Un cuento de Reinaldo Marchant: La jugada

Reinaldo Marchant IReinaldo Marchant (Santiago, Chile, 1957) es un narrador efectivo capaz de atrapar a su lector desde los primeros momentos. En esta oportunidad presentamos un maravilloso cuento futbolero.

LA JUGADA

 

Como nunca vino gente a la cancha. No es una  exageración asegurar que el barrio entero se encontraba presente. Había un par de enfermos, grupos de evangélicos, los maestros del garaje, los funcionarios del Cine San Miguel -que ese día cerró sus puertas de manera especial-, y muchas chicas de los burdeles clandestinos. Algunos llegaron con bancas. Otros trajeron viejos sofás y sillas de paja. Se ubicaban detrás de la línea de cal, a lo largo y ancho del estadio “Dagoberto Espínola”, nombre de un difunto ex ídolo local, a quien los fanáticos llamaban “La Llorona”, y que había muerto de un ataque al corazón cuando disputaban un partido con treinta cinco grados de calor.

     Esa tarde se enfrentaban dos enconados rivales: la gloriosa Unión Milán y Deportivo El Llano. Era un clásico no sólo de fútbol, sino también social y político. En efecto, los del Deportivo El Llano defendían los colores e intereses del aristocrático sector pudiente ubicado en la lujosa zona de San Miguel. En cambio, Unión Milán se caracterizaba por tener en sus filas a figuras populares, muchos de los cuales  trabajaban en las empresas de los millonarios del Deportivo El Llano.

     Este partido era el sueño que todos los patipelados querían jugar alguna vez en su vida. Cada año, en la sede del club, se solía escuchar un deseo: “Ojalá lleguen a la final los gallinas del Deportivo…”. Se hablaba de llenarles la canasta con goles. De agredir, con pelota, a esos delanteros rubios, delicados, bonitos, que olían bien y pertenecían a otra estirpe. En otras palabras, muchos querían vengarse de los atropellos laborales que venían soportando hace años; ridiculizarlos por medio del deporte de manera legal y pública.

     La estadística señalaba doce encuentros de liga entre ambos clubes. Con igual número de victorias para Unión Milán, jugando de local y visita. El Deportivo había marcado apenas tres goles -que celebraron como hazaña-, contra los treinta y siete de su clásico rival.

     Hubo una fiesta cuando un dirigente llegó con la noticia que el Deportivo El Llano pasó a la final luego de ganar en un discutido cotejo al Zanjón de la Aguada. Muchos dijeron que el partido lo arreglaron con unos cuantos pesos, pues, en un ambiente normal, el Zanjón de la Aguada debía ganar por goleada. Pero les anularon tres dianas, les expulsaron al arquero -por quejarse de un cobro injusto- y a dos atacantes. Al final del encuentro, nadie dijo nada. Los perdedores agacharon la cabeza y se metieron al camarín. Los dueños del Deportivo a viva voz se comprometieron a mejorar el salario de los derrotados, “por su ejemplar comportamiento después del mach”.

    Lo único que no pudieron conseguir los del Deportivo, fue que la gran final se disputara en una cancha neutral -no les gustaba jugar en el reducto del Unión Milán porque tenía pulgas y demasiadas moscas, decían. Aunque estuvieron a punto de conseguirlo, la Asociación de Fútbol impuso el criterio de la diferencia de goles -Unión Milán tenía veinte  dianas de diferencia- y el derecho natural de ser locales en la última fecha, por estatutos. También, se consideró desmedida la presión, y de haber procedido con la solicitud se habría tratado de una medida prepotente, impresentable y fuera de los reglamentos. La resolución no fue pan comido: hubo amenazas veladas, intentos de pugilatos y agresión verbal.

    El pleito se calentó apenas se conocieron los nombres de los finalistas.

    En el barrio se habló toda la semana del partido. Los jugadores, que trabajaban en las empresas de los dueños del Deportivo El Llano, se quejaron de maltrato indebido, intentos de despido y ofrecimientos de estímulos económicos: dos astros sucumbieron ante las promesas, aceptaron dinero y se declararon lesionados. Incluso uno de ellos, Juan Zenteno, goleador del campeonato, se puso una falsa bota de yeso en el pie izquierdo. Ambos jugadores fueron expulsados del club, acusados de traidores y borrados para siempre de los registros.

