Fronteras del ensayo, por Liliana Weinberg

Liliana Weinberg

En el marco de la Galería de ensayo mexicano, Liliana Weinberg aborda las colindancias del ensayo con las regiones de la poesía y del relato a través de las obras de Octavio Paz y de Jorge Luis Borges. Weinberg se ha convertido en una estudiosa fundamental del ensayo latinoamericano.

 

Fronteras del ensayo*

 

Hacia los años cuarenta del siglo XX el ensayo había logrado alcanzar su propia “tierra firme”, esto es, había llegado a su normalización en una zona de intersección entre el campo literario y el campo intelec­tual, como lo demuestra de manera proverbial, para el caso hispano­americano, la obra de Alfonso Reyes. En efecto, en cuanto instrumento de la creación y de la crítica, el ensayo había encontrado un perfil, un lenguaje y un estilo, había firmado un contrato de intelec­ción con un cierto tipo de público —esa “generalidad de los cultos” a que se refiere Eduardo Nicol y que corresponde a una etapa singular en el proceso de consolidación de un espacio público en el sentido que le atribuyen Habermas y Chartier— y se multiplicaba a través de proyectos editoriales; empresas culturales, revistas, a la vez que ali­mentaba diversas formas de intervención pública, desde la cátedra hasta la conferencia. En la pluma de autores como Reyes el ensayo había encontrado incluso su caracterización y había contemplado sus posibilidades de expansión y autocorrección, como enlace de esferas y de mundos.

Sin embargo, y paradójicamente, nuevos sismos y desafíos habrían de resquebrajar muy pronto sus certezas. El movimiento fue múltiple, sorprendente, plural. La propia tradición hispanoamericana dio cuenta de la existencia de otros ámbitos: el Brasil y el Caribe, pero también el mundo rural, el mundo del inmigrante, el mundo del obrero. Estos fenómenos significaron no sólo la demanda de incorporación de nuevos temas problemas a la agenda de la prosa, sino también la puesta en crisis de la norma culta a partir de la emergencia de nuevas voces y vocabularios. lmplicaron también la puesta en duda de las certezas del propio sujeto de la enunciación (los ensayos de interpretación de la realidad latinoamericana y de las distintas entidades nacionales mostraron también sus propios límites, incapaces ya de dar cuenta cabal de la alteridad, y se abrieron a las propuestas de ruptura de las vanguardias). El modelo interpretativo prevaleciente en el ensayo de esos años, apoyado fundamentalmente en el devenir histórico y con acento en la posibilidad de síntesis de los procesos socio-culturales, se verá desplazado décadas después por el surgimiento de un nuevo paradigma explicativo, predominantemente sincrónico y espacial, en el que se pondrá además fuerte énfasis en los procesos y en fenómenos fragmentarios y particulares, y que marchará de la mano de la formaliza­ción disciplinaria de las ciencias sociales y los estudios culturales.[i] Una tan profunda transformación en los actores, en los discursos, en los públicos, en los fenómenos del gusto, en la relación del ensayo con la creación, con la crítica, con la academia, con la política, así como las profundas modificaciones en la “familia” de las formas de la creación, con la notable expansión y modificación de la narrativa, la poesía, las artes plásticas, la composición  musical, supusieron también enormes desafíos para el ensayo en nuestra tradición cultural y lo empujaron reconocimiento de nuevos territorios, al cruce de nuevas fronteras, a la entrevisión de nuevos horizontes.

 En lo que sigue queremos abordar algunos ejemplos sobresalien­tes que muestran el modo en que algunos notables escritores tradu­jeron dicha conmoción y le dieron genialmente una solución simbó­lica: a nuevas demandas, nuevas y más creativas soluciones.

El ensayo muestra así, una vez más, la tensión de origen que, como la balanza que es divisa de Montaigne, lo coloca en un difícil equilibrio entre quehacer creativo y quehacer crítico, texto y discur­so, forma cristalizada y apertura enunciativa, letra escrita y voz pronunciada, fijeza y vuelo, estructura y estilo, obra concluida y poética del pensar, orden y libertad: una serie de oposiciones que sólo pueden resolverse si se atiende a la posible dialéctica entre la una y otra, así como a esa tercera dimensión que da cuenta de su esencial heterogeneidad a la vez que le otorga cifra y sentido, colocado más allá y más acá del texto mismo.

 

Ensayo y poesía

¿Hasta qué punto el ensayo, al que muchos definen como prosa no ficcional, pertenece estrictamente al ámbito de la prosa o hasta qué punto se encuentra colocado entre prosa y poesía, como un estadio intermedio entre la una y la otra, especie de rizo que vincula ambos polos? Más aún: ¿hasta qué punto es posible pensar en esos ámbitos como dos hemisferios perfectamente recortables y establecer tan franca división entre prosa y poesía? Por fin, ¿hasta qué punto esta oposición no lleva a su vez implícita otra distinción, la de palabra escrita y palabra pronunciada? Recordemos además que para el romanticismo el ensayo era “poema intelectual” capaz de conducir­nos y hacernos asomar a horizontes últimos como lo sublime y lo indecible: con el romanticismo la prosa se condensa —llega, por ejem­plo, al aforismo y al fragmento— y el sentido se abre al abismo repre­sentado por los puntos suspensivos…

Debemos a Roman Jakobson una de las observaciones más suges­tivas sobre la que él denomina “función poética”, que este crítico no atribuye ya a la voluntad de un escritor específico sino a una capaci­dad presente en el propio lenguaje y que resulta de la posibilidad de que el mensaje se pliegue y atraiga la atención sobre sí mismo. La dimensión poética está así contenida en las potencialidades del len­guaje que se vuelve sobre sí mismo, se vuelve opacidad e intransitivi­dad, se repliega y, para decirlo con una imagen que siempre nos acompaña a la hora de caracterizar el ensayo de Paz, se acaracola.

Recordemos las observaciones de Lotman sobre la cambiante rela­ción entre poesía y prosa en distintos momentos de la historia literaria. No se trata entonces de atribuir la diferencia entre ellas al empleo de diversos recursos rítmicos o principios de puntuación o versificación, sino de atender a un sistema dinámico abierto de intercambio entre el texto y el contexto, así como también a la existencia de una “concien­cia poética” presente en el autor y en el lector, y para la cual las estruc­turas de la poesía y la prosa están claramente delimitadas. Existe una serie de indicadores y señales de naturaleza estructural, a partir de los cuales la conciencia del lector logra insertar al texto que se le ofrece en una determinada estructura textual y lograr el deslinde entre poesía y prosa: la diferencia entre ambas, aun cuando pueda percibirse como natural o naturalizada, es básicamente cultural. 

Autores como Glaudes y Louette presentan al ensayo como una forma cuyo modo de exposición se coloca entre la progresión de la prosa y los retornos o la morosidad de la poesía. Estos autores recuer­dan que ya para Montaigne el aspecto prosaico (lentitud, peso, reco­rrido que se demora en el detalle, interés analítico) y el aspecto poé­tico del ensayo (vigor, audacia, variedad, velocidad, estallido y relanzamiento) no corresponden forzosamente a la división de trabajo entre géneros.

Si bien el modo de exposición del ensayo lo coloca entre la pro­gresión de la prosa y los retornos o la contención de la poesía, el problema no se agota ni mucho menos allí, ya que no se trata sólo del modo de exposición, sino también del modo de exploración y asociación de las ideas: ¿hasta qué punto —plantean estos autores— el proceso de experimentación intelectual de que da cuenta el ensayo se puede asimilar a modos puramente abstractos y racionales o tiene voluntariamente mucho de una operación metafórica que se apoya en imágenes y formas estéticas: prosa no transparente (como pueden aspirar a serlo la teoría pura o el tratado), pero que se muestra como densidad lingüística, como cuerpo verbal tanto como proceso de intelección?

Por otra parte, para hacer todavía más complicadas las cosas, aun cuando pudiera parecer que la libertad poética es mucho mayor que la que puede tomarse la prosa crítica, se debe recordar que los “retor­nos” temáticos y rítmicos de la poesía siguen a veces reglas compositivas que no necesariamente debe obedecer el ensayo, cuyos retornos a los distintos temas pueden o no tener un carácter aleatorio: figu­ras y conexiones producen retornos (estilísticos y temáticos) toma­dos en una temporalidad no previsible como es la de la rima o el ritmo”: “En todo caso, el retorno, en la poesía versificada, implica a la vez regla y clausura; en el ensayo, si bien se puede hablar de retor­no, éste no sigue reglas, es aleatorio y abierto” (p. 21).

Por fin, el lector de la prosa queda libre y va a su ritmo, se detiene cuando quiere, retoma el hilo cuando lo desea;  la poesía nos deja ya productos acabados, mientras que la prosa nos entrega tanto resultados como procesos de exploración verbal y mental.

 Glaudes y Louette han marcado así varios puntos centrales en el contraste y mutua alimentación de prosa y poesía. En primer lugar, la relación entre e1 peso del juicio y la argumentación con la ligereza y el “desorden” de la trayectoria poética que un ensayista como el propio Montaigne confesó querer imitar. Para Montaigne, la inspira­ción, el furor poético, producen sobre el plano de la dispositio el desorden, el “embrollo” del ensayo, opuesto al orden de la razón, y permiten al autor avanzar por su camino combinando una marcha calmada con vueltas y saltos súbitos. En segundo lugar, el cruce entre la prosa (progresión) y la poesía (retorno) permite una retroalimentación del frescor de la idea nueva y la profundización del regreso a lo mismo. El discurso ensayístico procede así por derivación y deducción, pero también actúa en un sentido de no linealidad y conectividad en un trayecto argumentativo, y procede también por des-conducción en cuanto vincula la deducción de la prosa argumentativa o el acompañamiento conclusivo con la aparición de conexiones sorprendentes y la deriva de lo imprevisible.[ii]

Prosa y poesía: avance y retorno, progresión temporal y recurso al origen son fuerzas que se entrecruzan en muchos ensayos litera­rios y particularmente en muchos escritores cuyo temperamento combina poesía y ensayo: José Martí, Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas, Octavio Paz, María Zambrano, Ramón Xi­rau, Cintio Vitier, Tomás Segovia, para sólo citar unos pocos ejem­plos en lengua española entre muchos otros grandes escritores que han logrado vincular en su quehacer ambas esferas de manera admirable.

Los cruces posibles entre los mundos de la prosa y la poesía son incontables. Fenómenos como el ingreso de la noción de “poesía pura” desde fines del siglo XIX o el surgimiento de las vanguardias artísticas o la revolución en la lingüística, en la ciencia, en la filosofía del lenguaje y en la epistemología en las primeras décadas del siglo XX han multiplicado de manera sorprendente estas posibilidades: pen­semos en el caso significativo de la metáfora. Surgen así de manera renovada poema en prosa, prosa poética, nuevas formas breves, así como se da la incorporación de cuestiones filosóficas y estéticas a la poesía. Pero además, como bien lo mostró Octavio Paz, la propia crítica ingresa, a partir de la modernidad, al mundo de la creación y de este modo, agreguemos, ambas se alimentan y tematizan mutuamente dando lugar a incontables y prodigiosas combinaciones, como la propia obra de Paz que trataremos más adelante.

Por otra parte, el problema del cruce entre el arte de la palabra y el tiempo con experiencias estéticas de otro tipo (plástica, música, arquitectura) deriva en nuevas posibilidades.

No debemos tampoco olvidar que a principios de siglo se da una amplia apertura de Occidente a expresiones poéticas de otras cultu­ras: el ingreso del haiku y de la estética japonesa, por ejemplo, no tuvo menores repercusiones en nuestro medio que el ingreso de nue­vas formas plásticas y caligrafías.

De este modo, si en época de Montaigne el ensayo tuvo íntima relación con el descubrimiento de nuevos mundos, otro tanto sucederá con el acortamiento de tiempos y espacios y la llegada de nuevos datos y registros de experiencias procedentes de todas partes del planeta en nuestra época.

Manifiestos, prólogos, textos programáticos, artículos, diarios de poeta, reflexiones sobre poesía, se vinculan a cada vez más audaces experimentos formales. Nuevas conquistas en el ámbito de la imagi­nación y la metáfora darán lugar a nuevas posibilidades que en cierto modo retoman la herencia del romanticismo, como es el caso de la incorporación del fragmento, el símbolo o el cruce de formas artísticas y literarias.

El caso Octavio Paz es particularmente iluminador a la hora de pensar la relación entre ensayo y poesía, entre ensayo y crítica, no sólo por su prodigioso quehacer en esos campos sino también porque el vario enriquecimiento entre esas esferas atraviesa toda su obra y por­que en muchos de sus ensayos se ha preocupado explícitamente por esta cuestión y la ha tematizado de manera admirable. El arco y la lira representa una extraordinaria experiencia de vinculación y más aún, de participación de estos modos a la vez que la superación de una forma de crítica literaria tradicional, tal como se había concebido originariamente el libro: línea y círculo se perfilan, se ponen en contras­te y a la vez se retroalimentan, se vuelven espiral, se acaracolan.

