Arte poética No. 27: Enrique Lihn

Enrique-Lihn-2Enrique Lihn es uno de los irrenunciables referentes de la poesía chilena del siglo XX. Según Fernando Alegría, Enrique Lihn “murió como vivió. Improvisando un sueño que sorprendía porque no parecía sueño. Había quienes veían en él a un pintor, otros veían a un poeta, o novelista, o periodista o profesor, o monologuista de teatro”.

 

Porque escribí

 

 

Ahora que quizás, en un año de calma,

piense: la poesía me sirvió para esto:

no pude ser feliz, ello me fue negado,

pero escribí.

Escribí: fui la víctima

de la mendicidad y el orgullo mezclados

y ajusticié también a unos pocos lectores;

tendí la mano en puertas que nunca, nunca he visto;

una muchacha cayó, en otro mundo, a mis pies.

Pero escribí: tuve esta rara certeza,

la ilusión de tener el mundo entre las manos

—¡qué ilusión más perfecta! como un cristo barroco

con toda su crueldad innecesaria—

Escribí, mi escritura fue como la maleza

de flores ácimas pero flores en fin,

el pan de cada día de las tierras eriazas:

una caparazón de espinas y raíces

De la vida tomé todas estas palabras

como un niño oropel, guijarros junto al río:

las cosas de una magia, perfectamente inútiles

pero que siempre vuelven a renovar su encanto.

La especie de locura con que vuela un anciano

detrás de las palomas imitándolas

me fue dada en lugar de servir para algo.

Me condené escribiendo a que todos dudarán

de mi existencia real,

(días de mi escritura, solar del extranjero).

Todos los que sirvieron y los que fueron servidos

digo que pasarán porque escribí

y hacerlo significa trabajar con la muerte

codo a codo, robarle unos cuantos secretos.

En su origen el río es una veta de agua

—allí, por un momento, siquiera, en esa altura—

luego, al final, un mar que nadie ve

de los que están braceándose la vida.

Porque escribí fui un odio vergonzante,

pero el mar forma parte de mi escritura misma:

línea de la rompiente en que un verso se espuma,

yo puedo reiterar la poesía.

Estuve enfermo, sin lugar a dudas

y no sólo de insomnio,

también de ideas fijas que me hicieron leer

con obscena atención a unos cuantos psicólogos,

pero escribí y el crimen fue menor,

lo pagué verso a verso hasta escribirlo,

porque de la palabra que se ajusta al abismo

surge un poco de oscura inteligencia

y a esa luz muchos monstruos no son ajusticiados.

Porque escribí no estuve en casa del verdugo

ni me dejé llevar por el amor a Dios

ni acepté que los hombres fueran dioses

ni me hice desear como escribiente

ni la pobreza me pareció atroz

ni el poder una cosa deseable

ni me lavé ni me ensucié las manos

ni fueron vírgenes mis mejores amigas

ni tuve como amigo a un fariseo

ni a pesar de la cólera

quise desbaratar a mi enemigo.

Pero escribí y me muero por mi cuenta,

porque escribí porque escribí estoy vivo.

 

 

 

 

Elegía a Carlos de Rokha

 

                                                         

No hubo dolor en el momento justo

de oír sobre tu muerte.

Fue como si tú mismo la hubieras anunciado

en uno de esos absurdos llamados telefónicos que solías hacer a tus amigos:

una broma sangrienta.

Y la inocencia que, a esas horas, se volvía irritante,

la cigarra de una voz chirriando

en la paja seca del día. No hubo dolor

pero sí, Carlos, la inmediata certeza

de que contigo se eclipsaba la noche

sobre el desierto de un día estable y es como si cayera

un poco de ceniza del cielo sobre tierras eriáceas.

 

Me he llamado a lo real. Pero qué peso insoportable

tendría ahora un guijarro sobre la palma de la mano.

Todas, todas estas pobres historias diurnas no son sino desgarradoras.

Aquí, también, esta visión confusa y demasiado nítida de caras conocidas.

Si la vida no es más que una locura

lo que importan son los sueños y aún el delirio, la mentira piadosa

de las palabras en libertad arrojadas

al millar de los vientos nocturnos,

como en tu poesía: la oscuridad vidente:

palabras como brasas, balbuceos del fuego.

Tenías que morir acaso así, como quien

despierta de sí mismo en un acceso de sangre;

es sorprendente, pero puntual,

la poesía ha muerto entre nosotros, fue un sueño

tú sabes qué difícil de conciliar entre otros:

palabras y, en el fondo

sigue a la exaltación un cansancio profundo,

sólo una rabia negra que tiende a confundirse

con la oscuridad. Así

todo era destrucción para ti a ciertas horas

tan fácil recaer en la locura aullando

por un poco de paz en el exceso del bosque

“Vuelvo al bosque” –escribiste a tu familia a una edad

que tendrías para siempre-

hijo el más pródigo de todos, tan dócil

como Isaac pero irrecuperable.

Abraham fue el victimado y el ángel

de la poesía enzarzado en las alas,

mal te pudo salvar del autosacrificio

si él mismo era un temblor de hojas, un grito pánico.

Oveja negra como todas las noches

de una misma soledad de cuarenta y dos años.

No es verdad que extraviaras el camino, sólo cabía

girar sobre tus propios pasos en un desierto espeso.

Ella –la poesía- al menos fue tu sombra.

No iba a encender en el hueco de la mano temblorosa,

a la siga de un ciego blasfemante

ninguna luz que no fuera tempestad.