     No fue todo: curiosamente se les aumentó el horario de trabajo de ocho a doce horas, y  la jornada diaria se extendió de lunes a sábado. El que no cumplía, quedaba cesante. De modo que el director técnico del Unión Milán no pudo contar con sus figuras para entrenar y preparar el cotejo del domingo. Esto generó rabia, malestar, y aumentó la adrenalina.  Los jugadores prometían una goleada de proporciones a los insistentes hinchas que llegaban a alentarlos.

     Más que impotencia, la gente se reía de estas medidas. Estaban acostumbrados a esos tormentos de los patrones. Tenían certeza que ganarían a medio tranco. Nunca en la historia el Deportivo sacó un punto en ese reducto de tierra, pedruscos y crecidas champas. Sabían que le darían un baile, como tantas veces. Si la cosa se complicaba, bastaba un empate para consagrarse campeones por enésima vez. Una proeza. Sin embargo, la preocupación cundió entre el viernes y el sábado: de madrugada se apersonaron agentes de investigaciones en las moradas de varios cracks y fueron violentamente amenazados con penas del infierno si no se dejaban ganar… No sería todo: el domingo por la mañana, se recibió una nota en el club señalando la inscripción de cinco nuevos jugadores por parte del Deportivo El Llano… ¿Cómo lo hicieron? Nadie lo supo. El libro de inscripción estaba cerrado. No había tiempo para reclamar. Tampoco nadie tuvo ganas de hacerlo. Aunque, cuando se enteraron que se trataba de cinco jugadores reconocidos nacionalmente, profesionales, que formaban parte del plantel de Áudax Italiano y Universidad de Chile, el semblante de los dirigentes empalideció, y por primera vez sintieron el halo de una derrota indigna.

    Sólo un detalle dejaron pasar los del Deportivo: el nombre del árbitro ingenuamente designado para conducir la bullada contienda…

     El árbitro, José María Godoy, no era muy querido en el barrio. Tenía una personalidad dura, huraña, antisocial. Se destacó de niño por ser malo para la pelota. Por lo mismo no lo ponían en ningún equipo, tenía pocos amigos y hasta se quedó sin sobrenombre, asunto raro y poco viril en un arrabal. Pocos sabían que su único sueño de infante era jugar por la Unión Milán, ante toda esa gente que repletaba la cancha. Alguna vez contó que se vio defendiendo los colores de esa camiseta en el mismo Estadio  Nacional, igual como acostumbraban hacerlo los chicos de la Primera y Segunda de la serie menores. Imaginaba, ¡vaya que lo hacía seguido!, que lo tomaban en andas, que lo paseaban por el barrio, y que lo halagaban con bellas palabras. Curiosamente sólo aprendió a realizar dos maniobras con los pies: la chilenita y el taco. Ambas jugadas las podía hacer en el aire y con gran destreza, eso era indiscutible. Nunca supo por qué no fue capaz de  parar un balón, de dar un pase decente y de ubicarse en la cancha. Años tuvo en mente la idea fija de que un día le salía una chilenita o un sutil taco para dedicarlos a sus viejos: lo intentó en los pocos partidos que le tocó entrar. Jamás  le llegó un balón preciso en el momento exacto. Daba pena verlo volar por el aire tratando de golpear un esférico que no existía, o haciendo taquitos estériles de frente a la popular. Así que lo sacaron del equipo para siempre. No reunía condiciones. La naturaleza no le prestó esa viveza mental y agilidad en las piernas, que tenían sus compañeros. Le costó reconocer que era aturdido, que no servía. Cuando se dio cuenta que lo suyo no sería este oficio, continuó ligado al fútbol como árbitro. ¡Y vaya que era estricto! No tenía conmiseración con ningún club. Incluso a la Unión Milán, en su propia cancha, con sus familiares presenciando el partido, le cobró en contra un par de penales dudosos y varias otras sanciones a favor de los cuadros visitantes.