Pero incluso textos tempranos —aunque no por ello menos decisivos— como “Poesía de soledad y poesía de comunión” (1943), contienen como una nuez muchas claves de la cuestión y preanuncian sus ensayos mayores: El laberinto de la soledad (1950) y El arco y la lira (1956) así como infinidad de textos y poemas dedicados a aquello que alguna vez llamó Paz “luz inteligente”: reunión de la razón y la intuición, hasta llegar a sus últimos textos, como “La casa de la presencia” (1990), ese prodigioso texto de síntesis que inaugura el primer tomo de sus Obras completas.

En sus ensayos de juventud vemos ya pronunciadas notas del estilo interpretativo del Paz maduro: trazar dinámicas dadas por pares de opuestos, identificar fenómenos que superan, enriquecen y abisman la mirada del hombre moderno: magia, religión, erotismo y pulsión de muerte.[iii]

El ensayo se coloca en una perspectiva que permite a la vez entre­ver la tensión entre la visión de una realidad inasible, mucho “más rica y cambiante, más viva” que el orden y el sistema de ideas que la sujetan. “Poesía de soledad y poesía de comunión” incluye así una valiosa reflexión sobre la operación poética en su vínculo con magia y religión (un tema que reaparecerá en la obra posterior de Paz):

… la operación poética ¿es una actividad mágica o religiosa…? La poesía es irreductible a cualquier otra experiencia. Y claro es que la poesía como fruto logrado, como poema, no es religión, ni magia. Pero el espíritu que la expre­sa, los medios de que se vale y la raíz instintiva que la origina muy bien pue­den ser mágicos o religiosos […]. Pues bien, el poeta lírico establece un diá­logo con el mundo; en este diálogo hay dos situaciones extremas, dentro de las cuales se mueve el alma del poeta: una, de soledad; otra, de comunión. El poeta parte de la soledad, movido por el deseo, hacia la comunión. Siempre intenta comulgar, unirse, “reunirse”, mejor dicho, con su objeto: su propia alma, la amada, Dios, la naturaleza… (p. 236).

La experiencia poética es entonces irreductible a cualquier otra, aunque presenta analogías con la religiosa y mágica en cuanto per­mite transitar de la soledad a la comunión. El joven Paz que escribe estas líneas es perfectamente consciente de la revolución poética del siglo XX como es también particularmente perspicaz a la hora de re­leer a los poetas místicos que intuyen la suspensión del tiempo y bus­can alcanzar el sentido total a través del silencio. Pero está además al tanto de los hallazgos de las vanguardias y los nuevos conceptos apor­tados por la etnografía y la fenomenología de las religiones. En pri­mer lugar, uno que es central: el de participación. Un concepto que Paz tratará de trasladar con gran perspicacia de la etnografía a la poe­sía y particularmente a la metáfora. Otro tanto hará con la posibili­dad de vincular la idea de tiempo y ritmo, como lo trataron Hubert y Mauss para la fiesta, y él lo hará para la poesía: el ritmo permite romper la sucesión temporal y hacer regresar el rito, el mito y la magia.[iv]

La idea de “participación” planteada por primera vez de manera explícita por Lucien Lévi-Bruhl —y aun cuando el propio estudioso francés fuera criticado por esbozar una idea de “mentalidad primiti­va” diferente de la del hombre moderno— resulta desde mi punto de vista una categoría fundamental para entender no sólo ciertos proce­sos de vinculación analógica profunda entre las esferas de la realidad que postula Paz, sino también el trasfondo de la propia operación metafórica, y ayuda a comprender su preocupación por el vínculo del individuo con experiencias comunitarias calificadas como el ritual y la fiesta. Por su parte, Hubert y Mauss, en su estudio del calendario cíclico y la fiesta, habían llegado a otro concepto funda­mental: el de “calificación”, en cuanto irrupción del tiempo sagrado, calificado, cualitativamente diverso, en la práctica social. Recorde­mos que Paz hace mención explícita de Mauss, Lévi-Bruhl, Caillois, Lévi-Strauss y otros importantes representantes del pensamiento etnológico francés en ensayos como El arco y la lira, y evocará también nombres como el de Paul Rivet en su Itinerario.

Las primeras intuiciones de Paz confluyen con las preocupaciones de la etnología francesa. Estas lecturas, que dan la cifra etnológica del mundo de correspondencias que estaba explorando ya, desde Baudelaire, la poesía, tendrán mayor peso en los primeros años de su formación que las obras de la antropología norteamericana (aun cuando Paz leyó sin duda a Campbell, a Frazer y muy probablemente a otros grandes estudiosos de la cultura), que se difundieron en el medio latinoamericano gracias a las traducciones pioneras que publi­có el Fondo de Cultura Económica. Fue Paz gran lector de Roger Caillois, quien plantea el esto es aquello del pensamiento  analógico.[v] Es además fundamental su vínculo con la línea del surrealismo etnográfico francés.[vi]

No debemos olvidar tampoco que la obra de Paz entabla un diá­logo implícito con los grandes debates de la intelectualidad mexica­na de esos años, y particularmente con la figura central de Alfonso Reyes, quien a su vez muestra una profunda preocupación por la renovación de la historia y la reformulación del concepto de cultu­ra.[vii] Al estudiar los orígenes del pensamiento occidental, Alfonso Reyes había anotado una idea fundamental: a partir de la crítica griega se produce una escisión capital entre la palabra y el mundo; se quiebra esa primera forma de participación entre el nombre y lo designado. A partir de allí el ser humano comenzará sentirse a la vez más precario y más fuerte, en cuanto perderá la inocencia que garantizaba sin más su integración total al mundo pero ganará la malicia del conocimiento y la posibilidad de indagar ámbitos hasta entonces desconocidos: “la palabra va en busca de la palabra”.[viii]

Nos interesan estos nuevos elementos que aporta Paz para una comparación entre prosa y poesía: la experiencia poética se presenta como irreductible a cualquier otra, aunque poseedora de una profun­da raíz mágica, religiosa, erótica, en cuanto existe una participación profunda, un diálogo entre el poeta y el mundo, la posibilidad del mostrar y del nombrar sin mediación de la razón, que permiten pasar de la soledad a la comunión y superar las restricciones del tiempo.

La preocupación por la escisión a que vive condenado el hombre contemporáneo y la afanosa búsqueda de una comunión a través de diversos rituales que permitan superar el aislamiento individual llevan a Paz a plantear tempranamente, como se dijo, con influencia del surrealismo etnográfico, un contraste entre soledad y comunión que nos recuerda las reflexiones que años después habría de plan­tear el gran antropólogo Victor Turner, inspirado a su vez en Van Gennep, en cuanto a la función que tiene el ritual como forma de paso de una instancia de separación a otra de integración. Son nota­bles las coincidencias entre las ideas de este ensayo de Paz y ciertas características del rito que anota Victor Turner:

Van Gennep ha demostrado que todos los ritos de paso o “transición” se carac­terizan por tres fases, a saber: separación, margen (o limen, que en latín quie­re decir “umbral”) y agregación. La primera fase (de separación) comprende la conducta simbólica por la que se expresa la separación del individuo o grupo, bien sea de un punto anterior fijo en la estructura social, de un con­junto de condiciones culturales (un “estado”), o de ambos; durante el periodo “liminal” intermedio, las características del sujeto ritual (el “pasajero”) son ambiguas, ya que atraviesa un entorno cultural que tiene pocos, o ninguno, de los atributos del estado pasado o venidero, y en la tercera fase (reagregación o reincorporación) se consuma el paso.[ix]

Leamos a Paz:

Religión y poesía tienden a la comunión; las dos parten de la soledad e intentan, mediante el alimento sagrado, romper la soledad y devolver al hombre su inocencia. Pero en tanto que la religión es profundamente conservadora, puesto que torna sagrado el lazo social (económico o político) al convertir en Iglesia a la sociedad, la poesía, por el contrario, rompe ese lazo al sacramentar una relación individual, al margen, cuando no en contra, de la socie­dad. La poesía no es ortodoxa; siempre es disidente.[x]

 El ensayo de Paz combina la marcha progresiva y abierta propia del orden expositivo-argumentativo, que constituye la línea dominante en un primer recorrido, con la afirmación poética, que irrum­pe en la línea anterior, y la subvierte a través de la presentación súbi­ta de imágenes, apoyada en la sonoridad, el ritmo, los frecuentes contrastes y contrapuntos propios del quehacer del poeta:

Nacida del mismo instinto que la religión se nos aparece como una forma clandestina, ilegal, irregular, de la religión: como una heterodoxia […]. En otras palabras: la religión es una forma social y la poesía, un impulso indivi­dual.

¿Qué clase de testimonio es el testimonio poético, extraño testimonio de la unidad del hombre y el mundo, de su original y perdida identidad? Ante todo, es el testimonio de la inocencia innata en el hombre, como la religión lo es de su perdida inocencia (ibid.).

 Se refiere explícitamente orden poético, al que trata de aproxi­marse fenomenológicamente. Anota:

Un orden que crea sus propias leyes y su propia realidad: el poema […]. La mística es una inmersión en lo absoluto; la poesía es una expresión de lo absoluto o de la desgarrada tentativa para llegar a él […].

 Entre estos dos polos de inocencia y conciencia, de soledad y comunión, se mueve toda poesía (pp. 237 y 243).

 En una toma de distancia implícita con el enfoque de Reyes, Paz se aleja de las explicaciones racionalistas y emotivas para acercarse a las posturas del etnógrafo y el fenomenólogo de las religiones. Así, por ejemplo, integra la noción de “liminalidad”, y a partir de ella hace a su vez una serie de operaciones y transiciones interpretativas en el ámbito social y cultural. El propio ensayista se coloca en el umbral que le permite transitar entre dos órdenes, el de la prosa y el de la poesía, y así representa el paso “en y fuera del tiempo”, “dentro y fuera” de la estructura social, para, como lo hace de manera explí­cita en “Poesía de soledad y poesía de comunión”, oponer dos “modelos de interacción humana”, a los que por su parte Turnen denomina estructura communitas y define de este modo:

El primero es el que presenta a la sociedad como un sistema estructurado,
diferenciado, y a menudo jerárquico, de posiciones político jurídico-económicas con múltiples criterios de evaluación que separan a los hombres en términos de “más” o “menos”. El segundo, que surge de forma reconocible durante el período liminal, es el de la sociedad en cuanto comitatus, comuni­dad, o incluso comunión, sin estructurar o rudimentaria estructurada, y relativamente indiferenciada, de individuos iguales que se someten a la autoridad genérica de los ancianos que controlan el ritual […]. No se trata simplemente […] de otorgar un sello de legitimidad a las posiciones estruc­turales de una sociedad sino, más bien, de otorgar el debido reconocimiento a un vínculo humano esencial y genérico, sin el que no podría existir una sociedad.[xi]

Existen notables coincidencias entre las nociones del antropólo­go y las del poeta:

…tanto para los individuos como para los grupos, la vida social es un tipo de proceso dialéctico que comprende una vivencia sucesiva de lo alto y lo bajo, de la communitas y la estructura, de la homogeneidad y la diferenciación, de la igualdad y la desigualdad. El paso de un status inferior a uno superior se efectúa a través de un limbo carente de status. En procesos así, los opuestos son parte integrante los unos de los otros y son mutuamente indispensables (p. 104).

Las ideas de ritual y liminalidad permiten arrojar nueva luz sobre el sentido de esa forma característica del estilo de pensamiento y de escri­tura de Paz así como sobre la propia dinámica organizativa de sus ensayos, que es la determinación contrapuntística de pares de con­trarios que se precisan a la vez que se oponen, que presentan pro­fundos rasgos en común, como “integrantes los unos de los otros”, “mutuamente indispensables”, a la vez que conviven en una peculiar tensión entre inclusión-exclusión que se actualiza como proceso ritual. Otro tanto sucede con la paradoja, figura presente en Paz, y también interpretada por Turner a la luz del complejo ritual que ella reactualiza y escenifica.

 Ahora bien: si atendemos a esos pares antitéticos que alimentan la estética de Paz veremos que se encuentran, por una parte, en su forma de mirar y recortar el mundo a interpretar, y que, por la otra, son la cifra de su pensamiento y de su obra, que conducirá además a su afinidad con algunas ideas del estructuralismo. Son entonces evidencia y despliegue de la ley organizativa del texto que obedece a una Ley interpretativa del mundo. Los pares de opuestos son además íntimo ingrediente del estilo de pensar y de escribir de Paz, como son también un modo radical de entender la dinámica cultural, como lo hizo el estructuralismo —y muy particularmente Lévi-Strauss, a cuya obra años más tarde Paz dedicará un amplio estudio—, que vio en la posibilidad de trazar pares de opuestos (naturaleza y cultura; crudo y cocido; propio y extraño) la clave para determinar el modo en que cada cultura se da una organización del mundo. Por fin, recordemos que el trazado de antítesis permite al autor y a su lector firmar un convenio de intelección por el cual los dos términos pola­res se entienden implícitamente como los posibles extremos de un conjunto o totalidad sólo intuible y sintetizable gracias a ellos, de tal modo que resultan representativos de ese todo que sólo se puede captar a través del contrapunto.