 

 

 

Gallo

 

 

Este gallo que viene de tan lejos en su canto,

iluminado por el primero de los rayos del sol;

este rey que se plasma en mi ventana

con su corona viva, odiosamente,

no pregunta ni responde, grita en la Sala del Banquete

como si no existieran sus invitados, las gárgolas

y estuviera más solo que su grito.

 

Grita de piedra, de antigüedad, de nada,

lucha contra mi sueño pero ignora que lucha;

sus esposas no cuentan para él

ni el maíz que en la tarde lo hará besar el polvo.

Se limita a aullar como un hereje en la hoguera de sus plumas.

Y es el cuerno gigante

que sopla la negrura al caer al infierno.

 

 

 

 

La pieza oscura

 

 

La mixtura del aire en la pieza oscura, como si el cielorraso hubiera amenazado

una vaga llovizna sangrienta.

De ese licor inhalamos, la nariz sucia, símbolo de inocencia y de precocidad

juntos para reanudar nuestra lucha en secreto, por no sabíamos

     no ignorábamos qué causa;

juegos de manos y de pies, dos veces villanos, pero igualmente dulces

que una primera pérdida de sangre vengada a dientes y uñas o, para una muchacha

dulces como una primera efusión de su sangre.

 

Y así empezó a girar la vieja rueda —símbolo de la vida— la rueda que se atasca

     como si no volara,

entre una y otra generación, en un abrir de ojos brillantes y un cerrar de ojos opacos

con un imperceptible sonido musgoso.

Centrándose en su eje, a imitación de los niños que rodábamos de dos en dos,

     con las orejas rojas

—símbolos del pudor que saborea su ofensa— rabiosamente tiernos, la rueda dio

     unas vueltas en falso como en una edad anterior a la invención de la rueda

en el sentido de las manecillas del reloj y en su contrasentido.

Por un momento reinó la confusión en el tiempo. Y yo mordí largamente

     en el cuello a mi prima Isabel,

en un abrir y cerrar del ojo del que todo lo ve, como en una edad anterior al pecado

pues simulábamos luchar en la creencia de que esto hacíamos; creencia rayana

     en la fe como el juego en la verdad

y los hechos se aventuraban apenas a desmentirnos

con las orejas rojas.

 

Dejamos de girar por el suelo, mi primo Ángel vencedor de Paulina, mi hermana; yo de Isabel, envueltas ambas

ninfas en un capullo de frazadas que las hacía estornudar —olor a naftalina

     en la pelusa del fruto—.

Esas eran nuestras armas victoriosas y las suyas vencidas confundiéndose unas con otras a modo de nidos

     como celdas, de celdas como abrazos, de abrazos como grillos en los pies

 y en las manos.

Dejamos de girar con una rara sensación de vergüenza, sin conseguir formularnos

     otro reproche

que el de haber postulado a un éxito tan fácil.

La rueda daba ya unas vueltas perfectas, como en la época de su aparición en el mito, como en su edad de madera recién carpintereada

con un ruido de canto de gorriones medievales;

el tiempo volaba en la buena dirección. Se lo podía oír avanzar hacia nosotros

mucho más rápido que el reloj del comedor cuyo tic-tac se enardecía por romper tanto silencio.

El tiempo volaba como para arrollarnos con un ruido de aguas espumosas más rápidas en la proximidad de la rueda del molino, con alas de gorriones —símbolos del salvaje orden libre— con todo él por único objeto desbordante

y la vida —símbolo de la rueda— se adelantaba a pasar tempestuosamente haciendo girar la rueda a velocidad acelerada, como en una molienda de tiempo, tempestuosa.

Yo solté a mi cautiva y caí de rodillas, como si hubiera envejecido de golpe, presa de dulce, de empalagoso pánico

como si hubiera conocido, más allá del amor en la flor de su edad, la crueldad del corazón en el fruto del amor, la corrupción del fruto y luego… el carozo sangriento, afiebrado y seco.

 

¿Qué será de los niños que fuimos? Alguien se precipitó a encender la luz, más rápido que el pensamiento de las personas mayores.

Se nos buscaba ya en el interior de la casa, en las inmediaciones del molino: la pieza oscura como el claro de un bosque.

Pero siempre hubo tiempo para ganárselo a los sempiternos cazadores de niños. Cuando ellos entraron al comedor, allí estábamos los ángeles sentados a la mesa

ojeando nuestras revistas ilustradas —los hombres a un extremo, las mujeres al otro—

en un orden perfecto, anterior a la sangre.

 

En el contrasentido de las manecillas del reloj se desatascó la rueda antes de girar y ni siquiera nosotros pudimos encontrarnos a la vuelta del vértigo, cuando entramos en el tiempo

como en aguas mansas, serenamente veloces;

en ellas nos dispersamos para siempre, al igual que los restos de un mismo naufragio.

Pero una parte de mí no ha girado a compás de la rueda, a favor de la corriente.

Nada es bastante real para un fantasma. Soy en parte ese niño que cae de rodillas

dulcemente abrumado de imposibles presagios

y no he cumplido aún toda mi edad

ni llegaré a cumplirla como él

de una sola vez y para siempre.

 

 

 

 

La musiquilla de las pobres esferas

 

 

Puede que sea cosa de ir tocando

la musiquilla de las pobres esferas.

Me cae mal esa Alquimia del Verbo,

poesía, volvamos a la tierra.

Aquí en París se vive de silencio

lo que tú dices claro es cosa muerta.

Bien si hablas por hablar, “a lo divino”,

mal si no pasas todas las fronteras.

