Felipe Ríos Baeza (Santiago, Chile, 1981) es cuentista. Escribe también ensayo y crítica literaria. Especialista en Roberto Bolaño, actualmente estudia el Doctorado en la Universidad Autónoma de Barcelona. Es profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.
Su cuento aparece después del salto.
FIGURITAS EN EL SUBSUELO
Trampas para que uno se conforme, sabes,
para que uno diga que todo está bien
Julio Cortázar
Los jueves solía regresar tarde a casa. Las sesiones con Emilio Schnider, mi psicoanalista, podían alargarse hasta las seis y media o las siete si nos quedábamos hablando de libros o películas. Pola se quejaba por la tardanza, con justificada razón, pero Schnider era un cinéfilo de tiempo completo y un gran aficionado a la lectura.
-Mi escritor favorito es Saki -me dijo una vez-, aunque también me gusta Ambrose Bierce, Théophile Gautier, Stoker, Maupassant…
Yo asentía. En realidad todo lo estrictamente novelesco me venía aburriendo un poco desde que comencé a leer con estupor y después con desquicio a Magris, a Bolaño, a Vila-Matas, a Danilo Kis.
Un jueves regresé a casa más tarde de lo habitual. No fue por culpa de Schnider. Había salido como de costumbre a las seis y media, pero de camino al andén del metro Montbau de Barcelona encontré, echado en una esquina, a un viejo que creí conocer de alguna parte. Estaba sentado en el suelo, junto a un perro, recortando latas de gaseosas y fabricando con ellas ceniceros, bicicletas, adornos para las ventanas. En algún lugar había visto esas cejas pobladas, esa cara redonda, ese bigote pequeño, y quedé desconcertado cuando me habló con confianza, seguramente por haberme quedado mirando sus artesanías por más tiempo del aconsejable.
-Llévese dos por un euro.
Tenía un acento rarísimo, casi familiar. En esos momentos forzaba mi memoria tratando de recordar de dónde le conocía.
-Tengo ceniceros a 50 céntimos -insistió. Subí la mirada lentamente desde los cachivaches hasta su cara. El mapa de su rostro se iba dibujando poco a poco en mi cerebro: esa calvicie incipiente, esos ojos pequeños, esa tez morena. Sí, seguro que le conocía, pero ¿de dónde?, ¿cuándo?, ¿cómo?
-Puedo ofrecerle otras artesanías, señor, pero son exclusivas.
-¿Exclusivas? -repetí, un poco para volver en mí.
El viejo levantó al perro que dormía a su lado y descubrió una caja de zapatos. La abrió. Allí guardaba una serie de monigotes hechos con migas de pan.
-A veces compro pan y no lo como. Prefiero pasar hambre, pero no dejar de moldearlos -dijo. Me extrañó que nadie más se le acercara en el metro, ni siquiera por compasión a darle unas monedas.
-¿Desea alguna de estas figuritas? -preguntó. Examiné una que pretendía ser un soldadito sosteniendo una bandera.
-¿A cuánto salen?
-Un euro, para usted.
No podía quitarme de la cabeza la cara y el acento de aquel hombre. Le conocía. Quién sabe si por timidez, temor, prisa, el caso es que no me atreví a preguntarle si nos habíamos visto en alguna parte. Le di el euro, me guardé el monigote en el bolsillo de la chaqueta y tomé el vagón del metro. Antes de irme lo miré por última vez. El viejo me sonrió y siguió en sus labores, afanado recortando latas de gaseosa.
Al llegar a casa besé a Pola, distrayéndola en la cocina. Picaba apio en una gran fuente con aceitunas y papas frías.
-Ya está la cena -me dijo-. ¿Puedes sacar dos latas de atún de la despensa?
No la oí. Con ambas manos apoyadas en una silla, miraba fijamente el suelo.
-¿Hola? ¿Planeta Tierra? El atún, corazón.
-Te traje un regalo -atiné a decirle.
-¿De verdad?
Entonces, le extendí el soldado de miga. Pola lo tomó entre sus manos. Lo examinó por delante y por detrás. Arqueó una ceja. No supo disimular bien su desconcierto.
-Gracias. ¿De dónde lo sacaste?
-Se lo compré a un viejo en el metro.
Suspiró.