Condensación, unificación de referentes dispares y polarización del significado (tres propiedades de los símbolos rituales estudiadas por Turner) son también mecanismos que intervienen en el proceso creativo de Paz, y que remiten a su vez a un proceso general que los abarca: participación, clave a su vez para el gran tema de la analogía y las correspondencias. Por fin, este modo de interpretación del mundo permite ofrecer una resolución estética y generar una atmós­fera de sentido de singular equilibrio y completud.

 La enorme sensibilidad de Paz le permitió en suma volver a ideas como “participación” y “calificación” que la etnografía france­sa consideraba fundamentales para la comprensión del pensamien­to no occidental, y aplicarlas ahora, junto con la noción de “analo­gía”, a la poesía (particularmente a los procesos de metaforización) y a la relación del poeta con su comunidad. Esta dinámica básica retornará en las primeras líneas de El arco y la lira, donde descubri­remos cómo condensaciones, unificaciones y polarizaciones se dan en el seno de un complejo campo semántico que al propio tiempo reestructuran.

Si bien para algunos críticos fiesta, mito, revolución y erotismo constituyen puntos clave donde un Paz crítico de las nociones linea­les y progresivas de la historia descubre la vuelta y la suspensión del devenir y el regreso al tiempo sin tiempo de la colectividad, estos fenómenos representan también el punto límite entre naturaleza y cultura, experiencia individual y sentido comunitario y le permiten proponer una nueva interpretación del lenguaje y la palabra, colocados en ese punto de articulación radical en que una cultura instituye una visión de mundo.

 Así, esta primera gran matriz interpretativa de Paz, anunciada ya en sus escritos de juventud, se alimentará de su propia lectura y de su propia toma de posición personal respecto de la obra de los grandes poetas contemporáneos, de los grandes estudiosos de la religión y la fiesta, de la antropología, así como de su genial descubrimiento del mundo prehispánico y de su diálogo implícito con toda una línea de reflexión encabezada por Alfonso Reyes. En este último aspecto, la interpretación de Paz supone una nueva formulación de la relación entre historia y sentido, en cuanto tomará una posición crítica res­pecto de la lectura lineal, progresiva, culturalista y universalista de la historia como fue la del propio Reyes. Por otra parte, en lugar de poner énfasis en la posibilidad de construir un discurso histórico-cul­tural continuo o traducir en términos racionales y argumentativos fuertes estos elementos diversos, Paz volcará su atención hacia com­ponentes de ruptura con el tiempo histórico, la recuperación del acto y la experiencia calificada y la participación en la comunidad de sentido a través del acto poético, político y religioso e incorporará a su discurso dos zonas críticas que no tenían ese peso como tales en el discurso de otros intelectuales de su momento: el mundo prehispá­nico y la Revolución mexicana.

 Paz redescubre desde la mirada del hombre contemporáneo una de las cifras fundamentales de la generación de sentido: el sistema de correspondencias que Baudelaire recoloca en la poesía resulta a su vez un retorno del viejo principio de participación que anida en las culturas primeras. En El arco y la lira regresará a este tema, enrique­ciéndolo. Así, recuperará y dotará de nuevo valor la idea de ritmo como cifra generadora de sentido:

En el fondo de todo fenómeno verbal hay un ritmo. Las palabras se juntan y separan atendiendo a ciertos principios rítmicos. Si el lenguaje es un continuo vaivén de frases y asociaciones verbales regido por un ritmo secreto, la repro­ducción de ese ritmo nos dará poder sobre las palabras. El dinamismo del len­guaje lleva al poeta a crear su universo verbal utilizando las mismas fuerzas de atracción y repulsión. El poeta crea por analogía. Su modelo es el ritmo que mueve a todo el idioma. El ritmo es un imán. Al reproducirlo —por medio de metros, rimas, aliteraciones, paronomasias y otros procedimientos— convoca las palabras. A la esterilidad sucede un estado de abundancia verbal; abiertas las esclusas interiores, las frases brotan como chorros o surtidores.

La operación poética no es diversa del conjuro, el hechizo y otros proce­dimientos de la magia. Y la actitud del poeta es muy semejante a la del mago. Los dos utilizan el principio de analogía; los dos proceden con fines utilita­rios e inmediatos: no se preguntan qué es el idioma o la naturaleza, sino que se sirven de ellos para sus propios fines. No es difícil añadir otra nota: magos y poetas, a diferencia de filósofos, técnicos y sabios, extraen sus poderes de sí mismos. Para obrar no les basta poseer una suma de conocimientos, como ocurre con un físico o con un chofer. Toda operación mágica requiere de una fuerza interior, lograda a través de un penoso esfuerzo de purificación. Las fuentes del poder mágico son dobles: las fórmulas y demás métodos de encantamiento, y la fuerza psíquica del encantador, su afinación espiritual que le permite acordar su ritmo con el del cosmos. Lo mismo ocurre con el poeta. El lenguaje del poema está en él y sólo a él se le revela. La revelación poética implica una búsqueda interior. Búsqueda que no se parece en nada a la introspección o al análisis; más que una búsqueda, actividad psíquica capaz de provocar la pasividad propicia a la aparición de las imágenes.[xii]

 Abundará también en este ensayo mayor en otras cuestiones capi­tales, como la del tiempo:

 Si la fecha mítica no se inserta en la pura sucesión, ¿en qué tiempo pasa? La respuesta nos la dan los cuentos: “Una vez había un rey…”. El mito no se sitúa en una fecha determinada, sino en “una vez…”, nudo en el que espacio y tiempo se entrelazan. El mito es un pasado que también es un futuro. Pues la región temporal en donde acaecen los mitos no es el ayer irreparable y fini­to de todo acto humano, sino un pasado cargado de posibilidades, suscepti­ble de actualizarse. El mito transcurre en un tiempo arquetípico […]. Nada más distante de nuestra concepción cotidiana del tiempo […]. Nuestro “buen tiempo” muere de la misma muerte que todos los tiempos: es suce­sión. En cambio, la fecha mítica no muere: se repite, encarna. Así, lo que dis­tingue al tiempo mítico de toda otra representación del tiempo es el ser un arquetipo. Pasado susceptible siempre de ser hoy, el mito es una realidad flo­tante, siempre dispuesta a encarnar y volver a ser (pp. 84-85).

El estilo de Paz, que hace del ensayo un ritual estético, se origina también en intuiciones propias del quehacer poético: no sólo busca­rá defender la propia legalidad de las revelaciones del artista sino que incluso tratará de ritualizarlas y convertirlas en un proceso sim­bólico que representa el cruce de dos órbitas de la experiencia hasta ese momento rara vez conciliadas.[xiii]

Hemos llegado a Paz apoyados en una serie de oposiciones entre prosa y poesía, y Paz nos ha ayudado a enriquecerlas a través de la oposición entre jerarquía y comunidad, división y participación, mar­cha y ritmo, a la vez que de la posibilidad de instauración y ruptura de lo temporal.

Otra cuestión de la mayor importancia es que, paralelamente a su reformulación en cuanto a su nueva forma de relación con la crítica y de algún modo de su “terceridad”, el reencuentro del ensayo, ahora en otros términos, con la creación y la experiencia poética, lo conduce a vivir una renovación en su vínculo con la poesía: palabra, metáfora, ima­gen, escritura.

Muchos son los estudiosos que, a la hora de caracterizar el ensayo, proponen establecer un enlace entre poesía y prosa o entre imagen y concepto. Lukács retorna la noción romántica de ensayo corno “poema intelectual” y recupera así esa tensión básica propia de este tipo de textos, vinculado además con un fenómeno particular, que él denomina “la intelectualidad como vivencia sentimental”. También Paz se interesa por el legado del romanticismo, a partir del cual se da, en sus palabras, “un diálogo entre poesía y prosa, inspiración y reflexión, pensamiento e imagen sensible”.[xiv]

Por su parte, Max Bense –quien ha sido, al igual que Paz, gran lec­tor de Ortega— coloca al ensayo en un confinium entre aquellos dos mundos que él designa como creación y tendencia (esto es, inteli­gencia con sentido), poesía y prosa, estética y ética. Expresión poéti­ca y maestría en prosa, que son dos rasgos que vincula Bense, no sólo aparecen en el quehacer ensayístico de Paz, sino también en sus reflexiones sobre ese quehacer. Pocas son las obras que han alcanza­do las dimensiones de El arco y la lira, donde logra Paz no sólo poner en relación ambos mundos; sino examinar en perspectiva su propio quehacer poético –creador y crítico al mismo tiempo—, para llegar así a efectos en verdad abismales en los que la operación reflexiva y el decir poético, la línea de la razón y el círculo de la creación confluyen en el espiral de una operación transformadora, siempre abierta y productiva como lo es la relación entre historia y sentido.

  

Revelación, creación, interpretación

Para entender el paso, o más bien el salto, de los primeros ensayos de Paz sobre poesía a El arco y la lira, y su consideración de la poesía como revelación y creación, es necesario atender también a otros ele­mentos. En primer término, su torna de conciencia del fenómeno del lenguaje. Como observa Jean-Pierre Zubiate, uno de los descu­brimientos del siglo XX es que “el ideal común de intelección por el lenguaje hace converger [poesía y ensayo] en una escritura de tipo nuevo donde las diferencias entre lirismo y meditación se diluyen”.[xv] El lenguaje deja de ser un componente más de la obra, para acompa­ñar al fenómeno de autogeneración del acto poético. La poesía se enfrenta al problema de la posibilidad de transitividad del lenguaje representativo y de su capacidad de entenderse con el mundo. Nociones como “palabra”, “escritura”, “nombre” se cargan de nuevos sentidos y revisten capital importancia. Dice Paz: “Al nombrar, al crear con palabras, creamos eso mismo que nombramos y que antes no existía sino como amenaza, vacío y caos”.[xvi]

Por otra parte, el ensayo, a diferencia de la poesía, se define por su secundaridad y aun terceridad en relación con un objeto, y no resulta así predominantemente inventivo como reflexivo, caracteriza­do por ser un estudio sobre algo, que enuncia una tesis y tiene un objeto definible, “mientras que –dice Zubiate– uno de los dogmas de la poesía moderna, por lo menos a partir del simbolismo, es preten­der romper con esta visión a posteriori de la escritura” (p. 382).

En El arco y la lira Paz restituye el presente de la experiencia poé­tica:

Al nombrar, al crear con palabras, creamos eso mismo que nombramos y que antes no existía sino como amenaza, vacío y caos. Cuando el poeta afirma que ignora “qué es lo que va a escribir” quiere decir que aún no sabe cómo se llama eso que su poema va a nombrar y que, hasta que sea nombrado, sólo se presenta bajo la forma de silencio ininteligible. Lector y poeta se crean al crear ese poema que sólo existe por ellos y para que ellos de veras existan… (p. 174).

 En su ensayo Paz intentará decir ese nombrar, de modo tal que des­plegará permanentemente esta relación entre ambos planos, y tensa­rá hasta sus límites al ensayo para confrontarlo con su vocación críti­ca, que en un caso extremo puede desembocar en el mero comentario, y su vocación creativa, que le permitirá encontrar nue­vos puntos de contacto y mutuo enriquecimiento con la poesía.

Dice también Zubiate que la cantidad de ensayos escritos por poe­tas es tal que nos lleva a pensar que estos dos géneros no pueden conocerse sino en espejo. Por otra parte, “el ensayo es mucho más que útil a la poesía a la hora de aclarar su propio objeto: se trata de encontrar una solución a sus propias contradicciones tomando en cuenta el conocimiento de las cosas y la posibilidad de hablar del mundo. ¿Sería así el ensayo un medio de metamorfosear la escritura poética para escapar de sus aporías?”

El ensayo cumple así varias funciones: en primer lugar, actúa como “modelo hermenéutico” para la poesía. La interpretación lle­vada a cabo por el verbo poético no sería sino producción, mientras que el ensayo resultaría el lugar donde la palabra interpretativa de la poesía podría reaprehender su sentido, al cambiar su objeto, que no resultaría ya el Ser sino, más humildemente, el mundo de lo contin­gente.

Desde una mirada racionalista y positivista, el ensayo es un género fundado en una desconfianza hacia los modos que, como la poesía, afirman la posibilidad del conocimiento del ser por la palabra. La poesía queda en este caso alojada del lado de la fantasía, mientras que el ensayo resulta una escritura del saber, fundada en fuentes, documentos y datos verificables. Este proceso de diferenciación se manifestó de manera paralela al de las ciencias humanas, y en parti­cular al de la crítica literaria, que en buena medida formalizaron la relación entre la interpretación verbal y el saber. El ensayo se convierte así en una especie de “buena conciencia” de la poesía respecto de la relación del saber que ella transmite, al darle una verificación experimental. Escritura interpretativa que autentifica performativamente los descubrimientos de la poesía y se convierte así en justifica­ción a posteriori de una visión a priori de la intelección verbal.

Pero el ensayo puede ser también espejo del poema, y de este modo evitar una de sus mayores tentaciones: el narcisismo. Se pregunta Zubiate qué es entonces lo que fascina a los poetas respecto del ensayo y responde que les atrae aquello que lo separa de la egolatría de otras escrituras que tienen certeza de ellas mismas: el trata­do, que pone al sujeto racional como conciencia de mundo, mien­tras que el ensayo no busca cumplir estas metas y se liga a los fenómenos por la experiencia, sin pretensión de exhaustividad, neu­tralidad ni empleo de tecnicismos; el manifiesto, que hace valer el derecho de la pasión intuitiva y reivindica su derecho a decir la ver­dad, mientras que el ensayo no disimula su carácter parcial y subjeti­vo; la exégesis dogmática, que es aplicación de una creencia y de la cual él toma en préstamo la postura interpretativa.

