Leopoldo Lezama nos ofrece una reseña al libro de ensayos de homenaje al poeta Eduardo Lizalde, publicado recientemente en el Fondo Editorial Tierra Adentro y en donde aparece un texto de Mijail Lamas, miembro de Círculo de Poesía. Lizalde es uno de los poetas raíz de nuestro presente poético, un poeta que cree en la emoción y el decorum.
Una raya más, merodeando los territorios de la bestia
Lo verdaderamente difícil en la empresa de contribuir a explorar la obra de un poeta es encontrar los diversos motores que la empujan. ¿De dónde proviene esa fuerza creativa? ¿Hacia dónde se dirigen sus múltiples sentidos?, son cuestionamientos tan complejos como distinguir las etapas del caprichoso y lento germinar de una semilla. El estudio de las raíces y de la fuerza expresiva de un poeta que ha ido evolucionando por décadas no es cosa sencilla. Una obra poética se presenta como un vasto panorama que no se despeja con la lectura de algunos poemas, y para lo cual se vuelve imprescindible internarse en ese extenso terreno que ha sido labrado por muchos años de escritura. Por tal motivo es de aplaudir la reunión de textos editada por Víctor Cabrera y publicada por Fondo Editorial Tierra Adentro con el título Una raya más, volumen en torno a la obra y el pensamiento de Eduardo Lizalde, sin duda uno de nuestros mejores poetas vivos. Cabrera reunió a 15 poetas jóvenes mexicanos con el propósito de abracar “todas las facetas confluyendo en una sola figura”. De este modo, desde los fallidos y autoexorcizados primeros años poeticistas de la década de los cincuenta y la afortunada aparición de Cada Cosa es Babel (1966), hasta los trabajos más recientes, los ensayos aquí compilados cumplen con la tarea de revalorar a un gran poeta que acaso no ha gozado del mismo reconocimiento que otros escritores de su generación. Así vamos ingresando a la atmósfera de aquél “oscurecimiento de la conciencia”, la zona del tigre y de los orígenes del acto creativo, el vislumbre de la Babel poética de la cual ha escrito Lizalde: “Cosa veloz […] / No eres más sin embargo nada se te agrega / por tener ese nombre que te lame /como un halo de oliva/ o una guirnalda de avispas transparentes / sobre tu cuerpo sudoroso de existencia. / Cosa nombrada, ya existías antes de llamarte incluso / con la palabra cosa”. Al principio el poeta se plantea el problema de la construcción del lenguaje, el misterio del tejido entre la palabra y “la cosa menor, ajena, cotidiana”, asunto que aquí retoma Natalia González, quien se pregunta “¿Cómo podría la roca ablandarse si no es tocada por otra palabra que la haga trizas, la pulverice o la ponga a saltar en el agua…?”, González añade que en Cada cosa es Babel, Lizalde se propondría mediante la problematización de las posibles relaciones que la palabra tiene con el mundo, “una historia del decir poético”, una historia de la cosa y el nombre, su “desnudo tejido”, sus “cáñamos seguros”, y donde hallamos por vez primera, a un artífice capaz de lograr bellas construcciones:
Cosa […]
Si el nombre humea por tu cuerpo
Como la trepadora escrita,
O la hiedra de frutos salivares
Urdida flor a flor con tu materia […]
Cosa […]
Espectro arenoso, y azul, de la vigilia.
Este libro representaría el inicio de una voz, y tendría ya, a decir de Eduardo Hurtado, dos de los rasgos fundamentales de toda la poesía lizaldeana: “las exigencias formales de la tradición clásica y (el) apego a la claridad expresiva.”
