El deseo amoroso como ausencia o el fantasma en la poesía de Francisco Hernández

Francisco Hernández

El poeta y ensayista Rubén Márquez nos presenta una reflexión en torno a la poesía de Francisco Hernández. 

Rubén Márquez Máximo (Puebla, 1981) es egresado del Colegio de Lingüística y Literatura Hispánica de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y de la maestría en Literatura Mexicana por la misma casa de estudios. Sus poemas han aparecido en diversas revistas nacionales como suplementos de la entidad. Actualmente es maestro de literatura en el Tecnológico de Monterrey Campus Puebla. Bajo el sello de Alforja ha publicado el poemario Pleamar en vuelo (2008).

 

Eres la más presente de todas las mujeres

y no apareces.

Francisco Hernández

 

 

El sentimiento amoroso es nostalgia, una huella de la ausencia, pues como bien apunta Platón en El banquete, no se puede desear lo que se tiene. Si bien es cierto que el amor nos une al otro, más lo es que perdura siempre y cuando sintamos que no lo hemos alcanzado. El amor entonces se vuelve la imagen de la ausencia, un fantasma que nos acompaña.

      El origen del poema radica en querer vencer el abandono de las cosas, el hombre apenas nace comienza a morir y, en ese viaje, quiere detener el recuerdo de aquello que se pierde. En este sentido, la poesía no nos une al mundo sino que nos revela nuestro abandono, la desolación y la tristeza desde donde nace el mayor deseo, ya que el amante sólo accede a breves instantes de felicidad, pues poseer implicaría perder.

      En la poesía amorosa de Francisco Hernández observamos la imagen de la ausencia como una constante. Nadie mejor que el poeta que desde la soledad de la isla dialoga con fantasmas para mostrarnos, con esa claridad que deslumbra, aquello que por ausente se vuelve la más pura presencia. Revisaremos en estas líneas una serie de poemas que nos llevan a participar de lo amoroso bajo esta tensión, contradicción de nuestra existencia. Mostraremos también cómo Francisco Hernández nos habla desde la luz y el viento para evocar la imagen del fantasma, sutileza que conmociona por estar en el terreno de las apariencias.

       El primer poema que analizaremos es precisamente el titulado “Fantasma” que comienza con estos versos: “Amo las líneas nebulosas de tu cara, / tu voz que no recuerdo, tu racimo de aromas olvidados.” (Hernández 37). La evocación del fantasma se encuentra en lo inasible, pues ni la niebla, ni la voz, ni los aromas perduran, por tal motivo, sólo nos queda el olvido como una posibilidad de encuentro. Lo que se ama es la fugacidad del amado, esa disipación de su recuerdo en el tiempo que, sin embargo, nunca se convierte en el completo vacío, pues apenas está apunto de desaparecer, nuevamente se muestra pero de forma inalcanzable. El poema continua: “Amo tus pasos que a nadie te conducen / y el sótano que pueblas con mi ausencia. / Amo entrañablemente tu carne de fantasma.” (37). La idea del movimiento nos lleva a pensar en aquello que trascurre, pero no se trata del movimiento pensado, fijo en su objetivo, sino del movimiento sin rumbo, creando de esta manera cierto sentimiento de angustia y de intensa atracción hacia el ser que se nos escapa. El sótano, lugar escondido pues se encuentra por debajo (como la misma seducción), se vuelve el objeto de valor para el amante, un lugar donde la saturación se da pero de ausencia. El último verso, como una síntesis perfecta, muestra la reunión de la presencia y la ausencia, de lo tangible y lo intangible, de lo cercano y lo distante. El hombre desea desde lo más profundo de su ser ese alimento inasible, que desde la muerte lo hace vivir eternamente. En esta imagen tenemos la idea mítica de que el poeta ama la rosa porque sabe que es sólo una apariencia, un instante.

       Otros poemas ilustran la misma idea a partir de elementos que pueden representar la evanescencia. Así tenemos el poema “Ancla sin peso”, donde lo presente, lo pesado entrañable, es precisamente lo ligero, la leve apariencia. En el poema de Hernández es el tiempo esa ancla sin peso, pero también la respiración del amado (indicio de lo inasible) se convierte en aquello que funge como el peso que lo hace presente: “El tiempo es un ancla sin peso. / Sólo el brillo de tu respiración / te sitúa en el mundo.” (22). Un segundo poema nos ayudará a precisar la importancia del tiempo en el sentimiento amoroso. Veamos dos versos claves: “El tiempo, eso que yo conozco como tiempo, / se mide con tu ausencia” (76). Lo temporal, que está en función de la ausencia, nos hace vivir lo amoroso como una espera, como un deseo de que llegue lo perdido y nos ubique en este mundo.  

       La luz y el viento son otros elementos representativos de la ausencia, pues ni la luz ni el viento son participes de las cosas asibles. Para Hernández, el ser amado tiene la consistencia de la luz, por lo tanto, su presencia es un fantasma, una esencia imposible de capturar: “la luz / aquí / se te parece: me deslumbra / me abrasa / y la tengo en mis manos / sin tocarla” (23). En el poema “Página en tu nombre” encontramos que el amante se acerca al amado por medio de la palabra que lo designa: “Tu nombre se puede morder como manzana” (34). El poeta advierte que el nombre inasible, en cuanto unidad sonora, se convierte en presencia, en verbo encarnado. Más adelante el poema termina: “Para librarme de la oscuridad lo conservo en un frasco. / Con la luz que despide se ilumina esta página.” (34). La luz que viene del nombre es nuevamente evocación del amado.

      Por otro lado, en el poema “Plumas, árboles y pasos”, la imagen del vuelo nos remite al viento que dice y posee el nombre, para más tarde ofrecernos al ser amado que llega a través de él: “cruza el rumor del vuelo / deshaciéndose / en plumas / el viento dice / el nombre / de todos los árboles / que toca / entra el camino / por la ventana / y deposita tus pasos / en mi pecho” (21). El viento se vuelve el vehículo plausible que nos trae la presencia del otro, o mejor dicho, los pasos, la apariencia del otro a partir de sus huellas. En un texto titulado “Silencio”, observamos nuevamente la tensión entre ausencia y presencia: “El aire es leve rosa dura” (19). El verso es fusión entre la delicadeza y la dureza, mostrando de manera deslumbrante a la rosa de aire que se vuelve perdurable. Los siguientes versos del mismo poema nos remiten a la aparición del nombre como evocación del otro: “El silencio espera / que se diga tu nombre.” (19). Lo que se espera no es el cuerpo, pues éste perecerá, se volverá polvo, sino lo eterno del nombre, el aliento que lo contiene cuando es pronunciado. Finalmente, en otros textos el aire sigue presente en el aliento pero también en el perfume del ser querido, sean suficientes sólo dos ejemplos: “tu aliento me oscurece” (20), “Piso flores negras al caminar y recuerdo el olor de tu sexo” (55).

      Lo perdurable y que verdaderamente amamos es la ausencia presente, aquellas cosas que jamás tuvimos y que por ello mismo se han quedado en nosotros. A fin de cuentas, el amor es un “imán de fantasmas”. 

 

 

Bibliografía

Hernández, Francisco. El corazón y su avispero. México: Fondo de Cultura Económica, 2004.

  Francisco  Hernández y Rubén Márquez Máximo / Foto: Berenize Galicia

Francisco Hernández y Rubén Márquez. Fotografía de

Berenize Galicia

 

 

 

 

 

 

 

 

 
 
 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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