Por último, un Octavio Paz que conocía ya a Breton se enfrenta, como él, a la tendencia a tomar a la poesía misma por objeto, converti­da en enigma indescifrable a la vez que sometida a los requisitos de las ciencias humanas que tecnifican la relación de la interpretación verbal con el saber, algo que heredó en cierta medida no sólo una buena parte de la exégesis literaria sino la corriente surrealista misma. Basta, según Zubiate, con observar la prosa de Breton, a menudo tan razo­nante, y que recurre al vocabulario del psicoanálisis o del materialismo histórico: poesía-objeto, ensayo-útil interpretativo de investigación.

Plantea Zubiate que el ethos del ensayo permite constituir una ter­cera vía entre la expresión poética y la intelección conceptual: “El ensayo sería así un amante de la poesía en razón de su postura inter­mediaria entre, por una parte, el texto que pretende conocer y que impone la visión del yo y su presencia y hace deslizarse peligrosa­mente el discurso hacia el pathos, y, por otra parte, el discurso que se defiende de la presencia lírica y se constituye en ciencia.” Y concluye: “una misma fuente alimenta el trabajo del ensayo y de la poesía del siglo XX: la pregunta que ellos formulan desde el principio sobre la validez representativa —cognitiva o expresiva— del trabajo escritural”. El ensayo y la poesía marchan así hacia un punto en común: “una palabra garante de su decir”.[xvii]

A todos estos elementos podemos agregar la peculiar sensibilidad de Paz hacia cuestiones como la alteridad y la historicidad, que le permiten complejizar aún más su reflexión:

El poema, ser de palabras, va más allá de las palabras y la historia no agota el
sentido del poema; pero el poema no tendría sentido —y ni siquiera existencia— sin la historia, sin la comunidad que lo alimenta y a la que alimenta.

Las palabras del poeta, justamente por ser palabras, son suyas y ajenas. Por una parte, son históricas: pertenecen a un pueblo y a un momento del habla de ese pueblo: son algo fechable. Por la otra, son anteriores a toda fecha: son un comienzo absoluto.

La condición dual de la palabra poética no es distinta a la de la naturale­za del hombre, ser temporal y relativo pero lanzado siempre a lo absoluto. Ese conflicto crea la historia.[xviii]

Dice también Paz que “al hablarnos de todos esos sucesos, senti­mientos, experiencias y personas, el poeta nos habla de otra cosa: de lo que está haciendo, de lo que se está siendo frente a nosotros y en nosotros. Nos habla del poema mismo, del acto de crear y nombrar” (p. 194).

Hablar, decir, fundar, hacer; el acto de crear, el acto de nombrar, son todos términos de Paz que nos conducen a la tercera pregunta con que abríamos estas reflexiones: la escisión entre prosa y poesía oculta también las complejidades de la relación entre el mundo de la oralidad y el mundo de la escritura; el mundo de la enunciación y el mundo de la transcripción. De allí que otro de los prodigios de la obra de Paz sea la inclusión de estas cuestiones: el mundo del habla, el mundo del decir, el mundo de la gestualidad, que se asoman una y otra vez en sus poemas, pero también en sus ensayos, y que abren, como el insulto y la maldición en El laberinto de la soledad o el sentido y el sinsentido en El signo y el garabato, una de las vías más ricas y menos transitadas de su obra: una obra dedicada a nombrar, pero también a explorar el significado del nombrar.

 

El ensayo, entre la razón y la iluminación

Ensayista y poeta, colocado en la intersección de los campos literario e intelectual, Paz se acerca al género como pensador y como artista, y en las vertientes de ensayo de crítica y ensayo de creación trata de transformar el género desde sus propias raíces, al reunir la demos­tración racional y la mostración poética en diversas combinatorias: la que lleva al ensayo de intelectual como El laberinto de la soledad; la que lleva al ensayo de alta crítica literaria y artística, como sus maravillosas interpretaciones de la literatura mexicana y universal o sus innu­merables textos dedicados al arte prehispánico y a la plástica con­temporánea, o la que lleva al ensayo de creación como El arco y la lira. En su extensa producción, la prosa del ensayo se ve atravesada por un contrapunto radical entre razón e iluminación.

Octavio Paz dedicó, además de su práctica como ensayista, certe­ras reflexiones al género, muchas de ellas detonadas por la evocación de las ideas de Ortega y Gasset. En Hombres en su siglo escribe:

El ensayista tiene que ser diverso, penetrante, agudo, novedoso y dominar el arte difícil de los puntos suspensivos. No agota su tema, no compila ni siste­matiza, explora. Si cede a la tentación de ser categórico, como tantas veces le ocurrió a Ortega y Gasset, debe entonces introducir en lo que dice unas gotas de duda, una reserva. La prosa del ensayo fluye viva, nunca en línea recta, equidistante siempre de los dos extremos que sin cesar la acechan: el tratado y el aforismo: dos formas de congelación.[xix]

Dice en otro lugar:

El ensayo es un género difícil. Por esto, sin duda, en todos los tiempos esca­sean los buenos ensayistas. En uno de sus extremos colinda con el tratado; en el otro, con el aforismo, la sentencia y la máxima. Además, exige cualidades contrarias: debe ser breve pero no lacónico, ligero y no superficial, hondo sin pesadez, apasionado sin patetismo, completo sin ser exhaustivo, a un tiempo leve y penetrante, risueño sin mover un músculo de la cara, melan­cólico sin lágrimas y, en fin, debe convencer sin argumentar y, sin decirlo todo, decir todo lo que hay que decir.[xx]

En esta aproximación al ensayo descubrimos la voz del Paz inte­lectual, preocupado por las diversas formas de penetración y traduc­ción de la realidad. Paz hace del ensayo un arma de la aventura inte­lectual y recupera su carácter dinámico, vivo, nunca congelado.

Paz reconoce así, con su sagacidad de siempre, el lugar que ocupa el ensayo en nuestra vida intelectual, no sólo en cuanto camino abierto de reflexión, sino en cuanto “una de las más altas expresiones intelectuales del espíritu hispanoamericano”. Advierte también su equidistancia entre el artículo y el estilo del periodismo y el escrito filosófico y el espíritu de sistema. Pero fue también consciente y prac­ticante de aquello que, a propósito de Borges, caracterizó como “prosa de poeta”.

En su puesta en diálogo de creación y crítica a través de la palabra, Octavio Paz no sólo superó la mera visión particular y restringida del iniciado, sino que llevó a cabo una interpretación compartible del mundo. Su exquisita sensibilidad de artista e intelectual aplicado al ámbito de la cultura y preocupado por “el acto de las palabras”, su continuo ejercicio de iluminación inteligente del mundo, se enri­quecieron a su vez por su intensa intuición del ámbito prehispánico, de las experiencias culturales de Oriente y Occidente, así como de la cultura moderna, de temas centrales y temas fronterizos (la palabra, pero también el silencio, pero también el grito).

He procurado mostrar los varios rasgos que acercan el quehacer del ensayista y el del antropólogo en Octavio Paz: su voluntad inter­pretativa, su interés por inscribir toda interpretación en un mundo de valores y significados, su esfuerzo por traducir una situación y una experiencia particulares en un sentido compartido, la tensión entre el yo y el nosotros, la continua relación entre texto y mundo así como la doble remisión del mundo a la mirada del autor y de ésta nuevamen­te al mundo. He hablado también de la imagen de la “luz inteligente”: un doble movimiento que implica el descubrimiento de la escisión entre el hombre y su origen, el desgarramiento del hombre lúcido ante el sentido total perdido y el intento por recuperarlo y reinventar­lo a través de la palabra, en una iluminación condenada a ser ya incompleta aunque inteligente. Éste es, en mi opinión, el gran tema de Octavio Paz.

 El vasto proyecto poético y ensayístico de Paz, el mutuo enrique­cimiento de poesía y prosa, es uno de los más claros ejemplos de esta búsqueda de esa palabra garante de su decir en el ámbito de la len­gua castellana. Ensayo y poesía alcanzan con Paz uno de sus momen­tos más altos.

 

Ensayo y ficción

Con el cruce borgeano entre “inquisiciones” y “ficciones”, el ensayo en el mundo de habla hispana alcanzó una de sus cotas más altas de audacia y belleza y rompió uno de sus más obstinados límites: el que lo separaba del orbe de la ficción. Con Borges ensayo y ficción alcan­zan un nuevo estatuto, ya que por primera vez se transgrede de manera radical la frontera entre el conjeturar y el demostrar. Con Borges el acento frecuentemente puesto en los contenidos del ensa­yo se desplaza en favor de la eficacia formal y del ejercicio de la críti­ca escéptica, a la vez que la ficción deja de desempeñar un papel meramente ilustrativo o subordinado respecto de la argumentación, en beneficio del empleo heurístico y de apoyo de la función argumentativa. Por si esto fuera poco, con Borges se pone en evidencia que todo texto instaura una postura enunciativa ficticia y, al reconocerse como tal, resulta finalmente menos falso que otros discursos que ocultan esta operación.[xxi] Es que así como logró Borges refundar la relación entre literaturas centrales y periféricas en un gesto que reproducía su propia invención simbólica de las orillas (Sarlo) y pro­puso desde la disidencia una reconfiguración de la tradición literaria argentina para a su vez reinsertarse en ella (Molloy), consiguió tam­bién reestructurar la jerarquía genérica gracias a esos cruces magis­trales y logró paradójicamente repensar el ensayo desde la exploración de las “orillas” o los confines de la ficción.

Si en una especie de juego borgeano ponemos en relación la con­cepción del ensayo como prosa no ficcional con los propios textos límite escritos por el gran autor argentino —muchos de los cuales nos conducen a la indecidibilidad misma de la distinción entre ensayo y ficción—, veremos que tal vez el último bastión que quedaba a las defi­niciones tradicionales de ensayo está siendo demolido. La frontera entre los géneros se desbarata así, como en un relato perfecto, desde el interior mismo y de manera secreta, como quehacer del propio texto que busca derrotar sus límites.

Como ha observado Umberto Eco —gran admirador él mismo de Borges—, es posible incluso descubrir la cercanía entre ambas opera­ciones intelectuales: la abducción puede leerse en términos de imaginación ficcional y la fábula ficticia se puede leer en términos de lógica argumentativa.[xxii] Varios son los autores que observaron el cruce de fronteras de géneros en Borges, y algunos, como Claire de Obaldia, se han dedicado en profundidad a la relación ensayo-fic­ción en el escritor argentino. Esta estudiosa afirma de manera tajante que es imposible hacer este deslinde en el caso de nuestro autor: “Borges considera la ficción como el único medio apropiado o inclu­so posible para expresar formulaciones de la mente. Hacer ficción es el único y más apropiado ejercicio del pensamiento”.[xxiii]

Pero eso no es todo: la operación hecha por Borges implica además un nuevo movimiento abismal: el ciclo se cierra con la conversión de la lectura en cifra de la escritura. Como hemos dicho más arriba, el ensayo se convierte radicalmente en escritura de una lectu­ra y la vez en lectura de muchas escrituras, y esto implica a su vez hacer ingresar en la propia forma de entender la literatura y su his­toria nuevos criterios no reductibles a las formas de interpretación tradicionales.

A partir de la reformulación que lleva a cabo Borges de conceptos como el de ficción y el de lectura se produce una reconfiguración no sólo del ensayo en lengua española sino del sistema literario todo: una transformación parangonable a la que supuso, a fines del siglo XIX, la incorporación de la poesía pura —ya lo demostró de manera elocuente Pierre Bourdieu—, y que en su caso implica alcanzar, por decirlo así, un nuevo piso en la relación entre literatura y verdad.

He aquí algunas de las sutiles propuestas de nuestro autor: Borges repiensa el nacionalismo literario y repiensa nociones como autoría, historia literaria, tradición, originalidad, fama, invención. Borges plantea también —como muy certeramente lo observa Ricardo Piglia —una nueva lectura de la gauchesca como un estilo, una entonación, una retórica, un modo de narrar y recuperar la oralidad de esa tradición narrativa en la que él mismo se quiere insertar. Borges desautomatiza nuestras formas tradicionales de entender la grandeza y la miseria de la literatura: así, por ejemplo, descree de los nacionalis­mos literarios y la historia de la literatura, a la vez que nos muestra que Kafka inventa a sus precursores, que un mal escritor o un escri­tor olvidado pudieron haber tenido una experiencia estética límite o que el autor de una gran obra puede ser un escritor imperfecto, como los autores del Quijote y el Martín Fierro, o puede, como Queve­do, estar condenado a la dificultad por no haber gestado un símbolo que lo salve para el lector común.

