdas, además de sus asombrosas ideas sobre la naturaleza del espacio, el tiempo y la materia, presenta una combinación armoniosa entre la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica. Por armoniosa entiende​​ la perfecta​​ combinación de elementos y, por elegante, la bella manera de expresar las ideas o fórmulas matemáticas y físicas. ¿Algún parecido con el arte y la literatura?

El segundo punto de comunión es el procedimiento para llegar al final de una búsqueda (no digo verdad para ser coherente con la literatura, que no busca una verdad, sino más bien plantear más preguntas sobre ella). Walter Isaacson (2020) cuenta, en la biografía que escribió sobre Einstein, el encuentro del físico con el poeta Saint-John Perse, en Princeton. Einstein, curioso, le preguntó a boca de jarro al francés: “¿Cómo surge un poema?”. El poeta, dice su biógrafo, refirió a la importancia que para él tenían la intuición y la imaginación. Einstein no podía estar más complacido con esa respuesta. El autor de la teoría de la relatividad creía en lo mismo: que primero la imaginación lanzaba el impulso, luego la inteligencia analizaba y la experimentación confirmaba.

El tercer punto de contacto es el lenguaje. A primera vista, ninguna de las dos, la ciencia y la literatura, hablan el mismo lenguaje, pero si prestamos más atención nos damos cuenta de que hay muchas cosas en común: por ejemplo, el uso de la metáfora. “Dios no juega a los dados”, la famosa frase con que Einstein le respondió en 1926 al físico alemán Max Born para explicarle que nada en el universo estaba a merced del azar, es una gran metáfora y no podría haber sido dicha de una mejor manera. “Un golpe ​​ de ​​ dados jamás abolirá ​​ el ​​ azar” escribió, con otras intenciones, aunque con la misma intensidad estética, el poeta Stéphane Mallarmé. Michael Guillen (2023) afirma que hubo dos momentos cumbre en que los seres humanos pudieron utilizar un lenguaje universal que les permitiera entenderse y, sobre todo, mantenerse unidos. Esos dos momentos fueron la creación del esperanto y la aparición del lenguaje de las matemáticas.

Hubo una época, dice el​​ Antiguo Testamento, en que los hombres hablaban una sola lengua, pero la soberbia de estos en construir una torre que llegara al cielo provocó la cólera de Dios, quien decretó la confusión de su lenguaje para que nadie se entendiera, de modo tal que ya no hubiera una sino muchas​​ lenguas de un día para otro. Actualmente, se calcula que hay poco más de 7000 lenguas distintas en el mundo.

El segundo momento es la invención del esperanto, una lengua inventada por L. L. Zamenhof con la intención de que se convirtiera en un idioma global, sin embargo, actualmente solo 100 000 personas lo hablan en veintidós países. A esto habría que sumar el fracaso de las Naciones Unidas en conseguir, en el momento de su fundación, que los diplomáticos de los cuarenta países que la crearon hablaran una sola lengua con todas las consecuencias positivas que eso suponía. La mayoría se negó, puesto que creyeron que la adopción de esta medida atentaba contra la identidad lingüística de los estados miembros.

Para Guillen, las matemáticas constituyen el único idioma global por dos razones: lo utilizan con fluidez cada vez más personas y sus consecuencias históricas saltan a la vista: la electricidad, la energía nuclear, la conquista del espacio, los aviones, la comprensión de la vida y la naturaleza, entre otras cosas. Para Guillen, el lenguaje de las matemáticas es idéntico al de la poesía, otro lenguaje que, sin tener la categoría de universal, ha ayudado a la ciencia en su cometido. El científico encuentra los siguientes parecidos: ambos establecen verdades usando enormes cantidades de información con la mayor brevedad posible; un verso o un poema, en este sentido, sería un equivalente a una ecuación. Otra semejanza es que la poesía profundiza en nuestro interior, mientras que la ciencia nos ayuda a ver más allá de lo evidente. Se trata, dice, de “intentos maravillosamente ingeniosos de hacer comprensibles a los seres finitos las realidades infinitas” (Guillen, 2023, p. 18).

Según mi modo de ver, en todos estos casos y en todos los momentos de la historia, los científicos han seguido un camino parecido al de los poetas y​​ narradores: de la imaginación a la realidad. Sin el poder de la imaginación y la casualidad, probablemente la ciencia habría avanzado muy poco.

​​ Por ​​ otra ​​ parte, ​​ los ​​ conceptos mismos desarrollados ​​ por ​​ la ciencia ​​​​ —como agujero negro, relatividad del espacio-tiempo, gusanos del tiempo o teoría de las supercuerdas— son, en sí mismos, metáforas, poesía realizada, belleza elegante y armoniosa. Y a ellos se ha llegado no siguiendo necesariamente el camino riguroso de la experimentación y la comprobación, sino los sinuosos caminos de la mente creativa.