 

Digan, al fin y al cabo, lo que quieran:

en la profundidad de la ignorancia

suena una musiquilla verdadera;

sus auditores fueron en Babel

los que escaparon a la confusión de las lenguas,

gente anodina de los pisos bajos

con un poco de todo en la cabeza;

y el poeta más loco que sagrado

pero con una locura con su cuerda

capaz de darle cuerda a la alegría,

capaz de darle cuerda a la tristeza.

 

No se dirige a nadie el corazón

pero la que habla sola es la cabeza;

no se habla de la vida desde un púlpito

ni se hace poesía en bibliotecas.

 

Después de todo, ¿para qué leernos?

La musiquilla de las pobres esferas

suena por donde sopla el viento amargo

que nos devuelve, poco a poco, a la tierra,

el mismo que nos puso un día en pie

pero bien al alcance de la huesa.

Y en ningún caso en lo alto del coro,

Bizancio fue: no hay vuelta.

 

Puede que sea cosa de ir pensando

en escuchar la musiquilla eterna.

 

 

 

 

Monólogo de un padre con su hijo de meses

 

 

Nada se pierde con vivir, ensaya:

aquí tienes un cuerpo a tu medida

Lo hemos hecho en sombra por amor a las artes de la carne

pero también en serio

pensando en tu visita como en un nuevo juego gozoso y doloroso;

por amor a la vida, por temor a la muerte y a la vida,

por amor a la muerte

para ti o para nadie.

 

Eres tu cuerpo, tómalo, haznos ver que te gusta como a nosotros este doble regalo que

te hemos hecho y que nos hemos hecho.

Cierto, tan sólo un poco del vergonzante barro original,

la angustia y el placer en un grito de impotencia.

Ni de lejos un pájaro que se abre en la belleza del huevo,

a plena luz, ligero y jubiloso, sólo un hombre:

la fiera vieja del nacimiento, vencida por las moscas, babeante y rebosante.

 

Pero vive y verás el monstruo que eres con benevolencia

abrir un ojo y otro así de grandes,

encasquetarse el cielo, mirarlo todo como por adentro,

preguntarle a las cosas por sus nombres

reír con lo que ríe,

llorar con lo que llora,

tiranizar a gatos y conejos.

 

Nada se pierde con vivir, tenemos todo el tiempo del tiempo por delante

para ser el vacío que somos en el fondo.

Y la niñez, escucha:

no hay loco más feliz que un niño cuerdo

ni acierta el sabio como un niño loco.

Todo lo que vivimos lo vivimos ya a los diez años más intensamente;

los deseos entonces se dormían los unos en los otros.

Venía el sueño a cada instante,

el sueño que restablece en todo el perfecto desorden

a rescatarte de tu cuerpo y tu alma;

allí en ese castillo movedizo eras el rey, la reina, tus secuaces, el bufón que se ríe de sí mismo,

los pájaros, las fieras melodiosos.

 

Para hacer el amor allí estaba tu madre

y el amor era el beso de otro mundo en la frente,

con que se reanima a los enfermos,

una lectura a media voz,

la nostalgia de nadie y nada que nos da la música.

 

Pero pasan los años por los años y he aquí que eres ya un adolescente.

Bajas del monte como Zaratustra a luchar por el hombre contra el hombre:

grave misión que nadie te encomienda;

en tu familia inspiras desconfianza,

hablas de Dios en un tono sarcástico, llegas a casa al otro día, muerto.

Se dice que enamoras a una vieja, te han visto dando saltos en el aire,

prolongas tus estudios con estudios de los que se resiente tu cabeza.

No hay alegría que te alegre tanto como caer de golpe en la tristeza

ni dolor que te duela tan a fondo como el placer de vivir sin objeto.

Grave edad, hay algunos que se matan porque no pueden soportar la muerte,

quienes se entregan a una causa injusta en su sed sanguinaria de justicia.

Los que más bajo caen son los grandes,

a los pequeños les perdemos el rumbo.

En el amor se traicionan todos,

el amor es el padre de sus vicios.

Si una mujer se enternece contigo le exigirás te siga hasta la tumba,

que abandone en el acto a sus parientes,

que instale en otra parte su negocio.

 

Pero llega el momento fatalmente en que tu juventud te da la espalda

y por primera vez su rostro inolvidable en tanto huye de ti que la persigues a salto de ojo,

inmóvil, en una silla negra.

Ha llegado el momento de hacer algo parece que te dice todo el mundo

y tu dices que sí, con la cabeza.

En plena decadencia metafísica caminas ahora con una libretita de direcciones en la mano,

impecablemente vestido,

con la modestia de un hombre joven que se abre paso en la vida,

dispuesto a todo.

El esquema que te hiciste de las cosas hace aire y se hunde en el cielo dejándolas a todas en su sitio.

De un tiempo a esta parte te mueves entre ellas como un pez en el agua.

Vives de lo que ganas, ganas lo que mereces, mereces lo que vives:

eres, por fin, un hombre entre los hombres.

 

Y así llegas a viejo como quien vuelve a su país de origen después de un viaje interminable corto de revivir, largo de relatar,

te espera en ti la muerte, tu esqueleto con los brazos abiertos,

pero tu la rechazas por un instante,

quieres mirarte larga y sucesivamente en el espejo que se pone opaco.

Apoyado en lejanos transeúntes vas y vienes de negro,

al trote, conversando contigo mismo a gritos, como un pájaro.

No hay tiempo que perder, eres el último de tu generación en apagar el sol y convertirte en polvo.

 

No hay tiempo que perder en este mundo embellecido por su fin tan próximo.

Se te ve en todas partes dando vueltas en torno a cualquier cosa como en éxtasis.