En el “Epílogo” a Otras inquisiciones (1952), libro de capital impor­tancia para el ensayo borgeano, el propio autor, convertido ahora en su primer lector, dice haber descubierto dos tendencias en los traba­jos que integran ese volumen:

Una, a estimar las ideas religiosas y filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y de maravilloso. Esto es, quizás, indicio de un escepticismo esencial. Otra, a presuponer (y a verificar) que el número de fábulas o de metáforas de que es capaz la imaginación de los hombres es limitado, pero que esas contadas invenciones pueden ser todo para todos, como el Apóstol.[xxiv]

Esta en apariencia “modesta proposición” habría de transformar radicalmente el modo de leer y escribir el ensayo: el viejo pacto de repre­sentación realista da lugar a un nuevo contrato, basado en la repre­sentación artística y en las claves de significación propias del ámbito de la literatura. En rigor, esta forma de entender el ensayo estaba también contenida en potencia en la propia obra de Montaigne, como bien lo mostró Barthes: la importancia del punto de vista, la exploración personal del mundo, el juego del retrato, la ruptura con la retórica tradicional y la adopción de nuevas estrategias de escritu­ra estaban ya presentes en el primer ensayista.

En varias oportunidades y en varios textos afirma Borges que el mérito mayor de los distintos sistemas filosóficos ha sido exclusivamente de orden estético. Esta afirmación se vio acompañada por una estrategia de pinzas: por una parte, la comprobación del estatuto artístico de las más ponderadas y concienzudas observaciones de los filósofos e, inversamente, la apelación al estatuto argumentativo de las proposiciones ficticias.

Antes de Borges el ensayo se definía cómodamente como “prosa no ficcional”. Antes de Borges hubiera resultado difícil mostrar el estrecho parentesco de ambas operaciones intelectuales.[xxv] Antes de Borges la inclusión de textos de ficción en el ensayo cumplía pre­ponderantemente una función expresiva y subordinada respecto del discurso argumentativo dominante, o bien, en el mejor de los casos, llegaba a desempeñar un papel de ejemplificación dentro del cuadro formal de la argumentación.

Con el ensayo de Borges estamos ante la primera muestra radical de aquello que Alberto Giordano denomina “literaturización del saber”: “por el ensayo el saber se somete a la prueba de la literatura” Las ocurrencias singulares, incluso azarosas; los detalles en apariencia carentes de sentido; las observaciones impertinentes nos hacen desembocar en un nuevo mundo con sus propias leyes, que sólo el ensayo puede instaurar:

Un adjetivo […] puede representar toda la literatura, pero —esto es funda­mental— para hacerlo necesita de un ensayo que lo instituya como represen­tante. La determinación de “lo literario” por un detalle encuentra en la sin­gularidad de un acto de lectura su condición de posibilidad, pero encuentra también allí su límite. El saber que el ensayo produce es esencial (es un saber que afecta al ser de la literatura) pero no generalizable.[xxvi]

Con Borges el ensayo logra romper algunas de sus más hondas y obstinadas fronteras: el problema de la relación entre representación y representatividad, entre lo singular y lo general, entre lo considerado marginal y lo considerado central, entre argumentación y ficción, entre tiempo e instante.

De este modo, al mismo tiempo que el ensayo de Borges logra internarse por territorios nunca antes explorados, como el de la fic­ción, mantendrá la marca de escepticismo radical con que dotaron al género sus hacedores, y particularmente los más altos representantes del ensayo en lengua, inglesa. Dado que todo conocimiento es, según Borges, parcial, fragmentario y se nos presenta de manera arbitraria y sorpresiva, la forma de llegar a él tendrá algo de azaroso y necesario a la vez: para descubrirla se puede partir tanto de una modesta vindica­ción como de la refutación de una gran teoría compendiosa; no es necesario apelar a una ilusión de representatividad ni a una errada voluntad totalizadora, sino al ejercicio desapasionado de la duda y de la conjetura. De allí a incorporar la ficción como una dimensión más del ensayo hay un solo paso. Por otra parte, Borges llevará a cabo un quehacer propio del ensayo: dar solución estética a dilemas filosóficos.

Dos ideas obstinadas han contribuido a la construcción de los ensayos de Borges: la intuición de la irreversible temporalidad de todas las cosas y el esfuerzo por superarla a través de la postulación de las formas y de la posibilidad de asomo al hecho estético. A través del ensayo puede el autor combinar este despliegue del tiempo y del lenguaje, que se escriben a sí mismos a través de un autor que es a la vez sustancia pensante, para confirmar su irreversibilidad a la vez que alcanzar el asomo de una forma y —como anota en Discusión— lograr establecer “un vínculo inevitable entre cosas distantes”, un enlace que se aleja de la ley de causalidad histórica y científica para acercar­se a una lógica narrativa, a una lógica de las formas.[xxvii]

Los ensayos de Borges suelen tener como detonante el ejercicio de la perplejidad, el asombro o la extrañeza ante datos presentados como singulares y obstinados, che modo tal que la elección misma del tema se nos ofrece a la vez como resultado del azar y la necesidad. En algunas ocasiones un primer comentario del autor anticipa ya la refu­tación implícita a otras posturas sobre un mismo tema (“El escritor argentino y la tradición”). Es también usual que la estructura argu­mentativa propia de muchos ensayos comience a derruirse en el inte­rior de ella misma al incluir, como es el caso de “Elementos de preceptiva” o “Los jinetes”, una acumulación de “pruebas”, y noticias de distinta jerarquía y procedentes de distintos ámbitos del saber, que acaban por reducir toda demostración al absurdo y así propiciar un efecto estético y singularizador.

A su vez, el ensayo encierra un rasgo de la ficción, ya que —como lo anota Piglia en sus “Nuevas tesis sobre el cuento”—, la intriga se da siempre como paradoja, y un cuento siempre cuenta dos historias: un relato visible esconde un relato secreto. Del mismo modo, en el ensayo de Borges toda interpretación encierra otra interpretación, toda lectu­ra encierra otra lectura: tal es el caso de “El ruiseñor de Keats”.

Lo que está en juego en el caso de Borges es la propia firma de un contrato de veridicción con el lector, y este contrato queda puesto siempre de manifiesto. El ensayo puede cerrarse en algunos casos como un relato de ficción, en otras como la conclusión lógica de una serie de premisas ficticias, o bien como salto a la ficción a partir de ­premisas plenamente verificables. Borges demuestra cómo, metidos en el ámbito de la literatura, la adhesión del lector se obtiene por la propia validez del decir y no sólo —o no tanto— por la convicción per­sonal del autor, el rigor argumentativo o la posibilidad de verificar lo aseverado.

 

Una mirada a la ficción

Si en un sentido amplio el término “ficción” remite a diversas mani­festaciones literarias en las que predominan la invención, la imaginación o la fantasía, y en tal sentido tiene larga data, en la práctica la literatura de ficción y la literatura fantástica han alcanzado un esta­tuto particular a lo largo del siglo XX, ligadas a la posibilidad de plantear mundos conjeturales o imaginarios obedientes a sus propias leyes, a su propia lógica  y a una fuerte exigencia de coherencia en la relación entre lo posible y lo imposible.[xxviii] El concepto de fic­ción comienza a emanciparse a mediados de siglo, ligado sobre todo a la noción de técnica y uso del lenguaje, y en un proceso que alcan­za también al relato y la literatura fantástica. En este sentido, la adopción por parte de Borges del término “ficciones” es sintomático del giro que se estaba dando hacia los años cincuenta. En 1949 el crítico Mark Schorer, representante del New Criticism, anota: “La crí­tica literaria nos ha mostrado que hablar del contenido como tal no es hablar de ningún modo de arte, sino de experiencia; y sólo cuan­do hablamos del contenido adquirido, que es la forma, la obra de arte como obra de arte, es que hablamos como críticos. La diferen­cia entre contenido o experiencia y contenido adquirido o arte es la técnica.”[xxix] En 1961 se publica The Rhetoric of Fiction, de Wayne Booth, representante de la Escuela de Chicago, quien se preocupa por ahondar en el análisis de ciertas instancias narrativas básicas, como es el caso del punto de vista o la voz narrativa, así como de la rela­ción entre autor, narrador, personajes. Como se ve, la técnica y el arte narrativos comienzan a diferenciarse en el análisis de los conte­nidos y el arsenal de abordaje narratológico se volverá cada vez más complejo.[xxx]

 ¿En qué consiste el contraste entre el orden de la argumentación y el de la ficción? Para el ya citado Philippe, la argumentación se caracteriza por varios rasgos: la tentativa por obtener la adhesión racional del interlocutor; la realización de operaciones apoyadas en un razonamiento estricto y formal y la vinculación de proposiciones ya admitidas por el interlocutor. De este modo, la argumentación encuentra su valor explicativo gracias a la adhesión del lector a ele­mentos considerados de alcance general e impersonal, de tal manera que no es la convicción individual del autor lo que se adelanta como argumento para obtener la adhesión del enunciatario. Dicho en nuestras palabras: el valor de verdad de las proposiciones es colocado como una realidad externa, objetiva y previa al enunciado, que la efi­ciencia de la demostración contribuirá a confirmar.

La ficción, en cambio, se apoya en un cierto estatuto ilocutorio específico del enunciado: una proposición es ficticia cuando es dada y recibida como no coincidente con un estado verificable del mundo. Este estatuto ilocutorio específico del acto ficcional es el que permite que el discurso sea señalado como ficcional y reconocido como tal por el lector.

En nuestros días, el interés por el carácter explicativo propio de muchos textos argumentativos se ve desplazado por una mayor aten­ción hacia el carácter persuasivo de los textos y a la vez el lector vivo es llamado a identificarse con la figura del lector construida por el propio texto. Recordemos además que en la actualidad muchos defensores de la “razón débil” ponen en duda que las proposiciones argumentativas no sean ellas mismas en la mayoría de los casos ficticias.[xxxi]

Sin caer en estos extremos, Borges hizo mucho más que incluir juegos de ficción en sus textos ensayísticos: les atribuyó una función argumentativa (aun cuando, como ya lo vimos, las “pruebas” y “ejemplos” en que se apoya el recorrido argumentativo sean de tan diversa procedencia y jerarquía que la propia argumentación acabe en muchos casos por quedar reducida al absurdo). Inversamente, el escritor llegó a ejercer un implacable rigor argumentativo en sus propios textos de creación. A través de su ejercicio conjetural Borges logró cruzar “la buena fe” del ensayo con aquello que Blanchot llama “la mala fe” de la ficción. Puso así en evidencia que el texto del ensa­yo puede ser, paradójicamente, pertinente en su impertinencia, mientras que el texto filosófico puede ser, paradójicamente, imperti­nente en su pertinencia. A ello se debe añadir que logra Borges sembrar la desconfianza y relativizar las afirmaciones en apariencia incontestables sobre el mundo, a la vez que obtener nuestro acuerdo como lectores en la contundencia, incontestabilidad e incontrastabi­lidad que puede alcanzar el mundo de la ficción. Todo orden argu­mentativo y toda convención referencial pueden desembocar en el orden de la ficción así como todo mundo de ficción puede estar regi­do por la lógica más implacable.

La aptitud del ejemplo ficticio para alcanzar sin más trámite el nivel de la generalidad —una aptitud que no tiene el ejemplo basado en hechos concretos o particulares— lo vuelve indispensable para el razonamiento argumentativo abstracto. Como dice Philippe:

El texto ensayístico instaura en efecto un protocolo de lectura muy particular, puesto que busca la adhesión del lector menos según un mecanismo de convicción que según un principio de simpatía: se adhiere a una voz, a un tono, a una posición, más que a un análisis de los hechos. Pero el ensayo no obtiene de manera gratuita o arbitraria una tal adhesión: si él no tiene, como el tratado, que garantizar lo dicho (los hechos o la pertinencia intrínseca del análisis), debe garantizar el decir, para lograr que el lector establezca un acuerdo con lo allí sostenido: se trata de instaurar la “confianza” (p. 82).

 

¿Ensayo, relato, poesía?

En la entrada dedicada a Borges por la Encyclopedia of the essay, anota José Miguel Oviedo:

Aunque su fama reposa sobre todo en su producción de relatos, Jorge Luis Borges comenzó su carrera escribiendo poemas y ensayos, y continuó haciéndolo así a través de su vida. Sin embargo, no existen de manera sepa­rada un Borges ensayista, un Borges poeta o un Borges cuentista: él conti­nuamente cruzó las fronteras de género, y pudo filosofar como autor de fic­ción o ser poeta cuando escribía ensayos. Por ejemplo, un texto como “Borges y yo” es un cuento que es también un ensayo que es también un poema.[xxxii]

Este “cruce de fronteras” explícitamente considerado así por Oviedo es el que aquí nos interesa, y muy en particular el que corres­ponde al encuentro entre ensayo y ficción.

Atendamos ahora a algunos ejemplos, comenzando por el citado por Oviedo. En “Borges y yo” (ensayo, ficción, poesía), la primera persona de la experiencia, “yo”, convive con la otra, la del Borges escritor, de quien se habla de mañera indirecta. “Yo” es el que vive, o se deja vivir, el que huele el café, escucha el rasgueo de una guitarra, el que es voluntad, sensibilidad, corporeidad, experiencia vivida. El otro, “Borges” es la instancia a que se refiere el enunciatario como aquel a quien le suceden las cosas, el que vive en el ámbito de la inteligibilidad de los acontecimientos, el que puede consignarlos a través de la escritura que le da fama, el que habita en el campo de la litera­tura y se adueña de los temas y obsesiones del primero, a los que da permanencia pero que a la vez falsifica y magnifica: “Yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges trame su literatura”. El final del texto es sorprendente: ¿quién es el verdadero autor de esas líneas que acaban de ser escritas? ¿Se trata del “yo” de la experiencia, del Borges portador de un nombre, o de un tercero, el tercero de la ficción, que engloba, niega, supera, contradice, a los anteriores?