     -¡Debo ser imparcial en mis pagos! ¾se defendía cuando le reprochaban por las faltas exageradas que pitaba.

 Hasta que llegó el esperado día domingo.

      Un silencio fúnebre quedó flotando en el aire cuando el gentío vio descender de los lujosos automóviles a un grupo de atletas de desarrollados músculos, crecidas melenas y buen porte. Junto a ellos venían los dirigentes, masticando habanos encendidos, y una barra de cien personas, más o menos. Detrás de los arcos, se ubicaron dos carros policiales. Los del Deportivo no usaron el camarín. Les daba asco. Venían con buzo. Preparados. Una vez que reconocieron el campo, se quitaron el buzo y aparecieron sus poderosas piernas, bien trabajadas y alimentadas. Mientras peloteaban, los muchachos del Unión Milán recibían las últimas instrucciones.

     -Quiero que la toquen, que inventen, que se diviertan y que  no se dejen provocar por  estos hijos de putas… ¾fueron las sabias recomendaciones del entrenador.

 

     La cosa no sería fácil. Así lo entendieron, de entrada, los dirigentes del Unión Milán. Aunque tenían fe en los chicos -ninguno tenía más de veinte años-, sabían que jugarían en desventaja, por todo lo que pasó en la semana, por esos cinco profesionales, por la presión laboral que, seguro, tenían metida en la cabeza. Más encima el árbitro sería José María Godoy… Un tipo raro, incierto, de pocas palabras. ¡Y esa bronca que le tenía al club por no haber triunfado en las series infantiles…! En fin, los dados estaban echados. Había que confiar en las oraciones que durante la semana se mandaron los hermanos evangélicos.

     Resonó el pito del árbitro en el centro de la cancha, llamando a los protagonistas.  Los muchachos de Unión Milán salieron tranquilamente del camarín, en fila india, tocándose la cintura, y la multitud los recibió con gritos, aplausos, silbidos, cánticos. ¡Parecía un equipo juvenil frente a uno adulto! Pero estos chicos sabían de triunfos, de conquistas, de gloria. Eran unos ganadores innatos. Muchos de ellos eran y fueron pretendidos por clubes grandes, pero no se marchaban por amor al barrio, por el encanto que produce la  pobreza cuando se tiene como amiga, cuando se creció junto a ella, porque eran felices jugando para regalar alegrías a personas que no tenían otra diversión que esos partidos los domingos, donde podían ver en acción a talentos que llevaban su sangre. 

     Cuando José María Godoy llamó a los capitanes, recién pudo darse cuenta que el Deportivo El Llano alteró las reglas. Miró a los jugadores y, por cierto, no estaban aquellos que semanalmente jugaban. Reconoció, sin que nadie le dijera, a los astros profesionales. Como era acucioso, pidió el libro de inscripción y constató que todo se hallaba en regla. El abuelo de él aprovechó de pedirle que fuera imparcial en sus cobros. Se lo pidió con manos en cruz. José María Godoy, al escuchar esas palabras, por primera vez le daría un fugaz vistazo a sus parientes: estaban todos juntos, padres, hermanos, tíos, vecinos… Le desearon suerte. En ese minuto no sabe ¾ni tampoco ahora¾, por qué evocó con tanta fuerza aquel pasado tiempo cuando quería gritarles un gol de chilenita o de taco, y después, si quería, podía abandonar la pasión del fútbol. Obsesivo, todavía no entendía por qué no fue capaz de realizar algo tan simple, que sabía hacer mejor que nadie.

     A las cuatro de la tarde, hizo sonar el pito y el partido arrancó. Desde ese instante, José María Godoy supo que no podría dirigir tranquilo. Concentrado. Oía los gritos. Las órdenes de los entrenadores. Garabatos. Reclamos. El sonido ambiente. El tránsito de los buses por la Gran Avenida. ¡La voz de su madre pidiéndole entrega a los jóvenes de Unión Milán! A ratos, cobraba bien las faltas, mas no se daba cuenta. Se iba del partido. En dos oportunidades aprovechó de mojar  la cabeza para espabilarse. No fue posible. Seguía como atontado. Algo fuera de sí. Un inusual conflicto de intereses bullía en su mente. De pronto se acordaba de las deudas. Del pago de los consumos, de los líos con su señora, de la reunión de apoderados, de muchas cosas que no venían al caso. Incluso, cuando pasó hacía el poniente el cansino ferrocarril de la maestranza San Eugenio, se quedó absorto observando sus vagones. Por suerte no ocurrió alguna jugada peligrosa.