De tus salidas a la calle vuelves con los bolsillos llenos de tesoros absurdos: guijarros, florecillas.

Hasta que un día ya no puedes luchar a muerte con la muerte y te entregas a ella, a un sueño sin salida, más blanco cada vez, sonriendo, sollozando como un niño de pecho.

 

Nada se pierde con vivir, ensaya: aquí tienes un cuerpo a tu medida,

lo hemos hecho en la sombra por amor a las artes de la carne pero también en serio,

pensando en tu visita

para ti o para nadie

 

 

 

 

TV

 

Como los primitivos junto al fuego el rebaño se arremansa atomizado

en la noche de las cincuenta estrellas, junto a la televisión en colores.

De esa llama sólo se salvan los cuerpos.

En cada hogar una familia a medio elaborar clava sus ojos de vidrio

en el pequeño horno crematorio donde se abrazan los sueños.

La antiséptica caja de Pandora

de la que brotan ofrecidos a la extinción del deseo meros objetos de consumo

en lugar de signos, marcas de fábrica.

Hombres y mujeres reducidos por el showman a su primera infancia,

ancianas investidas de indignidad infantil,

juegan en la pantalla que destaca sus expresiones inestables

como las de las cosas en el momento de arder.

 

 

 

 

Piedra sacrificial

 

 

No me quiero hacer víctima

A lo sumo estoy cómodamente tendido

sobre la piedra de los sacrificios

y un tipo que se limpia las uñas con un cuchillo

me dice ¿Qué es de tu vida?

¿No te parece que sobra?

 

 

 

El vaciadero

 

 

No se renueva el personal de esta calle:

el elenco de la prostitución gasta su último centavo en maquillaje

bajo una luz polvorienta que se le pega

a la cara

Una doble hilera de caries, dentadura de casas desmoronadas

es la escenografía de esta

Danza Macabra

trivial bailongo sabatino en la pústula de la ciudad.

 

Es una cara conocida llena de costurones con lívidas cicatrices

bajo unos centavos de polvo,

y que emerge de todas las grietas de la ciudad,

en este barrio más antiguo que el Barrio de los Alquimistas

como la cara sin cuerpo del caracol ofreciéndose

en los dos sexos de su cuello andrógino

blandamente fálico y untado de baba vaginal

el busto de un boxeador que muestra las tetas

en el marco de un socavón.

 

No avanza ni retrocede el río en ese tramo

descolorido y bullente alrededor de la compuerta

El mecanismo de un reloj descompuesto

cuelga como la tripa de un pescado

de la mesita de noche

entre los rizos de una peluca rosada

La fermentación de las aguas del tiempo que se enroscan alrededor del detritus

como el caracol en su concha

el éxtasis de lo que por fin se pudre para siempre.

 

 

 

 

La despedida

 

 

¿Y qué será, Nathalie, de nosotros. Tú en mi

memoria, yo en la tuya como esos pobres

amantes que mientras se buscaban

de una ciudad a otra, llegaron a morir

—complacencias del narrador omnividente, tristezas

de su ingenio— justo en la misma pieza

de un hotel miserable

pero en distintas épocas del año?

Absurdo todo pensamiento, toda memoria

prematura

y particularmente dudosa

cualquier lamentación en nuestro caso;

es por una deformación profesional que me permito

este falso aullido

ávido y cauteloso a un mismo tiempo. «Todo es

triste —me escribes— y confuso,

y yo quisiera olvidarlo todo». Pero te das incluso,

entre paréntesis

el lujo de cobrarme una pequeña deuda y la palabra

adiós se diría que suena

de un modo estrictamente razonable.

El amor no perdona a los que juegan con él. No

tenemos perdón del amor, Nathalie

a pesar de tu tono razonable

y este último zumbido de la ironía, atrapada en

sí misma,

como una cigarra por los niños.

El viento nos devuelve, a ti en Bonnieux

a mí en un París que a cada instante rompe, contra

toda expectativa,

sus vagas relaciones lluviosas con el sol,

el peso exacto de nuestras palabras de las que

hicimos un mal gasto al cambiarlas por

moneda liviana, pequeñísima,

y este negocio de vivir al día no era más que,

a lo lejos, una bonita fachada

con angustiados gitanos en la trastienda.

El viento al que jugamos Nathalie, mientras

soplaba del lado de lo real, en la Camargue,

nos devuelve

—extramuros de la memoria, allí donde el mar brilla

por su ausencia

y no hay modo de estar realmente desnudo—

palmerales roídos por la arena, el sibilino rumor

de una desolación con ecos

de voces agrias que se confunden con las nuestras.

Es la canción de los gitanos, forzados

a un nuevo exilio por los caminos de Provenza

bajo ese sol del viento que se ríe a mandíbula

batiente del verano y sus pequeños negocios.

Son historias, también tristemente confusas. La

diferencia está en que nosotros bajamos

desde el primer momento el diapasón de la nuestra;

sí, gente civilizada. . . guardando, claro está,

las debidas distancias

—mi desventaja, Nathalie— entre tu tribu y la mía.

Pero Lulú es testigo del Tarot; Lulú que parece

haber nacido bajo todos los signos

del zodíaco,

antes hada madrina que rigurosa vidente,

ella lo sabe todo a ciencia incierta, tu amiga.

Nada con los romanos y sus res gestae; el porvenir

se lee bajo la inspiración

de los aerolitos, en la mano misma;

entre griegos no hay líneas decisivas; una muerte que

dice, únicamente ella,

la última palabra de lo que un hombre fue; y el

temblor en las manos, Nathalie,

el brillo o la humedad en los ojos, el deseo.