En cierta ocasión hacía Borges algunas recomendaciones para el caso del relato policial: la primera de ellas, la necesidad de poner un “límite discrecional” en el número de personajes, que no podían multiplicarse de manera excesiva sin atentar contra la economía de la obra; recomendaba también, como requisito para lograr la contundencia del efecto que era necesaria la “declaración de todos los términos del problema”; “necesidad y maravilla de la solución” y, como uno de los posibles desenlaces, “el descubrimiento final de que los dos personajes de la trama son uno solo”.[xxxiii]

Ésta es una de las posibles soluciones de “Borges y yo”, pero no la única. Hacia el final, los dos personajes nos deparan la sorpresa de desembocar en un efecto que puede resultar tanto desdoblamiento como anagnórisis, e incluso abrir la posibilidad de que se introduzca la voz de un tercero que, colocada en el remate del cuento, pudo haber estado presente desde el comienzo, y resultar la que veladamente dio cuenta de los otros dos: un tercero que incluye y se diferencia a la vez de los dos anteriores, ese primero que tiene la existencia y ese segundo que tiene la literatura. En sentido estricto, entonces, el “yo” que enun­cia no podría escribir, porque es el otro quien escribe y valida así su experiencia, y al mismo tiempo “Borges” no podría tener existencia sin el sustento de vida que le suministra el “yo”. El final, que remata con una duda —”no sé quién de los dos escribe esta página”—, es en rigor la apertura a la posibilidad de que la obra sea escrita: “necesidad y maravilla de la solución”. El texto “se muerde la cola” a la vez que se coloca en otro nivel: este salto de nivel al que hemos aludido y representa el umbral de vínculo entre, lo poético y lo poetizado.

El tema del “yo” y el “otro” atraviesa la obra de Borges, quien supo hacer un prodigioso uso literario de esta cuestión que atañe al len­guaje, la filosofía, la literatura: Borges se preocupa por la relación entre el yo de la experiencia y el yo como pura materia pensante, entre el yo comprometido con la representación y el yo escindido de la representación y también con un problema que nos conduce a la dimensión de la ficción: la relación entre representación como mimesis o copia de la realidad y representación como poiesis y posibilidad de instaurar un mundo de ficción.

El “yo” de Borges se confronta con la situacionalidad y el arraigo en el tiempo de la experiencia, a la vez que con la posibilidad de superar la contingencia a través del concepto: ¿cómo logra el sentido remontarse a partir de los fundamentos empíricos del enunciado? Esta pregunta ha sido clave tanto para la filosofía del lenguaje como para la narrativa contemporánea. El “yo” de Borges, arraiga en una conciencia, no empírica, universal trascendental en el sentido kan­tiano, pero es a la vez deudor del tiempo. He aquí una gran paradoja implícita en la obra borgeana: al afirmarse como detonante de todo sentido, el yo se descubre como temporal. Como el cazador cazado, el autor que escribe ciertas páginas puede afirmar su situacionalidad pero, al hacerlo, se ve obligado a ser capturado por el lenguaje y por la escritura: el que vive y el que escribe sobre su vida quedan enlazados en un nuevo nivel, al que se llega al final del texto, de modo tal que la realidad desemboca en el efecto de realidad creada.

La gran paradoja del “yo” consiste en que empleo un pronombre que no he inventado, sino que me ha sido dado por la tradición y el lenguaje, para referirme a una situación particular en la que está colocada esta entidad absolutamente singular que se parece a mí y vive mi propia experiencia, a la vez que da lugar a la posibilidad de localizarme en tiempo y espacio respecto del mundo. “Borges y yo” se coloca así en el punto de enlace entre situación y sentido. La rela­ción entre “yo” y mi nombre puede parangonarse con la inscripción a la vez que superación de la situación a través de la ficción y nos conduce a un tema crucial para la narrativa: la división de base entre el mundo narrado y el acto productor del relato.

Borges logró encontrar en el problema del yo uno de los puntos de inflexión de esta cuestión que es a la vez metafísica, semiótica y estética, y por ende ligada a los problemas del lenguaje: uno de los puntos axiales tanto de la reflexión filosófica como de la representa­ción artística y de la filosofía del lenguaje contemporánea. Un punto sólo rebasable por la “magia parcial” de la imaginación.

De este modo, esta pequeña obra maestra se convierte en una pieza más del gran proyecto borgeano: fundar un mundo literario con sus propias reglas de autovalidación y autocorrección, a través de la apelación a las leyes propias de la ficción.

El proyecto de la ficción borgeana se toca así con las primeras meditaciones de los ensayistas ingleses, quienes —a diferencia de la pos­tura de Montaigne, mucho más centrada en la experiencia del sujeto—se piensan ante todo como instancia pensante y en su razonamiento no hacen sino confirmar la potencia razonante de la razón: parafra­seando al Borges que parafrasea a Shakespeare, el yo se descubre como parte de una materia pensante. El proyecto borgeano se nutre así de antiguos e ilustres antecedentes, aunque al mismo tiempo lleva a cabo una audaz operación wittgensteiniana: una vez empleada la escalera que necesito para acceder a ese mundo que está, de otro modo, vedado a mí, deberé arrojarla lejos para permanecer en él.

El tema de “La muralla y los libros”[xxxiv] perseguía a Borges desde sus colaboraciones para Sur. Allí, en “Lawrence y la Odisea” (1936), escribe:

En tiempos de reforma, la esperanza ilimitada y el asco suelen imaginar una operación que linda con Dios: el incendio total de las bibliotecas […]. Dos siglos antes de la era cristiana, el rey de Tsin abolió el sistema feudal, asumió el título de Primer Emperador y decretó la quemazón de todos los libros anteriores a Él.[xxxv]

Esta intuición primera dará más tarde lugar a uno de los textos más acabados de Borges, que es a la vez uno de los que mejor repre­senta la dificultad de trazar límites entre ensayo, ficción y poesía en su obra. En “La muralla y los libros” un motivo primero, el del incen­dio total de las bibliotecas, pasa., depurado, estilizado y combinado ahora con otros, como el de la construcción de la muralla ordenada por el mismo emperador, a convertirse en el centro de interés y la base de uno de los textos más memorables del escritor argentino. Borges comienza, una vez más, por consignar un testimonio perso­nal: la evocación de un sorprendente descubrimiento hecho a partir de la lectura (el acto de leer es al mismo tiempo azaroso y necesario) de dos noticias sobre el legendario emperador Shih Huang Ti, quien tomó dos decisiones descomunales: construir una muralla que ro­deara todo su imperio y quemar todos los libros que guardan la memoria. Después de considerar, en una combinatoria magistralmente resuelta, cuáles son las causas y cuáles las consecuencias de esas dos operaciones contrastantes —conforme se las coloque en tal o cual orden de sucesión o se las piense como coincidentes en el tiem­po o bien se aplique a ellas explicaciones de diverso tipo— Borges concluye que tal vez aquello que nos atrae, nos fascina, de esa opera­ción, no sea tanto la cuestión de los contenidos o sus implicaciones históricas, morales o psicológicas, como su impensable magnitud: el emperador se propuso encerrar todo un imperio y quemar todos los libros. Otra posible explicación (concluye el ensayista, sorprende el narrador, remata el poeta), es que es tal vez en ese punto donde resi­de el hecho estético: en la posibilidad de asomarnos a lo indecible, lo inexplicable, lo incomunicable: lo sublime. Es en ese asomo de sus­pensión del yo, el tiempo y el espacio donde se puede llegar a vislumbrar el infinito:

La música, los estados de felicidad, las mitologías, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inmi­nencia de una revelación que no se produce es, quizás, el hecho estético.[xxxvi]

El tratamiento expositivo riguroso queda así superado, confirma­do a la vez que derrotado, por un salto que nos conduce impensada­mente a otro nivel, a las razones de la creación, de la revelación, del arte, del hecho estético. El final sorprendente del texto constituye a la vez un remate “demostrativo” y “mostrativo” apoyado al mismo tiempo en una operación de orden poético.

Esta cuestión se enlaza con otra de la mayor importancia: el tiempo y el ensayo en Borges. El escepticismo radical de nuestro autor desemboca en una concepción del acto de ensayar como el despliegue de un ejercicio de perplejidad, como la posibilidad de esbozar meditativamente soluciones parciales a las diversas cuestiones que nos procura un mundo que no puede sino observarse con la sorpresa y la distancia que nos plantea un enigma: No podemos por ello dejar de recordar otro de los grandes textos de Borges, “Nueva refutación del tiempo”, que tematiza el problema del tiempo y la índole sucesiva del lenguaje, y nos conduce a una de las preocupaciones centrales del autor: el hom­bre está obligado a inscribir el sentido a través de la inclemente temporalidad del lenguaje. No es posible negar la sucesión temporal, sino sólo intentar, en todo caso, una suspensión que nos permita esbozar un asomo al mundo del sentido. Este tema de Borges es también uno de los grandes temas del ensayo, en su irreversible temporalidad, que es a la vez la temporalidad del lenguaje:

And yet, and yet… Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitolo­gía tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, des­graciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.[xxxvii]

En un tercer ejemplo, “El ruiseñor de Keats” (ensayo, ficción, poesía), una voz que comparte con el Borges biográfico la capacidad de sorprenderse ante un descubrimiento —en este caso apoyado en búsquedas bibliográficas y meditaciones de conocedor de la literatu­ra británica—, llega a plantear un problema que pertenece tanto al campo restringido de los eruditos como al ámbito universal de la maravilla: la relación entre el efímero ruiseñor de una noche y el rui­señor genérico. El autor se plantea cómo al observar las cosas de un modo desinteresado cada uno de nosotros logra emanciparse de la propia individualidad, para descubrirse como conciencia pura, a la vez que encontrar, a través de la manifestación individual, la idea, la forma que late en ella. El final de este texto es un nuevo asomo a la felicidad de la experiencia estética, confirmada por el maravilloso nombre que todas las lenguas dieron al ruiseñor, “como si instintiva­mente hubieran querido que éstos no desmerecieran del canto que los maravilló”. Una vez más, nuestro enigma: cómo preservar el carácter singular y fugaz de la experiencia al mismo tiempo que lograr su inscripción en un horizonte más amplio de sentido, cómo enlazar, desde mi propia vida, la experiencia individual e intransferi­ble con la experiencia de los otros, cómo probar que el ruiseñor cuyo canto escuchó Keats es otro o es el mismo que ha cantado en distin­tos momentos para distintos oídos. Se trata de un tema filosófico por excelencia, que encierra en rigor la maravilla:

El ruiseñor, en todas las lenguas del orbe, goza de nombres melodiosos (nightingale, nachtigall, usignolo), como si los hombres instintivamente hubie­ran querido que éstos no desmerecieran del canto que los maravilló…[xxxviii]

Descubrimos tras este primer recorrido que la elección de esa pecu­liar estrategia borgeana permite reunir el modo enunciativo del ensayo y el de la narración en primera persona. El “yo” que enuncia mantiene apenas unos pocos rasgos, unas pocas trazas, de elementos biográficos que lo individualizan —y que en gran parte consisten en dar cuenta de datos sorprendentes que en su mayor parte llegan a él a través de la lectura—, y paulatinamente desemboca en un sentido de alcance general que opera a la vez como remate argumentativo, poético y de ficción. Se trata, como veremos de inmediato, de un salto entre aquello que José Miguel Oviedo denomina la apropiación y la creación.