La ciencia trata de dar siempre explicaciones o descubrir verdades sobre los misterios de la vida real. Por miles de años, las inteligencias más poderosas se han dedicado a esta tarea con resultados sorprendentes, muchos de los cuales parecen obra de la imaginación. Parecen, digo, porque en realidad son producto de técnicas y procedimientos científicos realizados con estricto rigor.

En el caso de la literatura, se le atribuye a la fantasía la autoría única de escenarios utópicos y distópicos; sin embargo, el tiempo se ha encargado de demostrar que muchas de las fantasías salidas de la mente de poetas, cuentistas y novelistas tienen asidero en el conocimiento científico; es decir, no son obras puramente mentales.

Es tal vez el sistema educativo el causante, desde hace muchos años, de un profundo malentendido: que ciencia y literatura son irreconciliables o que la única​​ forma de ​​​​ conocimiento ​​ es ​​ la ​​ razón ​​ y, ​​ por ​​ tanto, la ​​ intuición, ​​ las ​​ corazonadas, ​​ los ​​ presentimientos y las visiones literarias (también llamados comunicación emocional, inteligencia ​​ afectiva ​​ o ​​ intuición ​​ trascendente) ​​ no ​​ tienen cabida ​​ en ​​ un ​​ universo dominado por la precisión científica y la experimentación.​​ 

Es indudable que la ciencia tiene mejores y más completas armas para llegar a la verdad, pero no se puede negar que, para lograrlo, muchas veces tiene que echar mano de un recurso casi exclusivo de la literatura: la imaginación. La información sobre el origen ​​ del ​​ universo empieza ​​ con ​​ los ​​ mitos ​​ relacionados con ​​ la ​​ procedencia divina ​​​​ de los astros y llega hasta explicaciones complejas sobre la constante de radiación, los agujeros negros, la materia y la energía oscuras, el​​ big ​​ bang, el​​ big crunch​​ y otras explicaciones realmente sorprendentes. Según mi modo de ver, en todos estos casos y en todos los momentos de la historia, los científicos han seguido un camino parecido al de los poetas y narradores: de la imaginación a la realidad.

En el caso de los poetas y narradores, el camino es más o menos parecido: Dante Alighieri propuso una hipótesis cristiana sobre los castigos a quienes practican el mal antes de que las ciencias naturales nos advirtieran sobre la destrucción del medio ambiente; Julio Verne imaginó una nave con la que se podía llegar a la Luna (De la Tierra a la Luna, 1865) mucho antes de que se tuviera la certeza de que un cohete podía atravesar con la fuerza y el combustible suficientes el límite de la gravedad terrestre; George Orwell escribió una novela (1984, 1949) sobre el control de las sociedades antes de que internet se convirtiera en una forma eficaz de mantener la atención de los seres humanos.

En el caso del llamado género de ciencia ficción, la intersección entre ciencia y literatura ocurre de modo armónico. Hay casos incluso en que esta armonía es el objeto mismo de la historia y ambas comparten procedimientos para llegar a la verdad o evitar catástrofes humanas. Además de los libros de los autores ya citados, pienso ​​ en ​​ La ​​ máquina ​​ del ​​ tiempo​​ (1895) de H. G. Wells,​​ El ​​ extraño ​​ caso ​​ del ​​ doctor ​​ Jekyll ​​ y ​​ el ​​ señor ​​ Hyde ​​ (1886) de R. L. Stevenson,​​ Un ​​ mundo ​​ feliz​​ (1932) de Aldous Huxley y los libros de​​ divulgación científica escritos por Isaac Asimov. Hay autores como Alberto G. Rojo que han documentado las visiones de Edgar Allan Poe con respecto a la luz del universo que todavía no llega a la tierra (Eureka: un poema en prosa, 1848), la bifurcación del tiempo y la hipótesis de los mundos cuánticos en un cuento de Jorge Luis Borges (El jardín de los senderos que se bifurcan,​​ 1941) y el viaje a través del tiempo en la ​​ novela ​​ Contact​​ de Carl Sagan (1986). Existen, por supuesto, más casos en los que es posible rastrear hechos que luego han sido consagrados por la ciencia como verdades. En todo caso, ¿llegará el día en que se pueda imaginar el conocimiento científico o experimentar las realidades literarias en un laboratorio?​​ 

Se presume que para la invención de sus realidades, poetas y escritores deben tener la cabeza muy lejos de sus pies y que, para crear sus sofisticados principios y leyes universales, los científicos deben afirmar muy bien sus pies sobre la tierra. En realidad, no es tan cierto. Para llegar a imaginar el mundo de​​ 1984, George Orwell tuvo que conocer muy bien la realidad científica y social de su tiempo; mientras que, para admitir la posibilidad de viajar al futuro, los científicos de hoy han tenido que apelar a la fuerza extraordinaria de su creatividad para proponer la tesis de los gusanos del tiempo. La ciencia y la literatura se parecen más de lo que presumimos. Es increíble que ciencia y literatura estén tan cerca y, al mismo tiempo, tan lejos por los caprichos de los dogmáticos.