Después se reflexionará sobre la etapa de mayor éxito; la saga del tigre, que inicia cuando en el año de 1970 la Universidad de Guanajuato publica El tigre en la casa, libro paradigmático de la poesía mexicana y según Octavio Paz, de una “piadosa ironía”, libro claro y sencillo pero que aborda con hondura nuestras milenarias pulsiones destructivas, o como ha dicho otro poeta, “una crítica feroz del hombre y de sus degradaciones”. Esta fábula del tigre sigue siendo un emblema de la poesía lizaldeana, gracias a que supo contener la cualidad agresiva, tierna y rutinaria de la especie: “y pierde la cabeza con facilidad, huele la sangre aún a través del vidrio/ percibe el miedo desde la cocina/ y a pesar de las puertas más robustas.” En El tigre en la casa Lizalde halló un tono en que temas como el amor y el odio, adquirieron una dimensión completamente distinta: “Que el oro mismo estalle sin motivo / Que un amor capaz de convertir al sapo en rosa se destroce”, y en otro momento: “y el miedo es una cosa grande como el odio. / El miedo hace existir a la tarántula/ la vuelve digna de respeto/ la embellece en su desgracia.” En realidad estamos ante una novedosa reconstrucción de algunos valores esenciales de la poesía; el miedo y el odio, el dolor, el sufrimiento, lo grotesco, son vistos como un corriente que corre hacia la misma belleza, diversos instantes de una misma potencia, como lo ha advertido en el presente libro Marco Antonio Huerta en su acercamiento a Caza Mayor: “Es el deseo, la sensualidad, el amor, el sexo. La belleza. La violencia desatada de lo agreste, lo salvaje. También la ira con que el tiempo, depredador ineludible, todo borra y apaga.” En toda la saga del tigre la belleza ha conquistado nuevos matices, se ha extendido hacia espacios donde lo terrible reinaba bajo su propia lógica, y ha dado origen a una tensión en que convergen otros elementos compositivos del carácter humano: la violencia destruye pero también es un conducto de sensualidad y deseo; el amor edifica y a la vez constituye una fuerza voraz que nos consume. Al respecto Víctor Cabrera apunta: “Visible o camuflado, el tigre (de) Lizalde —su aura carnicera— cruza la espesa selva poética hasta impregnarlo todo de escepticismo y desencanto. Como el tempus fugit, como sus apreciados simbolistas, el poeta nos recuerda que la belleza es solamente un reflejo de lo atroz.” Lizalde pudo comprender la inevitable dualidad de las pasiones, y que toda emoción edificante contiene en sí su propia ruina, como lo insinúa en La bella implora amor: “Tengo que agradecerte señor / […] que me hayas hecho a mi tan bella / en especial / que hayas construido para mí tales tersuras/ tal rostro rutilante / y tales ojos estelares / […] Pero tengo que odiarte por esta perfección. / Tengo que odiarte/ por esa pericia torpe de tu excelso cuidado: / me has construido a tu imagen inhumana / perfecta y repelente para los imperfectos.”
Mención aparte merecería el ensayo “Jardines simbólicos” del poeta y científico Balám Rodrigo, donde se aborda, desde una muy particular perspectiva, otro elemento primordial del corpus lizaldeano: la rica simbología que el poeta levanta en torno a su flora y fauna imaginaria; e igualmente notable es el texto de Eduardo Uribe “Acecho cotidiano” que se ocupa de la vasta obra crítica y publicaciones periódicas que Lizalde escribió durante cuatro décadas, y que publicaría en 1999 en dos tomos el Fondo de Cultura Económica bajo el título Tablero de divagaciones. El trabajo de Uribe es importante porque nos descubre el pensamiento de Lizalde, el conocedor de la poesía universal, y el hombre de ideas políticas que tendría una larga historia de afecto y desencanto con el marxismo, una “exposición de ideas, pasiones y convicciones.”
Una raya más vuelve sobre una gran obra que a lo largo de casi medio siglo ha venido acechando una idea constante: la idea de que lo bello y hasta los mismos sueños pueden existir sólo gracias al odio y a la necesidad de corromperse; de que el propio amor representa una deliciosa carnicería, midiéndose por “metros de locura”. La condición oscura del alma y el sentimiento de degradación del mundo volverá una y otra vez en La Zorra enferma (1974), en Tercera Tenochtitlán (2000), Algaida (2004), y aún antes, en Tabernarios y eróticos (1989), donde dirá: “Las más altas traiciones, / los estrupos más viles / los delitos incruentos y preciosos / de los amantes perseguidos/ […] están todos ahí, en la caja negra, / […] Todo a su alrededor ha de morir si ella se abre.” En Algaida, por su parte, insiste en que todo lo vivo, la naturaleza, los árboles, las flores, la felicidad misma están destinados al exterminio, siendo la nostalgia el único sitio donde lo bueno perdura.
Así celebramos a Eduardo Lizalde, un poeta que aunque ha observado las diversas rutas que conforman la belleza, aunque ha exaltado el amor y la ternura, es un hombre pesimista que estará al final para advertirnos: “Estás enfermo / y el mundo está construido para tu desgracia. /El mundo tiene, exactamente, cruel, / la forma de tu sufrimiento.”
Fondo Editorial Tierra Adentro, 2010.