 

Lectura y ficción

Otro rasgo fundamental en la obra de Borges, también anotado por Oviedo, es que la elección de temas y la lectura resultan una reapropiación y creación reflexiva en una dimensión que muy pocos autores pretendieron alcanzar. Borges demuestra así algo que ade­lantábamos en páginas anteriores: el ensayo es escritura de una lectura. Al respecto dice Oviedo:

Lo que llama la atención es no sólo la originalidad de los temas literarios que trata como ensayista, sino también su habilidad para decir algo inesperado sobre ellos. Como Paul de Man, podría decirse que éstos son “ensayos imagi­narios” si tomamos esta expresión como significando [sic] ensayos escritos desde una imaginación personal estimulada por la imaginación de otros. Una de las sorpresas que esperan al lector que se refiere a las fuentes que ins­piraron a Borges es descubrir que, al leerlas e interpretarlas, el autor añadió tanto como (o más que) lo que tomó de ellas, y que de este modo les dio un nuevo significado. Sus lecturas son una forma de apropiación y creación; Borges traduce lo que lee en su propio lenguaje literario y en su propio mundo estético. Esta creatividad de segunda mano —de inolvidable sugestión y magia— es característica de Borges.[xxxix]

Esta cita contiene varios elementos valiosos: la apropiación estéti­ca que Borges hace de otros textos, temas y autores —e incluso el reco­nocimiento del valor estético antes que epistemológico de las distin­tas posturas filosóficas—, la creación “de segunda mano” a partir de la creación “de primera mano”, el trabajo artístico de las lecturas y los textos de los otros y el modo en que Borges trabaja dentro de la tra­dición literaria y no contra ella.[xl]

El joven Borges que participó durante muchos años con reseñas y comentarios de libros, con noticias y traducciones, con prosas breves de varia invención en diversos medios destinados a distintos tipos de público —desde los lectores de El Hogar hasta los lectores de Sur— hizo de ellos verdaderos laboratorios para el despegue de su prosa, como se perfila en Discusión y se confirma en Otras inquisiciones, donde encontrará una solución admirable que redescubriremos en muchos de sus trabajos en prosa, como sus maravillosos prólogos, o sus ensa­yos dantescos, o los muchos textos que dedica a Shakespeare. Este gran escéptico supo combinar siempre aquello que Coleridge llamó la “voluntaria suspensión de la duda”, y a propósito del autor de Mac­beth mostró que “el hecho estético es momentáneo y no está en las letras de un libro sino en el comercio del libro con el lector o del espectador con la escena”.[xli]

Regresando a Otras inquisiciones, atendamos a otro notable ensayo-inquisición de Borges, “Magias parciales del Quijote”,[xlii] que se abre, una vez más, con la mención del libro de los libros de la tradición his­panoamericana y con un tema recurrente en el ámbito literario: el problema de la novedad o la originalidad de un tema. Borges se pro­pone discutir el realismo del Quijote. Para ello se dedica a releer cier­tos pasajes de la obra y cotejarla con otros textos en busca de ciertos elementos “obstinados”: una cierta forma de insinuar lo sobrenatural en el seno de una novela realista.

Pero el examen riguroso y frío de la cuestión dará un nuevo salto a partir, en este caso, de un descubrimiento de lectura: en la segunda parte del Quijote, los protagonistas tienen ya una vida independiente de ella, al punto de poder convertirse en lectores de la misma obra. Recordemos que otro exquisito lector del Quijote, Francisco Ayala, dirá que una de las maravillas de la obra de Cervantes es que instau­ra un mundo que, una vez constituido, se nos aparece como previo a él mismo: una vez inventados, don Quijote y Sancho cabalgan como figuras que tuvieran una existencia real y anterior al texto que en rigor les dio nacimiento.

Este descubrimiento maravilla y conduce a la evocación de otros casos de existencia de una representación dentro de otra representa­ción: la del Hamlet, el Ramayana y Las mil y una noches, donde un per­sonaje conoce de su propia historia: “Oye el principio de la historia, que abarca a todas las demás, y también —de monstruoso modo— a sí misma” (p. 47). No menos abismal es la evocación de la obra del filó­sofo Josiah Royce, preocupado por la relación entre idea y represen­tación del mundo: si la verdad consistiera en la semejanza de la representación con el original se llegaría a formular la posibilidad —a su vez evocada por Borges— de que un mapa perfecto contenga otro mapa y éste un mapa del mapa del mapa, todos ellos coincidentes.

El valor de las invenciones poéticas por las que el autor se con­vierte en personaje de su propia obra o de aquellas por las que se hace una representación dentro de otra representación no es menor que “las invenciones de la filosofía”, que “no son menos fantásticas que las del arte”; todas ellas a su vez resultan, en cuanto a su carácter ficticio y no en cuanto a su pretensión de verdad, formas certeras de atisbar el mundo. Concluye el autor:

 ¿Por qué nos inquieta que el mapa esté incluido en el mapa y las mil y una noches en el libro de Las Mil y Una Noches? ¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote, y Hamlet, espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una fic­ción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectado­res, podemos ser ficticios. En 1833, Carlyle observó que la historia universal es un infinito libro sagrado que todos los hombres escriben y leen y tratan de entender, y en el que también los escriben (p. 47).

Este prodigioso cierre confirma la posibilidad de una magia par­cial a la vez que del salto a otro nivel dado por la sugerencia de una inversión entre el plano de lo existente y lo ficticio, entre los actos de leer y de escribir, otorga al ensayo un inesperado y vertiginoso final, y al hacerlo lo convierte una vez más en género próximo al de la fic­ción, y ha sido muchas veces citado como pionero en cuanto a la apertura de un nuevo enfoque en los problemas de la lectura y la recepción de la obra artística. Pero es mucho más que eso: cierra al ensayo sobre sí mismo en el momento de abrirlo a la posibilidad de una infinita lectura y escritura, y de allí a un salto en otro nivel. En el ensayo se medita sobre el hombre dentro de la obra del hombre, de la representación dentro de la representación; desarraigada de toda voluntad o necesidad práctica, la representación se emancipa de cualquier determinación exterior y se vuelve sentido: un libro que todos los hombres escriben y leen y tratan de entender y en el que son a su vez escritos.

Por otra parte, no podemos dejar de mencionar que Borges regresa una y otra vez al Quijote desde diversos miradores: el Pierre Menard, por supuesto, además de varios poemas y referencias en tex­tos en prosa, y que a través de esta reinterpretación que resulta en una recreación del Quijote imprimió un giro fundamental a la crítica cervantina: la posibilidad de reapropiación a través de una lectura creativa de un texto fundamental. El poema donde un niño solo y deslumbrado lee las aventuras de Quijote y Sancho encierra también, como una nuez, la posibilidad de que la lectura nos haga ingresar en un mundo nuevo de planos invertidos, como lo hizo Alicia cuando atravesó el espejo. De este modo, un “tema” dado puede atravesar los diversos géneros y los diversos mundos: don Quijote transita por ensayo, ficción y poesía, a la vez que enlaza en su portentosa evoca­ción al niño que una vez lo descubrió asombrado y al que lo relee cada vez.

Borges retoma fundamentalmente la tradición del ensayo inglés, pero, al incorporar sorpresivamente mecanismos propios de la fic­ción y audaces propuestas narrativas propias del siglo XX, renueva dicha tradición para aplicarse a discernir y ejercitar los mecanismos de la creación. El ensayo no se dedica sólo a entender el mundo, sino a postular el orden de la creación, un orden estético con sus propias leyes y aun sus propias reglas de incompletud y autovalidación.

Así se puede decir que el uso borgeano del ensayo resulta en el extremo refinamiento de las técnicas de ficción, mientras que, inver­samente, la ficción borgeana balancea el potencial del ensayo de maneras nunca antes exploradas. Borges retorna los hilos de la dic­ción y de la ficción y, apoyándose en las potencialidades que le da la emancipación de la voz narrativa contemporánea, descubre un mundo nuevo.

 

El juego entre lo auténtico y lo ficticio 

Otra perspectiva fundamental para descubrir la relación ensayo-fic­ción en el caso de Borges es la que ofrece Claire de Obaldia, quien dice, entre otras cosas, lo siguiente:

Finalmente, la cuestión suscitada por todos los textos de Borges no es si un fragmento pertenece a este o aquel texto o a este o aquel género literario, sino si es o no “verdadero” (auténtico) o ficticio; y en la obra de Borges, esta distinción es acompañada por la oposición principal entre “ensayo” (“desti­nado a la autenticidad —a estar encerrado entre comillas”, esto es, “condenado a error-verdad”)[xliii] y “ficción”. Hemos visto que, a pesar de sus marcadores genéricos externos como ensayos o como ficción (que generalmente se remontan al hecho de estar integrados en un volumen de ensayos o en un volumen de ficciones), los textos de Borges continúan planteando la cues­tión de su verdad o de su carácter ficticio desde dentro. Éste es el sentido en el cual estos textos no son ni historias “reales” ni ensayos “reales”, sino una “simulación” de ambos lados, “ficciones” en ambos casos.[xliv]

 Y continúa:

 Presentar el ensayo directamente “como” ficción es aquí claramente dejar que se exprese a fondo la dimensión literaria y escéptica de la filosofía que determina el género. Al mismo tiempo, es llamar la atención sobre la “licen­cia” que se toma en la práctica respecto de los preconceptos del lector, a pesar de lo que se pueda saber en teoría de la ambivalencia del género. La ficción, en otras palabras, se usa para socavar la dimensión ficcional del ensayo tanto como para subrayarla. La contribución del ensayo a la ficción es aná­loga. Las ficciones borgeanas constantemente imitan su propia ficcionali­dad, y una demostración exitosa del carácter ficcional de la ficción depende de la puesta en primer plano de los contextos referencial y pragmático a los que el ensayo, precisamente, se considera que refuerza […]. Desde el punto de vista de la lectura, el “como si” de la ficción se divide en sus planos consti­tuyentes (el paradójico “es, y sin embargo no es” de la ficción) exactamente del mismo modo y conforme a la idea de que “el lector competente de ficción tiene que pasar de la recepción cuasi-pragmática a formas más altas de recepción que son las únicas que pueden hacer justicia al status específico de la ficción” (p. 280).

 Al hablar de la posición liminar de la glosa y de las notas, comen­tarios, listados bibliográficos, postscripta, etc., característicos de la escritura borgeana, dice Obaldia:

Tanto los lectores como los teóricos tienden a apoyarse en una distinción entre el status “no subversivo” de la glosa o pie de página en la no ficción y su función “subversiva” en la ficción. En la no ficción, se considera que la glosa reduce efectos oblicuos, afirma la relación de la parte con el todo, y afina constantemente sus intervenciones apuntando hacia una interpretación cada vez más completa del texto hasta llegar a la revelación total de la verdad final, que es al mismo tiempo su cierre. En la ficción, por el contrario, la glosa, generalmente considerada como “marginalia”, promueve la digresión y así vuelve ambigua la relación entre la parte y el todo de un modo que impide descubrir la finalidad (p. 281).

Al acercarse a esas zonas de frontera que no pueden ser pronun­ciadas, se asoman algunos de los más vastos enigmas que encierra la literatura y que Borges planteó como nadie: el lenguaje es de índole sucesiva, temporal, y es por lo tanto imperfecto para captar lo eterno, lo intemporal. Paradoja de paradojas, la literatura nos pone ante la dificultad de asir el instante y de nombrarlo. De manera correspon­diente, nosotros, los lectores, debemos remontar las aguas del len­guaje escrito para volver a dar vida a la obra en su hacerse, en su ries­go, en su apuesta, en su presente. Y el ensayo de Borges plantea de manera magnífica otra paradoja: cuando un escritor se esfuerza por llegar a una página genial y lo logra, esta página deja de pertenecer­le, porque “lo bueno no es de nadie”: es patrimonio de todos noso­tros.

Al cerrar estas páginas regresa de manera obstinada nuestra intui­ción: no es casual ni infrecuente el vínculo entre ensayo y paradoja. Por empezar, resulta paradójica la propia posición del ensayo —que muchos llaman descentrada, marginal, excéntrica— en el concierto de los géneros, las clases y los tipos literarios. Adorno ha empleado una notable paradoja para definirlo: “la más íntima ley del ensayo es la herejía”. Pero además, la relación inestable entre su configuración artística y su apertura crítica lo confirma en este doble carácter que lo obliga a moverse en varios niveles a la vez, plegado sobre sí mismo como interpretación de interpretaciones, representación de repre­sentaciones, significación de significaciones, capaz de entregarnos, como una nuez, las claves de su propia interpretación a la vez que de la interpretación de otros textos, y de este modo el ensayo se nos muestra como el más íntimo y a la vez el más sociable de los géneros, aquel en que se manifiesta el carácter privado de lo público y el carácter público de lo privado. Es también paradójico que todas las tradiciones, todas las evocaciones, todos los proyectos que contiene el ensayo se nos den a conocer a través de su precipitación en el pre­sente.

Pero tal vez la mayor paradoja resulte en que buena parte de la crítica haya desconocido su complejidad y haya preferido pensarlo como superficial, ligero, errático, asistemático, no comprometido con la cosa, abierto temática y estilísticamente a cualquier impulso de una subjetividad caprichosa. Nada más alejado del ensayo que esto último: en su dimensión como poética del pensar, en su capaci­dad de ofrecernos nuevos miradores para entender el mundo, en su más profunda ley intelectiva, el ensayo se nos muestra como la más íntima forma de vivir lo social y la más pública forma de dar a cono­cer nuestro singular modo de sentir el mundo.

 

*Este ensayo forma parte de Pensar el ensayo, México, Siglo XXI, UAS y el Colegio de Sinaloa, 2007. Fue merecedor del Premio Internacional de Ensayo 2006.

 

 

Datos vitales

 Liliana Weinberg es ensayista, crítica literaria y estudiosa de la literatura en su relación con problemas de etética, cultura e historia intelectual en América Latina. Titulada en antropología por la Universidad de Buenos Aires, obtuvo su doctorado en Letras Hispánicas por El Colegio de México. En la actualidad es académica del Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe, de la UNAM y profesora de la Facultad de Filosofía y Letras de la misma institución. Es autora de Ezequiel Martínez Estrada y la interpretación del “Martín Fierro” (1992), El ensayo: entre el paraíso y el infierno (2001), Literatura latinoamericana: descolonizar la imaginación (2004), Umbrales del ensyao (2004) y Situación del ensayo (2006).  En 1995 recibió la Distinción Universidad Nacional para Jóvenes Académicos en el área de investigación en Humanidades de la UNAM y en 1996 obtuvo el Premio Anual de Ensayo Literario Hispanoamericano Lya Kostakowsky otrogado por la Fundación Cardoza y Aragón. En 2007 se hizo acredora del cuarto Premio Internacional de Ensayo otorgado por Siglo XXI Editores, La Universidad Autónoma de Sinaloa y El Colegio de Sinaloa.