     El partido avanzó disputado a un ritmo infernal. Se metía fuerte la pierna. Se defendían todas las pelotas. Hubo manotazos. Golpes por la espalda. Agresiones encubiertas. No se daban tregua. Pocas veces se vio una final tan reñida.  Impredecible. Donde el jugador siente esas palpitaciones a mil, desbordantes, que le tapan los pulmones y empalidecen el rostro. Es la ansiedad. El temor a perder un balón en una trágica porción de segundo. Está también la ocasión soñada de hacer una hazaña para transportar fuera de las latitudes la fama, la magia, el nacimiento de una epopeya. Como sucede en situaciones límites, la tensión se apodera del cuerpo y sólo saldrá de aquel laberinto aquel que logre dominar la angustia. El miedo a lo desconocido. ¡El que tenga una seguridad natural de sus condiciones!

     Hasta que terminó el primer tiempo, empatado a cero. Si bien el trámite era parejo,  las llegadas de gol estaban a favor del Deportivo El Llano. Se notaba que estaban con confianza. Que manejaban con más pulcritud el balón y tenían una experiencia superior. Los chicos ponían garra, talento, pero de tanto en tanto hacían un caño de más, un sombrero de más, un driblen de más, y no finiquitaron dos o tres situaciones propicias. Lo único positivo era que José María Godoy les cobraba casi todo a su favor… Incluso, en qué estuvo que no sancionó un penal inexistente, “era muy pronto y desvergonzado”, pensó el juez. Después diría, en lo poco que pudo hablar, que el Presidente del Deportivo El Llano le gritó: “¡Me cobras ese penal, Godoy, y mañana no existes!”. Pero él lo ignoró. Ni siquiera lo miró de reojo. No lo tomó en cuenta ni sintió pavor. Algo le pasaba. Se sentía mentalmente fuerte. “El hambre de gloria renació en mí de forma inconsciente”, confesaría más tarde.

     En el segundo tiempo el trámite del partido continuó parejo. Los hinchas del Unión Milán ya destapaban botellas de vino y cervezas. Ya celebraban. No tenían por dónde encajarles una diana. Más encima el árbitro estaba de su parte, por primera vez. El “¡ole…, ole…!”, se empezó a escuchar de manera humillante. A ratos, los chicos brillaban. Sólo faltaba el gol para manejar con calma el partido. Se habían perdidos tres o cuatro claras nuevas oportunidades, además -por supuesto- del penal injusto que pitó a su favor el juez de la contienda, y que Juan Valenzuela “el Níspero”, capitán del equipo, malogró mandando la de cuero a las nubes.

     Cerca de los treinta minutos, sucedió el fatal imprevisto: gol del Deportivo El Llano. Uno de los profesionales sacó un remate de otro planeta. Imparable.  El arquerito nada pudo hacer, salvo, claro, mirar con impotencia cómo se metía el balón en el “rincón de las arañas”. Con esta diana eran campeones. Silencio sepulcral. Faltan pocos minutos. Celebran los visitantes. Los ánimos se calientan. Más encima, el gol afectó sicológicamente a los muchachos, y perdieron  el control del juego, se recriminaron unos a otros, cayeron  en una letal somnolencia. Confusión.  ¡Tres pelotas golpean en el travesaño! Los jóvenes no despiertan. No reaccionan. Y el tiempo avanza con una rapidez  exasperante. Muchas mujeres echaron a llorar. El grupo de evangélicos no perdió la fe, la esperanza, y oraban, pero se notaba que con las imprecaciones no bastaba.