-No tienes remedio. ¿Por qué compras todo lo que te ofrecen en la calle? Ya bastantes cosas inútiles tenemos en casa como para seguir llenándola de trastos.
-Esto es diferente -. Se lo arrebaté suavemente de las manos. Fui hasta mi escritorio y lo instalé en el librero, en el estante de las carpetas que contienen todos mis intentos de cuento, ordenados por épocas.
Cenamos sin contratiempos, hablando de los pormenores del día. Después Pola se quedó en la sala mirando la tele sin mucho afán, y yo me fui un rato al cuarto con intenciones de escribir. Traté de avanzar en un cuento un poco raro, sobre un poeta belga desaparecido en Chile, pero el monigote de migas de pan parecía absorberme toda la atención. El viejo le había dibujado apenas el rostro con las uñas, dos líneas para los ojos y una para la boca, y aún así podía ver su cara, su cara morena y apacible, en la faz del muñeco.
Sentí temor, pero no me atreví a contarle mis intuiciones a Pola. Menos a Schnider, mi psicoanalista. Traté de dar por superado el incidente, calmarme y dejar que pasara el día. Quizá estaba escribiendo y trabajando demasiado. Ya se sabe lo delgada que es la línea que separa el exceso de trabajo del delirio cuando uno intenta volverse escritor.
El jueves siguiente volví a tomar el metro en la estación Montbau. Y allí estaba el viejo con el mismo perro, la misma ropa, los mismos adornos, la misma sonrisa. Pareció reconocerme. Hizo señas desde lejos. Me acerqué con resquemor.
-¿Quiere otra figurita? -me preguntó sin dilaciones.
-Sí.
Abrió la caja que guardaba celosamente debajo del perro y sacó una.
-Un euro.
Le pagué antes de que me diera las migas de pan. Esta vez se trataba de una monja con los dedos entrelazados. Miré las facciones de aquel monigote y reconocí las del soldado y, a la vez, las del viejo. Escudriñé su rostro ceniciento, ajado, tan familiar y a la vez tan distante…
-¿Nos conocemos de alguna parte? -me atreví a preguntarle.
-Tal vez -se limitó a contestar, con la amplia sonrisa de siempre-. ¿No quiere llevar un cenicero de lata?
No le respondí. Di media vuelta y me alejé. Estaba asustado. De seguro él me conocía y muy bien, me había visto antes, tenía más información sobre mí de lo que pensaba.
Una vez en casa deposité a la monja junto al soldado. No lucían nada mal juntos, pero irremediablemente con el tiempo aquellas migas blancas se tornarían grises y comenzarían a ajarse.
Así fui engrosando mi colección de monigotes de pan. Se los compraba religiosamente al viejo cada jueves tratando de descubrir por esos medios de dónde nos conocíamos sin llegar a preguntárselo directamente. Pola alegó durante las primeras semanas que por qué insistía en comprarle porquerías a un pobre viejo loco de la calle, pero cuando llegué a casa con el séptimo monigote abandonó la batalla. Se trataba de una niña con trencitas y falda, que instalé con parsimonia en mi escritorio. Más allá había un marino maniobrando un timón. Más acá, una negra bailando, con una frutera en la cabeza. Un poco más allá, un joven ejecutando una guitarra. Un tanto más acá, un detective metido en su gabardina, escondiendo el rostro en su sombrero alón. Y la siguiente semana fue Charles Chaplin, y la siguiente un fakir, y la siguiente un piloto de fórmula 1.
Hasta que llegó el día en que recibiría el último muñeco de miga de pan. Fue un jueves de mucho frío, en vísperas de Navidad. Mi relación con el viejo del metro parecía la de un yonqui con su dealer: cruzarse, hablar sin hablar, esconderse en un lugar oscuro, pagar, revisar someramente la mercancía y marcharse. En efecto, me veía aparecer desde lejos y ya no preguntaba: sencillamente levantaba al perro, que siempre estaba dormido sobre la caja de zapatos, y sacaba el monigote. Le extendía el euro, le daba las gracias y regresaba a casa.
Pero esa vez, en vísperas de Navidad, quise que todo fuera distinto. Me acerqué como siempre, hundiendo la boca en una bufanda que Pola me había regalado cuando todavía éramos novios, y le dije, dándole dos euros.
-Escoja dos figuritas, las que más le gusten. Una será para usted.