 

 

 

 

Nathalie

 

 

Estuvimos a punto de ejecutar un trabajo perfecto,

Nathalie en una casa de piedra de Provenza.

Dirás ahora que todo estuvo mal desde el principio

pero lo cierto es que exhumamos, como por arte de magia,

todos, increíblemente todos los restos del amor

y en lo que a mí respecta hasta su aliento mismo:

el ramillete de flores de lavanda.

Es cierto: nuestras buenas intenciones fracasaron,

nuestros proyectos se redujeron al polvo del camino

entre la casa de Lulú y la tuya.

No se podía ir más lejos con los niños

que además se orinaron en nuestro experimento;

pero aprendí a Michaux en tu casa, Nathalie; una

vociferación que me faltaba,

un dolor, otra vez, incalculable

para el cual las palabras no tienen gusto a nada.

 

Vuelvo a París con el cuaderno vacío,

tu trasero en lugar de mi cabeza,

tus piernas prodigiosas en lugar de mis brazos,

el corazón en la boca no sé si de tu estómago o del mío.

Todo lo intercambiamos, devorándonos: órganos y

memorias, accidentes del esfuerzo por calarnos a fondo,

Nathalie, por fundirnos en una sola pulpa.

 

Creer en dios; sólo me falta esto

y completar, rumiando, el ciclo de la baba,

a lo largo de Francia.

Pero sí, trabajamos duramente

hombro con hombro, ombligo contra ombligo

y estuvimos a punto de sumergirnos en Rilke.

 

No hemos perdido nada:

este dolor era todo lo que podía esperarse;

sólo me falta aullarlo en el momento oportuno,

mi viejecilla, mi avispa, mi madre de

dos hijos casi míos, mi vientre.

 

“Va faire dodo Alexandre. Va faire dodo Gérome.”

Ah, qué alivio para ellos

el flujo de la baba de la conciliación. Toda otra

forma de culto es una mierda.

Me hago literatura.

Este poema es todo lo que podía esperarse

después de semejante trabajo, Nathalie.

 

 

 

 

Si se ha de escribir correctamente poesía

 

 

Si se ha de escribir correctamente poesía

no basta con sentirse desfallecer en el jardín

bajo el peso concertado del alma o lo que fuere

y del célebre crepúsculo o lo que fuere.

El corazón es pobre de vocabulario.

Su laberinto: un juego para atrasados mentales

en que da risa verlo moverse como un buey

un lector integral de novelas por entrega.

Desde el momento en que coge el violín

ni siquiera el Vals triste de Sibelius

permanece en la sala que se llena de tango.

Salvo las honrosas excepciones las poetisas uruguayas

todavía confunden la poesía con el baile

en una mórbida quinta de recreo,

o la confunden con el sexo o la confunden con la muerte.

Si se ha de escribir correctamente poesía

en cualquier caso hay que tomarlo con calma.

Lo primero de todo: sentarse y madurar.

El odio prematuro a la literatura

puede ser de utilidad para no pasar en el ejército

por maricón, pero el mismo Rimbaud

que probó que la odiaba fue un ratón de biblioteca,

y esa náusea gloriosa le vino de roerla.

Se juega al ajedrez

con las palabras hasta para aullar.

Equilibrio inestable de la tinta y la sangre

que debes mantener de un verso a otro

so pena de romperte los papeles del alma.

Muerte, locura y sueño son otras tantas piezas

de marfil y de cuerno o lo que fuere;

lo importante es moverlas en el jardín a cuadros

de manera que el peón que baila con la reina

no le perdone el menor paso en falso.

Quienes insisten en llamar a las cosas por sus nombres

como si fueran claras y sencillas

las llenan simplemente de nuevos ornamentos.

No las expresan, giran en torno al diccionario,

inutilizan más y más el lenguaje,

las llaman por sus nombres y ellas responden por sus

nombres

pero se nos desnudan en los parajes oscuros.

Discursos, oraciones, juegos de sobremesa,

todas estas cositas por las que vamos tirando.

Si se ha de escribir correctamente poesía

no estaría de más bajar un poco el tono

sin adoptar por ello un silencio monolítico

ni decidirse por la murmuración.

Es un pez o algo así lo que esperamos pescar,

algo de vida, rápido, que se confunde con la sombra

y no la sombra misma ni el Leviatán entero.

Es algo que merezca recordarse

por alguna razón parecida a la nada

pero que no es la nada ni el Leviatán entero,

ni exactamente un zapato ni una dentadura postiza.

 

 

 

 

Hoy murió Carlos Faz

 

 

Porque un joven ha muerto

pido que me demuestren, una vez más, el valor de la vida,

antes de que este cielo de octubre me haga bajar los ojos

hacia una tierra en ruinas

y el canto de los pájaros y el canto de los niños se confundan

en un mismo lamento en lo alto del coro

y las flores de octubre sean los incensarios que me envuelven

con su perfume húmedo y oscuro.

 

Tú y yo lo conocíamos,

no tenía el deseo de morir ni la necesidad, ni el deber

de morir,

era como nosotros o mejor que nosotros:

un hombre entre los hombres, alguien que día a día hizo

lo suyo:

reflejar el mundo,

amar a la mujer, intimar con el hombre,

dar cuerda a su reloj,

transfigurar el mundo.

 

Obsérvense sus cuadros;

he aquí los espejos que retienen el aire del ausente, su imagen en imágenes,

lo que de él permanece despierto en su vigilia absoluta

de objeto,

en su fácil vigilia;

allí todo está en orden, en un orden secreto que no irrita,

en un orden que asombra: caprichoso y exacto, hostil y vivo,

vivo,

delicado,

luminoso como una sola estrella.