     Hasta ahí José María Godoy rememora con lucidez. Lo que viene a continuación es una bola gris. Una nube. Mejor, un torbellino de polvo. Le cuento que el balón viajó por el espacio de área a área. Quizás demoró un par de segundos en desplazarse. Por un impulso que desconoce, él siguió la pelota dando veloces trancos, su corazón jadeaba, claro, era comprensible, un  árbitro debe seguir la jugada, pero nunca con ese énfasis: aquello no le importaba. No estaba en sus planes inmediatos hacer “nada inusual”. En el trayecto pasó a llevar a dos jugadores, “¡a un lado, gallinas, que el pase viene para mí!”, gritó, sin que nadie entendiera, sin poder calmarse, hasta que de pronto se detiene, suelta el pito de la mano, esperó el descenso del balón y da un brinco espectacular, magistral, acrobático, de cara y panza al cielo, solo, sin que nadie lo marcara, bueno, ¡es utópico marcar a un juez!, y en esa milésima de segundos quiso darle a la pelota moviendo armoniosamente ambas piernas, como tijera, en pleno  aire: desgraciadamente calculó mal… La pelota bajó y luego él cayó pesadamente al piso. ¿Qué pasó? ¿Qué hizo? ¿Se volvió loco por un momento? Se pensó en un resbalón. En una caída imprevista. Nadie entendió nada. Lo fueron auxiliar. Alguien habló de un ataque epiléptico, que sería, en buenas cuentas, la explicación médica más convincente que pululó.

     Tardaron cinco minutos en volverlo en sí, en curarlo, en quitarle el polvo de la cara, de las orejas y del traje negro. Un popular personaje del barrio, se acercó hasta su oído y le susurró:

 ¾Estuvo buena la idea, Godoy, pero que la “otra” sea menos evidente…

              Los del Deportivo El Llano pedían el término del partido. Con reloj en la mano, mostraban que el tiempo había concluido. Pero el árbitro decidió jugar siete minutos adicionales. Hubo quejas. Discusiones. Amenazas. Finalmente, se acordó disputar los tres minutos que originalmente le faltaban al partido. Los fanáticos de Unión Milán parecían estar participando en un velorio. Había un  silencio fantasmal. La derrota rondaba las narices de los hinchas.

     Pero todo no estaba dicho…

    Demostrando una parcialidad increíble, José María Godoy reanudó la brega cobrando tiro de esquina a favor de Unión Milán, asegurando que la pelota rebotó en la espalda de un defensa. No hubo manera  de convencerlo que aquello era irreal, que nunca existió el córner. Calmó a los del Deportivo señalando que sería la última jugada del lance. Mientras acomodaban la pelota, todo el gentío corrió hasta aquel arco, y gritaban, intimidaban al golero, azuzaban a su equipo, se pelearon a trompadas con algunos visitantes, hasta que vino el pelotazo. Era lo que se llama un buen centro. Perfectamente lanzado, que, de acuerdo a los cálculos de José María Godoy, caería en el punto penal, donde había un hueco, un espacio suficiente para hacer algo imprevisto, rápido, una cabriola, meter un puntete,  golpear la pelota con el empeine, incluso hacer una palomita, pero veía que los chicos no advertían ninguna de esas posibilidades: se estaban codeando, arañando, sujetando, con los demás, y el balón caería ahí, a medio metro de donde él estaba, en el lugar exacto y en el momento preciso, como lo soñó cuando pibe, con la camiseta de Unión Milán en el pecho, el estadio “Dagoberto Espínola” colmado de asistentes, con sus viejos y los vecinos del barrio haciendo barra, entonces ojeó al portero, se hallaba escondido entre tanto jugador, ¡no tapaba un sector del palo izquierdo!, él también estaba metido en aquel bosque humano, donde el polvo que se levantaba hacía más difícil las cosas, permitía ocultar la evidencia de lo que pretendía hacer, si Dios y la suerte lo acompañaban, y el balón seguía viajando, lento, seco, suave, perfecto, diciéndole, apuntándole sólo a él dónde descendería, en qué instante, y no lo piensa más, da un pasito, hace un giro y toma con el taco, en al aire, la pelota, y le cambia el sentido: gol… Estalla la gente. Celebran. Entran a la cancha. ¡Nadie sabe quién hizo la diana! Los de la Unión Milán se abrazan, se preguntan quién metió ese taco fantástico, quién rasguñó el balón con esa clase: ¡qué importa! Muchos goles en la historia del fútbol mundial no tienen dueños. El  árbitro validó de inmediato el gol y corrió al centro de la cancha. Anotó como autor de la conquista al nueve, Miguelito Pacheco, “El Correcaminos”, a quien le pareció ver próximo a la jugada. Pero aquí sucedió lo inevitable: un grupo de hinchas del Deportivo El Llano invadieron el reducto y vino el caos, la trifulca, las peleas, los heridos, los balazos de la policía, y “las múltiples contusiones internas y externas” de José María Godoy, el más perjudicado de todos, que perdió el trabajo, que fue expulsado de por vida del gremio referil, pero que logró la gloria que soñó en la infancia: hacer un gol maravilloso en la cancha “Dagoberto Espínola”, ante toda la gente del barrio, para quitarse de encima esa mala fama de aturdido que cargó durante años y, de algún modo, para doblarle la mano al propio Destino y convertir en Campeón al club de sus amores, aunque nadie nunca, jamás, lo reconoció como autor intelectual y material  de la  histórica  conquista…