El viejo sonrió. Luego sorbió por la nariz.
-Chico, no tienes por qué hacer eso.
-Quiero hacerlo. Haga lo que le digo -le ordené con ternura.
Nos referíamos a los muñecos de miga como si se fueran esmeraldas.
-Éste es para usted… -me dijo, extendiéndome la figura de un anciano que tenía un perro a sus pies-…y este para mí.
El monigote que el viejo había elegido parecía un hombre con un libro bajo el brazo. Nos quedamos un rato en silencio. Como todos los jueves hasta entonces, nadie se le acercó para nada, ni siquiera para examinar por curiosidad esos desperdicios que vendía como adornos. Permanecí en silencio unos segundos, hasta que me atreví a preguntarle lo que me abrasaba por dentro:
-¿Podré completar la colección de figuritas alguna vez?
El viejo lanzó una carcajada.
-Claro que no, bobo. Bien sabes que no.
Me fui incómodo a casa, mirándolo de reojo mientras me alejaba. Algo me decía que ya no volvería a verlo nunca más.
Y entonces, recordé. Me desperté sobresaltado, esa misma noche. Recordé. Pola refunfuñó entre sueños, se tumbó boca abajo en la cama y siguió durmiendo. Recordé. Fui a la sala, tomé el teléfono y marqué el número de la casa de mis padres en Chile. Ahora estaba todo muy claro.
Por fortuna ellos, con seis horas menos, acababan de cenar. Me contestó mi padre.
-Hay algo que necesitas saber -le dije, tratando de dominarme.
-Cálmate. ¿Sucede algo malo?
-No, no. Se trata de tu padre.
-¿Mi padre?, ¿el abuelo?
-Sí, el abuelo. He visto al abuelo. Vive aquí, en Barcelona. Todos los jueves por la tarde lo veo en el metro de Montbau vendiendo adornos de lata y monigotes de miga.
-Pero qué dices…
Comprendí que me estaba expresando como un loco, no por las artesanías, sino porque yo nunca conocí a mi abuelo. Murió cuando mi padre no cumplía aún los nueve años. Sólo recordaba su rostro de una foto antigua, que permanecía en lo alto de un ropero, olvidada en una caja de zapatos idéntica a la que usaba el anciano para sus miniaturas en los subsuelos de Barcelona. No supe cómo justificarme o defenderme al teléfono.
-Es él, papá, te lo aseguro…
-Probablemente. No llames para gastar bromas de ese tipo -dijo mi padre. Y colgó.
-¿Qué pasa? -preguntó Pola desde el dormitorio. No quise contarle. ¿Qué hubiera sacado con comentarle que mi abuelo -que había sido masón y radical en sus buenos tiempos, que tuvo intenciones de vestir traje de diputado, que había trabajado para el Frente Popular en los años cuarenta, que le había heredado a su hijo y a su nieto una biblioteca envidiable en Puerto Montt- había acabado sus días vendiendo figuritas de pan en la línea tres del metro de Barcelona?
-No pasa nada -la tranquilicé-. Voy a la cocina por un vaso de leche.
Me fui a dormir sin ganas de dormir.
Pasó Navidad. Pasaron los regalos, los abrazos, otros libros, otras películas, otras sesiones con Schnider.
El jueves siguiente, un jueves próximo a Noche Vieja, me decidí y fui a verle. Por supuesto la vida no es literatura, y en lugar de su muestrario acabado de adornos de lata no había más que un espacio mugriento en el suelo. Me senté allí mismo a lamentarme, mientras los transeúntes me atropellaban con sus prisas de fin de año. Hundí la cabeza entre los brazos y me dio por pensar que ya nunca completaría la colección de monigotes. ¿Cuáles me faltarían?, ¿qué forma tendrían?, ¿qué podrían significar todos ellos?
Sentí que me humedecían las manos. Era el perro, el mismo perro que siempre estaba dormido sobre la caja de zapatos. Su nariz mojada rozaba mis dedos. Lo acaricié casi sin mirarlo, hasta que poco a poco fue abriendo su hocico. El perro depositó a mis pies un monigote, la última figura de mi abuelo, el último recuerdo para el nieto que nunca conoció, y se marchó impertérrito, de la misma manera que vino.
Examiné la figura. Se trataba de un hombre haciendo adiós con la mano.