 

 

 

 

Cisnes

 

 

Miopía de los cisnes cuando vuelan,

bien alargado el cuello, bien redondos

y como si empuñaran la cabeza.

Pero aun así no pierden, ganan otra

forma de su belleza indiscutible

estas barcas de lujo de Sigfrido

bajo cuyas pesadas armaduras

tomaron el camino de la ópera

sin perder una sola de sus plumas.

La poesía puede estar tranquila:

no fueron cisnes, fue su propio cuello

el que torció en un rapto de locura

muy razonable pero intrascendente.

Ni la mitología ni el bel canto

pueden contra los cisnes ejemplares.

 

 

 

 

Elegía a Gabriela Mistral

 

 

Dirán que se ha dormido para siempre, dirán

que un ala color fuego y otra color ceniza

el ángel de su voz baja por ella

lleno de un Cristo único: impaciente en la espera;

que esperezándose de su vida profunda

nunca bien conciliada como sueño de exilio

con ojos que sus ojos de polvo le cegaron

todo lo ve en su Dios que lo ve todo.

Y cae allí donde estuvo su pecho

desenredado el nudo que la hizo cantar;

silencio ahora guarda, feliz, como de niño.

Dirán que está en la Gloria.

 

Dirán que está en la Gloria y que se encuentra en ella

una a una sus pérdidas como en un arenal

donde acampara el reino del que fue reina.

Su madre se le ofrece nuevamente en la jarra

en que le bebe el rostro con el suyo mil años.

Se yergue y he ahí los niños que no tuvo;

su amor luce en el cielo carne y hueso divinos.

Jóvenes de otra edad, fantasmas vivos

callan para que hable y es en Elqui, su valle

a un paso de países que le dan alegría.

Dirán que es suyo el seno de los suyos.

 

“Son palabras, palabras” creo oírle a la tierra

que, como siempre tiene la razón, coge y muele

su presa en un silencio que desvela a las víboras.

 

Palabras, sí. Pero algo suena en ellas

como en un verso mío un verso suyo

de vivo y cierto y creo y se abre el cielo

bajo la sombra que le da mi mano

No hay secreto ninguno en el azul

que no sea el azul de su secreto

y si otro mundo existe el sol lo abrazaría.

Enero corre incrédulo, apegado a sus días

hombre y buey a la vez, perro salvaje…

 

Y un absurdo solemne se prepara:

una misa solemne.

No me muevo de aquí, no bajo a la ciudad,

viene en su lugar otra que era apenas su sierva.

La tierra apoderada del cuerpo de Gabriela

bailará al paso lento del cortejo en las calles

y el Cristo mendicante que amó como mendiga

será sólo una cruz de una pieza, dorada

esplendorosa y fría como treinta monedas.

Niñas de blanco, en blanco, demasiado inocentes

bostezarán el sol hasta que entre en escena

seguido del ejército su primo, el gran soldado.

 

No me muevo de aquí donde está ella,

en su libro, en su voz que le leemos

toda una noche de cerrada vigilia.

Agua que se bebió vuelve a embriagarnos

de una sed, maravilla de las aguas.

Compañía nos hace el pan, su hermano

y la sal que aprendieron, poco a poco, sus sienes.

 

Envejecemos con sus criaturas

en el desierto que las guarda vivas

para un día feliz no venidero;

y muere, ante nosotros, la extranjera

en una soledad que nos ahoga.

 

Cabe en un redondel de luz la América

que un corazón contuvo en un gesto de amor.

La vida innominada no vive en nuestra vida

y cuando es justa como lo es su palabra

parece que las cosas sólo existen

para corroborarla desde lejos.

Al sol del Trópico lo alumbra Gabriela

la que levanta a signos toda una cordillera;

y el maíz tiene ojos que ella mira y la miran

innumerablemente como a madre giganta

como el verde amarillo de agradecimiento.

Mil años esperaron que naciera, sus hijos.

 

Y no ha nacido el día de los días para ella

cuerpo sólo es ahora que se encarna en la tierra,

ola que pierde espumas de su nombre

en la fosa común del mar del fondo.

Por mi parte yo nada le deseo,

busco su dicha allí donde encontró su dicha;

el canto, cuando es bello, cura el dolor que mienta

y le sobra belleza para el dolor más ancho.

Creo verla poner a su desgracia

el rostro grave y dulce que espejea en su verbo.

Escuchémosla hablar, roto el silencio

no atinaremos a llamarla ausente.

 

 

 

 

Cementerio en Puntas Arenas

 

 

Ni aún la muerte pudo igualar a estos hombres

que dan su nombre en lápidas distintas

o los gritan al viento del sol que se los borra:

otro poco de polvo para una nueva ráfaga.

Reina aquí, junto al mar que iguala al mármol,

entre esta doble fila de obsequiosos cipreses

la paz, pero una paz que lucha por trizarse,

romper en mil pedazos los pergaminos fúnebres

para asomar la cara de una antigua soberbia

y reírse del polvo.

 

Por construirse estaba esta ciudad cuando alzaron

sus hijos primogénitos otra ciudad desierta

y uno que otro ocuparon, a fondo, su lugar

como si aún pudieran disputárselo.

Cada uno en lo suyo para siempre, esperando,

tendidos los manteles, a sus hijos y nietos.

 

 

 

 

De anciano a anciana a través de sus celdas circulares

 

 

Leeremos poemas que escribí hace tres años,

después de haberte sido presentado

por un desconocido, junto al invernadero,

bajo un cielo de agosto manchado por la lluvia

tácita como el ángel que tú eras.