 


[i] Veo en la imagen de los Latinoamericanos buscando lugar en este siglo que da título a un reciente libro de Néstor García Canclini, y particularmente en la expresión “últimos trenes a la modernidad” empleada dentro del texto por el mismo autor una elocuente muestra de la tensión entre ambos modelos interpretativos: los símbolos de la modernidad, ligados a tiempo y movimiento, desembocan en un espacio que diluye y desdibuja los procesos.

[ii] Por su arte, Giorgio Agamben, en “Idea de la prosa”, atribuye un papel decisivo al encabalgamiento como parteaguas entre uno y otro modos de exposición. Véase Idée de la prose, trad. del ital. Gérard Macé, París, Christian Bourgois ed., 1998.

[iii] En cuanto a la historia del texto, en la “Advertencia a la primera edición” de El arco y la lira Octavio Paz dice: “En 1942, José Bergamín, entonces entre nosotros, deci­dió celebrar con algunas conferencias el cuarto centenario del nacimiento de san Juan de la Cruz, y me invitó a participar en ellas. Me dio así ocasión de precisar un poco mis ideas y de esbozar una respuesta a la pregunta que desde la adolescencia me desvelaba. Aquellas reflexiones fueron publicadas, bajo el título de Poesía de soledad y poesía de comunión, en el número cinco de la revista El Hijo Pródigo. Este libro no es sino la madu­ración, el desarrollo y, en algún punto, la rectificación de aquel lejano texto”, México, FCE, 1956, p. 35. Surgido entonces a partir de una conferencia, el texto de este ensayo se publicó por primera vez en El Hijo Pródigo, núm. 5, agosto de 1943, pp. 271-278, fue recogido con posterioridad en Primeras letras y reproducido en Obras completas, vol. XIII, México, FCE, 1999, pp. 234-245. En adelante cito conforme a esta edición.

[iv] En El arco y la lira leemos: “La función del ritmo se precisa ahora con mayor cla­ridad: por obra de la repetición rítmica el mito regresa. Hubert y Mauss, en su clásico estudio sobre este tema, advierten el carácter discontinuo del calendario sagrado y encuentran en la magia rítmica el origen de esta discontinuidad”: “La representación mítica del tiempo es esencialmente rítmica. Para la religión y la magia el calendario no tiene por objeto medir, sino ritmar, el tiempo”, reproducido en O.C., vol. I, México, FCE, 1999, p. 85. Recordemos, con Emir Rodríguez Monegal, que existen marcadas dife­rencias entre la primera y la segunda ediciones de El arco y la lira (1955, 1967) y en par­ticular la segunda edición traduce su mayor acercamiento al estructuralismo de Lévi­-Strauss (a quien dedicará un libro ese mismo año) y a las nuevas teorías del lenguaje; integra la experiencia de Oriente y la toma de distancia del surrealismo. Véase “Relec­tura de El arco y la lira“, Revista Iberoamericana, vol. 37, núm. 74, 1971, pp. 35-46.

[v] En “Las piedras legibles de Roger Caillois”, evoca Paz su encuentro con la obra del autor francés, hacia 1940, y hace un recuento de las coincidencias entre ambos: “Teníamos veintitantos años, nuestra juventud coincidía con la segunda guerra mun­dial y con la gran crisis de nuestra civilización; ambos, en fin, habíamos sido, simultá­neamente, sacudidos e iluminados por la gran explosión surrealista”. Y añade otro comentario de singular importancia: “En aquella época yo empezaba a explorar un enigma que nunca ha cesado de fascinarme. La relación entre la creación mítica y la fabulación poética”. Y añade que buscaba Caillois “la red de relaciones invisibles y de correspondencias secretas entre los mundos que componen este mundo”. Estas corres­pondencias se dan en “un orden analógico”: “Nunca el de esto se deduce aquello de la lógica y la ciencia; tampoco el esto es aquello del poeta y del místico sino el esto como aque­llo” (p. 25). Véase Octavio Paz, “Las piedras legibles de Roger Caillois” (1991), repro­ducido en O.C., vol. XIV, México, Círculo de Lectores-FCE, 2001, pp. 23-27.

[vi] He desarrollado este tema de manera pormenorizada en mi estudio “Luz inteligente: la dimensión antropológica en el ensayo temprano de Octavio Paz”, en Héctor Jaimes, ed., Octavio Paz: la dimensión estética del ensayo, México, Siglo XXI, 2004, pp. 269-311.

[vii] Se debe subrayar el papel fundamental que desempeñó en la obra de Reyes la integración de la dimensión histórica y la lectura de ciertos autores de la línea culturalista, muchos de ellos traducidos y publicados con prioritario interés por el Fondo de Cultura Económica.

[viii] Dice Paz en 1967: “Alfonso Reyes habló de lo humano y lo divino (más de lo pri­mero) con gracia y penetración luminosa —habló de todo, de Goethe a Licofrón, menos de lo propio y lo cercano. Fue un gran crítico que nunca aventuró un juicio sobre su época” (“Una de cal…”, en O.C., vol. III, Fundación y disidencia. Dominio hispá­nico, p. 289).

[ix] Victor Turner, El proceso ritual; estructura y antiestructura, traducción de Beatriz García Ríos, Madrid, Taurus, 1988, pp. 101-102.

[x] Octavio Paz, “Poesía de soledad y poesía de comunión”, p. 237.

[xi] Victor Turner, El proceso ritual, pp. 103-104.                               

[xii] Octavio Paz, El arco y la lira, pp. 76-77. Regresará al tema en textos posteriores como Los hijos del limo (1974), reproducido en O. C., vol. I, pp. 365-484.

[xiii] Véase Charles O’Neill, “The essay as aesthetic ritual: W. B. Yeats and Ideas of good and evil“, en Alexander J. Butrym, Essays on the essay; redefining the genre, Athens, The University of Georgia Press, 1989, pp. 126-136.

[xiv] Octavio Paz, “Analogía e ironía”, en Los hijos del limo, p. 386.

[xv] Jean-Pierre Zubiate, “Essai et poésie au XXe siècle”, en Pierre Glaudes, coord., L’essai: Métamorphoses d’un genre, p. 382.

[xvi] El arco y la lira, p. 173.

[xvii] Jean-Pierre Zubiate, op. cit., p. 389.

[xviii] El arco y la lira, pp. 189 y 193.

[xix] Octavio Paz, “José Ortega y Gasset: el cómo y el para qué”, en Hombres en su siglo y otros ensayos, Barcelona, Seix Barral, 1984, p. 98.

[xx] Octavio Paz, “La verdad frente al compromiso”, prólogo al libro de Alberto Ruy Sánchez, Tristeza de la verdad: André Gide regresa de Rusia, México, Joaquín Mortiz, 1991, reproducido en Al paso, Barcelona, Seix Barral, p. 148 y en OC, vol. 9, p. 447.

[xxi] Ya en 1940 Adolfo Bioy Casares había descubierto con gran sagacidad este fenó­meno, cuando en el “Prólogo” a la Antología de la literatura fantástica preparada por Jorge Luis Borges, Victoria Ocampo y él mismo, anota: “Con el Acercamiento a Almotá­sim con Pierre Menard, con Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, Borges ha creado un nuevo género literario, que participa del ensayo y de la ficción; son ejercicios de incesante inteli­gencia y de imaginación feliz, carentes de languideces, de todo elemento humano, patético o sentimental, y destinados a lectores intelectuales, estudiosos de filosofía, casi especialistas en literatura”, Antología, Buenos Aires, De Bolsillo, 2007, pp. 12-13. Sin embargo, algunos años después Bioy se verá precisado a escribir una “Posdata”: “En el prólogo, para describir los relatos de Borges, encuentro una fórmula admirablemente adecuada a los rápidos lugares comunes de la crítica. Sospecho que no fal­tan pruebas de su eficacia para estimular la deformación de la verdad. Lo deploro”, ibid., p. 15.

[xxii] Umberto Eco, Lector in fabula, Barcelona, Lumen, 1981.

[xxiii] Véase Claire de Obaldia, “Postscript: Borges, or the essayistic spirit”, en The essayistic spirit; literature, modern criticism, and the essay, Oxford, Clarendon Press, 1995, pp. 247-282. La traducción es mía.

[xxiv] Jorge Luis Borges, “Epílogo”, Otras inquisiciones [1952], reproducido en Obras completas, Buenos Aires, Ernecé, 1989, vol. 2, p. 153. En adelante O.C.

[xxv] En cuanto a la relación entre argumentación y ficción sigo el excelente estudio de Gilles Philippe, “Fiction et argumentation dans 1’essai”, en Pierre Glaudes, coord., op. cit., pp. 63-82.

[xxvi] Alberto Giordano, “Del ensayo”, en Modos del ensayo: Jorge Luis Borges, Oscar Masotta, Rosario, Beatriz Viterbo, 1991, p. 126. Sobre el tema véase también Liliana Weinberg, “Magias parciales del ensayo”, en Rafael Olea Franco, ed., Borges: desespera­ciones aparentes y consuelos secretos, México, El Colegio de México, 1999.

[xxvii]  En cuanto a la relación entre argumentación y ficción sigo el excelente estudio de Gilles Philippe, “Fiction et argumentation dans 1’essai”, en Pierre Glaudes coord., op. cit., pp. 63-82.

[xxviii] Cf. Cesare Segre, Principios de análisis del texto literario (1975), trad. María Pardo de Santayana, Barcelona, Ariel, 1985.

[xxix] Mark Schorer, “Fiction and the analogical Matrix” (1949], citado en Raman Sel­den y Peter Widdowson, Contemporary literary theory, 3a. ed., The University Press of Kentucky, 1993, p. 18.

[xxx] Ibid., pp. 20 ss.

[xxxi] Así, por ejemplo, se puede mostrar que en muchas ocasiones los textos argu­mentativos apelan a la abducción por interpretación de un índice, la deducción por parecido y la inducción por tipificación y generalización.

[xxxii] Así lo expresa José Miguel Oviedo en la entrada sobre Jorge Luis Borges publi­cada en la Encyclopedia of the Essay, pp. 96-97. En cuanto a la dificultad de trazar límites genéricos en la obra de Borges, escribe también el mismo crítico en otro lugar que “no hay en verdad géneros en Borges, que continuamente cruzó esas fronteras y supo filo­sofar como escritor de ficciones o ser poeta cuando escribía ensayos”, José Miguel Oviedo, “La invención de Borges”, en Breve historia del ensayo hispanoamericano, Madrid, Alianza Editorial, 1991, p. 96. Observa también aguda aunque brevemente este crítico el lugar que lenguaje y paradoja  ocupan en el mundo borgeano. Varios son los estudiosos que han observado la relación entre ensayo e imaginación en Borges. Uno de sus más tempranos críticos se refiere ya a la “dimensión imaginativa” y la “adyacen­cia entre ensayo y cuento”. Véase Jaime Alazraki, “Borges: una nueva técnica ensayística”, en Kurt L. Levy y Keith Ellis, eds., El ensayo y la crítica literaria en Iberoamérica, Toronto, Universidad de Toronto, 1970, pp. 137-144.

[xxxiii] Borges en Sur, 1931-1980, Buenos Aires, Emecé, 1999.

[xxxiv] Datado en 1950 y publicado por primera vez en Otras inquisiciones (obra que consideramos la más representativa del ensayo borgeano) en 1952, O.C., vol. 2, pp. 11-13.

[xxxv] “Lawrence y la Odisea” (1936), en Borges en Sur, 1931-1980, p. 136.

[xxxvi] “La muralla y los libros”, en Otras inquisiciones, reproducido en O.C., vol. 2, 1989, p.13.

[xxxvii] “Nueva refutación del tiempo”, Otras inquisiciones, O.C., vol. 2, p.149.

[xxxviii] “El ruiseñor de Keats”, ibid., p. 97.

[xxxix] José Miguel Oviedo, Historia de la literatura hispanoamericana, tomo 4, De Borges al presente, Madrid, Alianza Editorial, 2001, p. 96.

[xl] Recordemos además el valor que adquiere la relación entre Borges y la tradición para una crítica como Beatriz Sarlo, Borges, un escritor en las orillas, México, Siglo XXI, 2007.

[xli]  “Shakespeare y las unidades”, en Cuadernos Hispanoamericanos, Madrid, agosto de 1964.

[xlii] “Magias parciales del Quijote”, en Otras inquisiciones, reproducido en O. C., vol. 2, pp. 45-47.

[xliii] El entrecomillado nos remite a observaciones planteadas por Roland Barthes en Roland Barthes y en Ensayos críticos.

[xliv] Claire de Obaldia, “Postscript: Borges, or the essayistic spirit”, en The essayistic spirit; literature, modern criticism, and the essay, op. cit., p. 279.

 

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