 

 

Datos vitales

Reinaldo Edmundo Marchant (Santiago, Chile, 1957) se dio a conocer en la década de los ochenta como integrante de la Nueva Narrativa. Desarrolló en esos años una prolífica labor literaria y periodística. En 1988 remitió cinco novelas inéditas al concurso Andrés Bello, logrando el primer lugar con su libro El Abuelo; dicho certamen se dirimió sólo días después del histórico “Triunfo del No del 5 de Octubre”. Con la publicación del texto ganador, sedujo de inmediato a la crítica especializada, la buena prosa le brota espontánea a Marchant; tiene buenos reflejos de lenguaje narrativo y su escritura lleva la marca de la alegría, (Ignacio Valente, Revista de los Libros, El Mercurio), “pareciera estar escribiendo o pensando, es un escritor que no escribe, que no redacta. Será uno de los grandes escritores de Hispanoamérica” (Enrique Lafourcade, La Tercera), “La obra de Marchant nos hace pensar la lengua de modo distinto y ver el mundo con otros ojos” (Jaime Hagel, La Epoca). Junto a su actividad creativa, escribió durante años los días domingo en la Revista Temas del diario La Epoca. También fue articulista de revistas políticas y editor de dos semanarios municipales. En 1994 es nombrado agregado de cultura y prensa en la Embajada de Chile en Uruguay, donde realizó tres Antologías de autores binacionales, una de ella en co-autoría con Mario Benedetti, trabajo que le significó ser nombrado Miembro Correspondiente de la Academia Uruguaya de Letras ( 1997), siendo el más joven en su historia. En 1998 ocupó el mismo cargo en Colombia. Hijo de familia políticamente de izquierda, el menor de cinco hermanos, Reinaldo Edmundo Marchant se destacó primeramente en el fútbol – “La pelota, mi primer oficio”, semanario Artes y Letras, Uruguay, 1995, formando parte de la serie inferiores de Palestino y del plantel Cuarta Especial y Reserva del Club Deportivo Aviación, actividad que abandonó a los 17 años luego de salir exiliado el 10 de mayo de 1974 junto a un sobrino del diputado socialista Mario Palestro y otros jóvenes dirigentes. A su regreso a Chile, realizó estudios universitarios en la Facultad de Letras de la Universidad Católica y, posteriormente, obtuvo un Diplomado en Comunicación y Gestión Cultural. Sus libros y cuentos merecieron más de una docena de premios literarios, entre los que destacan el Concurso Universidad Católica, 1983; Concurso Nacional “Cuentos de mi País”, Bata, 1984; Premio Internacional Nuevo Cuento Latino, EE.UU., 1985; Premio CMI de Novela, Suiza, 1986; Antonio Pigafetta, 1987; Andrés Bello, 1988; Premio Asociación Uruguaya de Escritores, 1994; XV Concurso Anual de Novela Ciudad de Pereira, Colombia, 1999.

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