 

Ya habrá pasado todo ese futuro

que sólo fue un instante de tiempo reunido

durante nuestro encuentro, habrá pasado

lo que nunca llegará a suceder,

eso que, sin embargo, como un eje a sus ruedas nos reúne,

fundiendo nuestros viajes paralelos.

 

Leeremos mis versos, leeremos tus cartas de hace siglos,

dirigidas a mí que las besaba en una pieza roja de soltero;

buscando en ellas algo, una frase invisible que pudo comenzar.

 

¿Por qué, me digo ahora, no fue doble tu mano,

por qué callaste sílabas que hubiesen revelado

el revés del amor y sus satélites, negros,

en la negrura que ahora nos corona?

 

Pero estábamos tristes: debías regresar

continuamente al punto de partida

y el nuestro era un encuentro de dos seres que huyen

por una misma calle a mediodía

fingiendo caminar con lentitud.

 

 

 

 

La vejez de Narciso

 

 

Me miro en el espejo y no veo mi rostro.

He desaparecido: el espejo es mi rostro.

Me he desaparecido;

porque de tanto verme en este espejo roto

he perdido el sentido de mi rostro

o, de tanto contarlo, se me ha vuelto infinito,

o la nada que en él, como en todas las cosas,

se oculta, lo oculta,

la nada que está en todo, como el sol en la noche,

y soy mi propia ausencia frente a un espejo roto.

 

 

 

 

Nathalie a simple vista

 

 

En lo real como en tu propia casa,

el secreto reside en olvidar los sueños;

poner así en peligro el sentido de la noche

retirando, uno a uno, los hilos de la urdimbre

en que ella trama sus horribles dibujos,

como se gasta en el umbral la estela bajo el polvo.

 

Y bienvenidos sean los consejos del cuerpo

y las sanas costumbres de la nueva barbarie.

Quizá la práctica del yudo

o el furibundo asalto a un neumático viejo

en rue Manuel, a las seis de la mañana

y la dulce y perdida murmuración del ombligo

al caer de la tarde; sí, atrévete a decirlo maravillosa.

 

Viene del vientre la voz de paraíso.

En lo real como en su propia pulpa

el desnudo femenino corta el aliento del sueño.

 

Atrévete a decir que no habías mordido

sino sólo pequeños frutos ácidos.

 

 

 

 

Pies que dejé en París

 

 

Pies que dejé en París a fuerza de vagar

religiosamente por esas calles sombrías.

La ciudad me decía no eres nada

a cada vuelta de sus diez mil esquinas,

y yo: eres bella, a media legua, hundiéndome

otro poco en el polvo deletéreo:

nieve a manera de retribución,

y en la boca un sabor a papas fritas.

 

 

 

 

Nunca salí del horroroso Chile

 

 

Nunca salí del horroroso Chile

mis viajes que no son imaginarios

tardíos sí -momentos de un momento-

no me desarraigaron del eriazo

remoto y presuntuoso

Nunca salí del habla que el Liceo Alemán

me infligió en sus dos patios como en un regimiento

mordiendo en ella el polvo de un exilio imposible

Otras lenguas me inspiran un sagrado rencor:

el miedo de perder con la lengua materna

toda la realidad. Nunca salí de nada.

 

 

 

 

Corte de pelo

 

 

 

 

Te pedí que te cortaras el pelo

para que volviera a su suavidad natural

Como todo lo demás lo hiciste a medias

A medias me rompieron la cara en tu nombre,

a la vuelta de la esquina

y a medias me esperabas, entre tanto, en la casa

pues partiste enseguida a refugiarte en otra.

Y a medias le habías dicho al agresor que me amabas.

Pero, eso sí, le diste mi nombre y mi dirección

pues no todo ha de hacerse a medias

tuviste la honradez de pensar

en un cincuenta por ciento

 

 

 

 

La desaparición de este lucero

 

 

La desaparición de este lucero

lo puso ferozmente en evidencia

no era Venus la estrella vespertina

no era Venus la estrella matutina

Era una lucecilla intermitente

no nacida del cielo ni del mar

y yo era sólo un náufrago en la tierra

No era siquiera una mujer fatal

bella, sí, pero espuma del oleaje

un simulacro de la Diosa ausente

Ni de pie sobre el mar: en la bañera

ni espuma: algo de carne, algo de hueso

un pajarillo, y eso, de mujer

dócil al aire pero desalado

y desolado, pues volar podía

tan sólo cuando el viento lo soplaba

ni tuvo el mar por mítico escenario

En la ciudad más fea de la tierra

se hizo humo a la hora de los quiubos

Era fulana, y eso, simplemente

y yo, el imbécil que escribió este libro.

 

 

 

 

La mano artificial

 

 

Es una mano artificial la que trajo

papel y lápiz en el bolso del desahuciado

No va a escribir Contra la muerte, ni El arte de morir

¡felices escrituras! No va a firmar un decreto

de excepción que lo devuelva a la vida.

Mueve su mano ortopédica como un imbécil que jugara

con una piedra o un pedazo de palo

y el papel se llena de signos como un hueso de hormigas

 

 

 

 

Aparición de la virgen

(Fragmento)

 

Virgen del Neoprén

Señora del Simulacro

Bajas del cielo de tus utilerías

acompañada de un guerrero antiguo

A ver si puedes dividirnos aún más

Tiendes tu mano sobre los intereses creados

y nos amenazas con un acabo de mundo

Virgen de la chacota en la punta del cerro

la que se cree el sol y nos quema los ojos

Reina de todos los apagones

Desprotectora de los desprotegidos

Fosa común de los buscados

Antiseñora del despojo del P.O.J.H.