Son muchos los hombres de ciencia, entre ellos Galileo Galilei, que han descubierto leyes universales o han inventado cosas siguiendo los dictados de la imaginación antes que los procedimientos de la experimentación pura y dura. Por esta vía, la de los procedimientos que no pueden ponerse en práctica, es que el científico italiano llegó al enunciado de leyes sobre la caída libre.

Usando más el pensamiento que la comprobación, Newton llegó al descubrimiento de la ley de la gravitación universal. Es probable que la anécdota de la caída de la manzana que presenció mientras descansaba en su jardín sea una metáfora para destacar la influencia de la imaginación en el camino para hallar la verdad. Los más conservadores llaman a esto deducción.​​ 

Es también célebre la explicación del origen de los corales que dio Charles Darwin mientras realizaba su mítico viaje alrededor del mundo en el Beagle. Sin usar ninguna clase de instrumentos ni —menos— someter a pruebas de laboratorio muestras de los corales, llegó a la conclusión de que estos habían crecido sobre la base de volcanes que se habían ido hundiendo poco a poco en el mar. Sus argumentos eran el producto de una especie de proyección mental, intuición o “epifanía científica”.

Es cierto que la vía de la inducción (o vía de lo experimental) es un camino más seguro, aunque no el único. Albert Einstein, quien pensaba que Galileo era el más grande maestro del “experimento imaginario” de todos los tiempos, fue muy radical al momento de reconocer la importancia de esta manera científica de obrar. Einstein creía que los métodos que Galileo tenía a su disposición eran imperfectos y compensaba esas limitaciones con la imaginación.​​ 

¿Especulación? ¿Puede la ciencia perderse en sutilezas o hipótesis sin base real? La historia dice que sí, en tanto la ciencia —como el arte, en general— es un largo camino de vacilaciones y hallazgos inesperados. ​​ Sin embargo, pienso, estos ocurren ​​ solo si ​​ alguien ​​ es capaz ​​ de ​​ observar ​​ con ​​ atención, ​​ obsesionarse ​​ con ​​ una ​​ idea ​​ o ​​ meditar y ​​ teorizar con profundidad. No es que un científico llegue a resultados óptimos por obra de un milagro o una revelación divina. Digamos que la meta científica es el resultado de una serie de esfuerzos fallidos en la que interviene mucho la imaginación.​​ 

Así como los músicos encuentran a veces la melodía que tanto buscan mientras descansan en la banca de un parque o los pintores dan con el color que hace falta en la tela en el momento en que beben una copa de vino o los poetas hallan las palabras y los versos adecuados para el poema que persiguen cuando caminan sin dirección alguna, así también las mentes científicas han coronado la cima de su imaginación en circunstancias totalmente banales. Quizás más adelante un científico obtenga una explicación más convincente sobre los agujeros negros mientras da de comer a su gato en ​​ la ​​ azotea de su ​​ casa ​​ o ​​ acierta ​​ con ​​ una ​​ manera de ​​ detener ​​ el ​​ calentamiento ​​ global ​​ justo cuando pasea en bicicleta por una calle desierta.​​ 

Pero no es únicamente la experimentación imaginaria la que pone su cuota en el desarrollo de la ciencia. También está el azar. Wilhelm Conrad Röntgen detectó, por ejemplo, la existencia de los rayos X mientras experimentaba a oscuras con electricidad en un tubo donde se había hecho un semivacío. Observó de pronto que una pantalla revestida de bario, platino y cianuro brillaba al otro lado cada vez que encendía la electricidad del tubo. ¿Cómo podía ser esto si el tubo estaba encerrado en cartón negro y la luz no podía escapar de él? Absorto por el fenómeno, colocó su mano entre el tubo y la pantalla y vio cómo esta se volvía transparente y dejaba ver sus huesos. ¡Había descubierto, sin quererlo, los rayos X! A Henri Becquerel le pasó lo mismo: se topó con la radioactividad luego de que unas placas fotográficas envueltas en papel negro y guardadas en un cajón fueran impresionadas, en oscuridad total, por un pedazo de uranio que olvidó encima de ellas. El azar favorece a la mente preparada, decía Louis Pasteur.

 

 

 

REFERENCIAS

Greene, B. (2018).​​ El universo elegante. Supercuerdas, dimensiones ocultas y la búsqueda de una teoría final. Crítica.

Guillen, M. (2023).​​ Cinco ecuaciones que cambiaron el mundo. El poder y la oculta belleza de las matemáticas. Debolsillo.

Isaacson, W. (2017).​​ Einstein, su vida y su universo. Debolsillo.

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