 

Virgen señora de las aparecidas

tú que retomas tu antigua tradición

y te resuelves por angas o por mangas

a darte en espectáculo

Ahora, mamita, contra el apagón cultural

y a favor de él están dando tu golpe mariano

haciéndote aparecer en la punta del cerro

porque así lo asegura el niño ángel a grito pelado

¡La Virgen! y de todos los rincones de este país anguloso

desde todos los ángulos de este país arrinconado

los de tu equipo nos volamos a la carrera

apelotonados hacia ti que estás no derretida en el sol

nos quemamos los ojos para verte mejor

y a pocos metros sobre el nivel del cerro

como un pez centelleante que allí desova

como un platillo volador y dentro de él

tal como cualquiera puede verte en el Templo de Maipú

tu nave espacial

con tu corona de perlas

y tu moreno color de manola

sentada a la mesa de comando, haciéndola girar

hacia el que sube el platillo por el chorro

mirándolo con láser a los ojos

fulmínalo si lo que hace es un bluf

porque (ahora sí) las condiciones están dadas

o nunca, para tu aterrizaje, incluso

un comunicador de primera se negó a que su medio

desmintiera tu aparición

“Con la Virgen -dijo-  nunca se sabe”

 

Hablando en cualquier lengua abre, madre, la boca

y dinos lo que quieras por lo que más quieras

el niño ángel –tu perico- es el César de Santis

de este festival de la emoción

Llegaremos por cientos, por miles

a columpiarnos en ti al pie del cerro

así lo dicen tus titulares, tus emisiones radiales

y los polaroides que te disparan

cuando el Ángel lo ordena

la nube luminosa en el ojo de nuestras cámaras

 

 

 

 

Hay sólo dos países

 

 

Hay sólo dos países: el de los sanos y el de los enfermos

Por un tiempo se puede gozar de doble nacionalidad

pero, a la larga, eso no tiene sentido

Duele separarse, poco a poco, de los sanos

a quienes seguiremos unidos hasta la muerte

separadamente unidos

Con los enfermos cabe una creciente complicidad

que en nada se parece a la amistad o el amor

(esas mitologías que dan sus últimos frutos

a unos pasos del hacha)

Empezamos a enviar y recibir mensajes

de nuestros verdaderos conciudadanos

una palabra de aliento

un folleto sobre el cáncer

 

 

 

 

Nadie escribe desde el más allá

 

 

Nadie escribe desde el más allá

Las memorias de ultratumba son apócrifas

En la casa de la muerte sólo se encuentran

agonizantes lectores

algunos vivos que curiosean allí, pero no muertos

Aunque el libro tibetano de los muertos diga

que se dirige a ellos

no hay lectores en el más allá, muertos que

no guarden las formas y la gravedad de la noche

Sólo se recuerdan apariciones

fantasmas, más bien fantasías

enfermedades de la memoria

Esos señores, en lugar de hablar

responden a la desesperación de preguntas

mediúmnicas sin interés

Peor aún, suspenden mesas de tres patas

para probar que existen

Como invisibles pionetas

bajan un piano del quinto al cuarto piso

Quiero saber qué son los muertos, si son

No lo que hacen ni lo que dicen de otros

no las pruebas de su existencia, si existen

 

 

 

 

Animita de éxito

 

 

Me he convertido en una animita de éxito

entre los camioneros y sus familias

Una casita de la muerte iluminada a vela

Piadosamente; a diario con flores fresas a sus pies

Me he convertido en un actor que va a morir

pero de verdad, en el último acto

en un afamado equilibrista sin red que baila

noche a noche sobre la cuerda floja

El teléfono suena constantemente en mi camarín

No me pueden llamar para derogar mi aparición en escena

lo hacen solo para pedirme que les reserve entradas

aunque sea para el tercer acto

Tinguirinea gente cercana a mi corazón ahora vacío

pero no indiferente,

y gente que estuvo a miles de kilómetros de él

estos últimos para reconciliarse con Jesús, su paralítico

a pito de mí para obtener la absolución en el último momento

Par delicatesse voy a perder con lo que me queda de vida

la alegría de morir, recibiendo a esos jetones

La muerte es un éxito de público

Basta con doce personas

no quiero a nadie más en la platea

 

 

 

Datos vitales

Enrique Lihn (Santiago, Chile, 1929-1988) es poeta, novelista y ensayista. Realizó sus estudios básicos en el Saint George College, posteriormente en el Colegio Alemán y en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile. Miembro de la  generación del 50, inició muy joven la carrera literaria, incursionando no sólo en poesía sino también en el campo de la novela, el ensayo y la crítica.  Fue profesor del Departamento Humanístico de la Universidad de Chile y en 1965 viajó a Paris mediante una beca de museología de la Unesco.  Posteriormente vivió en Cuba y EE.UU., gracias a la beca Guggenheim obtenida en 1978. Su obra poética consta de  numerosas publicaciones, entre las que se destacan: Nada se Escurre en 1949, Poemas de este tiempo y de otro en 1955, Poesía de paso en 1966, Situación Irregular en 1977, A partir de Manhattan en 1979, El Paseo Ahumada en 1983 y Diario de la muerte en 1989. De los galardones obtenidos sobresalen el Premio Municipal de Poesía 1970 por su obra La musiquilla de las pobres esferas y el Premio Casa de las Américas de Cuba por su obra Poesía de paso en 1966.

 

También puedes leer